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CINEMA DE PERRA GORDA

Peter Weir

THE WAY BACK (2010, Peter Weir) Camino a la libertad

THE WAY BACK (2010, Peter Weir) Camino a la libertad

Paul Thomas Anderson, Terrence Malick, Peter Weir –y, si me permite incluirlo, aunque nadie lo tenga en cuenta, Andrew Niccol-… Cineastas que en un panorama de necesidad casi perentoria de grandes títulos, se hacen de rogar rodando entre intervalos de tiempo demasiado elevados –parece que por fortuna Malick ha decidido interrumpir dicha rutina-. El buen arte cinematográfico no debería dejar que estos y otros nombres de relieve, quedaran relegados en su aportación casi marginal, máxime cuando ofrecen en sus contadas muestras, reencuentros en ocasiones casi gloriosos para el buen aficionado. En el caso de Peter Weir, nada menos que siete años han transcurrido desde que este estrenara su previa y excelente MASTER AND COMMANDER (Master and commander. Al otro lado del mundo, 2003), hasta llegar a la posterior THE WAY BACK (Camino a la libertad, 2010), su obra más reciente, y también uno de sus mejores títulos, destacable tanto en la intrínseca valía de la historia relatada, como en su demostración de quintaesencia de ese estilo que el cineasta australiano fraguó ya en sus inicios como director en plena década de los setenta.

La película está basada en la novela The Long Walk: The True Story of a Trek to Freedom de Slavomir Rawicz, que narra la historia en primera persona de un grupo de fugados de los campos de concentración de Siberia, siguiendo en su odisea en plena II Guerra Mundial, hasta llegar a la India. Una historia que en los últimos años ha sido cuestionada en su veracidad, y que tiene su punto de arranque tras la invasión alemana en Polonia, siendo su protagonista –Janusz (Jim Sturgess)-, traicionado por su propia esposa para poder salvarse de una acusación de colaboracionista. Partiendo del hecho del mayor o menor grado de verosimilitud de la propuesta original –cosa que a la hora de analizar la película no nos ha de importar en absoluto-, el cineasta australiano compone una auténtica sinfonía sobre el valor de la supervivencia, en la que cualquier espectador podría detectar ecos del cine de David Lean, de títulos como THE GREAT ESCAPE (La gran evasión, 1963. John Sturges) –a la que supera a todos los niveles de manera ostentosa-, o más cercanos como THE PIANIST (El pianista, 2002. Roman Polanski). A partir de dichas referencias, no cabe duda que Weir elabora un relato minimalista, que discurre siempre en voz callada, estructurado en forma de episodios, y que paulatinamente y de modo creciente va impregnando al espectador de esa heroica aventura vivida por un grupo de hombres –al que se añadirá una joven-, narrada curiosamente “hacia adentro”. Es decir, no se atisba en su trazado ninguna apuesta épica. Por el contrario, y al igual que sucediera en la ya mencionada MASTER AND COMMANDER, nuestro cineasta relata con una extraordinaria capacidad para el intimismo esa odisea comandada por el en sus primeros pasos melifluo Janusz, al que acompañarán en la fuga entre otros el norteamericano Mr. Smith (Ed Harris), Valka (Dragos Bucur) y el pendenciero Valka (Colin Farrell), ofrece la virtud de no elevar nunca el tono. Como si de una crónica se tratara, y tomando su tiempo –sus 137 minutos de duración apenas acusan baches de ritmo-, la película se inicia con la situación antes citada de Janusz con su esposa, concluyendo con el reencuentro de ambos varias décadas después, entendiendo los ya ancianos esposos –sobre todo él, que sufrió las consecuencias de la delación de su mujer-, las circunstancias que propiciaron aquella situación que marcó sus vidas para siempre. Muy pronto nos introducirá en el gulag siberiano, donde con pinceladas precisas –y huyendo de situaciones más o menos desagradables, sin que por ello en ningún momento se deje de percibir la extrema dureza de aquel marco- quedará descrita la fauna humana allí hacinada, planteándose por vez primera la casi utópica posibilidad de huir del recinto. Será algo que escuchará nuestro protagonista, logrando contagiar a un grupo de presos, con los que acelerará dicha huída en una noche de casi insoportable tormenta. Hasta ese momento, el espectador no ha dejado de contemplar las condiciones de extrema dureza a que eran sometidos los presos –provoca un especia impacto el intento de los presos de guarecerse tras su jornada de trabajo, al sufrir una tormenta de nieve en pleno bosque, quedando congelados algunos de estos presos, y teniendo que acceder los estrictos guardianes a sus peticiones, al ser conscientes de que era la única manera de sobrevivir-.

A partir de la huída, Weir despliega un auténtico tarro de las esencias, combinando la vivencia de episodios en los que los huidos irán viviendo situaciones de extrema dureza, con otros en los que la relajación o el premio a la misma pueda ser el simple encuentro con el agua en pleno desierto, o la providencia de una comida. Esa casi interminable peregrinación de diez mil kilómetros, que se cobrará por el camino la vida de varios de los huidos, se proyecta con una estructura en la que el detalle y la crónica intimista, la capacidad de observación puesta en torno a sus personajes, la humanidad que estos desprenden dentro de su heterogeneidad, se combina con la belleza paisajística y telúrica que por momentos llega a resultar abrumadora, y casi siempre deviene necesaria al objeto de establecer ese necesario descanso al espectador, entrelazando los diversos recovecos de la huída por un territorio de inmensas proporciones, al estar todo su territorio ocupado por rusos o alemanes debido a la contienda bélica. Weir se confirma, por si a alguien le quedara la menor duda, que se trata de un estilista de primera fila, que ofrece a su cine una mirada personal, en la que la belleza del entorno no esconde la dureza, hondura, y humanidad en el trazado de sus personajes, al tiempo que muestra un diseño de producción del más alto nivel –de especial relevancia es la sobrecogedora belleza que manifiesta la fotografía de Russell Boyd, pero no resulta menos destacable la veracidad que manifiestas todos sus elementos de ambientación, algo más difícil de lograr de lo que pudiera parecer-, unido a la extrema brillantez de todo su cast –incluso el por lo general blando Jim Sturgess resulta convincente-, pero no puedo omitir la excelencia que ofrecen Ed Harris, Colin Farrell y la joven Saoirse Ronan (Irena), ensamblando un conjunto casi ejemplar, en el que prácticamente nada sobra y nada falta –incluso algunas elecciones visuales de Weir tienen su precisa justificación-, pero del que me gustaría retener algunos instantes especialmente memorables. Secuencias como las que viven los protagonistas en el interior de unas cavernas de grandes dimensiones, que nos retrotraen el Weir de su etapa australiana, el encuentro del inmenso lago tras una larga odisea, la onírica secuencia en la que uno de los jóvenes huidos se reencuentra con uno de sus presuntos compañeros, preludiando su muerte por congelación, la visita a un templo budista completamente arrasado, el extraordinario instante de la muerte de Irena –quizá el más memorable del film-, el encuentro con el oasis… Son tantos los placeres que proporciona esta hermosa propuesta del cine de aventuras. Se encuentra tan bien ensamblada esta auténtica epopeya sobre el fuerza de la supervivencia del ser humano –incluso si en ello se pone a prueba la propia existencia-. Resulta tan adecuado ese epílogo final que nos permitirá asistir en escasos instantes a la evolución de su protagonista hasta el sobrio y al mismo tiempo emocionado reencuentro final con su esposa, que no cabe más que rendirse a la evidencia de que Peter Weir se encuentra en el mejor momento de su carrera, hemos asistido a una de sus obras mayores y, sobre todo, deseamos que en breve acometa un nuevo proyecto. El cine de nuestros días no puede permitirse lujos como una prolongada ausencia suya.

Calificación: 4

PICNIC AT HANGING ROCK (1975, Peter Weir) Picnic en Hanging Rock

PICNIC AT HANGING ROCK (1975, Peter Weir) Picnic en Hanging Rock

No cabe duda que PICNIC AT HANGING ROCK (Picnic en Hanging Rock, 1975), fue una de las películas que cimentaron el prestigio como realizador del australiano Peter Weir, al tiempo que se convirtieron en uno de los exponentes que sirvieron como abanderados en la reivindicación de la cinematografía de dicho continente. Un reconocimiento internacional este que con el paso de pocos años permitió –como suele suceder en tantas ocasiones-, que el cine de Hollywood se aprovechara del flujo de realizadores y estrellas de aquel entorno. Ejemplos de aquella “importación” fueron las andaduras norteamericanas del mencionado Weir, del hoy justamente olvidado George Miller, y la incorporación de estrellas como Mel Gibson o, posteriormente, Rusell Crowe, Geoffrey Rush, o incluso el recientemente fallecido Heath Ledger. Puede decirse que el caldo de cultivo proporcionado por el cine australiano –con la ventaja que supone compartir el habla de la lengua inglesa-, ha sido un referente constante, aunque bien es cierto que la figura de Weir ha emergido por derecho propio como uno de sus representantes más valiosos, pese a que su andadura norteamericana inicialmente no se desarrollara más allá de unos márgenes limitados.

 

Mi interés en la filmografía de dicho realizador me llevaba al interés en poder visionar esta película que tanto prestigio sobrelleva, circunstancia que finalmente he podido cumplir merced a la edición en DVD de la misma, que recoge un director’s cut en el que se recorta en algunos minutos la duración original del film. No voy a dejar de reconocer que PICNIC… es una película generalmente interesante y, por momentos, fascinante. Un título que atesora algunas de las mejores virtudes como realizador de su artífice, erigiéndose como una muestra muy representativa del cine australiano de aquellos años, así como una propuesta hasta cierto punto valiosa y renovadora dentro del género fantástico en la década de los setenta. Sin embargo, pese a la evidencia de todas estas cualidades, no puedo dejar de reconocer que nos encontramos con un conjunto algo desequilibrado y al mismo tiempo “datado” con una serie de tics visuales que, si bien por fortuna no llegan a invalidar el resultado final, a mi juicio no llegan a elevarlo a la categoría esgrimida por algunos comentaristas.

 

Nos encontramos en la festividad de San Valentín de 1900. Las alumnas de un riguroso internado inglés ubicado en un entorno rural de Australia, son autorizadas a realizar un picnic al entorno de Hanging Rock. Dentro de dicho paraje rural se encuentra un promontorio rocoso de inquietante presencia y extraña leyenda que, no obstante, es invadido por el colectivo de jovencitas que se internan en sus inmediaciones. Invadidas de un extraño estado febril que las lleva a abstraerse del paso del tiempo, tres de estas alumnas y una de sus profesoras desaparecerán misteriosamente, provocando la inquietud y desazón en los alrededores del internado. La búsqueda organizada no dará sus frutos, aunque un empleado logre encontrar finalmente a una de las desaparecidas, inconsciente entre las rocas. Esta tras su recuperación no logrará recordar nada de lo sucedido, pero su presencia en el fondo avivará el recuerdo de las desaparecidas, al tiempo que incidirá de forma inconsciente en el desmoronamiento de la rigidez que preside el internado encabezado por la austera Mrs. Appleyard (la estupenda actriz británica Rachel Roberts). Un puritanismo que contrastará con el primitivismo australiano, es la base de una película que bebe fundamentalmente de la extrema sensualidad que proporcionan sus imágenes, y que entrelaza una ambientación asfixiantemente victoriana, el contraste entre dos modos de vida inicialmente opuestos, la exteriorización de una sexualidad reprimida y que se expresa mediante miradas, pequeños destellos y, fundamentalmente, un estado febril que se funde con la riqueza paisajística e incluso feérica del entorno de la acción. En este sentido, creo que es donde que buscar las cualidades más destacables de PICNIC… La cámara de Weir –aliada en todo momento con el director de fotografía Russell Boyd-, logra describir un estado casi enfermizo de excitación sexual, que tiene su punto de inflexión en los instantes previos a la desaparición de las estudiantes y la profesora. En plena excursión, las alumnas casi llegan a fundirse con un entorno natural que no hace más que proyectar su estado emocional. Las miradas y sensaciones de todas ellas se integran en un paraje natural en el que los pequeños insectos llegan a adueñarse del entorno –las arañas tejen sus telas, las hormigas invaden los sándwiches preparados- y en el que el tiempo, inexplicablemente, se detiene. Todas ellas llegan a una especie de inflexión casi mística, imbuidas de la extraña fuerza del promontorio rocoso, que precederá a la misteriosa desaparición de las cuatro jóvenes. De entre ellas, destacará la sensualidad y atractivo demostrado por Miranda, que ejercerá como referencia entre sus compañeras, y también en ese joven inglés de clase acomodada que la ha contemplado poco antes de que desapareciera, y que ha quedado hechizada por su influjo, llegando a internarse de nuevo en el marco donde estas han desaparecido, y siendo rescatado de allí traumatizado y en estado casi catatónico.

 

Una civilización y un modo de vida invasor, perecerán dentro de un contexto autóctono, basado en misterios atavismos casi indígenas, que finalmente engullirá y dominará un estado represivo contra el que no podrá una cadencia natural revestida de una extrema sensualidad –la analogía de la belleza efímera de los cisnes en el lago, esas plantas que mueven sus hojas como dirigidas por un mecanismo mágico-. La película tomó como base la novela escrita por Joan Lindsay a partir del hecho acontecido en la realidad, y despliega en su desarrollo una anécdota tan sencilla como trascendente, basada fundamentalmente en un cúmulo de sensaciones, y centradas en el misterioso influjo de la joven Miranda. Considerada en su conjunto como un clásico del fastastique contemporáneo, no puedo dejar de reconocer sus virtudes, aunque en su conjunto no me induzca a obviar una serie de elementos que, aunque no tienen la incidencia que en otras producciones de la época, si impiden que el conjunto a mi juicio alcance la altura que por momentos sí logra manifestar. Con ello me refiero a la excesiva recurrencia a ralentis y flues, al abuso en ocasiones de lentes deformantes, y a una cierta incidencia de efectismos que con el paso de los años revelan su caducidad, y a los que por otra parte el cine australiano solía recurrir en sus producciones de aquellos años. Es por ello, y por cierta morosidad y artificio en algunos pasajes de su desarrollo, por lo que no puedo considerar PICNIC… como un film redondo, aunque sea innegable el cuidado de sus imágenes, la general brillantez de la composición de sus planos, la evidente influencia pictórica de todos ellos, y el logro de una renovadora y lúbrica plasmación de un lenguaje fantastique que acompañaría –con mayor o menor incidencia-, el desarrollo posterior de la trayectoria del realizador. Heredera de ecos literarios de Henry James –son interesantes las influencias de la adaptación de “Otra vuelta de tuerca” ofrecida en THE INNOCENTS (¡Suspense!, 1960. Jack Clayton)-, referencia en títulos posteriores como THE COMPANY OF WOLVES (En compañía de lobos, 1984. Neil Jordan), es indudable que con esta película se tendió un simbólico puente en el género, lamentablemente no demasiado retomado con posterioridad.

 

Calificación: 3

 

GREEN CARD (1990, Peter Weir) Matrimonio de conveniencia

GREEN CARD (1990, Peter Weir) Matrimonio de conveniencia

Obra citada de pasada a la hora de recorrer la trayectoria de Peter Weir en Estados Unidos, GREEN CARD (Matrimonio de conveniencia, 1990) se encuentra sin duda dentro del periodo menos relevante dentro de la andadura del realizador australiano –que por otro lado le permitió éxitos comerciales como WITNESS (Único testigo, 1985) o DEAD POETS SOCIETY (El club de los poetas muertos, 1989)-. Reconociendo esta premisa, y pese a definirse como un título de aparente cortos vuelos, estos se expresan en todo momento en el contexto de una comedia agradable y en buena medida respetuosa con el espectador, revelando en todo momento –y dentro de las posibilidades que su planteamiento y condicionamientos de producción permiten-, la intención de Peter Weir de desmarcarse de los estereotipos y clichés dominantes en la comedia romántica al uso.

Brontë (Andie McDowell) y Georges (Gérard Depardieu) se casan sin conocerse. Ella es una newyorkina que trabaja en proyectos medioambientales, decidiendo formalizar la boda para poder acceder a un apartamento que goza de invernadero –que solo se alquila a casados-. Por su parte, Georges es un bohemio inmigrante francés, a quien varios meses después de su boda se reencontrará casualmente con su “esposa a distancia”. La llegada de los inspectores de inmigración, llevarán al forzoso reencuentro de ambos para poder sortear sus respectivos interrogatorios. Esta artificiosa convivencia permitirá descubrir en la cuadriculada joven la sensibilidad y vitalidad de Georges, mientras que este verá en ella la posibilidad de acceder a un modo de vida más codificado.

A partir de su rotunda oposición de caracteres, GREEN CARD alberga ciertos ecos de la screewall comedy, pero desde el primer momento ratifica la intención de Weir de desmarcarse de los patrones narrativos en el género. Desde la extrañeza con la que es fotografiada New York, hasta esas imágenes de inicio y casi de cierre que inciden en la variedad étnica de la cosmopolita ciudad, la película destaca por su matiz casi contemplativo y la ausencia de grandes subrayados musicales –en los pocos en que el fondo sonoro hace acto de presencia, podemos comprobar lo mal compositor que ya entonces era Hans Zimer-. Weir incide durante todo el metraje en su demostrada facilidad para filmar la extrañeza de lo foráneo, simbolizado en ese pez que Georges regala a Brontë, o en el plano que muestra a este en la puerta del apartamento de la joven, encuadrado a través de la mirada de la misma. Creo de todos modos que GREEN CARD funciona mejor en su primera mitad, aunque en los minutos finales el interés se vuelva a elevar, hasta alcanzar una cierta emotividad en la ambigua despedida de ambos.

Caracterizada por la magnífica labor de su reparto –en el que destacan sus protagonistas, pero a los que hay que hacer extensivos la definición que le proporcionan sus intérpretes y personajes secundarios-, lo cierto es que esta fábula que en ocasiones alcanza ecos caprianos, permite disfrutar de momentos y secuencias francamente divertidas. Entre ellas cabría señalar todas las incidencias que protagoniza la anciana y chismosa vecina –genial el instante en el que Brontë no la deja entrar en el ascensor, para que no delate la situación a su mejor amiga- pero, sobre todo, el irresistible timming que adquiere la larga secuencia de la fiesta de los padres de la amiga de la protagonista. La cita está protagonizada por adineradas snobs, entre las que Georges entrará como un elefante en una cacharrería. Se le invitará a que interprete una pieza a piano –él es compositor-, alucinando a todas ellas con una composición modernista, aunque luego las conmueva con una pieza más clásica, acompañada con versos.

Tan honesta en sus planteamientos y desarrollo, como insuficiente a la hora de plasmar el drama de tantas personas que han vivido en carne propia estas situaciones, lo cierto es que GREEN CARD supone un título hasta cierto punto alimenticio en la andadura de Weir, que pocos años después nos brindará un título tan inclasificable como FEARLESS (Sin miedo a la vida, 1993), relanzando su trayectoria con obras de la talla de THE TRUMAN SHOW (El show de Truman, 1998) y, especialmente, la magnífica MASTER AND COMMANDER: THE FAR SIDE OF THE WORLD (Master & Commander, 2003).

Calificación: 2’5