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CINEMA DE PERRA GORDA

René Clair

AND THEN THERE WERE NONE (1945, René Clair) [Diez negritos]

AND THEN THERE WERE NONE (1945, René Clair) [Diez negritos]

Aunque bucear en las adaptaciones fílmicas de las novelas escritas por la popular Agatha Christie nos remontaría hasta las postrimerías del periodo silente, lo cierto es que la primera de las películas que goza de un relativo estatus es esta curiosa y, reconozcámoslo, hasta cierto punto simpática producción de René Clair –ejerciendo dichas funciones de manera aparejada con la realización-, con la que el francés se despedía de un breve y –todo hay que decirlo- no demasiado estimulante periodo americano –como poco apasionante resultó la obra de este francés en su momento increíblemente aclamado y hoy justamente olvidado-. Sin embargo, hay en AND THEN THERE WERE NONE (1945) –traslación de la conocida novela “Diez negritos”, y curiosamente, carente de estreno comercial en nuestro país- un cierto rasgo de curiosidad, por otro lado poco habitual en quien manejó de forma tan patosa el humor británico en la mediocre THE GHOST GOES WEST (El fantasma va al Oeste, 193  ). Sea por la presencia como guionista del fordiano Dudley Nichols, que probablemente logró acentuar ese componente irónico presente en las novelas de la Christie –algo así como sucedería en el posterior ciclo británico dedicado a Miss Marple, dirigido por George Pollock y protagonizado por Margaret Rutherford-, lo cierto es que nos encontramos ante una película en la que la presencia de la ironía contribuye a elevar hasta cierto punto el tono de la misma.

Es algo que podremos apreciar en la secuencia inicial que describe el viaje en una barcaza de los diez protagonistas del relato. Sin recurrir a diálogos, y con un encomiable sentido descriptivo –es más que probable que se tuviera en cuenta el referente de la estupenda LIFEBOAT (Naúfragos, 1944) de Hitchcock-, se nos presentan unidos y mostrando desconfianza entre ellos. Con una ironía propia del cine mudo, diferentes rasgos y elementos nos van ligando la descripción de los que van a ser protagonistas de la función, con dispar protagonismo en función de su más o menos cercano asesinato. Así pues, la ingerencia de un pañuelo de una de las mujeres, el asco que proporciona a algunos pasajeros la forma de comer un bocadillo del marino que guía el pequeño barco, serán elementos que nos irán definiendo en su presentación los rasgos de esta decena de seres que acudirán a una isla, siendo invitados por un anónimo personaje al que no conocen, y alojándose un fin de semana en una mansión en la que solo encontrarán a un matrimonio de criados, destacando en ellos los atildado del esposo –Rogers (Richard Haydn, el epítome del deliberado envaramiento en la pantalla)-. Todos ellos serán recibidos y acondicionados en las diferentes estancias, relacionándose de manera forzosa hasta que dos detalles comiencen a introducir el elemento inquietante en el relato. Por un lado la interpretación de un tema que habla de la muerte de diez negritos y, de manera muy especial, la en apariencia casual inclusión de una grabación en disco del misterioso anfitrión, en la cual explica por un lado las razones que han motivado la presencia de los invitados –todos ellos son acusados de haber cometido crímenes o asesinatos en diferentes ocasiones-, y anunciándoles su progresiva eliminación.

De sobras es conocida la base argumental de la obra de la popular escritora inglesa –aunque confieso que el no haber leído la novela me permitió mantener la intriga de cómo se resolvería el relato-. En cualquier caso, de entrada, y con la distancia que ofrece el paso del tiempo, lo primero que me vino a la mente al contemplarla, fue rememorar aquella artificiosa –aunque hoy día objeto de culto- parodia que dirigió el anónimo Robert Moore con MURDER BY DEATH (Un cadáver a los postres, 1976), que resultaba quizá menos creíble en su grado de parodia, que esta simpática adaptación, destacable antes que nada por el logro de su atmósfera tenebrosa –la sensación que se mantiene al describir los escasos episodios en exteriores de la mansión, sus secuencias costeras, la incidencia de la lluvia,-, que se traslada incluso a no pocos de sus episodios desarrollados en el interior de la misma. Fragmentos como el enfrentamiento que mantendrán el doctor Armstrong (Walter Huston) y el juez Quinncannon (de nuevo un referente fordiano, el gran Barry Fitzgerald), en la penumbra de la oscuridad del salón, cuando entre ambos a solas se acrecienta el temor a ver en el contrario al auténtico asesino, la escena desarrollada en el cuarto del generador del luz, cuando esta se encuentra a punto de fundirse, la recurrencia a mostrar esa escultura que se encuentra sobre la mesa, con los diez negritos que van destruyéndose según se van produciendo los crímenes.

Contra todo pronóstico, lo cierto es que en AND THEN THERE WERE NONE René Clair deviene más solvente en su factura narrativa, emergiendo de la blandura y el acartonamiento tan característico de buena parte de su cine, por más que ni quiera ni pueda emerger de la convenciones que ofrece la obra de la Christie y, en definitiva, no se aproveche la ocasión para brindar a través de las débiles costuras de la misma, una metáfora sobre las miserias y el lado oscuro de la condición humana. En su lugar, asistimos a una serie de estereotipos, por lo general encarnados con solvencia por un reparto bastante compenetrado. Los diálogos y las situaciones en ocasiones aparecen pillados por los pelos, aunque cierto es que la imaginería por momentos gótica alcanza cierta efectividad –en ello tendrá bastante efectividad la fotografía en blanco y negro de Lucien Andriot-, el mecanismo de relojería que hace discurrir la progresión de la misma funciona con determinado grado de precisión y, lo que es más importante, aparezcan oportunos detalles de humor macabro, que a fin de cuentas se erigen como los más perdurable de la función -la manera con la que nos es mostrado el cadáver del criado; veremos sus pies en el margen derecho del encuadre, mientras se conversa sobre su posible y ya improbable acusación de culpabilidad, o los últimos instantes de la película, en los que la inesperada llegada del dueño del barco, le preparará para contemplar la auténtica reunión de cadáveres que se materializará en el relato-. Una apresurada conclusión, para una película desigual en su trazado, que no se despega de las convenciones existentes en su fuente literaria, pero que justo es reseñar se conserva con más ligereza que la naftalina que podríamos imaginar antes de contemplar sus imágenes.

Calificación: 2

THE FLAME OF NEW ORLEANS (1941, René Clair) La llama de Nueva Orleans

THE FLAME OF NEW ORLEANS (1941, René Clair) La llama de Nueva Orleans

Es probable que THE FLAME OF NEW ORLEANS (La llama de Nueva Orleans, 1941) no contribuya demasiado a imaginar el enorme prestigio que durante décadas albergó la figura de su director, el francés René Clair. Considerado uno de los cineastas más prestigiosos de su país, su injustificada valoración cayó en picado a partir de la década de los sesenta, década en la que concluyó su filmografía, hasta el punto de que podríamos decir que las flechas se tornaron lanzas en el terreno de la crítica cinematográfica. Y quizá no había para tanto, no solo entre aquellos que en el pasado lo consideraron un maestro, ni en cuantos se molestaban en atacar profundamente a un modesto cineasta, caracterizado por la blandura de su puesta en escena, pero al mismo tiempo artífice que algunos títulos simpáticos, quizá en ocasiones a pesar suyo. Por eso, y pese a lo que antes señalaba y a sus curiosos condicionamientos de producción –se trata del primero de sus cuatro largometrajes firmados en Estados Unidos, auspiciado por la Universal-, resulta evidente comprobar como en ella se detectan las cualidades y defectos que caracterizaron su cine.

En realidad, la película se erige como una comedia vodevilesca de época, claramente influencia en Lubitsch, destinada al supuesto lucimiento de Marlene Dietrich. Su argumento nos lleva a la New Orlenas de mediados del siglo XIX, en donde con un ingenioso inicio –una voz en off acompaña una panorámica sobre el Mississipi y el encuentro de unos pescadores de una misteriosa vestimenta de boda femenina encontrada por unos pescadores en pleno río-, se nos introduce a la llegada de la Condesa Claire Ledoux (Marlene Dietrich) a New Orleáns, exteriorizando una supuesta sofisticación aunque escondiendo su absoluta ruina, para lo cual deseará encontrar a un acaudalado candidato para poder casarse con él. Esa circunstancia se presentará en la figura de Charles Giraud (Roland Young), una atildada y ya madura personalidad de la ciudad, que desde el primer momento –la secuencia desarrollada en la ópera-, quedará rendido por la sofisticación de la condesa, proponiéndole rápidamente en matrimonio. Esta no dudará en aceptar, pero en dicho proceso se interpondrá el destino en la figura del joven, robusto y atractivo marinero Robert Latour (Bruce Cabot), con quien tendrá un desagradable encuentro en pleno camino –este llegará a tirar el carruaje que tripula cuando Claire no atienda la petición de este de detenerla, ya que el cordón con su mono se ha enganchado a la misma-, fijándose esta en la rudeza que destacan en sus embarradas botas. Pese a ello, más adelante comprobará la noble personalidad de este, instalándose en ella la dualidad de seguir el camino del amor que le proporciona el marino, o en su defecto solucionar su futuro aceptando la proposición de matrimonio que le brindará Giraud. Dada la situación de ruina que mantiene, no dudará en inclinarse por la segunda opción, aunque tenga que plantearse la creación de una supuesta prima suya de sorprendente parecido –a la que denominará Lily-, que servirá para poderse zafar entre los dos hombres, instalando con ello situaciones vodevilescas de diversa y variable efectividad.

Partiendo de una duración bastante ajustada de poco menos de ochenta minutos –lo cual hablará a las claras sobre el hecho de encontrarnos ante una serie B-, lo cierto es que en la película –de conjunto discreto-, hay situaciones que albergan cierta validez como comedia de enredo –no olvidemos la presencia como guionista de Norman Krasna-, que puede ejemplificarse en situaciones divertidas y secuencias corales. Sin duda una de las más destacadas será aquella en la que la inesperada presencia de Molotov (el divertido Mischa Auer) en un baile, introducirá en la celebración el pasado de nuestra protagonista y, sobre todo, cierto innombrado incidente en San Petersburgo, con cuya elipsis se producirán hilarantes reacciones. El molesto marco para Claire provocará como única salida crearse el ficticio personaje de su defenestrada prima Lily, para poder zafarse de las acusaciones de Molotov, quien apenas logrará eludir la amenaza de duelo que sobre él lanzará el indignado Laotur –en ese momento se producirá el instante más divertido del relato, con la huída del nervioso Molotov, pillando un sombrero de talla más ancha que la suya, que le cubrirá por completo la cabeza. En cualquier caso, lo cierto es que en todo momento uno percibe las posibilidades que podría albergar el mismo material si este hubiera recaído en las manos del autor de TO BE OR NOT TO BE (Ser o no ser, 1942. Ernst Lubitsch), lo cual en principio otros cineastas si lograron revertir en un resultado más satisfactorio. Sin salirnos del ámbito de la comedia de época, podemos reseñar el estupendo resultado logrado por un Otto Preminger en teoría muy fuera de su terreno con la trepidante A ROYAL SCANDAL (La zarina, 1945).

Por el contrario, pese a un diseño de producción adecuado, lo cierto es que más allá de la falta de química romántica existente entre la Dietrich –de quien se le conocieron mejores horas- y el estólido Bruce Cabot, y la ausencia de verdadero timing romántico –quizá solo en sus últimos minutos se desprenda algo de ello-, lo cierto es que aparecen en mayor grado uno de los grandes defectos del cine de Clair. Me refiero con ello a su desfasada dirección de actores, exteriorizando la misma en una constante sucesión de gesticulaciones por parte de la mayor parte de ellos, que ha envejecido poderosamente con el paso de los años. Pese a ello, no dejaremos de reseñar la efectividad de secuencias como la que se producirá con Claire yendo hacia su vivienda y siendo seguida por Latour y Giraud, donde ambos intentarán contemplar la última pelea de esta y Lily –aunque en la misma este último se percatará de la falsedad de esta dualidad-, dentro de una conjunto discreto y modesto, en el que dentro de su limitado grado de efectividad, ante todo destaca la sorpresa de evocar que su firmante fue considerado en aquellos tiempos, uno de los cineastas más valorados en todo el mundo.

Calificación: 2

Á NOUS LA LIBERTÉ (1931, René Clair) Viva la libertad

Á NOUS LA LIBERTÉ (1931, René Clair) Viva la libertad

Cuando su referencia resuena en nuestros días como una pura arqueología cinematográfica, pocos aficionados que no hayan oído siquiera mencionar su nombre, pueden hacerse la idea del prestigio que en los momentos de mayor popularidad, adquirió la figura del francés René Clair (1898 – 1981). Considerado sobre todo durante la década de los años treinta como una de las figuras más legendarias de la cinematografía gala, Clair llegó a disponer incluso de un periodo de incursión en el cine norteamericano, retornando tras la liberación francesa a su país originario, donde prolongó su andadura hasta mediada la década de los sesenta. Paradojas del destino, el paso del tiempo propició una valoración por completo opuesta de las hipotéticas cualidades de su cine, quedando limitado como una de los referentes más cuestionados del academicismo cinematográfico francés. Este grado de escaso aprecio, en España tuvo en cierto momento un grado extremo de ataque hacia el cine de Clair –recuerdo valoraciones demoledoras de críticos tan reputados como José María Latorre o Miguel Marías-, aunque con el paso de los años lo que sucedió es que el nombre de René Clair simplemente dejó de pronunciarse.

 

Puede que fuera esa la mejor postura, pero una mirada desapasionada ante la figura de Clair puede establecerse ante la de un hombre de cine quizá valioso en sus primeras incursiones cinematográficas -en las que articulaba una adhesión a ciertas vanguardias estéticas-, pero que poco a poco se fue diluyendo en la reiteración de un determinado spirit francés, ofreciendo una producción amable y blanda al mismo tiempo, que por supuesto se encuentra a años luz de los elogios que en su momento suscitaron, pero que del mismo modo tampoco mereció tal grado de oprobio por parte de todos aquellos que cuestionaron de forma incluso agresiva su cine. Un título como Á NOUS LA LIBERTÉ (Viva la libertad, 1931), uno de los mayores éxitos de su filmografía, podría servir como referencia para intentar atisbar las hipotéticas cualidades y las limitaciones que alternaba el cine –poco dado a sorpresas- del francés.

 

Á NOUS... se inicia con el intento de huída de dos amigos que se encuentran presos en la misma celda. Se trata de Émile (Henry Marchand) y Louis (Raymond Cordy), logrando solo el segundo su objetivo. Y no solo bastará con ello, ya que poco a poco –unas divertidas elipsis nos lo indicarán- Louis logrará establecer un auténtico emporio en una enorme fábrica de fonógrafos. Mientras tanto, su compañero Émile cumplirá condena tras vivir como un vagabundo, siendo detenido y llevado a un calabozo, estando desde allí a punto de suicidarse, pero logrando sin embargo fascinarse hacia una joven a la que contempla desde el balcón de una fachada que se sitúa frente a la comisaría. De manera casi casual, Émile se verá atraído hacia la fábrica de fonógrafos, a donde será integrado como trabajador –aceptará este destino al conocer que la muchacha también trabaja allí-, sin saber que el jefe de la factoría es el que fuera su gran amigo de prisión, al que ayudó para que pudiera evadirse. Ante el inesperado encuentro de ambos, Louis a primera instancia manifestará no conocer a Émile. Sin embargo, instantes después se reunirá con él y tras unos instantes de desconfianza, pronto descubrirá que Émile acude a él con toda la buena fe del mundo. Será el inicio de un modo más abierto de entender la existencia por parte de Louis, quien encontrará en su viejo amigo un apoyo notable a la hora de orillar aspectos cuestionables de su vida –como lo puede suponer la esposa mundana que no esconde al atildado amante con el que finalmente viajará-. Esta nueva perspectiva, proporcionará a Louis no pocas contrariedades, como la repentina llegada de un grupo de antiguos delincuentes que no dudan en chantajear al entonces próspero industrial, si no quiere que llegue a la policía el chivatazo que delataría su procedencia como preso fugado. À NOUS... representa de manera fidedigna el cómputo de las virtudes y limitaciones inherentes al cine del francés. Puede incluso que en pocas películas como esta, dicha dualidad se manifieste de manera más clara, siendo además el título que nos ocupa objeto de una encendida polémica por parte de los detractores de Charles Chaplin, cuando este estrenó MODERN TIMES (Tiempos modernos, 1936) –bajo mi punto de vista quizá su película más memorable-. Polémica que podía tener sin embargo un cierto grado de justificación, y que Clair cortó de raíz de la manera más elegante: manifestando que para él sería un honor haber servido de referencia para cualquier obra de Chaplin.

 

Al margen de esta anécdota, el paso del tiempo creo que ha puesto las cosas en sus sitio, y la realidad del film de Clair ofrece la evidencia de su clara irregularidad. No se me malinterprete, À NOUS... es un título apreciable, que hay que entender al ser ubicado en el contexto de los primeros pasos del cine sonoro francés. Dentro de este contexto, Clair intentó probar, con desigual fortuna, diversas formulaciones narrativas. Así pues, el realizador intentará aunar la presencia de canciones –uno de los flancos más débiles y innecesarios de la película-, una cierta añoranza al slapstick mudo –faceta en la que tampoco encontraremos grandes logros-, un cierto alcance social y, finalmente, la vertiente más interesante de la función, como supone la escenografía metálica y modernista, y la descripción que se efectúa de los métodos de trabajo en cadena. Algo que tendrá su analogía en el primer instante de la película; ese travelling lateral que muestra un trabajo en cadena realizado por los presos de la prisión en la que se encuentran nuestros protagonistas. Esa visión alienante del trabajo utilizando los obreros como meras piezas en cadena –una visión heredada de la manifestada en METRÓPOLIS (1927) de Lang- puede ser comparada con la expresada pocos años después por Chaplin, aunque cierto es que en ellas se ausente esa inigualable poética chapliniana, que sabía sublimar dicho marco. Será un contexto de modernidad que permitirá con unas elegantes y extrañas elipsis, mostrar con rapidez al espectador el ascenso social de Louis

 

Con esa tan original como experimental y, finalmente, desigual combinación, Clair logrará una extraña y poco conseguida mezcla de slapstck mudo, momentos cantados, devendrá especialmente torpe en las secuencias corales y, por último, demostrará en su propuesta una sorprendente ausencia de sentido crítico. Su alcance humorístico queda diluido como una “gracieta”, como una pura y simple diversión francesa de la época. Realmente eso era a lo que aspiraba el realizador galo en aquellos años en su cine. De forma superficial y bulliciosa, carente de cualquier tipo de compromiso narrativo y ético, su obra resulta en conclusión tan evanescente como lo hace este À NOUS... que culmina con el largo viaje a realizar por los dos amigos, uno perdiendo a la muchacha que ama y por la que no ha sido correspondido, y el otro toda su fortuna. Pero, y sin ánimo de ser malvado, intentemos comparar esa misma secuencia final con la que da cierre a la mencionada MODERN TIMES. Ahí está la clave, la enorme diferencia que separa el cine superficial y ligero de Clair, de esa visión humanística y demoledoramente crítica planteada por Chaplin en su magistral película.

 

Calificación: 2’5