THE PRISONER OF ZENDA (1922, Rex Ingram)
Aunque la novela de Anthony Hope haya sido adaptada en numerosas ocasiones para la gran pantalla –en pleno periodo silente ya fue traslada en varias ocasiones, incluso años antes que el título que centra estas líneas-, lo cierto es que el espectador cinematográfico solo retiene en la mente dos de las versiones que de dicha obra se filmaran. Por un lado la firmada por John Cromwell en 1937, y por otro la posterior de Richard Thorpe en 1952 -quizá la popular y en muchos ámbitos reconocida-. Es más, yendo un poco más lejos, podemos incluso recordar la evocación en tono de comedia que introdujo el estupendo Blake Edwards de THE GREAT RACE (La carrera del siglo, 1965). Sin embargo, resulta tan sorprendente el olvido que durante largo tiempo ha visto sometida la adaptación que llevara a término Rex Ingram en 1922, que no solo puede situarse –bajo mi punto de vista-, a la altura e incluso superando los dos referentes citados, sino que supone una muestra más de la capacidad cinematográfica de este cineasta necesitado de un progresivo revisionismo en su obra. Y es que si Thorpe llevó en su película el look de la Metro, incorporando en sus imágenes un trasfondo elegante y novelesco, y si Cromwell apostó de manera clara por la vertiente melodramática, en Ingram se puede hablar con claridad de su inclinación por lo bizarro. Su adaptación de THE PRISONER OF ZENDA (1922) nos traslada a los conocidos personajes de la novela, apostando desde sus primeros fotogramas por la descripción de una serie de roles caracterizados por su villanía. En realidad, el inicio del film describe a los cuatro seres que rodean al maquiavélico Rupert of Hentzau (sorprendente recreación histriónica del generalmente melifluo Ramón Novarro). Todos ellos se encuentran bajo las órdenes del Gran Duque “Black” Michael (Sutart Holmes), cegado por la avaricia y su deseo de llegar al trono. Pero para ello deberá eliminar al único obstáculo que le queda; el auténtico aspirante a la coronación; el Rey Rudolf (magnífico Lewis Stone en su doble personaje). Este no es más que un hombre débil, aficionado en exceso al alcohol y poco apreciado por su pueblo, al que solo le sostiene la veneración que los lugareños de Ruritania sienten hacia la Princesa Flavia (Alice Terry). En medio de la conspiración que los sicarios de Michael vana ejercer contra el futuro monarca, en la víspera de su coronación aparece en escena un lejano pariente suyo, el ordenado y pulcro Rudolf Rassendyll, quien casi como curiosidad acudirá hasta Ruritania para asistir como simple espectador dicha coronación, viéndose envuelto por el destino como un auténtico doble en parecido al retenido rey. En pleno campo será descubierto por los dos fieles garantes del monarca, el Coronel Zapt (Robert Edeson) y el apuesto Capitán Fritz von Tarlenheim (Malcolm McGregor, un galán de sorprendente modernidad, que fue descubierto por Ingram para esta película, iniciando una andadura cinematográfica hoy día olvidada), viendo en este una auténtica tabla de salvación a la hora de suplantar en palacio al secuestrado monarca. No sin reticencias, el recién llegado aceptará el insólito envite, siendo coronado ante la sorpresa de su rival el Gran Duque, mientras el auténtico mandatario se encuentra encerrado y degradado en una lóbrega mazmorra del castillo de Zenda.
Y es precisamente este aspecto el que más interesa a Ingram, director especialmente dotado para dinamizar los diferentes perfiles que encierra la obra que sirve de base a su película, conciliar sus maneras de gran producción con su vertiente intimista –la sutileza con la que se muestra el cambio de actitud de Flavia ante lo que ella intuye ha sido una evolución en positivo en la personalidad del rey –hasta entonces una persona carente de sensibilidad con su pueblo-, sin intuir que ha encontrado el amor con otra persona que tiene el mismo aspecto que este. El director sabe articular el relato con un gran sentido del ritmo, sin incidir en exceso en la vertiente de capa y espada que sí harían galas versiones posteriores –las ya señaladas y algunas otras-. En su oposición, destacaremos en la película su espléndido uso de los primeros planos –y esa fusión de los de Rassendyll y Flavia, cuando este finalmente tenga que abandonar el personaje que ha interpretado por sentido patriótico y por puro destino, quedan revestidos de una sensación de melancolía, de amor perdido para siempre aunque quizá permanezca latente en el recuerdo-.
Sin embargo, si algo destaca en el film de Rex Ingram, es su decidida apuesta por lo bizarro y lo sombrío. Será ese es el elemento que otorgue en última instancia, la definitiva personalidad al film. Ese rasgo siniestro que se desprende de los personajes femeninos del relato, de las siniestras mazmorras en las que se encuentra el monarca casi convertido en un guiñapo, o en esa aterradora desembocadura en forma de cascada, que sirve desde el castillo de Zenda para desprenderse de aquellos seres que han caído presos en el recinto de oscuros rincones. Será el destino último de Rupert of Hentzau, en un último gesto de dignidad tras luchar en pleno puente contra el galante Fritz, pudiendo salvar a un rey que quizá no mereció que se luchara por él. Así lo señalará uno de los rótulos finales de la película, en donde tras el rescate del auténtico heredero, todo volverá a una normalidad, aunque ya nada sea igual. Para Rassendyll esta experiencia marcará su vida, para Flavia sin duda ese amor desaparecerá sin comprender las razones de dicha circunstancia, e incluso para los fieles vasallos del rey, quedará en el futuro una íntima sensación de fracaso, al dedicar sus vidas a un ser que no merece la pena, máxime cuando han podido contemplar el reverso de alguien que, con el mismo aspecto exterior, si que albergaba en su interior esa talla y personalidad necesaria de la que carece la persona a la que han jurado lealtad. Provista de un extraño sentido de la frescura, introduciendo elementos secundarios, como el de la joven enamorada de Rassendyll que descubrirá a este en su condición de falso monarca, plenamente vigente en su magnifico y fresco diseño de producción –en el que sus predominantes secuencias de interiores adquieren en todo momento una extraña imbricación en el devenir del relato-, lo cierto es que THE PRISONER OF ZENDA transmite la sensación de un Rex Ingram en un grado de especial inspiración –tras el rodaje de la magnífica THE FOUR HORSEMEN OF THE APOCALYPSE (Los cuatro jinetes del Apocalipsis, 1921)-, erigiéndose como una de las más atractivas propuestas silentes del cine de aventuras de su tiempo.
Calificación: 3