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CINEMA DE PERRA GORDA

Sam Mendes

SKYFALL (2012, Sam Mendes) Skyfall

SKYFALL (2012, Sam Mendes) Skyfall

Poco a poco, de manera fragmentaria, y sin la debida continuidad, me he ido acercando a buena parte del conjunto de la producción generada en torno al personaje de James Bond. El famoso agente secreto que ha sabido reciclar su expresión fílmica en función de las coyunturas o modas cinematográficas desde donde se han generado sus producciones, como exponentes que siempre han sido de un cine popular de probada comercialidad. Dentro de dicha evolución, que duda cabe que le rotundo éxito logrado con CASINO ROYALE (2006, Martin Campbell) –quizá la mejor película creada en toda la andadura del personaje-, marcó un punto de inflexión que al parecer –no he tenido ocasión de contemplarla hasta el momento- se rompió con su siguiente QUANTUM OF SOLACE (2008, Marc Foster), que supuestamente bebía en exceso de los vicios visuales heredados de la –por otra parte- exitosa saga “Bourne”. Lo cierto y verdad es que coincidiendo con la implicación de Daniel Craig como nuevo y magnífico intérprete del agente secreto 007, las producciones diseñadas han adquirido un grado de perfeccionamiento en sus diferentes entregas, que tienen en SKYFALL (2012, Sam Mendes) una nueva prueba de dicho enunciado. Todo ello, englobando su presencia dentro de un radio de acción en el que dentro del cine mainstream se han sucedido valiosas aportaciones al cine de espías e intriga, demostrando en estos últimos tiempos que el maridaje de la calidad y la comercialidad no debe de estar reñido. De esta forma, se ha apostado de manera implícita por un sutil retorno renovado a un cierto clasicismo perfeccionado en función de los nuevos adelantos técnicos de los que se sirve el cine, y demostrando que en su vertiente de espectáculo puede haber el suficiente margen de inteligencia y creatividad para hacerlo valioso y perdurable.

Buena prueba de ello lo tenemos en primer lugar en la elección del británico Sam Mendes para la puesta en marcha de un proyecto en el que el sobrevalorado pero apreciable director de la atractiva, escarizada y hoy casi olvidada AMERICAN BEAUTY (1999), ha demostrado acentuar su simbiosis con la base que se le entregó a la hora de llevar a cabo esta hasta ahora última aportación de la saga Bond,  proponiendo con ello quizá su mejor película junto a la ya citada que le proporcionó el galardón de la industria hace ya más de una década. Y es que pese a que cuente con no pocos fervorosos seguidores, nunca he visto en Mendes más que a un realizador competente, en ocasiones inspirado, pero que encuentra sus mayores valores antes en los equipos técnicos y artísticos que rodean sus siempre costosas producciones, que en la existencia de un cineasta con mundo propio. Como quiera que siempre recordaré que valoro antes la teoría de las películas que las de los autores, es por lo que no me duelen prendas en reconocer el atractivo que desprende SKYFALL, aunque la sitúe un peldaño por debajo del referente señalado de CASINO ROYALE. En todo caso, cierto es que nos encontramos con una película que sabe combinar los elementos inherentes a la mitología bondiana –vibrante secuencia progenérico, cuidados títulos de crédito con un no menos selecto tema musical, presencia de gadgets que serán presentados y, posteriormente, utilizados con astucia, ciudades emblemáticas en donde se centrarán capítulos de la acción y que son presentadas con los rituales grandes planos generales, la presencia de bellas oponentes femeninas, villanos sofisticados…-. Todo ello tiene lugar, punto por punto, en SKYFALL. Pero sin renunciar a una iconografía que ya deviene clásica, lo cierto es que su resultado destaca a mi juicio por proponer, más que en ningún exponente de la serie –incluyo en ellos los que encarnaron los otros intérpretes de la misma-, la presencia de la decadencia, el cansancio y, en última instancia, la muerte. Ese aspecto sombrío no solo lo marca ese percutante episodio inicial, en el que tras una deslumbrante persecución de Bond contra un agente enemigo, culminará con la supuesta eliminación de 007 por un disparo ordenado por M (Judy Dench) en un momento decisivo. La decisión noquea al espectador, antes de proceder a unos títulos de crédito en el que se incide en una vertiente macabra hasta el momento inusual en la iconografía bondiana. Es más, cuando en otras ocasiones unos ya envejecidos Connery o Moore hacían patente su vejez, siempre se sobreponía sobre ellos una patina irónica que hacía llevadera dicha circunstancia. No sucede así en esta ocasión, en un relato donde además se da cita un grado de resentimiento por parte del resucitado agente, contra la que ha sido siempre su superiora, aunque en ningún momento se plantee en él la más mínima deslealtad. Ese mecanicismo irá unido a su propio aspecto físico, que aparecerá deliberadamente cansado y envejecido. De forma creciente, SKYFALL se irá erigiendo como una auténtica demostración de la relativa decadencia de un mito, que incluso no superará sus pruebas de recuperación, aunque será enviado a misión por parte de sus superiores –entre ellos Mallory (Ralph Fiennes)-, a partir de una escalada terrorista que ha llegado a adentrarse dentro del propio centro de espionaje británico, poniendo a su estructura en jaque ante las autoridades británicas. Detrás de todo ello se encontrará el vilano de la función, Silva (un Javier Bardem que ofrece una chirriante composición entremezclando lo más esteriotipado de intérpretes como Marlon Brando o Vincent Price, para deleite de su pléyade de admiradores, entre los que lamento disentir), un antiguo agente inglés que ha programado una venganza en contra de la que fuera su jefa, que en otro alarde de frialdad dejó que fuera torturado en una situación límite.

En realidad, la película plantea una especie de juego entre el gato y el ratón, teniendo en jaque la astucia de Bond –ayudado en la faceta informática por el joven Q (Ben Whishaw), quien pese a su corta edad se revela todo un genio en la materia- y el poder de destrucción y la torturada inteligencia de Silva, que tendrá su cuartel central en una isla que refugió una antigua central de aspecto fantasmal, abandonada por una presunta contaminación, y en un momento dado exteriorizando cierto lado homosexual ante Bond –la secuencia de su primer encuentro ante este, que se encontrará esposado-. Dentro de esta articulación, el film de Mendes destaca por su severidad, las escasísimas ocasiones en que deja paso al humor –quizá solo presente en la displicencia con la que el agente contempla al jovenzuelo genio de la informática –típica actitud de persona ya envejecida-, el romanticismo –apenas tienen protagonismo las clásicas chicas Bond-, y en el aspecto técnico, la deslumbrante lección de fotografía que impone a su conjunto el extraordinario Roger Deakins, hasta el punto de erigirse casi como el auténtico “autor” de la película. Su capacidad para encontrar en todo momento la tonalidad e iluminación adecuada a los diferentes fragmentos del relato, solo es comparable al grado de acierto con los que los aplica. Unamos a ello la descripción de magníficos episodios de acción –como el que plasma la sucesión de bombas en el subsuelo de Londres, que culminará con el hundimiento de un metro, como antesala al intento desesperado de Silva, escapado de los captores ingleses, para asesinar a M-.

SKYFALL tendrá un largo fragmento final, desarrollado en la vieja mansión rural en la que residía Bond, que ya se había desalojado de inmuebles en el plazo que sucedió a su supuesta muerte inicial, y que se encuentra únicamente custodiada por el veterano Kincade (el glorioso Albert Finney). El retorno de Bond y M –a la que literalmente secuestrará, para atraer con ello el señuelo del villano-, será una nueva ruptura tonal, que nos trasladará a un entorno casi ligado al fantastique –los ecos con la imaginería visual de Tim Burton no parecen casuales- pero, sobre todo, incidirán en ese aspecto crepuscular y casi mortuorio que presidirá el conjunto del relato. Más allá de proponer en ella la obligada  y espectacular conclusión, aporta un grado de amargura, casi de inmolación al expresarse el instante más dramático en la vieja capilla que se encuentra cerca de la decrépita edificación que será destruida por la furia de los sicarios de Silva. La presencia de un abandonado cementerio en donde se encuentran los antepasados de Bond, el aire decadente e incluso siniestro de la mansión, su ubicación en unos páramos ubicados en un contexto casi sobrenatural, incidirán en esa comunión con la mortalidad, de decadencia y de vejez que preside el film de Mendes, y que no dudo estaría ya presente cuando en la mesa de los promotores del proyecto se planteó la puesta en marcha de la película.

Ayudada por un magnífico elenco –Craig, Finney, Dench, Fiennes, Whishaw-, en el que lo reconozco, me chirría la prestación de Bardem, quizá solo quepa oponer en SKYFALL la falta de una mayor ligazón entre los diferentes episodios que componen su conjunto, o el descuido con el que se retratan los atentados registrados en Londres, que casi aparecen como elementos colaterales del devenir de la acción. No importa. Pese a esas limitaciones, nos encontramos ante una concienzuda propuesta de cine de acción, que mantiene el listón de la franquicia en un magnífico nivel, abriendo nuevas puertas a un mayor grado de densidad dramática al personaje, nuevamente a tono con los senderos que actualmente se siguen en las mejores muestras del género en los últimos años.

Calificación:

REVOLUTIONARY ROAD (2008, Sam Mendes) Revolutionary Road

REVOLUTIONARY ROAD (2008, Sam Mendes) Revolutionary Road

¿Por qué cada vez más tengo la impresión de que el cine de Sam Mendes me parece tan impecable a nivel formal, aunque en esencia edulcorado como la sacarina? Aún partiendo de que no nos encontramos ante una obra extensa, ya disponemos de la suficiente referencia –como, en un sentido contrario la puede ofrecer un nombre puntero como Paul Thomas Anderson, o cineastas tan personales como Richard Linklater o Neil LaBute- para delimitar la personalidad del prematuramente aclamado realizador de AMERICAN BEAUTY (1999). Son cuatro ya los títulos dirigidos desde aquel su debut en la gran pantalla –tras una prestigiosa andadura en la escena londinense-, y he de reconocer que hasta el momento no he visto en su cine más que la voluntad de trasladar proyectos atractivos, y llevarlos a la pantalla con tanta solvencia y diseño de producción –el mejor equipo técnico y artístico posible-, pero a mi modo de ver dejándose por el camino la oportunidad de ser grandes obras. Cierto es; ninguna de sus cuatro películas supone una obra despreciable, pero del mismo modo bajo mi punto de vista todas ellas compiten en un terreno de medianía, defraudando de alguna manera las posibles expectativas que las mismas podrían generar previamente.

 

Digamos que Sam Mendes podría ser el heredero del último periodo de los norteamericanos George Stevens o Fred Zinnemann. El portador de una nueva modalidad de qualité dentro del cine USA, siempre con repartos espectaculares, compitiendo casi por obligación en la carrera de los Oscars, recibiendo una especial atención por parte de una crítica que muy pronto olvida lo que poco tiempo antes ha recibido todos los parabientes. Hasta el momento, los tres títulos de Mendes me habían parecido tan correctos y ocasionalmente atractivos, como en contados momentos en verdad inspirados. Y en todos ellos se partían de premisas prometedoras y atractivas, premonitorias de resultados de gran nivel... que al final se quedaban a medio camino. Punto por punto, esa impresión se me ha vuelto a producir con REVOLUTIONARY ROAD (2008), de la que con sinceridad esperaba encontrarme ante una honda disección de la vida burguesa norteamericana de inicios de los sesenta, extrapolable al tiempo presente. Adaptación de una prestigiosa novela de Richard Yates, el título que nos ocupa supone para mi uno de esos ejemplos pertinentes en los que –como es mi causa- una ausencia de afición e incluso conocimientos literarios-, no me impiden apreciar en el resultado obtenido por Mendes, esa ausencia de verdadera hondura que se vislumbra tras las pulcras y cuidadas imágenes que describe su metraje.

 

El matrimonio Wheeler es admirado por los vecinos de Revolutionary Road, una zona residencial del Connecticut de final de los cincuenta. La pareja está formada por Frank (un esforzado Leonadro DiCaprio, en ocasiones magnífico, en otras overacting) y April (poderosa Kate Winslet). Ambos se han conocido en una fiesta y pronto se casaron intentando alcanzar en sus vidas una felicidad basada en la huída de las convenciones. Será un intento vano cuando April fracase en su vocación como actriz, convirtiéndose en una madre abnegada que intentará huir junto a su marido de ese entorno tan cómodo en la material como frustrante en lo existencial. Por su parte, Frank no muestra ningún apego a su trabajo en una empresa que detesta, en donde la rutina diaria le ha impedido desarrollar sus previsibles inquietudes –que por otra parte nunca se han concretado en nada-. Hastiados de un círculo cerrado que incluye algunos amigos y vecinos, será April la que empuje a  su esposo a un cambio de vida y residir en París. Una quimera que Frank recibirá con sorpresa e inicial escepticismo, pero que por último aceptará y asumirá. Sin embargo, las intenciones de los dos esposos pronto chocarán de manera frontal con la inexpugnable tentación de una vida basada en la comodidad y la venenosa araña del enriquecimiento material.

 

REVOLUTIONARY ROAD narra, a fin de cuentas, la historia de sendos fracasos personales –uno más trágico que otro-, gestada, creada y amamantada en el fruto de un matrimonio surgido con la ambición de una vida plena y enriquecedora, y agazapando bajo su faz la espiral de la rutina y las convenciones que en todo momento sepultan la realización plena del individuo. No cabe duda que el mensaje que ofrece la base dramática de la novela de Yates es aterradora. Sin embargo, y aún cuando en la película se intente trasladar dicha circunstancia, tal enunciado no queda expuesto con la suficiente ascendencia dramática. No es cuestión de que asistamos a episodios aterradores –el aborto de April-, otros demoledores –la discusión en la que esta manifiesta su odio hacia Frank-, e incluso manifestaciones dolorosas de puro sinceras –pronunciadas por el hijo de la vecina del matrimonio, afectado de tratamiento mental-. Lo cierto es que nada se sale de tono en esta película correctamente ejecutada, pero atonal como la banda sonora del aburrido Thomas Newman, que solo funciona con vida propia cuando plasma esa sensación de rutina que se va introduciendo en la vida de sus protagonistas –la manera con la que se describe la llegada al trabajo de Frank, rodeado de maridos que imitan el mismo ritual, la cercanía que se va manifestando entre el joven vecino de la pareja hacia April-, o llega a emocionar en instantes en donde un rayo de felicidad se introduce de manera inesperada en la oscuridad de la relación opaca –la inesperada celebración del cumpleaños de Frank, apenas este ha sido infiel a su esposa; uno de los mejores momentos interpretativos de toda la carrera de DiCaprio-. Es en momentos como ese, como en la auténtica “representación” que supone ese almuerzo final entre dos esposos que horas antes han hecho sangrar sus heridas más hondas, cuando el film de Mendes llega a prender.

 

Sin embargo, esa temperatura emocional nunca llegar a extenderse al conjunto de la película. Ni el cuidado diseño de producción, ni la aplicada narrativa de Mendes, esconde más que un producto bien acabado formalmente –justo es destacar el uso del formato panorámico y el desenfoque en las secuencias-, pero que adolece de riesgo, pasión y fuerza cinematográfica. Y es que uno no va a pedir en REVOLUTIONARY ROAD el hecho de encontrarnos ante un melodrama que utilice la fuerza de los clásicos dentro de una contextura más o menos actualizada. Pero, por otro lado ¿Por qué no hacerlo? Lo logró Todd Haynes con su memorable FAR FROM HEAVEN (Lejos del cielo, 2002),  y lo alcanzó del mismo modo el demasiado olvidado Todd Field con su magnífica IN THE BEDROM (En la habitación, 2001) y la igualmente valiosa LITTLE CHILDREN (Juegos secretos, 2006). En la comparación con estos cercanos referentes, el film de Mendes palidece de forma considerable, revelando las insuficiencias de un hombre de cine que goza de todos los parabienes de la industria y buena parte de la crítica, pero cuya obra siempre se queda a medio camino. Y no se trata de ver en él las constantes de un autor, simplemente de constatar que bajo la corrección y muy ocasional inspiración esgrimida por el británico, de nuevo se expresa la incapacidad de exploración que el correcto pero limitado cineasta demuestra. Sin ser un producto desdeñable, no puedo por menos que lamentar que haya desaprovechado una oportunidad para alcanzar ese estatus de madurez que, siempre bajo mi punto de vista, Mandes jamás ha atisbado. O es que, quizá amparado en las constantes loas que recibe, se contente con ser ese artesano ilustrado que goza del beneplácito generalizado. Cierto es -limitación por limitación-; hay ejemplos de nombres mucho menos cualificados que gozan incluso de superior prestigio. Por ello, en el país de los ciegos, el montaje corto y la carencia de personajes, los modos clásicos y apacibles de alguien como nuestro cineasta, concilian productos nunca inolvidables, pero de forma paralela tampoco rechazables. Ejemplos como el que nos ocupa, adornado por la patina publicitaria de haber reunido una década después a la exitosa pareja de TITANIC (1997, James Cameron). No es poco.

 

Calificación: 2’5

JARHEAD (2005, Sam Mendes) Jarhead, el infierno espera

JARHEAD (2005, Sam Mendes) Jarhead, el infierno espera

Pocas películas recientes me han parecido más inútiles que JARHEAD (Jarhead, el infierno espera, 2005. Sam Mendes). Inútiles no en la medida en que nos encontremos ante un producto despreciable –que, obviamente, no lo es-, sino en la sensación de asistir a una película que tras casi dos horas de metraje, no aporta prácticamente nada en las propuestas que apunta su historia. El tercera título de Mendes se centra en la anti-aventura –por denominarla de alguna manera-, vivida por un grupo de jóvenes norteamericanos que se alistan como marines a finales de la década de los ochenta, siendo enviados a la guerra del golfo en un destacamento que comanda el sargento Sykes (Jamie Foxx). Allí recibirán su correspondiente entrenamiento –algo que hemos visto ya en mil títulos precedentes-, y posteriormente enviados en una lucha a la nada, en la que tendrán que luchar contra su propio aburrimiento llevando a la práctica las acciones más peregrinas. Desde masturbarse hasta jugar partidos de béisbol en plenas arenas del desierto. A cerca de cincuenta grados de temperatura, los componentes del comando irán saboreando el absurdo de un cometido envuelto en el absurdo supremo de la propia guerra, hasta que finalmente la puedan sentir muy de cerca, pero finalmente su intervención en la misma sea inexistente.

Basada en una novela autobiográfica de Anthony Swofford –personaje cuyo desarrollo se conserva en la película-, centra su punto de vista su personaje encarnado por Jake Gyllenhaal, un muchacho hijo de un veterano del Vietnam, y su compañero, Troy (Peter Sarsgaard), otro joven más taciturno que esconde un pasado que se resiste a revelar bajo ningún concepto. En todo caso, son las apreciaciones en off de Swofford las que marcan el mayor grado de reflexión e ironía, en un personaje caracterizado por su escepticismo existencial –al inicio, y en un detalle algo chirriante, la cámara nos lo muestra leyendo en el aseo “El extranjero” de Albert Camus-, y cuyas actitudes y miradas van encaminadas a ello, dentro de su alternancia con una relativa aceptación de su destino personal. Troy y Swofford serán esencialmente los miembros más activos de comando y, por ello, sus personajes adquieren una mayor humanidad. Algo en lo que aporta un considerable grado de credibilidad e intensidad las espléndidas interpretaciones ofrecidas por Gyllenhaal y, sobre todo, su cuñado Sarsgaard –que día a día se está consolidando como uno de los grandes actores norteamericanos de su generación-.

Ya al margen del brillante capítulo interpretativo, de las excelencias visuales proporcionadas por la magnífica fotografía de Roger Deakins, y de un más que respetable conjunto de producción, procede intentar llegar al corazón de una película que dispara sus dardos en diversos blancos pero, bajo mi punto de vista, en ninguno de ellas logra dar en la diana. Lo cierto es que el balance que presenta es francamente poco estimulante. Todas las situaciones y conflictos personajes y de grupo reflejados en la película han sido tratadas –en la mayor parte de los casos con mucha mayor hondura- en títulos que todos tenemos en mente –es ocioso referirse a estos, aunque es inevitable la referencia a APOCALYPSE NOW (1979, Francis Ford Coppola), de quien hacen mención expresa en una de sus secuencias, o FULL METAL JACKET (La chaqueta metálica, 1987. Stanley Kubrick)–que queda referida en los fotogramas iniciales de la misma y otros diversos detalles del conjunto. Pero en mi opinión, lo peor de JARHEAD reside al comprobar como la aplicada narrativa de Mendes, choca constantemente con las posibilidades de la historia que describe. Se trata de algo tan difícil de explicar como factible de comprobar, al apreciar que cuando la película adquiere un cierto aire satírico, el modo de filmar del realizador anula por completo estas posibilidades. En su vertiente opuesta, esa imagen nocturna de los pozos petrolíferos –que en apariencia debería haber proporcionado una referencia visual sobrecogedora- ardiendo y formando una estampa casi apocalíptica, no resultan lo suficientemente explotadas dado el carácter contemplativo brindado por Mendes, lo que limita poderosamente su alcance como expresión suprema del horror en un marco bélico. Algo similar sucede cuando se descubre un grupo de vehículos calcinados llenos de cadáveres retorcidos por el pánico de una huída inútil. El conjunto fúnebre es realmente dantesco, aunque una vez más el escarizado director lo desaprovecha casi totalmente por su escasa dramatización. Habrá quien objete que quizá ese era el objetivo planteado por sus responsables. Si es así, sigo pensando que dicha concepción es poco acertada para ser plasmada en la pantalla. En todo caso, el instante posterior en el que un soldado encuentra el cadáver de un árabe, si que alcanza ese “pathos” y necesario clima de pesadilla, dentro de una película que deviene seria cuando quiere ser irónica o patriótica cuando en buena parte de su desarrollo se sustenta en el absurdo de las campañas militares.

En definitiva, con JARHEAD confirmo la impresión intuida en su anterior ROAD TO PERDITION (Camino a la perdición, 2002), de encontrarme ante un hombre de cine que aún no ha madurado lo suficiente en su utilización de los recursos expresivos que le proporciona el lenguaje cinematográfico. Mendes pretende ofrecer una mirada aparentemente original, y quizá con ello inconscientemente desee encubrir esa ausencia de fuerza dramática que caracterizan hasta el momento unas películas –las suyas- correctas, pero que piden a gritos un realizador más dotado que sepa llevar a buen puerto unos proyectos que quizá en algunos momentos le vengan anchos. Es aquello que sí logran expresar esas imágenes finales que describen el destino profesional y emocional de los componentes del comando cuando se reintegran a la vida civil –especialmente emotivo resulta el instante en que se muestra el futuro de Troy, el mejor momento de la película-, pero que en su forma de narrar y montar, remiten poderosamente al cine de Paul Thomas Anderson y su –en este casi- innato virtuosismo y talento ante la cámara.

Calificación: 2