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CINEMA DE PERRA GORDA

Víctor Fleming

THE WIZARD OF OZ (1939, Víctor Fleming) El mago de Oz

THE WIZARD OF OZ (1939, Víctor Fleming) El mago de Oz

Con los presuntos clásicos populares del cine, suele suceder una cosa, que aparecen como auténticos jarrones chinos, siendo tan difíciles de aplicar una mirada que se aparte de los ríos de tinta que han generado, e intentando al mismo tiempo ofrecer una cierta visión personal, que aparezca al menos desprovista de cualquier asidero a los estereotipos dispuestos durante décadas. Es algo complicado, tengo que reconocerlo, a la hora de hablar de THE WIZARD OF OZ (El mago de Oz, 1939. Víctor Fleming). Mezcla de Americana, relato infantil, fantastique, musical y apólogo moral -una de sus vertientes más molestas-. Todo ello, adaptando el célebre libro de L. Frank Baum, llevado a la pantalla en el seno de la Metro Goldwyn Mayer. Al parecer, sucedió tras contemplar el éxito logrado por Walt Disney con SNOW WHITE AND THE SEVEN DWARFS (Blancanieves y los siete enanitos, 1937), se lanzaron en la producción de un ambicioso proyecto, que en su discurrir ocasionó no pocos quebraderos de cabeza, y en el que cabría señalar como auténtico artífice del mismo al realizador Mervyn LeRoy, que en esta ocasión ejerció como productor. Por sus manos fueron sucediéndose los directores que asumieron parcialmente su rodaje, descartándose tras participar en el mismo, los nombres de George Cukor y Norman Taurog, hasta que la película llegó a manos de Víctor Fleming, que fue quien finalmente tomó las riendas del mismo, hasta que al tener que asumir el rodaje de GONE WITH THE WIND (Lo que el viento se llevó, 1939), dejó en manos de King Vidor el rodaje de las secuencias que restaban, totalizando este último, cerca de tres semanas de filmación.

Leyendas, elucubraciones, que hablan mucho del trabajo en equipo y de la fuerza de una productora, como en este caso era la Metro, a la hora de dar vida un producto que, visto desde una mirada desprejuiciada, hay que reconocer que aparece demasiado arriesgado, para los cánones conservadores que el estudio venía preludiando. Y es que aunque hay que reconocer que la moraleja que desprende la película, se centra en una apuesta en torno al conformismo, su desarrollo ya desde sus primeros fotogramas, aparecen revestidos de una extraña textura. Un notable fragmento –probablemente el conjunto más homogéneo de la película-, en donde el insólito teñido en sepia de su iluminación en blanco y negro, proporciona una extraña singularidad, a unas secuencias dominadas por una planificación especialmente dinámica, integrándose dentro de un planteamiento claramente vinculado al Americana, y que al parecer fue rodado en su totalidad por Vidor. Un bloque que describirá la cotidianeidad de la vida de Dorothy (Judy Garland), una muchacha que vive con sus abuelos en una granja de Kansas, donde se perciben las miserias de la Gran Depresión, caracterizada por el cariño que tiene a su perro, amenazado por la dueña de aquellos terrenos. Será un episodio, dominado por una extraña sensación de lirismo, en la que la sinceridad de su realización y la singularidad de su plasmación visual, se desmarca del conjunto de producción habitual en el estudio. Es la primera señal de que nos encontramos ante un título que alberga el deseo de alcanzar una personalidad propia. Será algo que se acrecentará, cuando a partir del accidente vivido por la muchacha con la llegada del huracán, se vea inmersa en un nuevo mundo, que se describirá en Techinicolor.

Será ese el instante en el que THE WIZARD OF OZ adquiera un estatus mítico, sobre todo poniendo en la mirada del espectador de aquel lejano 1939. Casi ocho décadas después, he de reconocer que las intenciones de la propuesta, no han sido destacadas, más allá de la aparente candidez que proporciona este auténtico monumento de la cultura popular norteamericana. Si de algo sirve una mirada distanciada a sus imágenes, lo propone sin duda esa simbiosis de géneros e incluso formulaciones visuales, que incluso ya se habían planteado –quizá de manera más primitiva- en la previa ALICE IN WONDERLAND (Alicia en el país de las maravillas, 1933. Norman Z. McLeod). Sin embargo, la configuración que ofrecería el film de Fleming, favorecería en el futuro productos tan interesantes y opuestos entre sí, como THE BOY WITH GREEN HAIR (El muchacho de loas cabellos verdes, 1948. Joseph Losey), THE SECRET GARDEN (1949, Fred McLeod Wilcox), o THE 5,000 FINGERS OF DR. T. (Los 5.000 dedos del Dr. T., 1953. Roy Rowland).

En cualquier caso, una vez adentrado a ese universo fantástico y colorista, que es el que ha perdurado en la remembranza de la película, hay que consignar una mirada bastante perceptible, THE WIZARD OF OZ ha envejecido notablemente en sus secuencias corales, y en todas aquellas donde se incide en el maniqueísmo del personaje de la malvada bruja. Esa sensación de adentrarnos en la cercanía del kitsch, será un rasgo muy perceptible en los números musicales definidos en su coralidad –especialmente en el que se describe cuando Dorothy se adentra y descubre ese nuevo mundo, lleno de fantasía y cromatismo-, o en la propia presencia de personajes tan cursis como esa hada buena. En realidad, estos pasajes hundirán sus raíces en el terreno de la opereta, que en ámbito cinematográfico, no puede decirse que brindara exponentes perdurables. Sin embargo, preciso es reconocer que la película eleva su tono, hasta el punto de permitir que el espectador se imbrique en su leve base argumental, cuando la protagonista estrecha su relación con esos tres insólitos compañeros que, a mi modo de ver, constituirán la auténtica esencia de la película –no puedo dejar de destacar la humanidad que desprende ese espantapájaros humanizado, que encarna con gran acierto Ray Bolger, tan frágil, tan desvalido-. Con ellos, se sucederán esas secuencias de aparente transición, que Fleming rodará estructurando los bloques en el ficticio, fantasioso, colorista y artificioso decorado de estudio, que es oportunamente reutilizado en esa sucesión de secuencias, a modo de episodios. Es en esos pasajes, donde el intimismo llega a permitir introducirnos en tres seres dominados por su condición de seres inadaptados. Es para mi la veta más valiosa de esta película tan irregular y caduca, como hermosa en sus mejores momentos. Un canto a la amistad, a la fantasía y también al conformismo que, por encima de esa aura de mitificación –acusada en USA, aunque más abiertamente cuestionada en otros países-, no deja de parecerme una singularidad cinematográfica y, quizá por ello, merecedora de una mirada desprejuiciada, más allá de esa condición de film familiar, que ha venido sucediéndose generación tras generación.

Calificación: 3

RED DUST (1932, Víctor Fleming) Tierra de pasión

RED DUST (1932, Víctor Fleming) Tierra de pasión

A pesar de venir avalada por uno de los realizadores estrella del estudio –la Metro Goldwyn Mayer- y, por ende, caracterizarse en buena parte de su obra por su alcance plomizo, he de reconocer que RED DUST (Tierra de pasión, 1932), no solo se ofrece como uno de los exponentes más populares de dicho estudio dentro de lo que popularmente se conoció como cine precode, sino que no dudaría en considerarla entre las cintas más perdurables filmadas por Víctor Fleming –muy por encima de ese GONE WITH THE WIND (Lo que el viento se llevó, 1939) del que Dios sabe lo que finalmente filmó, y que me parece una de las películas más plomizas jamás contempladas. No sabría señalar que Fleming se desenvolvía mejor en títulos condicionados por la presencia de escasos personajes –la referencia de la polvorienta THE VIRGINIAN (El virginiano, 1929) podría echar por tierra dicho enunciado, mientras que en su oposición la simpática TREASURE ISLAND (La isla del tesoro, 1934) contradeciría dicha aseveración-. Dicho esto, no cabe duda que hay que situar al dócil Fleming muy por detrás del magnífico y aún no suficientemente reivindicado Clarence Brown, y más bien a la altura del igualmente poco personal W. S. Van Dyke, y algo de ello se percibe en una película que, con todo, alberga motivos suficientes para ser tenida en cuenta, aún habiendo sido realizada hace ya ocho décadas atrás.

RED DUST muestra desde sus primeros compases, las dificultades y la dureza del trabajo que existe en una plantación de caucho instalada en Indochina, de la cual es responsable el rudo pero irresistible Dennis Carson. Ya de entrada, ataviado por un look provisto de barba desaliñada, ajustada camisa con mangas arremangadas y botas altas, hay que convenir que se trata quizá del personaje más erótico de toda la carrera de un entonces juvenil Clark Gable. Por encima de otros roles suyos más importantes y recordados, puede decirse que su protagonismo en la película muestra la cima de su masculinidad como icono cinematográfico, vislumbrándose en su personaje y actitudes, ciertos ecos de la herencia dejada por Rodolfo Valentino pocos años atrás. Sin embargo, y para aquel director, se percibe que en apenas pocos años –los que iban de ese 1929 en el que THE VIRGINIAN destacaba por su pesadez narrativa-, al menos había adquirido una soltura en este relato quizá revestido de demasiada simplicidad para los tiempos que corren, pero que sigue manteniendo dos elementos innegables. Por un lado esa aura de sexualidad apenas reprimida –la demostrada por el personaje encarnado por Gable, la rubia Jean Harlow y la casada y recatada Mary Astor-, y por otra el logro de una atmósfera recargada, que tiene más mérito al destacar que el rodaje del film se realizó en estudio.

La trama de RED DUST –que un par de décadas después fue retomada por John Ford para realizar MOGAMBO (1953, John Ford), también con Gable como protagonista-, nos describe la inesperada llegada de la descarada rubia Vantine (Harlow), quien pese al desapego inicial logrará ganarse el afecto e incluso el deseo de Carson –un magnífico movimiento de cámara lateral nos trasladará del primer escarceo erótico de ambos hasta la jaula donde se encuentra el loro de esta, quien exclamará asombrado ante la secuencia que el espectador intuirá en off- No será esta la única situación de carácter erótico planteada en la película, sobre todo a partir de la llegada a la plantación del matrimonio compuesto por el arquitecto Gary Willis (Gene Raymond) y su esposa Bárbara (Mary Astor). Ambos componen una pareja de claro talante urbano e impecables modales, que muy pronto chocarán en el ambiente denso y selvático que imprime la plantación, en la que Gary estará a punto de perecer merced a la malaria. Sin embargo, los cuidados de Carson y sus ayudantes, lograrán revocar la misma hasta alcanzar la cura total, al tiempo que despertará en ella un atractivo que llegado un momento no podrá controlar, ni Denis tampoco estará dispuesto a desaprovechar. Para ello incluso mandará al esposo de esta a realizar una misión despejando caminos en medio de la jungla y con las lluvias erigiéndose como esperadas pero peligrosas protagonistas.

Del film de Fleming conviene destacar varias cosas. Una de ellas es la aún perceptible densidad en la atmósfera lograda. Más allá del erotismo que desprende el personaje encarnado por un Gable en su mejor momento físico, resulta bastante inusual que en aquellos tiempos se llegara a plantear en un estudio tan conservador, una película que apelaba por la posibilidad del adulterio, en el que se brindaran secuencias de clara humillación femenina frente al macho –la secuencia en la que Vanina quita la camisa sudada y las botas a Denis-, u otras en la que el erotismo femenino alcanza unos caracteres habituales en aquellos momentos –el baño de la Harlow en la cuba en la que se encuentra el agua potable de los trabajadores de la plantación-. Pero al margen de estos elementos ligados a un modo de entender el cine que apenas un año después sería cortado de raíz, el film de Fleming destaca –aunque no en una medida especialmente memorable- en la agilidad de su puesta en escena. Sin grandes altibajos, ni tampoco grandes momentos, la movilidad de la cámara permite que la película alterne las secuencias de exteriores –más definidas en dicha vertiente- y las interiores –en donde se encuentran los elementos más directamente imbricados en la interrelación de personajes, destacando entre ellos el contraste que se brinda entre el exuberante y carismático Carlson, y una Bárbara caracterizada por una personalidad reprimida, que verá por completo en entredicho al encontrarse ante sí los sentimientos sensuales que le despierta un hombre que rompe por completo los esquemas que hasta el momento le ha brindado su apocado y bondadoso esposo. Es por ello que pese a no constituir en ningún momento una película digna de pasar a las antologías, lo cierto es que RED DUST no solo se mantiene en un relativo buen estado, sino que se erige como una muestra nada desdeñable de los parámetros por los que giraba el cine norteamericano, hasta que la brusca implantación del Código Hays coartó de antemano unos modos de contemplar el comportamiento humano, en el que la sexualidad más o menos explícita, tenía un lugar de importancia tanto comercial a nivel industrial, como evidente en la vida real.

Calificación: 2’5

THE VIRGINIAN (1929, Víctor Fleming) El virginiano

THE VIRGINIAN (1929, Víctor Fleming) El virginiano

Si uno contempla THE VIRGINIAN (El virginiano, 1929. Víctor Fleming) con la intención de apreciar una película de interés, mucho me temo que la decepción será notoria. Sin embargo, si su mirada se centra en un interés más o menos arqueológico, sobre todo para comprobar las consecuencias que la irrupción del sonoro provocaron en el cine norteamericano, creo que su visionado proporcionará un relativo mayor interés. Y es que además de poder consignar el detalle de que esta producción de la Paramount supuso el debut en el cine sonoro de quien sería una de sus estrellas más legendarias –Gary Cooper- lo cierto es que su metraje nos muestra la manera con la que la irrupción de la palabra, pilló por completo con el pié cambiado a todos los estudios que en aquel momento detentaban la ya consolidada industria de Hollywood.

THE VIRGINIAN en realidad parte de un argumento bastante simple, relatando la pequeña historia de la relación amorosa que se establecerá entre el joven, primitivo y juicioso cowboy protagonista –encarnado por Cooper- y una joven maestra –Molly (Mary Brian)- trasladada desde el este del territorio norteamericano para desarrollar su profesión de maestra. La llegada de esta encenderá la sana rivalidad existente entre el protagonista y su estrecho amigo Steve (Richard Arlen), un joven no muy predispuesto a desarrollar su vida por el sendero del trabajo duro, que sucumbirá a la tentación de la llamada de un ladrón de ganado –Trampas (Walter Huston)-, para intentar con ello un rápido enriquecimiento. La sana competitividad entre el virginiano y Steve se verá acrecentada con la presencia de Mary –quien en principio se mostrará reacia hacia el primero y más cercana al segundo-. Al mismo tiempo, nuestro protagonista pillará a su mejor amigo robando y marcando a fuego ganado de forma fraudulenta, aunque la profunda amistad que le une al muchacho le impida denunciarlo, pese a advertirle por la peligrosidad de los derroteros por los que dirige su vida. Esta espiral delictiva de Steve no se verá menguada. Antes al contrario, promoverá y participará en el robo de un gran número de reses de ganado, haciendo discurrir a las mismas por un río para que no dejen huellas. Pese a todas estas prevenciones, este será detenido con otros tres de sus colaboradores en el robo -el jefe y otro de los componentes del grupo se fugarán al ver la cercanía de los hombres del virginiano-, siendo todos ellos ahorcados. Poco después nuestro protagonista será tiroteado por Trampas, quedando en las puertas de la muerte, y siendo cuidado por Mary. La muchacha intentará olvidar la crueldad que ha supuesto para ella la ejecución de Steve, en base al amor que siente por el virginiano, decidiendo casarse con ékl una vez pasado cierto tiempo. Sin embargo, en el mismo día de sus nupcias hará su aparición Trampas espoleando al futuro esposo, quien se verá en el dilema de atender al ruego de su novia de no responder a sus provocaciones, o por el contrario quedar como un cobarde ante la comunidad.

Como se puede comprobar, la génesis argumental de THE VIRGINIAN resulta bastante simple. Lo que desmerece de esta circunstancia es que dicha simpleza se extiende al pobre resultado cinematográfico que sus imágenes evidencian. Víctor Fleming nunca fue un director especialmente brillante ni capaz de articular en su cine el necesario ritmo, pero lo cierto es que en pocas muestras de su filmografía como en esta, esta limitación se ve ratificada por unas maneras narrativas tan morosas y tediosas. Y ello, a mi modo de ver, se debe al hecho de otorgar una importancia primordial a la introducción del elemento sonoro en su desarrollo. Carente de más mínimo soporte –supongo que sería un elemento que aún no se normalizado en la reciente producción parlante-, sus secuencias se caracterizan por una rigidez casi enervante, mientras que la incorporación de la dicción de sus actores se pone de manifiesto de forma pobre, con una declamación enfática de sus actores y un exceso de diálogos, poco habituales en el western. Esta circunstancia se extiende a la labor de sus intérpretes, todos ellos con notables resabios silentes, en el que cabría incluir a un actor muy poco después tan magnífico como Walter Huston, e incluso al jovencísimo Gary Cooper, quien demuestra aún demasiada inseguridad ante la pantalla. Sorprende, en este sentido, que el único intérprete que logra emerger de dicho conjunto, es el joven y apuesto Richard Arlen –que muy pronto había sido destronado por Cooper en el escalafón del estrellato de la Paramount, y que sin embargo encarna al noble y al mismo tiempo bravucón Steve con un magnetismo y una naturalidad pasmosa-. De hecho, a la hora de la verdad y al computar los aciertos del film, prácticamente nos hemos de quedar con el episodio en el que los ladrones de ganado son detenidos y la narración de su ejecución. Gracias a –en esos momentos sí- una adecuada planificación y montaje, y ayudado de forma especial a través del magnetismo mostrado por Arlen, en esos momentos la película parece despertar del letargo al que la someten buena parte de sus noventa minutos de duración. En ellos, abundarán los tiros disparados sin credibilidad, el hieratismo campará por los respetos, y la sensación de apergaminamiento invadirá esta película a la que la naftalina le ha impedido sobrevivir con un interés más que el meramente historicista, o el hecho de contemplar algunas secuencias de ganaderos, impregnadas de un inesperado aire documental. Como detalle curioso, la película tuvo su remake en 1946, de la mano de Stuart Gilmore y el protagonismo de Joel McCrea. Por raro que pueda parecer, su resultado fue incluso peor que este.

Calificación: 1’5

TORTILLA FLAT (1942, Victor Fleming) La vida es así

TORTILLA FLAT (1942, Victor Fleming) La vida es así

Referente recurrente en el cine norteamericano, eje centrífugo de títulos tan justamente legendarios como THE GRAPES OF WRATH (Las uvas de la ira, 1940. John Ford), sobrevalorados en su momento como OF MICE AND MEN (De ratones y hombres, 1939. Lewis Milestone), o incluso recientes en su plasmación, como el remake que de esta misma novela filmó el actor Gary Sinise en 1992, lo cierto es que la narrativa de John Steinbeck ha estado presente en numerosas producciones y ficciones tanto cinematográficas como televisivas. Una de ellas, y además de las primeras, lo supuso la adaptación de TORTILLA FLAT (La vida es así), filmada por Víctor Fleming en 1942, contando para ello con un equipo técnico y artístico de primerísima fila. A las excelencias de su cast, cabe unir la presencia de Karl Freund como operador de fotografía, John Lee Mahin como coguionista, Cedric Gibbons en las tareas de dirección artística, o Edwin B. Willis como decorador. En definitiva, un equipo de excepción para un producto de la Metro Goldwyn Mayer, que se planteaba al mismo tiempo jovial y desprejuiciado, dentro de su clara intención de ofrecerse como una producción de “prestigio” dentro del estudio.

Sería esa la primera singularidad de una película, en la que ante todo sorprende la deliberada intención de sus artífices, de salirse por completo de los estándares de producción marcados en el estudio. Es evidente que, en última instancia, TORTILLA FLAT pierde parte de su previsible potencialidad por esa cierta blandura que, por otra parte, era norma habitual en el cine de Fleming. Sin embargo, no por ello se ha de dejar de apreciar ese tono bucólico y jovial, esa mirada casi iconoclasta que la película brinda, a través de la singladura de un pequeño colectivo de personajes, a cual más estrafalario, al límite con la marginalidad propia de la Gran Depresión. Todos ellos se encuentran en Tortilla Flat, una pequeña localidad costera de California, donde sobreviven en el límite de la indigencia, siendo comandados por Pilon (Spencer Tracy). Este es un ser tan astuto y marrullero como entrañable, que sabe en todo momento alternar el sentimiento de la más pura amistad, con el pillaje para lograr sus modestos objetivos. Estos se establecerán en no trabajar, vivir al margen del sistema, divertirse todo lo que pueda, y aglutinar en sus deseos a sus amigos. Entre ellos se encuentra Daniel Alvarez (John Garfield), un joven pendenciero que se encuentra en el calabozo, donde recibirá la inesperada herencia de su abuelo; dos casas situadas en los suburbios de la ciudad. Muy pronto Pilon se hará dueño de la situación, aglutinando en torno a las desvencijadas viviendas toda una pléyade de amigos. Seres marginales que contemplan sin embargo con optimismo el destino que les ha otorgado su existencia. Sin embargo, un impedimento obstaculizará el contexto lúdico y vitalista implantado por el veterano líder; el progresivo acercamiento mostrado entre Alvarez y la bella y agresiva Dolores Ramírez (Hedy Lamarr). La extraña relación que se mantiene entre ambos, será una circunstancia que llevará a Daniel a plantearse la posibilidad incluso de trabajar, para con ello comprar un pequeño barco que le permitiera mantener un negocio propio. De forma paralela, el grupo de Pilon intentará lograr una importante cantidad de dinero, timando para ello al viejo “Pirata” (Frank Morgan), al que acogerán en ese hogar que parece un albergue de vagabundos, con la aviesa intención de apoderarse de los ahorros que este tiene escondidos. Pese a dichas intenciones, el relato que este les realizará del destino que tenía de dicha pequeña fortuna –un candelabro de ofrenda a la figura de San Francisco, una de las secuencias más hermosas de la película-, detendrá la intención de todos ellos. Sin embargo, una dura prueba se pondrá de manifiesto con el grave accidente sufrido por Daniel en una pelea, que estará a punto de costarle la vida, y que hará reflexionar a Pilon sobre la inutilidad de sus procedimientos, rogando al mismo San Francisco la promesa de otro candelabro si su joven amigo se recupera. Lo hará, aunque en el último momento el dinero recaudado con su trabajo –oculto- cortando calamares, servirá para otro cometido más adecuado al futuro de su joven amigo, cuando este se case con Dolores. Pese al ambiente jovial y amistoso de esta boda, nuestro protagonista y sus amigos más allegados despreciarán la vivienda que Alvarez les ha dejado –no se molestarán en sofocar el incendio de la misma-, decidiendo proseguir el vitalismo del día a día que ha presidido hasta hace poco el devenir de sus vidas.

De esta forma, con ese alcance bucólico que esconde por un lado el sentido de unas vidas sin rumbo –una faceta dramática que la película obvia sin complejos-, TORTILLA FLAT se erige en una crónica amable, entrañable, en ocasiones blanda, en otras conmovedora, de un conjunto de seres encuadrado dentro de la inmensidad de la Gran Depresión norteamericana. Nadie como Steinbeck supo retratar esta dramática circunstancia, y fue algo de lo que en su momento el cine USA supo servirse, en esta ocasión destacando en la película un diseño de producción magnífico, que permite incluso que pese a partir de un rodaje generalizado en estudio, sus imágenes, el contexto, las viviendas y todos los lugares donde se desarrolla la acción, estén provistas de una rara sensación de autenticidad. Tenemos que reconocerlo, no era ese el fuerte de Víctor Fleming, un artesano tan eficaz como pesado, que en esta ocasión logra llevar a buen puerto un relato que sabe oscilar de lo costumbrista a lo decididamente cómico, y de ahí al contexto dramático con bastante equilibrio. Un equilibrio que le permitirá un especial brillo al que, bajo mi punto de vista, se erige como el personaje más atractivo de la función. Me estoy refiriendo a ese veterano “Pirata” encarnado con conmovedora humanidad por el gran Frank Morgan –es imprescindible escucharlo con su voz original-, al cual comprenderemos en su inicialmente caprichosa decisión de proseguir en su miseria para cumplir una promesa –logrará con su enternecedor relato convencer a la pandilla de Pilon en desistir de sus intenciones-. Será un episodio que se prolongará en la manera con la que “Pirata” será vestido de forma adecuada para asistir a la misa en la que se ofrendará su candelabro –es vestido con cariño por sus amigos, e incluso en la ceremonia sus animales le seguirán hasta introducirse dentro del templo-. Esa maravillosa descripción del personaje, tendrá un momento grandioso en la escenificación que hará de la supuesta aparición que vivió de San Francisco en pleno campo, siendo contemplado con arrobo por sus fieles perros. Podría, por otra parte, haberse convertido todo ello en un episodio estomacante, pero por fortuna el mismo adquiere una sensación de ligereza y sinceridad, que en definitiva se erige como la mayor cualidad de una película que, llegada su conclusión, evita toda conclusión moralizante, lo cual era ya de agradecer siendo una producción Metro de aquel tiempo. Cierto es que a la misma le falta ese “gramo de locura” que podría caracterizar un título coetáneo como THE TUTTLES OF TAHITÍ (Se acabó la gasolina, 1942. Charles Vidor), pero justo es admitir que, dentro de su moderado alcance, TORTILLA FLAT supone no solo un grato divertimento, sino ante todo la sensación de contemplar una película que prácticamente no podía fallar, partiendo como lo hacía, de unos materiales de primera fila.

Calificación: 2’5