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CINEMA DE PERRA GORDA

William Keighley

ROCKY MOUNTAIN (1950, William Keighley) Cerco de fuego

ROCKY MOUNTAIN (1950, William Keighley) Cerco de fuego

Una de las corrientes más extrañas, al tiempo que poco reconocidas, del western, se centra en aquella que enmarca su frontera con el noir. Una corriente que tuvo su relativa fuerza en los últimos años cuarenta e inicio de los cincuenta, y que encontraría un referente extraordinario en PURSUED (1947, Raoul Walsh), prolongándose en títulos tan valiosos como YELLOW SKY (Cielo amarillo, 1948. William A. Wellman) o THE GUNFIGHTER (El pistolero, 1950. Henry King), entre otros diversos y relevantes exponentes. Entre ellos, no cabe duda que hay que insertar ROCKY MOUNTAIN (Cerco de fuego, 1950), que quizá aparezca no solo como la mejor obra que hasta ahora he contemplado de un director tan eficaz como impersonal, que era William Keighley. Más allá de esta simple aseveración, lo cierto es que surge ante nosotros una obra llena de fuerza telúrica, de aliento trágico, dominada por un aura casi fantasmagórica, y no pocas soluciones visuales de asombrosa modernidad. Es algo que nos brinda el sobrio y sorprendente inicio, en el que un coche con unos visitantes –en tiempo real- discurre por Rocky Mountain, donde se encuentra una placa que evoca los hechos vividos en los últimos compases de la Guerra de Secesión, allá por 1865. Será el instante en el que con desarmante sencillez, la acción se introducirá, en apenas un contraplano, en la acción homenajeada en la citada placa. Contemplaremos el discurrir de esas fuerzas confederadas, agotadas y diezmadas, que comanda el capitán Lafe Barstow (un estupendo Errol Flynn, iniciando la senda de su rápida madurez física). Una voz en off nos introducirá en ese grupo heterogéneo y casi fantasmal de ocho personas, que ha recorrido dos mil millas para esperar, en dicho emplazamiento, la llegada de un contingente de ayuda, encabezado por Cole Smith (Howard Petrie), que inicialmente se encontrará con ellos bajo el nombre ficticio de California Beal, ejerciendo de supuesto intermediario ante este.

Desde el primer momento, ROCKY MOUNTAIN está presidida por la casi asfixiante fuerza expresiva, casi intimidadora, de estos exteriores que son descritos con amenazadora belleza. Será el ámbito casi ritual, en el que esta derrotada agrupación se resignará a la espera de ese refuerzo que les permita proseguir sus órdenes, aunque en el fondo, poco a poco se instaure en ellos la desesperanza ante un trágico final, que vislumbrará con creciente intuición Barstow. Un incidente marcará el devenir de esta espera; el asalto de los indios a una diligencia, en la que morirán dos de sus tripulantes –a los que nunca contemplaremos-, mientras que sobrevivirá su viejo conductor, y una de las viajeras, la joven Johanna Carter (Patrice Wynore, más adelante convertida en tercera y última esposa de Flynn). Este rescate servirá para introducir en la película, un elemento de reflexión en torno a la cruenta lucha que se estableció en aquella contienda, ya que se trata de la prometida del teniente Rickey (Scott Forbes), oficial de un destacamento yanqui, con el que quería reencontrarse. La incorporación de esta al grupo de concentrado, y  también la del viejo conductor, que desde el primer momento ha señalado situarse al margen del enfrentamiento, proporcionará un alcance reflexivo, de íntima comprensión al contrario, ante unos seres hasta entonces claramente marcados por su posicionamiento en el mismo. Y todo ello se dirimirá en un relato claustrofóbico, que intensificará ese enfrentamiento latente, con la captura del grupo de yankis que comanda Forbes. A partir de ese momento, el film de Keighley -encontrado en ese instante, y cuando restarían pocos aportes a su filmografía, en un momento de rara inspiración-, se tornará íntimo y sombrío al mismo tiempo. Ayudado por la base dramática que le brindas del guión de Winston Miller y Alan Le May –a partir de una historia del segundo-, se describe un rico abanico de relaciones y disgresiones, en las que se pondrá en tela de juicio el concepto de valor, la relatividad de la guerra en litigio, la importancia de la amistad, de la experiencia y, en definitiva, la propia consideración de la existencia como algo efímero y de cercano final.

Ese alcance sombrío y fatalista, domina todos y cada uno de los fotogramas, en una película en la que tiene una extraordinaria importancia la orografía, agreste y amenazadora, en la de describe su por otra parte sencilla anécdota argumental. En el lugar donde se repliegan los hombres de Barstow, los dos supervivientes del asalto a la diligencia, y también los hombres capturados que comanda Rickey, parece que se hayan recluido en búsqueda de un inesperado encuentro con la reflexión, antes de encaminarse con un instante de especial trascendencia para todos ellos. Para Johanaa será la oportunidad de vivir un perfil nuevo, sobre todo al escuchar la experiencia de Lafe. Para su prometido, la oportunidad de escapar y, en el último momento, trasladar una patrulla yanqui de rescate. Y para Cole Smith, el deseo de cumplir su encargo, aunque finalmente el mismo tenga un desenlace trágico. ROCKY MOUNTAIN se beneficia, de manera extraordinaria, con el aporte de una asombrosa iluminación en blanco y negro, obra de Ted McCord, nítida casi como el filo de un cuchillo, que alcanza su máximo fulgor, en la asombrosa manera de describir el oscuro en aquellos exteriores, apenas iluminados con el reflejo de la luna. Una textura visual de asombrosa efectividad, que dota de la máxima prestancia, a una película, en la que no faltan apuntes de notable calado. Por ejemplo, el asalto casi inicial de la diligencia, provisto de un brío narrativo admirable. En la presencia de ese perro, que aporta un componente casi ligado al cartoon –ayudado por la sintonía que propone al respecto Max Steiner-, mascota del joven, maduro e ilusionado Buck Wheat (Dick Jones). Precisamente, este mismo personaje, brindará uno de los momentos más emocionantes de la película, en ese largo plano medio, sostenido sobre el joven, en el que confesará a una admirada Johanna, las experiencias mantenidas con referentes militares, con las que ha mantenido su ilusión en la contienda de Secesión.

Finalmente, tras la trágica constatación del asesinato de Smith –su caballo aparecerá ante la noche sin jinete, con una flecha en el lomo del animal-, y con la huída de Forbes, los hombres de un Barstow, que asume en su interior la inevitabilidad del encuentro con la muerte, acosados por los indios, idearán una estrategia que, al menos, permita dejar con vida a Johanna y el viejo conductor. Será un último gesto de caballerosidad, antes de huir de la emboscada de los indios, mientras el destacamento yanqui intente infructuosamente salir en su auxilio. Todo quedará descrito en un episodio de arrolladora belleza cinematográfica, a modo de autentica tragedia griega, cuando la imposible huída de los ocho confederados, se tope con la aterradora presencia de una barrera orográfica, que simulará el sacrificio de estos como si fueran ejecutados en un circo romano. Con tanta distanciación como percutante crueldad, Keighley rodará uno de los fragmentos más intensos de su carrera, describiendo la aniquilación de estos soldados, en lo que aparece como una auténtica inmolación de unos seres que, inconscientemente, ya no tienen lugar en el mundo que les rodea. Solo les quedará, una vez aniquilados, el gesto honroso de que su bandera ondee en la cima de la montaña, por orden del yanqui Rickey, como último homenaje a un grupo de personas que fueron coherentes con sus convicciones hasta el último momento.

Con ecos lejanos del cine de Walsh en algunos de sus intentes, ROCKY MOUNTAIN es una rareza. Una singularidad de la Warner, que por fortuna poco a poco va asumiendo el reconocimiento que merece, como uno de los westerns más sombríos que, acaso, jamás haya brindado el cine americano.

Calificación: 3’5

EACH DAWN I DIE (1939, William Keighley) Muero cada amanecer

EACH DAWN I DIE (1939, William Keighley) Muero cada amanecer

Atisbando las imagines y los primeros pasos de la propuesta argumental que presenta EACH DAWN I DIE (Muero cada amanecer, 1939. William Keighley), resulta bastante fácil percibir el giro que iban adquiriendo las producciones que en el seno de la Warner Bros, se iban insertando dentro de los parámetros del cine policíaco y de gangsters. Esa simplicidad y moralismo que hasta muy pocos años antes había caracterizado –y limitado- su producción –con excepciones notables como I AM A FUGITIVE FROM A CHAIN GANG (Soy un fugitivo, 1932. Mervyn LeRoy)-, se vería revestido de complejidad en un título como este, o el excelente THE ROARING TWENTIES (1939, Raoul Walsh). Al éxito, la ambientación y la capacidad de inmediatez de dichas propuestas, de manera paulatina se irían introduciendo una serie de matices argumentales que irían teniendo su justa correspondencia con una mayor madurez expresiva. De tal modo asistiremos a relatos en los que tendrá una presencia destacada la crónica social, o el abandono progresivo de ese maniqueísmo que en más ocasiones de las deseables lastraran títulos por otra parte nunca desprovistos de interés. Dentro de esa visión cada vez más desencantada de una sociedad como la norteamericana, traumatizada por la Gran Depresión, las difusas fronteras que separaban hasta entonces la fachada de respetabilidad de las instituciones y sus representantes, de la que lo hacían los en apariencia temibles delincuentes, poco a poco irían desapareciendo, hasta emerger una nada solapada crítica de ese contexto de hipocresía inherente al contextote aquel país. Un ámbito donde quizá aquellos estandartes de la respetabilidad eran en esencia mucho más cuestionables, más definitorios de un modo de vida castrante e hipócrita, que aquellos delincuentes que se encuentran confinados en las prisiones, arremolinados como desechos de una sociedad injusta, pero que dentro de su condición como tales, albergan un código de conducta y lealtad revestido de humanidad.

Todo ello tiene un atractivo exponente en EACH DAWAN I DIE, en donde el irregular pero en ocasiones inspirado William Keighley sabe penetrar en la entraña de la novela de Jerome Odlum, transformada en guión por Norman Reilly Raine y Warren Duff. Sus primeras imágenes están revestidas de tensión y parecen acercarnos a un relato de claros tintes policiacos. Bajo la lluvia y con una cámara en constante movimiento, seguiremos una turbia acción bajo la lluvia, contemplando como unos hombres de siniestro aspecto queman unos documentos presuntamente comprometedores. En el primer plano del film, la cámara ha destacado el cartel que pide la elección de Jesse Hanley (Thurston Hall) como gobernador, adelantando al espectador la importancia que este personaje va a tener, y determinando el devenir de la andadura vital de un periodista que se encuentra agazapado, contemplando la destrucción de unas pruebas incriminatorias. Se trata de Frank Ross (James Cagney), quien iniciará una campaña desde su periódico para desacreditar al candidato. Este desplegará todas sus artimañazas, logrando inculpar a este de triple homicidio involuntario al conducir –todo ello estará falseado al dejar a Ross sin conocimiento- su coche estando bebido. Ross mantendrá la certeza de que sus compañeros lograrán sacarlo de la cárcel, al buscar a aquellos que lo llevaron hasta allí por orden del corrupto político. Sin embargo, las cosas no resultarán tan fáciles, aunque por el contrario el periodista logre entabla una relación de amistad con oro condenado, este si por acciones delictivas. Se trata de Hood Stacey (uno de los mejores trabajos de George Raft), un duro exponente del dicho submundo, pero que poco a poco demostrará a nuestro protagonista un acentuado sentido de la amistad. Será el máximo representante de un modo de ver la existencia regida por una ética quizá ausente fuera de las rejas de la prisión. Stacey estará a punto de matar en la prisión a Limpy (Joe Downing), el soplón que lo delató, aunque en el último momento –en una secuencia caracterizada por una gran tensión, desarrollada durante la exhibición a los presos de una película- no sea él quien ejecute el crimen. Pese a ello motivará a Ross para que testifique en contra de él, permitiéndole escapar en una rocambolesca huída que servirá para que el preso periodista sufra una previsible situación de presión por parte de los representantes penitenciarios, a las que responderá con una entereza centrada en el compromiso que el huido le proporcionó de ayudarle a sacarlo de la cárcel, descubriendo a aquellos que le llevaron a la misma de manera injusta.

A partir de unos primeros minutos en los que asistimos a un ritmo trepidante y preciso, digno del mejor Raoul Walsh, EACH DAWN I DIE se introduce muy pronto en al ámbito de esa prisión, donde se expresa con un tono desencantado, en algunos momentos quizá estático, ese mundo que la sociedad quiere dejar a su lado. Un conjunto de despojos humanos, en los que también se germinan nobles sentimientos. Sin embargo, dentro de ese recinto revestido de ausencia de libertad, se observará un código ético mucho más sincero y profundo que el que marcará una sociedad arribista y corrupta. Será ese uno de los elementos más atractivos del film, pero no el único. Junto a esa mirada caracterizada por su humanidad, en la que se contempla a esos seres humanos derrotados, catatónicos en algunos casos –ese preso que muestra sus manos y su semblante ido en el patio de la prisión, tras vivir mucho tiempo en el denominado “agujero”-, en otros embrutecidos, o algunos ruines y rastreros –por momentos me vino a la mente la muy posterior LE TROU (La evasión, 1960. Jacques Becker)-. Todos ellos conformarán una galería compacta y creíble, en la que casi se puede palpar un atisbo de comprensión colectiva, y donde destaca esa ligazón que se manifiesta entre Ross, el periodista condenado de manera injusta, y el delincuente Stacey. Serán unos lazos teñidos de amistad en estado puro y, sobre todo, de respeto a una palabra comprometida en un momento dado. Ese sentimiento se encontrará ausente en el exterior de esos muros, aunque queden resquicios de ello en la prometida de Ross y, por supuesto, en la madre de este –quien le visitará conmovida en la prisión-. Pero junto a esta crónica matizada y creíble del universo carcelario, la película apunta diversas cuestiones interesantes, como la querencia innata de Ross por su profesión –ese aviso dado a los fotógrafos de su periódico para que se mantengan a la expectativa ante la huída de Stacey-, sin preocuparle que ello le motive aparecer sospechoso de connivencia con este.

Serán matices que enriquecerán una película que en ocasiones deviene algo simplista –la descripción maniquea del estridente oficial de prisiones-, pero que ofrece numerosas rachas de buen cine, nervio y precisión narrativa, ayudado por la estupenda definición de su tipología de rostros de presos y, de manera muy especial, de la espesa y densa fotografía en blanco y negro ofrecida por el excelente Arthur Edeson. Al magnífico episodio inicial –que quizá permita intuir ese logro absoluto que, en definitiva, no ofrece la película-, cabe añadir secuencias tan brillantes como las citadas  de la huída en la vista que vivirá de nuevo Ross o la del asesinato de Lipsy, a las que cabría añadir la rotunda y esperada ejecución del sádico oficial de prisiones y, en definitiva, la catarsis que se produce con la fuga colectiva de presos que se convierte en motín, rodada con una enorme convicción, hasta llegar a ese último contacto entre esos dos seres de personalidad opuesta, en los que se establecerá una corriente de afectividad, como si en la interacción de ambos uno hubiera encontrado en el otro, aquello que se encontraba ausente en su propia personalidad. Cierto es que la conclusión de EACH DAWN I DIE aparece un tanto complaciente, como si no se atreviera a apurar aquello que la mayor parte del metraje ha venido postulando, acrecentando la importancia de ese director de prisión –encarnado por el veterano George Bancroft-, de talante mucho más humano que el personal que se encuentra a su mando. En cualquier caso, incluso en una conclusión un tanto acomodaticia, podemos emocionarnos con esa foto dedicada de Stacey que el propio director entregará a Ross, con la breve dedicatoria “Encontré un tipo honesto”. Será uno de los instantes más emocionantes de un título que, al margen de su interés como tal relato, ofrece una mirada bastante más realista de ese mundo ligado a la delincuencia, que ya en esta película era mostrado con una mayor complejidad, ligándolo como una consecuencia más de esa compleja estructura social existente en la sociedad de su tiempo.

Calificación: 3

THE BRIDE CAME C. O. D. (1941, William Keighley)

THE BRIDE CAME C. O. D. (1941, William Keighley)

Sería interesante poder indagar en los condicionantes sobre los que se establecieron los parámetros de la comedia norteamericana, una vez esta traspasó el umbral de la década de los cuarenta, dejando atrás el fértil periodo screewall, y bastantes años antes d la renovación que el género acometería a partir de mediados de la década siguiente. Fue este un largo puente en el que se establecieron productoras como la Paramount, directores como Preston Sturges –emergente en este periodo-, Mitchell Leisen –menos reconocido- o Howard Hawks –que dejaría su impronta tanto en el decenio precedente como, de manera más esporádica, en el posterior, y aún en plenos años sesenta-. Pero es que más allá de evocar nombres significativos –habría que sumar a ellos tanto Leo McCarey como George Cukor o Frank Capra-, lo cierto es que resultaría revelador seguir la pista de un modelo de comedia que unía sus raíces a referente teatrales, ecos tardíos screewall, y unas maneras que podrían quedar como plenamente representativas de aquellos años. Esta misma reflexión la formulaba ante mi cercano visionado de THE MAN WHO CAME TO DINNER (1942), que probablemente fue la consecuencia directa de la previa inmersión de William Keighley en el terreno de la comedia, por medio de la insólita THE BRIDE CAME C. O. D. (1941) –al igual que aquella, jamás estrenada comercialmente en nuestro país-, ambas auspiciadas dentro de la Warner Bros. Personalmente, me quedo con la por momentos alocada adaptación teatral ofrecida por los propios Julius y Philip J. Epstein –también responsables del guión del título que comentamos, aunque en esta ocasión no procediera de un referente literario o escénico propio- que supuso el primero de los títulos citados, aunque bien es cierto que esta inclinación temporal del correcto pero nunca especialmente inspirado artesano que fue Keighley, brindó pocos años después una comedia tan olvidable como HONEYMOON (1947).

 

En todo caso, no se puede negar que, aún prefiriendo uno u otro título, nos encontramos con dos comedias más o menos insólitas, atípicas, en las que al menos se intentan abrir nuevos senderos dentro del género, marcando una línea de evolución, como la que el mismo Frank Capra ofreció muy poco tiempo después con ARSENIC AND OLD LACE (Arsénico por compasión, 1944). En esta ocasión, el material de base proviene de los prestigiosos Julius y Philip J. Epstein, brindando un juguete cómico que destaca por un planteamiento más o menos reconocible, aunque desarrollado bajo insólitos parámetros. La acción se inicia con el anuncio de la boda de un conocido director  de música ligera -Allen Brice (Jack Carlson)- con la heredera de un adinerado empresario petrolífero de rasgos bastante pueblerinos –Joan Winfield (Bette Davis)-. Ambos van a viajar en avioneta hasta Los Angeles pese a la oposición del padre de esta -Lucius (Eugene Pallette)-, cuestión de la que se entera casualmente el avispado Steve Collins (James Cagney). Acuciado por unas deudas que no puede acometer, relativas precisamente al vehículo aéreo que maneja, decide acordar con el padre de la muchacha el establecimiento de un insólito secuestro que trasladara a Joan a una lejana ciudad, pero eso si, soltera. De tal modo, inicia el vuelo tripulado únicamente por Collins y Joan, habiendo logrado con una estrategia dejar en tierra al estulto Brice. Sin embargo, lo que se vislumbraba como un vuelo de trámite, finalmente llevará a los dos tripulantes a un aterrizaje forzoso y nocturno en el desierto, insertándose a la mañana siguiente en una ciudad rural totalmente en ruinas, en la que prácticamente solo reside el veterano Pop (el siempre maravilloso Harry Davenport), completamente aislado de todos. Será en dicho desértico entorno donde se desarrolle el resto de peripecias del film, mientras por parte de los investigadores que han ido en busca de Steve –al objeto de que responda a sus deudas-, el padre de Joan, el pretendiente de este, acompañado por el periodista radiofónico encargado de divulgar a toda costa el enlace, provoquen de manera inesperada, un soplo de efímera vitalidad a un poblado absolutamente fantasmagórico. Con ello se alcanzará un paroxismo humorístico -preciso es reconocerlo- no siempre plenamente logrado, aunque en todo momento la función mantenga unas ciertas cotas de interés.

 

Es probable, en este sentido, que THE BRIDE… -que ofrece un espléndido leiv motiv de comedia como tema musical, evocando los tintes nupciales de la función, a cargo de un insospechado Max Steiner- sacrifique no pocos de los rasgos de su eficacia, en su desmedida inclinación hacia una búsqueda a toda costa de sorpresas, cambios de escenario, y giros en apariencia insospechados. Y es que, en este caso, sinceramente prefiero aquellos momentos en los que Keighley inclina su película en su vertiente decididamente slapstick que otros en los que la película apuesta por sus lejanos ecos screewall. Puede ser que todo ello obedezca a una visión absolutamente subjetiva –en realidad, cualquier apreciación personal estará teñida de esa subjetividad-, pero encuentro que las secuencias, momentos y situaciones que se centran en establecer la contraposición y progresiva oposición entre los caracteres que encarnan James Cagney y Bette Davis, no alcanzan casi nunca el debido feeling, quizá por que el realizador no alcanza la receta más certera en este sentido, y en parte quizá también por que no encuentro a Cagney demasiado adecuado en su rol –en su lugar, la Davis demuestra una notable versatilidad, al tiempo que ofrece registros mucho más mesurados que en sus habituales melodramas de aquellos años, en donde se adivina una proyección de su propio estudio a la hora de favorecer esta maleabilidad interpretativa-. Sin embargo, hay que reconocer que en la vertiente puramente cómica, la película ofrece no pocos motivos de regocijo, empezando por el impagable, accidentado y reiterado encuentro de Joan con los cactus del desierto, las luchas del tirachinas de Collins con la propia Joan, cuando esta intenta llamar la atención de una patrulla aérea, el momento en que se encuentran aislados en el viejo poblado californiano, la propia presentación de dicha fantasmal localidad, de la que inicialmente se extrae un buen planteamiento humorístico –prácticamente sus paredes se caen con solo tocarlas-, a lo que cabría añadir la ingeniosa y reiterada presencia de la conocida balada My Darling Clementine.

 

En cualquier caso, con toda su eficacia como comedia más o menos alocada en su apuesta splastick, aunque quizá menos efectiva cuando se detiene en las relaciones de su pareja protagonista, lo cierto es que BRIDE… desaprovecha la oportunidad de insertar en su planteamiento, un elemento crítico inherente en las grandes propuestas del género –tal y como en aquel entonces quedaba representado en la obra de Preston Sturges. Eso sí, como una pequeña puntualización, creo que pocos habrán advertido como la secuencia desarrollada en el aeropuerto y el inicio de los vuelos, e incluso la fisonomía cómica de los pilotos, fueron un claro referente que utilizó un par de décadas después el Stanley Kramer en IT’S A MAD, MAD, MAD, MAD WORLD (El mundo está loco, loco, loco, loco. 1963. Stanley Kramer) –recordando con ello una situación similar entre Buddy Hacket y Jonathan Winters

 

Calificación: 2’5

THE MAN WHO CAME TO DINNER (1942, William Keighley) [El hombre que vino a cenar]

THE MAN WHO CAME TO DINNER (1942, William Keighley) [El hombre que vino a cenar]

Uno de los puntales de inspiración en la comedia cinematográfica estadounidense, lo supuso sin duda la constante incorporación en la pantalla de probados éxitos de la escena newyorkina. La aportación en este sentido de autores teatrales tan conocidos como George S. Kaufman, Norman Krasna y tantos otros, fueron siempre un auténtico manantial en el que Hollywood recurrió con presteza puntual, cada vez que en Broadway se estrenaba cualquier comedia y el éxito de público y crítica avalaba sus representaciones. Dentro de esta vertiente, la adaptación cinematográfica de THE MAN WHO CAME TO DINNER (1942, William Keighley) responde, punto por punto, a este enunciado, como un par de años después lo podía ofrecer igualmente ARSENIC AND OLD LACE (Arsénico por compasión, 1944. Frank Capra) –film con el que mantiene no pocos puntos de contacto en su alcance cinematográfico-. Es decir, nos encontramos ante títulos que parten de una sólida raíz escénica, que sus respectivos realizadores se encargan en modo alguno de disimular, sino de adaptar a la pantalla dinamizando ese alcance teatral, y logrando con ello proporcionar a las propuestas un resultado óptimo. En el título que nos ocupa, la cámara de Keighley –un realizador de escasa personalidad al servicio de la Warner, y que acababa de rodar otra comedia THE BRIDE CAME C.O.D., 1941) se muestra en todo momento ágil y precisa, con una narrativa basada en la movilidad de la cámara dominando el plano secuencia con gran destreza, e incluso aportando elementos secundarios –la presencia de punteos musicales a algunas de las salidas de los actores-, que por momentos nos recuerdan ecos del cartoon.

 

Con estas características, sorprende en primer lugar la destreza con la que un realizador poco frecuentado por el género logra una comedia tan atractiva, de gran éxito en Estados Unidos, aunque en España jamás se estrenó comercialmente, limitándose su exhibición a pases televisivos y, más recientemente, a su edición en DVD. Es indudable que partimos de un material cómico y satírico de elevados kilates. La comedia del ya mencionado George S. Kaufman y Moss Hart, trasladada en forma de guión por los expertos Julius J. y Philip P. Epstein, alberga en su planteamiento y desarrollo una nada solapada sátira en torno al snobismo cultural estadounidense. En realidad, podríamos hablar de una lacra que se extiende a todos los ámbitos y llega hasta nuestros días, como es la bobalicona admiración existente hacia personajes que basan su previsible encanto en un superficial alcance transgresor. En la película, tal exponente queda representado en el ya maduro y prestigiado conferenciante y colaborador radiofónico Sheridan Whiteside (excelente y siempre insidioso Monty Woolley). Sherry es un ególatra de marca mayor, acostumbrado a réplicas brillantes y mordaces, que accede a mala gana a cenar en casa de unos amigos de su secretaria –Maggie (una brillantemente contenida Bette Davis)-, con tan mala fortuna que resbala en la puerta nevada de la pequeña mansión, teniendo que residir en ella durante semanas e instalando allí provisionalmente sus oficinas. Lógicamente, esta prolongada presencia, sus constantes excentricidades y su altanería, provocarán la desesperación del matrimonio Stanley, propietario y residente en la misma. A partir del planteamiento, la película se enriquecerá por un lado con la incorporación de divertidos personajes secundarios –ese médico plasta empeñado en que publiquen su vetusto libro de memorias, la enfermera caracterizada por su prominente nariz, constantemente objeto de la puyas de Whiteside-, e incluso un grupo de pingüinos que contribuyen al alcance surrealista de la función. Dentro de dicho contexto, la progresión de la película vendrá dada por el enamoramiento de la secretaria del protagonista con un editor periodístico local –Bert Jefferson (Richard Travis)-. A partir de dicha circunstancia, la mente de Whiteside no dejará de elucubrar estratagemas para poder persuadir a Maggie del paso que va a dar –y sobre todo, asumir que va a abandonarle en su cometido-, logrando que acuda hasta la mansión una estridente estrella cinematográfica –Lorraine Shelton, de la que Ann Sheridan ofrece una recreación irresistible-, intentando con ello que logre vampirizar al inocente Jefferson y que este deje de lado a su enamorada. También se incorporarán en la película personajes representativos del mundo del espectáculo –encarnados con acierto por Reginald Gardiner y Jimmy Durante-, todos ellos tomados como referentes de conocidas estrellas del mundo de Hollywood y Broadway. En este sentido, THE MAN… logra describirse como una acerada sátira de los vicios y costumbres del mundo de las estrellas, empeñadas en mantener una imagen altanera y artificiosamente chic, dominada por instintos egoístas e hipócritas y, en el fondo, sobrellevando sus vidas como si estas fueran una constante e ininterrumpida sobreactuación. En ese contexto, lo cierto es que funcionan a la perfección las estratagemas brindadas por todos estos personajes, logrando que el tercio final de la función alcance un ritmo casi vertiginoso –es por ello que antes señalaba las semejanzas en su construcción con el citado título de Capra-. Lo cierto es, en este sentido, que resultan hilarantes las apariciones de la Sheridan –especialmente en la secuencia en la que consecutivamente encarga a su doncella que envíe unos telegramas anunciando su inminente boda, y poco después desmintiéndola-, como lo supone esa constante concatenación de situaciones, que tiene en el pérfido rasgo demiúrgico de Whiteside –imprescindible escuchar a Woolley en versión original- el elemento vector. Un protagonista que sabe ser déspota y amable al mismo tiempo, desplegando únicamente una máscara de comprensión cuando esta se aviene a sus intenciones, aunque en algunos momentos este ofrezca un prisma de lucidez –los consejos que ofrece a los dos hijos del matrimonio anfitrión para que sobrelleven los deseos de sus vidas-. En definitiva, nuestro protagonista finalmente se convertirá en una extraña y cascarrabias versión de Papa Noel –la acción central de la película se desarrolla en plenas navidades-, intentando redimir su egoísta comportamiento con su abnegada secretaria. Del mismo modo, logrará finalmente desprender a Jefferson de la molesta presencia de la diva e interesada Lorraine –la manera con la que logra que esta desaparezca resulta atractiva sobre el papel, aunque poco creíble en la pantalla-, dentro de unos minutos finales que para este supondrán un auténtica prueba de fuego para su demostrado ingenio –el dueño de la vivienda le da quince minutos para tirarlo a la calle-. En este sentido, la llamada final de Eleanor Rooswelt resulta impagable –buscando la presencia de Whiteside-, como lo es la réplica que le ofrece la esposa de los Stanley: “mi marido no votó al suyo, pero yo si”.

 

En definitiva, un exponente francamente brillante de la comedia cinematográfica estadounidense, dominada por sus constantes alusiones a la vida sociocultural de aquel periodo, y servida con precisión por un inspirado William Keighley, que entendió que la mejor manera de extraer las posibilidades del material original, era la de lograr una dinámica combinación de cine – teatro por momentos, casi ejemplar.

 

Calificación: 3