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CINEMA DE PERRA GORDA

THE HOUSE ON 56th STREET (1933, Robert Florey) La herencia

THE HOUSE ON 56th STREET (1933, Robert Florey) La herencia

Epítome de una de las corrientes del melodrama Precode, THE HOUSE ON 56th STREET (La herencia, 1933), es una nueva muestra de la implicación del parisino Robert Florey en el seno de Warner, tras sus experiencias en el ámbito del cine de terror para la Universal –genero por otro lado que retornaría en su andadura posterior-. En esta ocasión, nos brinda una nueva muestra de dicha derivación del género, acogiendo en sus bases argumentales una historia centrada en un personaje femenino, a la cual la vivencia de unas determinadas situaciones adversas, llevarán a separarse de su hijo. Es algo que en aquellos años ejemplificarían títulos como THE SIN OF MADELON CLAUTET (El pecado de Madelon Clautet, 1931. Edgar Selwyn) o la coetánea y magnífica ONLY YESTERDAY (Parece que fue ayer, 1933. John M. Stahl). En este caso, la acción se inicia en 1905, pudiendo contemplar la pasión que la joven Peggy Martin (una Kay Francis que explota de nuevo sus singulares recursos dramáticos) despierta entre dos pretendientes. Es una corista, que mantiene su atracción con el ya maduro Lyndon Fiske (el siempre estupendo John Halliday, rememorando sus facultades para encarnar elegantes caballeros románticos), del cual Peggy sigue siendo amante. El otro, es el joven y atractivo Monty Van Tyle (Gene Raymond), heredero de una acaudalada familia, que igualmente se ha acercado sentimentalmente, a la joven, que duda en el hecho de no defraudar las expectativas del primero de ellos, aunque se encuentre mucho más cercana al segundo, del que solo le separa el rechazo que mantiene la familia de este.

Sin embargo, y frente al elegante frente que ante ella ofrece un cada vez más vencido Fiske, la protagonista aceptará casarse con Monty, en una ceremonia austera y al margen de los intereses de la familia del muchacho. Apenas pocos años después, y cuando el joven matrimonio resida en una lujosa edificación instalada en la 56th Street, Jenny será madre, lo que le brindará el acercamiento de su suegra. Todo parece discurrir con placidez, cuando una situación accidental –un encuentro con el vencido Fiske-, finalice con la muerte accidental de este. Será el definitivo encuentro de la muchacha con la sordidez. Condenada injustamente a veinte años de cárcel, renunciará a su condición de madre –recomendará a su esposo que la pequeña crea que ha muerto-, y en el transcurso de esas dos décadas, su esposo morirá en el frente de la I Guerra Mundial. Una vez libre, retornará al desconcierto de una sociedad urbana transformada, huyendo en un crucero, donde se encontrará con Bill Blaine (estupendo Ricardo Cortez), un experto jugador de cartas, que en el fondo esconde a un canalla de notables proporciones. Conocedora de sus trapicheos se prestará a ser su aliada, sentando las bases de una extraña amistad, quizá derivada de dos seres excluidos de la sociedad, cuyo devenir devolverá a Jenny a la mansión donde residió en el oasis de felicidad que supuso el breve periodo de su matrimonio con Monty, convertido este en salón de juego. Será el marco en el que, de manera inesperada, se reencuentre con su hija, sin que ella adivine que está ante una madre que cree fallecida. El destino evidenciará que la muchacha exterioriza algunos de los rasgos característicos de su progenitora –entre ellos, su pasión por el juego-, protagonizando una situación dramática, en la que su madre –sin ella saber quién se trata- le salvará de una segura condena, aunque ello suponga para Jenny su  reclusión el resto de su vida, en el recinto que durante un espacio muy concreto de su vida, le hizo vivir un atisbo de felicidad.

Si algo caracteriza de manera decidida THE HOUSE ON 56th STREET, es su condición de drama dominado –como otros tantos exponentes de su tiempo- por el off narrativo. Y ello supone una curiosa paradoja, en la medida que pese a ser una película de vertiginosa estructura temporal –la acción avanza un cuarto de siglo en su discurrir-, esta en ningún momento pierde su serenidad interna, hasta el punto de que tanto el espectador como su propia protagonista, perciben una sensación de irreductibilidad ante los dramáticos acontecimientos que irá viviendo. Y al mismo tiempo, desde esa mirada casi contemplativa, Florey acertará al imbricar diferentes texturas narrativas, en función de la temperatura emocional de cada uno de los episodios, insertando tras ellos una variada amalgama de planteamientos visuales, que sin duda contribuirán a enriquecer y, sobre todo, dinamizar, una película de setenta minutos de duración, que encuentra en esa inclinación narrativa, su mayor elemento de singularidad.

Es por ello, que inicialmente quizá percibamos que sus imágenes se inserten en un terreno de convencionalismo –los minutos que describen la dualidad de la relación de Peggy-. No obstante, muy pronto esa aparente estabilidad dejará entrever su querencia por el off narrativo, hasta el punto que  su discurrir se establece en pequeños flashes, insertos sin diluir su tono contemplativo. La tonalidad se vislumbrará sombría, según recuperamos la melancolía sufrida por el derrotado Fiske, hasta vivir la inesperada situación que acabará con su muerte accidental –descrita, de nuevo, apostando por el over narrativo, y situando la cámara, deliberadamente, fuera del foco de la acción-. Será el punto de partida, para describir con asombrosa fluidez, una serie de fundidos encadenados, que describirán en pocos instantes, el transcurrir de los veinte años de condena de Peggy, por medio de una sucesión de flashes, y titulares de prensa, que servirán para trasladarnos en el tiempo, con especial mención a la carta recibida, que anunciará la muerte de su marido en el frente. La conclusión de la condena, servirá para que nuestra protagonista se enfrente a la marejada de la vida urbana en la que se ha encontrado dos décadas de ausencia, que será descrita por Florey por unos espléndidos pasajes, revestidos de notable querencia expresionista, que por momentos nos evocan la referencia de THE CROWD (... Y el mundo marcha, 1928. King Vidor). Serán quizá los instantes, en los que el director parisino se muestre más cercano a su propio universo expresivo, que pronto se modificará, a la hora de describir una mayor serenidad en las secuencias, llegando a plantear una insólita relación entre la protagonista y el tramposo Blaine, que nunca sobrepasará un determinado nivel, acercándonos narrativamente al universo sereno del ya mencionado John M. Stahl.

Sin embargo, Florey de nuevo se incardinará en una narrativa tensa, muy frecuentada en su cine, a la hora de describir el inesperado encuentro de Peggy y su hija en plena sala de juego. La expresión de la película se hará más tensa, más entrecortada, teniendo su clímax en la crispada plasmación del homicidio involuntario de Blaine, plasmado con una sucesión de picados subjetivos, tomados desde el punto de vista de la víctima. Se implantará un contexto de sordidez, que servirá para que la película culmine, en cierto modo retornando a sí misma, dentro de una conclusión transgresora, en la que el regreso a su lejano oasis de felicidad, se verá entremezclado con un horizonte futuro de insospechada negrura y claudicación. Es marca de fábrica de este cineasta inclasificable, capaz de insuflar extrañeza, en cuantas ocasiones se lo permitían sus propuestas argumentales.

Calificación: 3

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