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CINEMA DE PERRA GORDA

THE FALCON IN SAN FRANCISCO (1945, Joseph H. Lewis)

THE FALCON IN SAN FRANCISCO (1945, Joseph H. Lewis)

Aunque no parezcan destilarlo sus imágenes, lo cierto que cuando Joseph H. Lewis asume la realización de THE FALCON IN SAN FRANCISCO (1945) había firmado cerca de veinticinco, de los aproximadamente cuarenta largometrajes que formaron su filmografía. Esta sería la octava de las diez expresiones cinematográficas auspiciadas por la RKO del personaje de The Falcon, encarnadas por Tom Comway. Se da la circunstancia que antes de él, su propio hermano George Sanders encarnó al anterior Falcon -hermano de este- siendo aniquilado en una de dichas muestras y heredando Conway el personaje -como hermano en la vida real y en la ficción-. Es más, tras abandonar Conway el mismo, la serie aún tendría tres exponentes cinematográficos más, con John Kalvert asumiendo el rol de Michael Waring. Lo cierto es que nos encontramos ante una creación surgida a través de unas historias de Drexel Drake -en realidad Charles H. Huff- y Michael Arlen, este último uno de los tres guionistas de esta película. No puedo decir que haya contemplado muchos títulos de este personaje, y a tenor de lo que nos propone la presente película, tampoco es que me induzca demasiado a ello. Puedo decir que he visionado exponentes de personajes seriales como podrá ser The Whistler, y me han brindado mejores satisfacciones que esta apagada producción que, como el conjunto de estas producciones de serie B, de tipo serial, apenas alcanzan los 70 minutos de duración. THE FALCON IN SAN FRANCISCO, en el fondo no deja de despegarse de los formulismos inherentes a este tipo de personajes.

La película se inicia en un viaje en tren hacia San Francisco, en el que se encuentran como pasajeros Tom Lawrence (Conway) y su fiel amigo Goldie Locke (Edward Brophy) con el objeto de disfrutar de unas vacaciones. Mientras, este último no deja de discursear sobre las deducciones a la declaración de la renta que proporciona estar casado -lo que dará lugar a diversos gags de desigual eficacia a lo largo del metraje-. Allí se toparán con una niña muy despierta a la búsqueda de su perrito -Annie Marshall (Sharyn Moffett, la niña prodigio promocionada en aquellos años por la RKO)-, de la que muy poco después se conocerá que ha fallecido su adusta supervisora en su propio camarote. A la llegada a la ciudad, Lawrence acompañará a la niña en taxi a la dirección que ella le ha facilitado, pero la equívoca situación le llevará a ser detenido por la policía al ser acusado de secuestro. Una vez allí se le otorgará la libertad provisional tras el pago de diez mil dólares de fianza que, de manera inesperada, aportará una desconocida que simulará ser su amante -Doreen Temple (Fay Helm)-. Acudirá a cenar con ella, pero en un momento en el que esta se ausente, Lawrence será abordado por dos jóvenes que simulan ser agentes de la policía, al señalarle que debe acudir de nuevo a la comisaría. La situación se trasladará al apartamento de Doreen, quien con tono amenazante le indicará que la institutriz de la niña fue asesinada de manera sutil, preguntando al protagonista por la autoría del crimen. Como quiera que Lawrence desconoce cualquier indicio será agredido por los dos esbirros de la elegante dama, siendo trasladado y tirado al suelo en pleno barrio chino de San Francisco.

Como se puede comprobar, THE FALCON IN SAN FRANCISCO obedece a la descripción de una embarullada trama de alcance pulp, en la que la carencia de la más mínima inclinación por la verosimilitud o el desarrollo de sus personajes irá en contraposición por la presencia de arbitrarios giros en la narración, hasta el punto en que estos aparecerán casi siempre desprovistos de interés. Es decir, estamos ante un relato bastante chusco que busca jugar con tosquedad con la ambivalencia, en el que la tipología física de sus actores siempre irá ligada a su auténtica configuración como caracteres -atención al que encarna el ya veterano Robert Armstrong- y en donde todo parece responder a una determinada combinación de acción, suspense, humor y cinismo, combinado en una coctelera de complemento de programa doble, muy lejos por cierto, de títulos de similares características de producción producidos por Val Lewton, y dirigidos por un genio como Jacques Tourneur, o directores debutantes entonces tan brillantes como Mark Robson o Robert Wise.

¿Qué nos queda, pues, en THE FALCON IN SAN FRANCISCO digno de ser reseñado? Entiendo que Lewis supo desde el primer momento las escasas posibilidades que albergaba de sacar partido un relato centrado en potenciar un personaje con tan pocos matices. Por ello, intentó potenciar mediante su ya probado método de puesta en escena, las posibilidades dramáticas de aquellas secuencias dominadas por su tensión. Y hay que reconocer que dicho empeño permite salvar mínimamente la película de su más absoluta inanidad. Es cierto que tienen que transcurrir casi veinte minutos para que su metraje albergue un mínimo de interés, pero este empezará a aflorar en la secuencia en la que The Falcon -Lawrence- es obligado a ir a casa de Doreen. La planificación del director insuflará a ese forzado encuentro de cierta malignidad. Poco después, en la visita de Tom y Goldie a la verdadera mansión donde reside la niña, además de conocer a su hermana -Joan Marshall (Rita Corday)- permitirá al realizador a una brillante utilización del interior de la misma, otorgando una especial importancia escénica a sus escaleras centrales o al uso de las sombras. En realidad, puede decirse que dicho episodio casi parece un ensayo de las formas visuales que Lewis proporcionará a las ya casi inminentes MY NAME IS JULIA ROSS (1945) y, en menor medida, SO DARK THE NIGHT (1946), con las que nuestro cineasta probará de manera definitiva sus armas como brillante estilista del género. Más allá de un afortunado gag verbal protagonizado por el orondo Goldie en el pasillo de un hotel con una áspera limpiadora, lo cierto es que dentro del cúmulo de peripecias sin interés de la película, esta se cerrará con un eficaz desenlace en el interior de un buque que alberga una carga de contrabando. En ella aparecerá una curiosa subtrama jamás relacionada, como es la oculta relación mantenida entre Doreen y el joven Rickey (Carl Kent) quien, pese a su escasa presencia en pantalla, me parece con mucho, el personaje más inquietante de un relato que se olvida a los pocos minutos de haberse contemplado, sin el más mínimo entusiasmo. También en la RKO había mediocridades.

Calificación: 1’5

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