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CINEMA DE PERRA GORDA

Alfred Hitchcock

VERTIGO (1958, Alfred Hitchcock) Vértigo / De entre los muertos

Resulta casi ocioso intentar proponer algunas reflexiones que aporten algo nuevo, ante una película que desde hace unas décadas ha ido agigantando su importancia en la Historia del Cine, como es el caso de VERTIGO (Vértigo / De entre los muertos, 1958. Alfred Hitchcock). Acogida de manera tibia por público y crítica en el momento de su estreno -recordemos que participó en nuestro Festival de San Sebastián aquel año, recogiendo una Concha de Plata, ex aequo junto a I SOLITI IGNOTI (Rufufú, 1958. Mario Monicelli), quedando ambas por debajo de una Concha de Oro de la cual nadie se acuerda-. Su posterior devenir vivió una circunstancia muy curiosa; junto a otros títulos de aquel periodo rodados al amparo de la Paramount, quedaron durante décadas imposibilitados para ser contemplados por el gran público, oscureciendo por ello la posibilidad de mantener viva su memoria. Pues bien, en 1984 acogió la posibilidad del reestreno en nuestro país, junto a la experimental ROPE (La soga, 1948) -en este caso riguroso estreno en nuestras pantallas-, la extraordinaria REAR WINDOW (La ventana indiscreta, 1954), la insólita THE TROUBLE WITH HARRY (Pero… ¿quién mató a Harry?, 1955) y la magnífica THE MAN WHO KNOW TOO MUCH (El hombre que sabía demasiado, 1956). Recuerdo que aquellos cuatro títulos, en copias perfectas, fueron exhibidos comercialmente en España durante la primavera de 1984 -contaba yo entonces 18 años-, bajo la formulación de un ciclo denominado “Lo esencial de Hitchcock”. Como cinéfilo ya avezado que era, disfruté de todas estas películas, con especial mención al protagonizado por James Stewart y Grace Kelly, salvo el caso de VERTIGO -que asumió este título, dejando en segundo término el ‘De entre los muertos’ con el que se bautizó inicialmente en nuestro país-, que había visto poco antes en una copia que albergaba la entonces incipiente Filmoteca Valenciana.

Desde entonces, el prestigio de esta última no ha hecho más que agigantarse. Recuerdo la encuesta realizada por la revista Nickelodeon en 1997, que la situaba en cabeza junto a ORDET (La palabra, 1955. Carl Theodor Dreyer), o el hecho posterior en encabezar la penúltima encuesta de la revista Sight & Sound, situándola como la mejor película de todos los tiempos. Algo a lo que contribuiría su definitiva restauración en 2012, a partir de cuya fecha podemos gozar la deslumbrante belleza visual que supo utilizar con suma inspiración y en su beneficio, los adelantos técnicos y artísticos que se encontraban a la disposición de la industria, en uno de los momentos de mayor febrilidad creativa del arte cinematográfico. Casi siete décadas después de llegar al gran público, la película de Hitchcock atesora una ingente literatura internacional a sus espaldas, que en el ámbito nacional alberga sus dos vértices más distinguidos en el ensayo del desaparecido Eugenio Trías ‘Vértigo y pasión’ (1998), y en el recientísimo y magnífico ‘Ficción fatal’ (2024), obra de mi buen amigo Manolo Arias Maldonado.

Así pues, y precedidos del anagrama de su estudio y la propia VistaVision en blanco y negro, de inmediato la subyugante sintonía de Bernard Hermann y los fascinantes títulos de crédito de Saul Bass nos sumergen en una obra magistral, en la que el espectador, por momentos, ha de tomar partido entre la realidad, la sugerencia e incluso la avocación sobrenatural, que les muestra la ficción ideada por Hitchcock, a partir de la novela de los especialistas Pierre Bolleau y Thomas Narcejac ‘D’entre les morts’ -que alberga ciertos ecos románticos cercanos al espíritu de Allan Poe-, delimitada en guion cinematográfico -tras un largo proceso previo- por parte de Alec Coppel, Samuel Taylor y la ayuda, sin acreditar, del veterano Maxwell Anderson. La película se inicia de manera tan sorprendente como percutante, con ese travelling de retroceso que muestra la huida de un delincuente por un peligroso tejado, en cuya persecución se producirá el traumático descubrimiento por parte del inspector Ferguson (James Stewart) de que padece acrofobia -pánico a las alturas-, al quedar impactado por la traumática muerte de un agente que se disponía a ayudarle a salir de la situación límite que estaba sufriendo.

A partir de ese momento, esta obra maestra de Alfred Hitchcock se articula en la insondable combinación de un relato de suspense, que alberga en sus entrañas una mirada radicalmente sombría de la condición humana. Y todo ello, centrado en la figura de su protagonista, un hombre traumatizado y solitario, de personalidad nada complaciente, que apenas hace caso de las insinuaciones que le brinda su eterna prometida -Marjorie (Barbara Bel Geddes)- en unas secuencias entre ambos, que parecen heredadas de las que protagonizaron el propio Stewart y Grace Kelly en la previa y ya citada REAR WINDOW. ‘Scottie’ Ferguson es un hombre de edad aún deseable, que se encuentra aislado y casi olvidado, en medio de la fauna urbana de un San Francisco que aparece ante la pantalla más seductor, alienante y fantasmagórico que nunca. Esa frustración de nuestro protagonista, anímica y psicológica, alberga también un claro componente sexual. Y todo ello se pondrá en evidencia en la trampa tendida por su viejo compañero estudiantil y ahora acomodado hombre de negocios que es Gavin Elster (Tom Helmore). Elster le encargará vigilar a su esposa, de la que destaca sus ausencias y extraños comportamientos, obsesionada como está por el recuerdo de una fallecida -Carlota Valdés- que residió más de un siglo atrás en una vieja fundación española, ubicada en dicha ciudad.

Película que fascina e hipnotiza por su envolvente puesta en escena, antes que por sus giros argumentales, Hitchcock articuló en VERTIGO su activa incorporación en el ámbito de renovación que se estaba extendiendo en las cinematografías mundiales. Estoy convencido que ese carácter experimental es el que impidió que la película triunfara en el momento de su estreno. Ahí es nada, articular una propuesta que huye considerablemente de una narrativa más o menos convencional. Por el contrario, esta extraordinaria película brilla y se expande a través de su admirable capacidad sensorial y contemplativa, transmitiendo al espectador las emociones, tribulaciones e incluso comportamientos censurables, de un alma torturada que, en su búsqueda de una felicidad plena, no dudará en adentrarse en una búsqueda casi sobrenatural, en la que la ausencia de la mujer amada una vez muerta, pueda ser incluso sustituida con una supuesta sustituta. Es decir, necrofilia y fetichismo en primer grado.

En VERTIGO nos encontramos ante un extraño y fascinante ballet de sensaciones. Una sucesión de traslados, lentas persecuciones o paseos inquietantes. Se trata de una película que en no pocos momentos adquiere una sensación de duermevela. En la que su dramaturgia oscila entre lo romántico y lo sombrío. Entre lo evocador, y una de las más claras demostraciones en la obra de Hitchcock, a la hora de indagar en la psique de la condición humana. En este caso, todo ello se encuentra centrado en el rol protagonista. Y esa incorporación de un creciente grado de necrofilia que adquirirá en ciertos instantes de la película -las secuencias en las que forzará a vestirse e incluso a teñirse a Judy como la desaparecida Madeleine-, concluirá en la que quizá suponga la secuencia más arrebatadora, fantasmagórica e incluso sobrenatural de la película. Esa gradación en torno al personaje que encarna de manera magistral James Stewart, ejercerá como columna vertebral de esta película en su momento tan experimental como aún hoy día trufada de sugerencias.

Se trata de un relato estructurado en torno a bloques narrativos separados en fundidos en negro. Envuelto en su mayor parte en ese estado de ensoñación, combinando secuencias narrativas con otras en las que dicha premisa queda en un segundo término, en una clara apuesta por pasajes contemplativos e incluso emocionales, la admirable obra de Hitchcock destaca de manera muy poderosa en su abierta apuesta por contrastes de todo tipo. Es como si en su premisa hubiera heredado el Rossellini más experimental, y preludiara al muy cercano en el tiempo Alain Resnais. El que va de los tiempos del momento de rodaje -aunque mostrando un San Francisco tan atrayente como hipnótico en ciertos momentos- a las evocaciones de la misión del pasado. El contraste entre la rutina que ha definido la andadura del detective tras el trauma vivido en las secuencias iniciales, con el mundo numinoso y casi irresistible que le muestra su acercamiento a Madeleine. O incluso la oposición entre sus propias elecciones visuales, como ese instante deslumbrante en el que Scottie sigue a Madeleine por un callejón, que casi de repente deja entrever una arrebatadora floristería en donde esta adquiere un ramo de flores, de especial relevancia para su argumento.

Y dentro de esa clara apuesta por un cine no narrativo y, en su lugar, inclinarse ante lo que podríamos denominar un cine ‘en condicional’, no cabe duda que el paso del tiempo no es que haya sentado bien a esta obra maestra. Es algo tan simple, como reconocer que se adelantó a su tiempo y en pleno inicio de la culminación del periodo dorado de Hollywood, bajo la apariencia de una historia de suspense, el maestro inglés se sumaba, sin que nadie lo advirtiera, a las cimas del cine moderno. Y como no podría ser de otra manera, VERTIGO consolida peldaños en torno al pasado y el futuro de su obra. Ya he comentado que las secuencias entre Stewart y Barbara Bel Geddes, parecen heredadas de la mencionada REAR WINDOW. Pero es que en esta película encontramos elementos que anticipan la muy cercana PSYCHO (Psicosis, 1960) -que sigo considerando la cumbre y obra más radical de la filmografía hitchcockiana-. No se centra -aunque algo hay de ello- en la presencia de ese viejo hotel que parece albergar el fantasma de Madeleine. Por el contrario, ya en esta ocasión el cineasta apuesta por la inesperada desaparición del argumento de un personaje femenino que inicialmente ha sido presentado con especial importancia. Me refiero al encarnado por la citada Barbara Bel Geddes, a la que se dedicará un largo plano sostenido cuando desaparece por un pasillo, absolutamente derrotada al comprobar que ese Scottie al que ama, en realidad sigue enamorado por una mujer que ha muerto.

Esa voluntad rupturista, que tendrá su última expresión en esa conclusión abierta y nada tranquilizadora -uno de sus rasgos más impactantes, en una inesperada catarsis aún hoy día definida en múltiples y contrapuestas interpretaciones-, no evita que varias generaciones de aficionados, críticos, historiadores y espectadores, sigan fascinados una película que es mucho más que un drama de suspense o una historia romántica, aunque en sus infinitos tentáculos alberge esos dos puntos de partida. VERTIGO es toda una experiencia sensorial que, en el fondo, ahonda en lo más oculto de nosotros mismos. Y una obra magna, que permite secuencias tan inolvidables como la ya descrita que muestra entro colores verdosos y evocaciones del pasado la transformación de Judy en Madeleine, o la no menos extraordinaria del intento de suicidio de la segunda ante el puente colgante de San Francisco, convertido en todo un icono cinematográfico. En cualquier caso, si tuviera que elegir un breve pasaje de esta obra suprema, no dudaría en destacar ese breve momento en que Madeleine -transmutada de manera efímera en Carlota Valdés-, con su mano enguantada, señala el escaso margen de tiempo que alberga su existencia, en medio del tronco de una secuoia. Unos instantes casi de embrujo, en los que Scottie -y, con él, el espectador- por un instante, cree estar ante el antepasado de esta, que deambulará por ese bosque dominado por una neblina, en el que parece detenerse el tiempo, y en donde esta desaparecerá de manera repentina. Nunca antes ni después, Alfred Hitchcock se sintió más cerca en el manejo y la sublimación de los resortes del fantastique.

Calificación: 5

WALTZES FROM VIENNA (1934, Alfred Hitchcock) Valses de Viena

WALTZES FROM VIENNA (1934, Alfred Hitchcock) Valses de Viena

Podrán discutirse muchas cosas en la extraordinaria personalidad de Alfred Hitchcock -entre ellas, la vampirización de talentos ajenos, a los que supo exprimir y no siempre reconoció como debiera-. Sin embargo, hay una característica que siempre adornó su figura; fue un artista enormemente autocrítico. Dentro de la -injusta- dureza con la que calificó una parte nada desdeñable de su obra, son conocidos los desdeñosos epítetos que dedicó a WALTZES FROM VIENNA (Valses de Viena, 1934), a la que no dudó en calificar como su peor película. Habiendo tenido ocasión de contemplar casi toda su gigantesca obra -apenas me restan por contemplar tres de sus títulos, dos de ellos silentes- lo cierto es que en modo alguno puedo coincidir con la apreciación de realizador. No solo no me parece que nos encontremos entre los títulos menos atractivos dirigidos por Hitchcock -dudoso honor que personalmente dejaría en las apelmazadas JUNO AND THE PAYCOCK (1930) y la casi inmediata THE SKIN GAME (Juego socio, 1931)-. Por el contrario, considero que WALTZES FROM VIENNA alberga no pocas cualidades, sin ser una propuesta de gran nivel. Pero es que además de todo ello nos encontramos con una película que, junto a la perseverancia en ciertas de las constantes de su cine, adivina una versatilidad que no se ha intentado buscar en el conjunto de su obra.

Es más que probable que en esa mirada tan despectiva tuviera bastante que ver los enfrentamientos que Hitchcock mantuvo con la principal estrella de la película -la actriz Jessie Matthews- asumiendo la realización de la película tras dos años en el dique seco. Pero ello no merma esta mezcla de reconstrucción de época en la ciudad de Viena, que intenta describir a través de los modos de la comedia de alcoba los enfrentamientos entre Johann Strauss padre (Edmund Gwenn) e hijo. Una pugna centrada en el periodo de reafirmación musical del segundo -encarnado por Esmond Knight- contando con la desaprobación de su padre, y también por la disyuntiva de su novia -Resi Ebezeder (la Matthews)-. Ella es hija de un panadero vienés, quien se encolerizará de manera creciente al ver como el joven Strauss irá cayendo por la pendiente del mecenazgo que cubrirá las apuestas musicales del muchacho, por parte de la condesa Helga von Stahl (una estupenda Fay Compton).

A partir de este argumento, se establecerá una divertida y entrañable comedia de enredo, en la que los enfrentamientos de Strauss hijo con su padre y los equívocos mantenidos con su novia en el acercamiento a la condesa, tendrán como telón de fondo el proceso de elaboración del célebre vals ‘El Danubio azul’. Es decir, en el fondo WALTZES FROM VIENNA habla sobre la consagración como músico y como persona de un joven talentoso y dubitativo, atractivo y agradable ante las damas. Un muchacho dominado por un padre brillante y egocéntrico, y al mismo tiempo constreñido por una novia demasiado dependiente de los deseos de su padre al tiempo que definida en cierta inseguridad en su personalidad. Se ha venido en reseñar que Hitchcock adopta en esta película los modos de un Lubitsch. Por el contrario, considero que sería más cercana la influencia del cine que en aquellos años realizaba el francés René Clair, en el periodo quizá más estimulante de su limitada aportación cinematográfica. También una cierta evocación del slapstick silente introducida con un argumento tan liviano como accesible, envuelto en una ajustada y al mismo tiempo divertida ambientación de época. La película ya evidenciará su voluntad de cierta transgresión visual con sus sorprendentes primeros instantes, que pronto nos trasladarán a los bomberos de Viena dispuestos a sofocar un infundado incendio. Será la manera, llena de simpáticas situaciones de comedia, en la que se nos describirá el contexto ligero sobre el que girará la película, así como la galería de personajes que englobará su coralidad. De entrada, resulta plausible el logro de una ambientación, que en ningún momento deja entrever el más mínimo regusto británico, funcionando a modo de forzada reconstrucción -carente de una excesiva verosimilitud, pero buscando una quizá indirecta estilización que creo le ha venido muy bien con el paso del tiempo- que bien podría haber emanado de cualquier estudio francés o alemán. A partir de dichas premisas y como no podría ser de otra manera, el film de Hitchcock funciona por un lado a través de su inofensiva estructura de juguete cómico, pero al mismo tiempo en sus imágenes veremos un esforzado juego formal. Asistiremos a un inofensivo y burbujeante coqueteo por la Viena de final del siglo XIX. Nos reiremos de manera moderada con los equívocos y las tentaciones que sufrirá un joven Strauss humillado y ninguneado por su padre, sobrepasado por una novia que, en el fondo no confía demasiado en él, y quiere que acepte la propuesta de su padre para formar parte de la panadería y, con ello, poder casarse con él. Finalmente será constantemente seducido por esa aristócrata que cree en él como músico, pero, por encima de todo, la atrae como joven, harta como está de tener que soportar a un esposo tan aristócrata como carente de la más mínima sensibilidad, que solo sueña con supuestos duelos que le devuelvan su maltrecha honorabilidad.

WALTZES FROM VIENNA se degusta con relativa placidez, sin importar en su visionado el hecho de encontrarnos de una de las obras más -injustamente- denostadas de uno de los grandes cineastas de la Historia del Cine. Solo por el hecho de suponer una muestra de un terreno nunca jamás explorado por el cineasta, que ya atesoraba tras sus espaldas una obra de notable interés en la que se vislumbraban unas constantes temáticas y narrativas, ya merecería algo más de atención de la comúnmente atesorada. Pero es que la propia película transmite esa sensación de ligereza contagiosa, permitiendo dos episodios realmente brillantes. El primero de ellos tendrá lugar en el obrador de la panadería del padre de su novia, donde el joven Strauss irá trasladando a música el vals que será el epicentro de la película jugando de manera divertida con el proceso de elaboración de los productos, a modo de singular apuesta musical recogiendo una vez más la herencia del burlesco americano y la opereta europea con notable frescura. De cualquier manera, si por algo ha de ser evocada esta modesta pero estimulante comedia de época será, sin duda, por un brillantísimo fragmento final en el que entrecruzarán todas las subtramas del enredo emocional que han ido sobrellevando sus personajes. Pero, sobre todo, será la oportunidad para que en esa fiesta que alberga como principal atractivo el concierto de Strauss padre, pueda convertirse -mediante las estratagemas de la decidida condesa y su fiel ayuda de cámara- en la oportunidad para que se protegido e imposible amante pueda estrenar esa pieza que ha compuesto con tanto cariño, al tiempo que sobrelleve los recelos de su novia y, finalmente, la resignación de su egocéntrico padre que, al final de la película, asumirá la fama de su hijo, al firmar como ‘Strauss padre’ al solicitarle un autógrafo unos niños. Todo ello, tendrá su punto más álgido en la imaginativa manera con la que Hitchcock describirá, mediante un muy inventivo -y emocionante- sentido del montaje, el estreno de ‘El danubio azul’ combinando las distintas tonalidades de la pieza por parte de los componentes de la orquesta, con la progresiva implicación de los espectadores, quienes poco a poco asistirán hechizados a su embrujo hasta llegar a bailar abiertamente los pasajes más inolvidables de la pieza.

Festiva, ligera, ágil y evanescente. Resulta evidente que WALTZES FROM VIENNA no debe figurar en ninguna antología de la obra hitchcockiana. Ello no obsta para que la misma ocupe una pequeña reseña, mucho más conciliadora que la que su propio artífice quiso establecer sobra la misma.

Calificación: 2’5

A 25 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XIII) DIRECTED BY... Alfred Hitchcock

A 25 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XIII) DIRECTED BY... Alfred Hitchcock

Foto: Alfred Hitchcok, entre los actores John Gavin y Janet Leigh, en el rodaje de PSYCHO (Psicosis, 1960)


ALFRED HITCHCOCK... en CINEMA DE PERRA GORDA

http://thecinema.blogia.com/temas/alfred-hitchcock.php

(7 títulos comentados)

CHAMPAGNE (1928, Alfred Hitchcock)

CHAMPAGNE (1928, Alfred Hitchcock)

Cuando Alfred Hitchcock acomete el rodaje de CHAMPAGNE (1928), ya atesoraba a sus espaldas siete películas, algunas de las cuales considerables éxitos y, sobre todo, títulos en los que aparecía ya una notable madurez como hombre de cine, dentro de un universo que elegía ya el suspense como base para plasmar su visión del mundo. Estamos hablando de títulos como THE LODGER (El enemigo de las rubias, 1927), THE RING (El ring, 1927) o DOWNHILL (1927), antes los cuales palidece, en la medida que nos encontramos con un exponente alejado del mundo expresivo y temático del realizador. Y palidece también, al asistir a una liviana charada sentimental, en tono de comedia, que Hitchcock asumió como un encargo, en una película destinada como vehículo para el lucimiento de la joven actriz Betty Balfour. Así pues, a la hora de analizar el alcance de una producción que aparece casi como un corpúsculo molesto dentro de la obra del maestro británico –aunque existan en ese mismo periodo, exponentes de inferior interés, ahí está el caso de la posterior JUNE AND THE PAYCKOK (1929)-, conviene hasta cierto punto dejar de lado el evidente retroceso que la película ofrecen, tomando como base los referentes ante citados y, sobre todo, el alto grado de madurez, que en aquel mismo año, marcaba la producción de los grandes cineastas ya experimentados en el cine silente –sería muy extenso hacer una relación de títulos por todos recordados, en uno de los periodo de mayor febrilidad creativa en la Historia del Cine-.

Quizá para apreciar las moderadas cualidades que esgrime CHAMPAGNE, conviene olvidarse de estas y otras premisas, y dejarse llevar por este juguete cinematográfico, que si bien es cierto no contaba con el aprecio del propio Hitchcock, no deja de esgrimir en sus mejores momentos, una ligereza que denota, ante todo, las capacidades que el ya experimentado realizador desplegaba. Uniendo a ello una evidente versatilidad a la hora de asumir un ámbito volátil e insustancial, ratificando al encontrarnos ante una película tan liviana como efectiva, que para ser degustada en sus moderadas cualidades, ha de ser enclavada dentro del menguado nivel que en aquellos años, caracterizada al cine de las islas. Solo de esa manera, podemos hasta incluso disfrutar moderadamente, de una película tan insustancial como juguetona, en la que en última instancia, Hitchcock proporcionó a este poco distinguido argumento los suficientes elementos, para proporcionar vida a su conjunto.

La película de Hitchcock, se centra en la disparatada aventura vivida por su protagonista, la joven y alocada muchacha –Betty Balfourd-, hija de un adinerado magnate, que huye de su vínculo familiar, al objeto de encontrarse en alta mar con su novio –Jean Bradin-. Lo hará de manera inesperada, al aterrizar el avión familiar, en pleno Océano, descargando la accidentada nave, e incorporándose en la tripulación de pasajeros de un trasatlántico que viaja hasta París. Muy pronto el padre se enterará de la fuga, decidiendo desplazarse hasta la capital francesa al reencuentro con su hija, simulando que se ha quedado arruinado, al intuir que su novio solo busca en ella su dinero. La muchacha no se amilanará e intentará ayudar a su progenitor, en primer lugar intentando vender sus joyas –que le robarán inesperadamente-, y posteriormente trabajando en un restaurante como vendedora de flores. Mientras tanto, no cejarán en ningún momento los enfrentamientos con su novio, al negarse a depender económicamente de él, y provocando celos en él, al ser la muchacha cortejada constantemente por un maduro –y previsiblemente adinerado- caballero.

Poco más cabe señalar a nivel argumental de CHAMPAGNE, pero sin embargo, la película en todo momento despierta un cierto atractivo. Bien sea por la química que se establece entre la joven pareja protagonista o, sobre todo, los constantes elementos introducidos por Hitchcock, que permiten elevar su grado interés, por encima de sus convencionalismos argumentales. Entre ellos, aparecen de manera constante los dos elementos sobre los que el director quiere dirimir la película. De un lado, insertar su conjunto dentro de una vertiente festiva y burbujeante, y por otro, no dejar pasar la ocasión, para poner en práctica elementos ligados a la intriga, en plena concomitancia por un sendero en el que el británico ya había dado sobradas muestras de su talento. Es por ello que en ambas vertientes, apueste de manera decisiva por una desusada movilidad de la cámara, que acierta al envolver las inofensivas peripecias que se suceden en su base argumental. Junto a ello, tendrá una especial importancia el uso de las sobreimpresiones, con especial significación en una presencia dramática del primer plano, especialmente centrada a la hora de acentuar ese rasgo de villain del maduro caballero que en todo momento intenta cortejar a la protagonista. Insertos de su rostro con una mirada aviesa, de clara ascendencia en la escuela soviética, y que Hitchcock llegará a acentuar en su vertiente inquietante, incorporando una secuencia de alcance totalmente subjetivo, en el que la muchacha imagina un supuesto abuso por parte del eterno y galante pretendiente, lo cual supondrá para ella la definitiva apreciación de este como alguien de poco fiar.

Sin embargo, CHAMPAGNE no dejará de plantear soluciones y metáforas visuales, enmarcadas en la potenciación de ese ámbito festivo y burbujeante, como las que abren y cierran la película, encuadrando esa copa de champagne que, en definitiva, define el espíritu de una película que, sin pretenderlo, describe un ámbito sociológico, expuesto en las postrimerías de los denominados “felices años veinte”, y muy poco antes del cataclismo que supuso el crack económico de 1929, surgido en Estados Unidos, pero de consecuencias mundiales. Envuelta en una sensación de inofensiva charada –que es desenmascarada en sus compases finales-, ligera en la relación entre los dos novios protagonistas y sus constantes desavenencias juveniles, apenas relevante en sus costuras argumentales, y esforzada en su apuesta visual, no cabe duda que CHAMPAGNE no añade especiales laureles a la andadura de un director que ya entonces caminaba con paso firme pero, en sí misma, no deja de ser una apuesta tan escasamente perdurable, como sanamente divertida.

Calificación: 2’5

I CONFESS (1953, Alfred Hitchcock) Yo confieso

I CONFESS (1953, Alfred Hitchcock) Yo confieso

Durante décadas limitado al apelativo, cuestionable en la medida que reducía la maestría de uno de los cineastas más imprescindibles del cine clásico, de “Mago del suspense”, a la hora de analizar la obra de Alfred Hitchcock, se tiene la tentación de dejar a un lado la amplitud de miras del cineasta, a la hora de implicarse en diversas vertientes genéricas. Viene dicha digresión a colación, al percibir como algunos de los títulos que forjaron la andadura del cineasta, sobrepasan con mucho el ámbito del suspense, el policíaco o el thriller, para erigirse pura y simplemente como dramas dominados por un extraño fatalismo. I CONFESS (Yo confieso, 1953) es uno de ellos, dentro de una tendencia que se prolongaría con la excelente THE WRONG MAN (Falso culpable, 1956), ubicados ambos en el periodo del cineasta dentro de la Warner. Se suele esgrimir, quizá para intentar menospreciar el alcance de sus sombrías imágenes, el hecho de que las mismas finalmente orillaran su desenlace originario. Este planteaba el inútil sacrifico del padre Michael Logan (Montgomery Clift), que morirá acusado por un crimen que no ha cometido, al asumir como premisa el mantenimiento del secreto de confesión, del testimonio de Otto Keller (O. E. Hasse), verdadero autor del crimen sobre el que girará el relato. Es cierto, la realidad del film de Hitchcock se aleja de un planteamiento sin duda atrevido en exceso para los cánones del Hollywood de su tiempo. Sin embargo, las películas son lo que con el tiempo contemplamos, y justo es admitir, que aún conociendo “lo que podía haber sido”, ello no vaya en detrimento de lo que realmente ofrece I CONFESS, en modo alguno una propuesta complaciente y si, por el contrario, un drama revestido de una extraña aura de incomodidad, en la que no pocos han aducido a ese compartido sentimiento de culpa, mantenido no solo por el sacerdote protagonista, sino por la que años atrás fuera su amante –Ruth Grandfort (Anne Baxter)-, sobrevenidos de manera inesperada a unos recuerdos en torno a su apasionada relación, que se romperá de manera dramática con el asesinato de Villette.

Será un oscuro, un casi tenebroso punto de partida, descrito en la noche de un Quebec que aparece quizá de la forma más áspera y desasosegadora que hayamos podido percibir jamás en película alguna. Casi como en un susurro, en una especie de interregno existencial, el crimen de Villette de manos de Keller –no hay intriga alguna en conocer la identidad del criminal-, abrirá el rubicón del drama que muy pronto recaerá en manos de Logan –una extraordinaria labor de Clift, transmitiendo con su torturada expresividad y su lenguaje corporal, el drama de su personaje-. En la inmensidad de ese templo que por lo general es filmado de noche, casi sin feligreses, este recibirá una confesión que, en el fondo, servirá al criminal como manera de exteriorizar su culpabilidad, que se trasladará al sacerdote, hasta que un hecho fortuito y quizá un tanto traído por los pelos –el hecho de que Keller vistiera una sotana en el momento de matar a Villette y huir del lugar de autos-, traslade el foco de la culpabilidad del crimen sobre él. Algo en lo que tendrá capital importancia, ligarse sobre el mismo, la circunstancia de que el asesinado, hubiera sometido a chantaje a Ruth –casada desde hace años con un amable ejecutivo, y que asumió el hecho de que esta en realidad no lo amara, pero que accediera como correspondencia a sus desvelos con ella-.

El recuerdo de un pasado feliz, una historia de amor en realidad no cerrada, el respeto a una liturgia que ahoga la libertad del individuo, la represión de una sociedad en apariencia ideal y civilizada, pero que en las secuencias de I CONFESS aparece descrita con una casi cortante frialdad. Son todos ellos elementos que aparecen entrelazados, en una película en la que apenas hay un fragmento que emerja de esa aura desesperanzada –me refiero al flashback que describe el pasado y la relación amorosa entre los dos protagonistas, aunque en él ya se intuya la sombra de esa amenaza que aportará la inesperada presencia de Villette-. Hitchcock logra por medio de su dramaturgia y su especial cuidado por el trazado de sus personajes, que todos ellos aparezcan dotados de una notable complejidad psicológica. Para ello utilizara la fuerza de sus primeros planos, la ubicación de sus rostros en unos arriesgados encuadres en los que la repercusión de su presencia, ofrecen una extraña sensación de profundidad dramática. Que duda cabe, que la parte del león recae en el torturado personaje que encarna Monty Clift, pero ninguno de los que aparecen en la película resultan desprovistos de interés. Ni la agudeza del investigador que encarna Karl Malden, en el que vislumbramos un sentido de la justicia al cuestionar el linchamiento que sufre el sacerdote en el juicio, ni la dolorosa actuación del fiscal que encarna Brian Aherne, consciente de la dureza de su actuación, a la cual condiciona su cargo, o incluso el temor que Keller mantiene al intuir la posible debilidad del sacerdote, que haga descubrir la autoría real del crimen. En realidad, dos son los vectores que discurren de manera contrapuesta en un drama revestido de húmeda severidad. De una esa sensación compartida de que ninguno de los componentes de su fauna humana, exterioriza aquello que en realidad es lo que desea. Una sensación de frustración colectiva, a la que habrá que sumar esas claras referencias cristianas que, siempre aplicadas en torno al personaje del padre Logan, se centran en la plasmación de pasajes que lo ligan con la pasión de Cristo. Es algo que se plasmará en ese largo paseo –intento de huída- del sacerdote por las cales de Quebec, donde resistirá la tentación de abandonar el sacerdocio –ese contraplano en el que contempla un traje de civil en un escaparate-, incluso vislumbrando en su paseo una escultura en torno a la figura de Cristo. Mucho más rotunda, describiendo uno de los climax más rotundos de la obra de Hitchcock, es el intento de linchamiento de Logan. Tras ser declarado no culpable por falta de indicios, ello no impedirá ser acusado por una muchedumbre enardecida –la visión que Hitchcock ofrece de la alienación de la masa es bastante desoladora-, de la que solo le salvará, en un instante memorable, la acción de la esposa de Keller, aunque ello le cueste la vida.

Es posible que la conclusión de la película con el acoso contra Keller albergue instantes de cierta mecánica –por más que sus últimos instantes devengan conmovedores-. O incluso en la relación de la pareja de antiguos amantes aparezcan momentos en los que emerja cierto convencionalismo –aunque instantes como la reunión en el barco transportador aparezca dominada por su frialdad-. Ello no impide que reconozcamos el enorme caudal y la intensidad dramática de I CONFESS, buena prueba de un periodo de especial brillantez en la admirable obra de Alfred Hitchcock.

Calificación: 3’5

JUNO AND THE PAYCOCK (1930, Alfred Hitchcock)

JUNO AND THE PAYCOCK (1930, Alfred Hitchcock)

Recuerdo cuando hace ya bastantes años pude contemplar THE INFORMER (El delator, 1935), uno de los más prestigiosos films de la obra fordiana en la década de los años treinta, que me sorprendió desagradablemente por su carácter enfático y carencia de fluidez, hasta el punto de seguir considerándola la peor obra que he visto hasta el momento de su filmografía. Cierto es que quizá una revisión actualizada podría permitirme matizar esa opinión tan negativa, pero lo cierto que esa misma sensación de asistir a un título polvoriento y anquilosado en la producción de su tiempo –aunque no goce, ni de lejos, la fama de la oscarizada producción de John Ford-, se me ha vuelto a manifestar al contemplar JUNO AND THE PAYCOCK, realizada por Alfred Hitchcock en 1930. Cuando el gran realizador inglés ya había dado no pocas muestras de su talento en producciones silentes, e incluso había logrado articular con competencia la transición del mudo al sonoro –BLACKMAIL (La muchacha de Londres / Chantaje, 1929), parece que en esta ocasión, al salirse de su ámbito más o menos ya codificado, se encontró un poco fuera del tiesto No por ello vamos a señalar que un cineasta ya delimitado en su ventaja con respecto a cuantos le rodeaban, tenía por fuerza que emerger de un marco genérico en el que entonces aún no se encontraba tan caracterizaba. En cualquier caso, hay que reconocer que esta adaptación de la obra teatral de Sean O’Casey supone uno de los escasos títulos prescindibles en la magna obra del cineasta británico. Esa pesadez, el aroma polvoriento que desprende el seguimiento de una base escénica por completo desfasada, -de la que Hitchcock intenta a ráfagas desprenderse, insuflando intermitentes elementos cinematográficos a una base dramática que se articula torpemente en el terreno de la tragicomedia-, no funciona ni en su vertiente dramática ni en los elementos de comedia, que en tantas otras ocasiones el autor de PSYCHO (Psicosis, 1960) aunaba de forma admirable.

JUNO AND THE PAYCOCK se erige como una –en teoría- sombría tragicomedia, enclavada en el marco de una familia irlandesa que vive en pleno periodo de rebelión contra los ingleses. La película se inicia con un plano de grúa en el que Hitchcock detalla la proclama efectuada ante una multitud por el entonces joven intérprete Barry Fitzgerald. Será un vano intento de exteriorización de la misma, ya que la casi totalidad del film se encierra dentro de las paredes de la envejecida y casi miserable vivienda de los Boyle, que sobrelleva con enorme sacrificio la matriarca –Juno (Sara Allgood)- sobre cuyo constante trabajo exterior y en el interior de la vivienda reside la llevanza de la familia. La misma se completará con su esposo, un ya maduro haragán –Edward Chapman- siempre metido en aspectos picarescos, que ante la menor mención de la palabra trabajo se pondrá en auténtica retaguardia. El desgastado matrimonio contará con dos hijos. Uno de ellos será la joven Mary, que ha rechazado la pretensión de matrimonio de un vecino respetable del entorno, y también residirá en la desvencijada vivienda Johnny (John Lurie), un joven que ha luchado en defensa de los irlandeses y que ha vuelto mutilado al perder el brazo izquierdo, sufriendo en su constante estancia en el triste y desvencijado hogar una serie de constantes temerosas actitudes, que reflejan algún hecho de su pasado reciente que prefiere mantener en su memoria. Cuando la familia se encuentra viviendo la más absoluta miseria, una noticia alterará sus planes e insuflará un elemento de alegría. Como si se adelantara el argumento de CHRISTMAS IN JULY (Navidades en julio, 1940) de Preston Sturges, la llegada de un joven y atractivo abogado –Charles Bentham (John Lodge, antes de coprotagonizar THE SCARLET EMPRESS (Capricho imperial, 1934) de Sternberg)-, comunicará a la familia la pronta recepción de una cuantiosa herencia que oscilaría entre las mil quinientas y las dos mil libras, procedentes de un lejano y por completo olvidado familiar dublinés. La inesperada situación convertirá de facto a los Boyle en unos nuevos ricos, al tiempo que acercará a Mary a Charles, hasta que poco a poco la realidad se imponga de manera tan contundente como decepcionante, dejando desolados a todos sus componentes y, de manera muy especial al manco y traumatizado Johnny, cuyas visiones que auguraban un final trágico, se harán una triste pero casi inevitable realidad.

Podríamos decir que el nudo argumental de JUNO AND THE PAYCOCK podría haber logrado en la pantalla un margen muy superior de interés, al del exiguo que propone esta película. Pero para ello Hitchcock tendría que haber apostado de forma más clara por la consecución de un ritmo más cinematográfico, rompiendo con esa morosidad narrativa que se enseñorea por el 95% del metraje, hasta permitir que su discurrir provoque el desapego del espectador. Unamos a ello el escaso acierto a la hora de integrar drama y comedia, cuya desafección va ligada a la carencia antes señalada. Son numerosas las secuencias en las que se observa esa ausencia absoluta de ritmo –uniendo a ello el mal estado de la copia visionada, que amputaba cabezas de algunos de sus intérpretes-. Esta circunstancia, extendida a lo largo de casi todo su metraje, provoca a tantos años vista una sensación de atonía narrativa, unido a un rasgo enfático que, reconozcámoslo, no logran más que relegar esta escasamente poco conocida película entre lo poco prescindible de la obra hitchcockiana. Dicho esto, no convendría ser injustos, en la medida que incluso en un film tan periclitado ya en el propio momento de su nacimiento, se observan en él ráfagas y destellos, que impiden que su resultado adquiera una valoración aún más negativa. Me refiero con ello a la ya señalada presencia de la grúa inicial con la que se iniciará el film, que irá culminada con otra grúa, en la que Juno se lamentará de la tragedia que se cierne sobre sí misma como responsable de una familia por completo destrozada. El uso del off narrativo –a la hora de describir la acción de los combatientes irlandeses y su repercusión sobre un cada vez más aterrorizado Johnny; el que describe el funeral del hijo de la vecina-, la manera sintética con la que se nos muestra la falacia del joven y atractivo abogado –su nombre es retirado del despacho, revelándonos su impostura- o la propia y creíble ambientación miserable del contexto en el que malviven los miembros de la familia protagonistas, son elementos que, si más no, permiten que el film de Hitchcock se eleve al menos en un grado de discreción. Sin embargo, preciso es reconocer que todos estos detalles se aglutinan en el contexto de una narración cansina, lenta a todos los niveles y, ante todo, carente de esa necesaria hondura que, de cualquier manera, tampoco creo le hubiera permitido la base dramática elegida.

Calificación: 1’5

FOREIGN CORRESPONDENT (1940, Alfred Hitchcock) Enviado especial

FOREIGN CORRESPONDENT (1940, Alfred Hitchcock) Enviado especial

Además de suponer una magnífica muestra de suspense ligado al contexto antinazi de la época, al tiempo que a unos modos de comedia tan habituales en el ámbito del cine británico en el que se inserta, si algo caracteriza FOREIGN CORRESPONDENT (Enviado especial, 1940), es el grado de conexión que demuestra con el pasado y el futuro devenir de la obra de su realizador, el gran Alfred Hitchcock. Más allá de encontrar en ella ese aspecto humorístico tan habitual en el conjunto de su obra, y que ya había experimentado con suficiente contundencia en su amplia, poco reconocida y brillante etapa previa británica en la década de los años treinta. Todo ello se expresa en esta producción de Walter Wanger, para la cual se responsabilizó un Hitchcock nada más acabar el rodaje de la exitosa REBECCA (Rebeca, 1940). La película permitió a su realizador reencontrarse con aspectos y ambientes ya practicados en su filmografía precedente, a través de la andadura de un disoluto periodista descreído y ausente de su profesión –John Jones (un Joel McCrea que parece salido de cualquiera de las comedias de Preston Sturges, que rodaría reiteradamente a partir de este año)-, por parte del director del rotativo –Mr. Powers (el eminente Harry Davenport)-, quien desea trasladar a Europa un enviado que cubra las novedades del estado de preguerra que se percibe desde Estados Unidos, y que no logra transmitir la persona que ha destinado en el viejo continente. Será el inicio de la azarosa andadura de nuestro protagonista, que deambulará entre Inglaterra y Holanda, viviendo en carne propia una peripecia que no solo proporcionará una utilidad y responsabilidad a su existencia, sino que ante todo dotará de sentido a la misma. Ya desde los propios títulos de crédito, la presencia de esa esfera que gira, nos permitirá descubrir que se trata de la cima del edificio newyorkino en el que se encuentra la sede del rotativo.

La misma le permitirá conocer y establecer relación con la joven Carol (Larraine Day), hija del represéntate de un partido pacifista con el que se ha encontrado -Stephen Fisher (Herbert Marshall)-. Todo ello no será más que el inicio de una serie de azarosas e incluso peligrosas vivencias, que permitirán que el ocioso periodista modifique por completo su hasta ahora inexistente presencia de valores. A partir de esa premisa estructural, y siempre combinando con verdadero acierto esa mezcla de comedia y film de suspense con trasfondo bélico, Hitchcock demuestra encontrarse en un perfecto estado de forma, erigiéndose FOREIGN CORRESPONDENT como una de las más reveladoras, al poder ser considerado un film puente en su andadura fílmica. Y es que, más allá de suponer un magnífico título considerado en sí mismo, su discurrir narrativo nos permite encontrar ecos de secuencias y episodios célebres, que el cineasta plasmaría en su obra posterior, si que quiere con mayor depuración pero similar eficacia. Es algo que comprobaremos en el extraordinario instante en el que el protagonista se queda en plena soledad delante de un paraje desolador dominado por molinos holandeses, viendo surcar de lejos un avión –NORTH BY NORWEST (Con la muerte en los talones, 1959)-. La presencia de esa doble –y sensible- personalidad, del pacifista-nazi, nos remitirá sin dudarlo al personaje encarnado admirablemente por Claude Rains en NOTORIOUS (Encadenados, 1946). La filmación del episodio de la fuga del periodista cuando lo quieren detener dos supuestos agentes policiales, tiene la misma planificación por terrazas que muchos de los planos de TO CATCH A THIEF (Atrapa a un ladrón, 1955) o, en definitiva, y es algo reconocido por todos, el episodio final tras el accidente del avión, prefigura buena parte del argumento de la cercana LIFEBOAT (Naúfragos, 1944).

Pero más allá de esas referencias, que hablan bien a las claras de la consolidación de numerosas de las facetas que hicieron grande el mundo expresivo y vital del cine de su artífice, y pese a estar considerado hoy día como un título –por así decirlo, y de manera injusta- “menor”, este se revela en su tersura, en el perfecto engranaje de su estructura, en el brillo de esos episodios que demuestran la consideración de maestro de la imagen de su director. La célebre secuencia en la que se produce el supuesto asesinato del líder pacifista, donde el perfecto uso del montaje y la grúa logran un deslumbrante virtuosismo, siempre al servicio de la tensión interna del relato. La casi inverosímil persecución que culminará en ese desolado paraje, no solo está revestida de credibilidad, sino que adquiere un insólito desasosiego, cercano al fantastique, tanto en las secuencias externas, como en aquellas que se desarrollan en el interior del molino en que se encuentra secuestrado el verdadero líder, en apariencia asesinado. Pero es que junto a esos episodios tan intensos, Hitchcock –unido de la mano del guión en el que interviene el experto Charles Bennett, posteriormente tan crítico con el británico, como con cuantos realizadores colaboró-, brinda otros en donde el sentido del peligro va acompañado de una irresistible tono de comedia, como en lo que concierne al personaje encarnado por Edmund Gwenn, en sus denodados intentos por eliminar al joven reportero estadounidense, que culminará con su propia –y terrible- muerte accidental, desde el campanario de la catedral londinense.

El trabado dramático de FOREIGN CORRESPONDENT deviene tan logrado, que incluso nos mostrará un deslumbrante tour de force en ese vuelo que culminará con un terrible accidente de aviación –como en los diferentes escenarios, responsabilidad del gran diseñador William Cameron Menzies, y que se efectuará al huir todos ellos en el día en que se ha declarado la guerra por parte de los nazis-, en el que se refleja, quizá como nunca antes se había plasmado en la pantalla, y pocas veces con posterioridad lo lograría, el horror de una colisión de un avión en medio de la inmensidad del mar. Será la oportunidad para lograr el rescate de una serie de supervivientes y, en última instancia, el sacrificio de Fisher. El líder nazi que en el último momento decidirá inmolarse, al abandonar el ala que está a punto de hundirse por el peso de los allí refugiados, expiando con ello su actuación reprobable. Los supervivientes serán rescatados por un barco norteamericano, teniendo que utilizar nuestro protagonista una argucia –de nuevo el elemento de comedia- para sortear las férreas leyes de guerra que impiden anunciar cualquier acción de este tipo. Para ello, en medio de una llamada al rotativo, lejano del auricular recitará las vivencias a las que han sido sometidos, que le servirán para lograr esa deseada exclusiva del periódico y, ante todo, el sentido final de un profesional ahora consciente de su labor como servidor público. Una transformación administrada por el realizador con considerable perfección, proporcionando al espectador un film que se mantiene lleno de vigencia más de setenta años después de su realización. Es decir, la permanente vitalidad de los clásicos.

Calificación: 3’5

THE FARMER'S WIFE (1928, Alfred Hitchcock) [La mujer del granjero]

THE FARMER'S WIFE (1928, Alfred Hitchcock) [La mujer del granjero]

Cuando en 1928 Alfred Hitchcock filma THE FARMER’S WIFE, lo cierto es que ya contaba en su haber con obras notables como THE LODGER (El enemigo de las rubias, 1927) o la inmediatamente precedente THE RING (1928). El británico era ya un joven que dominaba la realización, aunque bien es cierto que no poseía aún la destreza de los grandes maestros del cine mudo –debutó en 1925- a los cuales admiraba –como era el caso de Fritz Lang-. Y esa incipiente capacidad de escritura cinematográfica la demuestra en esta simpática comedia de costumbres, en la que logra insuflar dinamismo y fuerza a una historia que realmente no daba mucho de sí –su desarrollo es bastante previsible-, pero que en sus manos destaca por su inventiva. THE FARMER’S WIFE se inicia de modo sorprendente. Tras unos planos que describen un entorno campestre, vemos el encuadre de una fachada de una casa de campo, en una de cuyas ventanas se contempla el rostro serio de Samuel Sweetland (estupendo Jameson Thomas). Los planos se acercan a dicha ventana y la mirada se dirige a otro personaje que sale de la hacienda –luego sabremos que se trata de otro de los sirvientes-. La secuencia pasa al interior de la dependencia en que se encuentra Samuel –es el dueño de la estancia-, y cobra especial dramatismo al contemplar que su esposa se está muriendo. El instante, muy bien encuadrado e iluminado, nos permitirá descubrir su seria personalidad y el último deseo de su mujer, pidiendo que el ama de llaves –Minta (Lillian Hall-Davis)- lo cuidara. 

Un hábil montaje de ropa interior lavada por Minta y tendida a lo largo del tiempo, describe precisamente la situación de soledad en la que Samuel se encuentra. Es por ello que en un momento determinado este entenderá que ha de encontrar una mujer que comparta con él su vida –la presencia de esa mecedora vacía al pie de la chimenea hace notar esa ausencia-. Con la ayuda de Minta, su sirvienta –que en todo momento demuestra ser una mujer insustituible y entregada al hacendado y el cuidado de sus propiedades-, iniciará esa búsqueda, a partir de la reflexión que le ofrece la boda de su hija, y tomando como candidatas a cuatro damas del entorno. 

La primera de ellas recibirá con amabilidad a Samuel y su propuesta, pero se considera independiente e incapaz de compartir su existencia con un hombre. La segunda consultada –con creciente irritación por parte del solicitante-, semejará un remedo femenino de Stan Laurel y rechazará con miedo el ofrecimiento. Es más, en el divertido momento en que escucha la misma portará en la mano una gelatina que no dejará de temblar ostentosamente. Ese segundo encuentro se desarrolla dentro de una fiesta convocada por la propia Thirza Tapper (Maud Gill) que se erige como una auténtica y divertida pieza de slapstick cinematográfico, con la acumulación de invitados –aquellos parece un adelanto de la célebre secuencia del camarote en A NIGHT AT THE OPERA (Una noche en la ópera, 1935. Sam Wood) y en la cita veremos gran número de invitados, un pequeño grupo coral cantando en todo momento y la presencia de la madre de un pastor que asiste con una desproporcionada silla de ruedas. 

THE FARMER’S... prosigue al ver Samuel que todas las peticiones formuladas fracasan y regresa a su hacienda triste y confesando ese desaliento a Minta. En un momento determinante esta se sienta en la mecedora que ocupaba la viuda de Samuel –y la sobreimpresión que él hacendado proyectaba en su mente mientras miraba la misma, de pronto le dará la idea y el deseo que realmente debiera haber tomado en su principio. Es así como Samuel y su hasta entonces sirvienta aceptarán unirse en matrimonio, siendo además aceptados por todos los amigos que los rodean. 

Es cierto que en estas secuencias finales, quizá de haberse suprimido las siguientes del brindis con los amigos presentes, THE FARMER’S WIFE hubiera logrado un notable grado de romanticisimo y sinceridad que se diluye en esos instantes finales, En cualquier caso, el film de Hitchcock merece ser recordado por sus ocasionales aciertos narrativos, y fundamentalmente para destacar la capacidad que Hitch tenía parta la comedia en los primeros años de su espléndida y extensa trayectoria como realizador. 

Calificación: 2’5