I CONFESS (1953, Alfred Hitchcock) Yo confieso
Durante décadas limitado al apelativo, cuestionable en la medida que reducía la maestría de uno de los cineastas más imprescindibles del cine clásico, de “Mago del suspense”, a la hora de analizar la obra de Alfred Hitchcock, se tiene la tentación de dejar a un lado la amplitud de miras del cineasta, a la hora de implicarse en diversas vertientes genéricas. Viene dicha digresión a colación, al percibir como algunos de los títulos que forjaron la andadura del cineasta, sobrepasan con mucho el ámbito del suspense, el policíaco o el thriller, para erigirse pura y simplemente como dramas dominados por un extraño fatalismo. I CONFESS (Yo confieso, 1953) es uno de ellos, dentro de una tendencia que se prolongaría con la excelente THE WRONG MAN (Falso culpable, 1956), ubicados ambos en el periodo del cineasta dentro de la Warner. Se suele esgrimir, quizá para intentar menospreciar el alcance de sus sombrías imágenes, el hecho de que las mismas finalmente orillaran su desenlace originario. Este planteaba el inútil sacrifico del padre Michael Logan (Montgomery Clift), que morirá acusado por un crimen que no ha cometido, al asumir como premisa el mantenimiento del secreto de confesión, del testimonio de Otto Keller (O. E. Hasse), verdadero autor del crimen sobre el que girará el relato. Es cierto, la realidad del film de Hitchcock se aleja de un planteamiento sin duda atrevido en exceso para los cánones del Hollywood de su tiempo. Sin embargo, las películas son lo que con el tiempo contemplamos, y justo es admitir, que aún conociendo “lo que podía haber sido”, ello no vaya en detrimento de lo que realmente ofrece I CONFESS, en modo alguno una propuesta complaciente y si, por el contrario, un drama revestido de una extraña aura de incomodidad, en la que no pocos han aducido a ese compartido sentimiento de culpa, mantenido no solo por el sacerdote protagonista, sino por la que años atrás fuera su amante –Ruth Grandfort (Anne Baxter)-, sobrevenidos de manera inesperada a unos recuerdos en torno a su apasionada relación, que se romperá de manera dramática con el asesinato de Villette.
Será un oscuro, un casi tenebroso punto de partida, descrito en la noche de un Quebec que aparece quizá de la forma más áspera y desasosegadora que hayamos podido percibir jamás en película alguna. Casi como en un susurro, en una especie de interregno existencial, el crimen de Villette de manos de Keller –no hay intriga alguna en conocer la identidad del criminal-, abrirá el rubicón del drama que muy pronto recaerá en manos de Logan –una extraordinaria labor de Clift, transmitiendo con su torturada expresividad y su lenguaje corporal, el drama de su personaje-. En la inmensidad de ese templo que por lo general es filmado de noche, casi sin feligreses, este recibirá una confesión que, en el fondo, servirá al criminal como manera de exteriorizar su culpabilidad, que se trasladará al sacerdote, hasta que un hecho fortuito y quizá un tanto traído por los pelos –el hecho de que Keller vistiera una sotana en el momento de matar a Villette y huir del lugar de autos-, traslade el foco de la culpabilidad del crimen sobre él. Algo en lo que tendrá capital importancia, ligarse sobre el mismo, la circunstancia de que el asesinado, hubiera sometido a chantaje a Ruth –casada desde hace años con un amable ejecutivo, y que asumió el hecho de que esta en realidad no lo amara, pero que accediera como correspondencia a sus desvelos con ella-.
El recuerdo de un pasado feliz, una historia de amor en realidad no cerrada, el respeto a una liturgia que ahoga la libertad del individuo, la represión de una sociedad en apariencia ideal y civilizada, pero que en las secuencias de I CONFESS aparece descrita con una casi cortante frialdad. Son todos ellos elementos que aparecen entrelazados, en una película en la que apenas hay un fragmento que emerja de esa aura desesperanzada –me refiero al flashback que describe el pasado y la relación amorosa entre los dos protagonistas, aunque en él ya se intuya la sombra de esa amenaza que aportará la inesperada presencia de Villette-. Hitchcock logra por medio de su dramaturgia y su especial cuidado por el trazado de sus personajes, que todos ellos aparezcan dotados de una notable complejidad psicológica. Para ello utilizara la fuerza de sus primeros planos, la ubicación de sus rostros en unos arriesgados encuadres en los que la repercusión de su presencia, ofrecen una extraña sensación de profundidad dramática. Que duda cabe, que la parte del león recae en el torturado personaje que encarna Monty Clift, pero ninguno de los que aparecen en la película resultan desprovistos de interés. Ni la agudeza del investigador que encarna Karl Malden, en el que vislumbramos un sentido de la justicia al cuestionar el linchamiento que sufre el sacerdote en el juicio, ni la dolorosa actuación del fiscal que encarna Brian Aherne, consciente de la dureza de su actuación, a la cual condiciona su cargo, o incluso el temor que Keller mantiene al intuir la posible debilidad del sacerdote, que haga descubrir la autoría real del crimen. En realidad, dos son los vectores que discurren de manera contrapuesta en un drama revestido de húmeda severidad. De una esa sensación compartida de que ninguno de los componentes de su fauna humana, exterioriza aquello que en realidad es lo que desea. Una sensación de frustración colectiva, a la que habrá que sumar esas claras referencias cristianas que, siempre aplicadas en torno al personaje del padre Logan, se centran en la plasmación de pasajes que lo ligan con la pasión de Cristo. Es algo que se plasmará en ese largo paseo –intento de huída- del sacerdote por las cales de Quebec, donde resistirá la tentación de abandonar el sacerdocio –ese contraplano en el que contempla un traje de civil en un escaparate-, incluso vislumbrando en su paseo una escultura en torno a la figura de Cristo. Mucho más rotunda, describiendo uno de los climax más rotundos de la obra de Hitchcock, es el intento de linchamiento de Logan. Tras ser declarado no culpable por falta de indicios, ello no impedirá ser acusado por una muchedumbre enardecida –la visión que Hitchcock ofrece de la alienación de la masa es bastante desoladora-, de la que solo le salvará, en un instante memorable, la acción de la esposa de Keller, aunque ello le cueste la vida.
Es posible que la conclusión de la película con el acoso contra Keller albergue instantes de cierta mecánica –por más que sus últimos instantes devengan conmovedores-. O incluso en la relación de la pareja de antiguos amantes aparezcan momentos en los que emerja cierto convencionalismo –aunque instantes como la reunión en el barco transportador aparezca dominada por su frialdad-. Ello no impide que reconozcamos el enorme caudal y la intensidad dramática de I CONFESS, buena prueba de un periodo de especial brillantez en la admirable obra de Alfred Hitchcock.
Calificación: 3’5
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