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CINEMA DE PERRA GORDA

THE ALPHABET MURDERS (1965, Frrank Tashlin) Detective con rubia

THE ALPHABET MURDERS (1965, Frrank Tashlin) Detective con rubia

Al margen de ser unos de los incuestionables referentes de la comedia americana, ejerciendo como auténtico puente de diversas corrientes, hasta confluir en el último periodo dorado del género, en muy pocas ocasiones se ha destacado en la obra de Frank Tashlin, su experta mano a la hora de abordar elementos de géneros en apariencia alejados al tipo de comedia física y transgresora en la que solía sentirse especialmente a gusto. Con ello me refiero por un lado a la precisión en el manejo de los resortes del melodrama, que expresaban algunos de los instantes más conmovedores de THE GEISHA BOY (Tu, Kimi y yo, 1958) o incluso en la más alocada y subversiva –que no superior- THE DISORDELY ORDELY (Caso clínico en la clínica, 1964).

Sin embargo, donde mayor devoción observó Tashlin en torno a otro género que no fuera la comedia, este es sin duda el policíaco y el thriller. Admirador confeso de cineastas como Alfred Hitchcock, Fritz Lang u Otto Preminger, en no pocas de sus obras se advierte esa querencia, que en algunos de sus mejores momentos, dejan vislumbrar el hecho incontrovertible, de que un cineasta de la talla de Tashlin, hubiera sin duda podido lograr un nombre relevante como especialista del mismo. Es algo que se percibe con claridad en IT’S ONLY MONEY (¿Que me importa el dinero?, 1962), magnífico homenaje a esta admirable corriente del cine americano –y el título injustamente menos evocado del tandem Tashlin–Lewis-, extendiéndose en algunas de las últimas producciones rodadas por el cineasta, ya sin la presencia de Lewis. Películas ya al margen del amparo de la Paramount, su estudio de siempre, en líneas generales rodadas en blanco y negro –hagamos excepción de CAPRICE (Capricho, 1966)- cuando se inclinaban por argumentos policíacos y de suspense. Es evidente que opciones como esa eran sin duda arriesgadas, por más que Tashlin recurriera a comediantes tan cuestionables como Danny Kaye o singulares como Tony Randall, ofreciendo extrañas y poco complacientes comedias, que apenas lograron repercusión en el momento de su estreno, pese a la entronización que de la obra del cineasta, brindó una parte importante de la crítica francesa.

Todo este cúmulo de circunstancias se vislumbra, de forma evidente, en THE ALPHABET MURDERS (Detective con rubia, 1965), con la que Tashlin se introdujo en el universo de la escritora inglesa Agatha Christie, una extraña combinación de relato de intriga “a la inglesa”, slapstick cinematográfico, asumiendo en no pocos instantes modos provenientes de la Nouvelle Vague francesa. Insólita y atrevida propuesta, que sobresale muy por encima de una base argumental escasa de interés, y sobre la que Tashlin opera recurriendo por un lado a anacronismos –la actualización de la figura de Hercules Poirot (Tony Randall) al entorno de la Inglaterra de los años sesenta-, y por otro recurriendo a esos private joke que dominaba como nadie –el encuentro de Miss Marple (Margaret Rutherford), con el fondo sonoro de las películas que sobre dicho personaje encarnara la actriz; la distanciación que sobre su argumento proporciona la presentación que el propio Randall ofrece de la película-. Muy pronto, la película se imbuye de la inesperada andanza que vivirá el detective belga, que ha viajado a Londres para visitar a su sastre, al descubrirse una serie de crímenes que tienen el denominador común de seguir las letras del alfabeto y la presencia de una extraña y hermosa rubia –encarnada por Anita Ekberg-. Pronto se verá acompañado en todo momento por el enviado Hastings (un entrañable Robert Morley), designado para protegerle por parte de las altas esferas británicas. Así pues, Poirot quedará implicado en una intriga que le acercará hasta casi implicarle, en cuatro asesinatos que irán desvelando la única circunstancia común; poseer la letra sucesiva del alfabeto, y en apariencia no estar ligados entre sí. Será la débil y artificiosa premisa argumental, basada en la novela homónima de la Christie, que sin embargo permitirá a Tashlin ofrecer una atractiva propuesta, contraponiendo ese peculiar mundo absurdo del cineasta, su nostalgia por la comedia silente, el respeto a convenciones del subgénero en que se enclava y, por supuesto, el gusto por una narrativa discontinua, como clara distanciación por aquello que está narrando y que, en realidad, poco interesa al cineasta. Es por ello que para saborear los considerables placeres que nos proporciona THE ALPHABET MURDERS, hay que desentenderse de su simplista planteamiento argumental, y comprobar como el cineasta se encuentra en plena forma, plateando diversos experimentos visuales y metacinematográficos, que enriquecen su conjunto. Desde la propia musicalización que se ofrece del paseo de Poirot, seguido por Hastings, el personaje aún no presentado que encarna James Viliers ¡e incluso unos perritos!. La manera de culminar una secuencia, con ese inoportuno incendio que cometerá Poirot al preparar un plato en un restaurante. Detalles que alcanzan matices surrealistas, como la conversación entre el detective y su forzada escolta, planificada en base a la distorsión que ofrece una lupa sobre sus rostros, la contraposición de una llamada de este último en comisaría, mientras en el margen izquierdo del encuadre aparece un enorme plano de búsqueda, y la voz en over del superior de policía, o las sombras que se sucederán cuando ambos oficiales sean encuadrados tras dicho mural. Licencias visuales que de manera clara se sobreponen al seguimiento narrativo, aunque no por ello dejen de aparecer numerosas secuencias y pasajes, en los que la intensidad visual entronque con el mejor cine policíaco. La conversación de Poirot en el despacho con Duncan Doncaster (el siempre oscuro Guy Rolfe), o el episodio en que Amanda (la Ekberg) aparentemente se suicidará arrojándose desde una grúa sobre el mar. Es en esa insólita combinación de elementos, donde Tashlin logra un conjunto hasta cierto punto desconcertante, propio de una renovación de estilo, en la que se encuentra asimismo una soltura narrativa heredada de aquella nueva ola francesa, muchos de cuyos componentes le habían entronizado como uno de los grandes. Angulaciones de cámara, detalles tan insólitos como ese juguete de un muelle que discurre por la escalera, provocando el temor de Poirot y Hastings. El gran cineasta logra convertir un encargo de antemano rutinario, en una prolongación y apuesta de estilo que, por desgracia, no tendría la debida continuidad en su obra. Retengamos, eso sí, los equívocos de Hastings en las secuencias finales en el tren, o el detalle nada inocente, de convertir a los dos principales protagonistas masculinos en un remedo –una vez más en la obra del cineasta- de los inolvidables Laurel & Hardy –en la inmediatamente posterior THE GLASS BOTTOM BOAT (Una sirena sospechosa, 1966), dicha evocación se planteará de nuevo-, permitiendo instantes de gran complicidad entre ambos roles e intérpretes, a quienes se dedicará una mirada compartida de despedida entre ambos.

Calificación: 3

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