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CINEMA DE PERRA GORDA

Allan Dwan

UP IN MABEL’S ROOM (1944, Allan Dwan) Un casado en apuros

UP IN MABEL’S ROOM (1944, Allan Dwan) Un casado en apuros

Hizo usted muchas comedias seguidas.

El motivo principal es que sabía que las verían los muchachos que estaban en la guerra, y en campamentos militares, y que les alegraría un poco la vida. Esa serie de películas las hice pensando en ellos. Lo que vieran o quisieran ver la gente que compraba entradas me traía sin cuidado, yo pensaba en esos muchachos, y a ellos les chiflaban. Aquí también gustaban, claro, porque eran distraídas, y tuvieron mucho éxito; y en Europa también funcionaron bien”.

Así se manifestaba Allan Dwan, ante las preguntas de Peter Bogdanovich, en el inolvidable libro de entrevistas Who the Devil Made It (1997). Lo cierto es que, personalmente, cada vez tengo más claro, que no se puede entender una mirada más o menos completa, sobre el devenir de la comedia americana durante la década de los cuarenta, sin hacer mención al aporte brindado por uno de los grandes pioneros del cine, de quien conocemos su vinculación a géneros más o menos dramáticos, pero quien durante aquellos años, se caracterizó por su reiterada implicación en dicho género, desde los postulados de la serie B, logrando pese a todo, resultados bastante estimulantes. Hasta el momento, había podido disfrutar BREWSTER’S MILLIONS (Mi novio está loco, 1945) -de la que Walter Hill, filmó un al parecer, poco distinguido remake en la década de los 80- y THE INSIDE STORY (1948). A ellas, me place sumar UP IN MABEL’S ROOM (Un casado en apuros, 1944), una divertidísima Screewall Comedy, rodada al amparo del productor Edward Small, adaptando la exitosa comedia teatral de Wilson Collison y Otto Harbach, de la cual existe una versión previa, rodada en 1926, en pleno periodo silente.

La película se inicia con un divertido y equívoco rótulo -a los modos de Preston Sturges-, que nos induce a pensar en un producto bélico. No será así. Servirá, sin embargo, como oportuno contraste, para mostrarnos a la pareja protagonista, el joven matrimonio, formado por Gary (un Dennis O’Keefe, sorprendentemente bien dotado para el género) y Geraldine Ainsworth (Marjorie Reynolds). De inmediato veremos que se trata de una pareja acomodada, y que Gary, en el fondo, es un ser de débil carácter, sometido a la arrolladora personalidad de su esposa que, asimismo, se encuentra ligada al dictado de su madre -a la que nunca varemos, salvo el sonido de su voz en off, en sus hilarantes manifestaciones por teléfono; uno de los grandes hallazgos del relato-. Geraldine aún se encuentra en los efluvios de la reciente boda, empeñándose en celebrar su 30 aniversario ¡el primer mes de la misma! Sin embargo, para Gary pesará más el testimonio del pasado, de esa inocente aventura que tuvo con la mundana Mabel Essington (la personalísima Gail Patrick), representado en ese camisón de mujer, que lleva bordada una dedicatoria y la propia firma de Gary. En el momento en el que su esposa le interrogue por esa reunión que tiene marcada por la tarde -en la que él se ha de ver con Mabel-, este aparecerá dominado por las hilarantes torpezas, a la hora de ponerse su chaqueta. Y es que, a grandes rasgos, en su personaje, podemos ver una prolongación del Cary Grant de la canónica THE AWFUL TRUTH (La pícara puritana, 1937. Leo McCarey), al tiempo que casi una avanzadilla del muy posterior Gregory Peck de la sensacional DESIGNING WOMAN (Mi desconfiada esposa, 1957. Vincente Minnelli).

En realidad, todo se dirime en el intento del joven esposo, de ocultar ese inocente episodio de su pasado, que por otro lado Mabel desea aclarar, tanto por un deseo de emular a la actual esposa de este, como no dejar nada de su pasado oculto, dado que se ha prometido a Arthur Weldon (Lee Bowman), fiel amigo socio de Gail. Todo ello, tendrá su creciente catarsis cómica, en la segunda mitad de la película, donde tanto la pareja protagonista, como Mabel y su prometida, se reúna a pasar un fin de semana, en una mansión, junto a una serie de amigos.

UP IN MABEL’S ROOM funciona con la perfección, y la combinación de los resortes de la Screewall, delimitada en la sempiterna ‘Guerra de los sexos’, adornada por no pocos y regocijantes ingredientes de nonsense, que permiten que su devenir se deguste con diversión y, en algunos momentos, con auténticas carcajadas. Desde lo impagable que resulta ver a Gary, sosteniendo involuntariamente colgando en su bolsillo derecho, ese camisón que cree haber recuperado, que contiene supuestamente la prueba del delito, hasta esa impagable secuencia, que parece estar desgajada de la ficción cinematográfica, en la que Gary coge en sus brazos un bebe, ayudándole Boris (Mischa Auer) en las tareas de entretener al niño, y provocando una hilarante situación equívoca entre todos los invitados, apostados tras la puerta.

Será precisamente el personaje que encarna con tanta admirable excentricidad el ya citado Auer, quien sobrellevará sobre sus espaldas los elementos más excéntricos y delirantes de la función -impagable esa conversación en ruso, que mantendrá por teléfono con la madre de Geraldine, para concluir la película-. Desde esas inútiles búsquedas del deseado camisón, por el que cada vez pedirá más dólares a Gary, hasta su salida al exterior de la mansión, en plena tormenta, siendo incluso escopeteado, pasando por esas escondidas en baúl o debajo de la cama, propias del más genuino vodevil, sin olvidar la desternillante secuencia, producida en la boda de una de las criadas, enfrentándose con el marido de esta -y dejando asimismo, una nota sociológica, en torno a las mujeres que han quedado embarazadas durante la guerra-. Un marasmo de creciente subversión, que en no pocos momentos no acerca a las catarsis del cine protagonizado por los Marx Brothers, y que proporciona a esta película un carácter regocijante. Y hay que decir que Dwan demuestra su destreza cinematográfica, aplicando una planificación ágil, rompiendo esa ‘cuarta pared’ propia de cualquier adaptación teatral, e incluyendo esas fugas cinematográficas, que proporcionarán esa escenificación de los sueños de Gail, que levantarán las sospechas de su esposa.

Todo ello, confluye en un conjunto divertido, delirante por momentos, que demuestra, ante todo, la sabiduría de Dwan manejando los resortes del género, aun cuando su trabajo, aparezca inserto dentro de los márgenes de la producción de bajo presupuesto. Una obra placentera, realzada por la complicidad de una banda sonora -nominada al Oscar de la Academia de Hollywood-, obra de Michael Michelet, que sabe puntear sus pasajes más cómicos, evocando ese incidente mejicano que ondea por todo su conjunto. Una comedia, en definitiva, que sotto voce, no deja de hablar sobre las flaquezas y virtudes de la figura del matrimonio, y que revela, por si a alguien le cabe duda que, junto al aporte de los especialistas del género, se sucedieron un gran número de comedias -pienso en ejemplos, como TOGETHER AGAIN (Otra vez juntos, 1944. Charles Vidor), o BECAUSE OF HIM (Su primera noche, 1946. Richard Wallace)-, ratificando una enorme fuerza en la producción de aquellos lejanos tiempos.

Calificación: 3

TIDE OF EMPIRE (1929, Allan Dwan) Gesta de hidalgos

TIDE OF EMPIRE (1929, Allan Dwan) Gesta de hidalgos

Escarbar dentro de la vasta obra de Allan Dwan, supone encontrarse con títulos que -no importa en que marco genérico se encuentren- ofrecen precisión narrativa, inventiva, singularidad y distanciamiento. Es algo que, punto por punto, se cumple en TIDE OF EMPIRE (Gesta de hidalgos, 1929), una producción de Metro Goldwyn Mayer aún silente que, sin embargo, presenta una sonorización en varios de sus elementos ambientales. Nos encontramos ante una singular propuesta de cine de Oeste que, como no podía ser de otra manera viniendo de quien viene, no deja de suponer una mirada singular, en el contraste que se establecería a mediados del siglo XIX, entre los sucesores españoles de los colonizadores de California, en el enfrentamiento que se vivirá con la repentina invasión que marcará la fiebre del oro. Todo ello, será el ámbito en el que Dwan describirá esta inicialmente un tanto apergaminada, pero muy pronto vibrante película, que en poco más de setenta minutos de metraje, nos brinda incluso un recuerdo muy frecuente en el cineasta; el aporte de elementos de comedia.

TIDE OF EMPIRE se inicia con unos escuetos planos, describiendo la evolución humana descrita en el estado de Carolinas, y centrándose en la significación que, en la mitad del siglo XIX, mantendrán las propiedades del ya veterano terrateniente José Guerrero (George Fawcett). Es este, un hombre caracterizado por su fortuna y propiedades, padre de dos hijos; Josephita (Renée Adorée) y Romualdo (William Collier Jr.). Dos seres, es estos, muy unidos, estableciéndose entre ellos una relación de leve raíz incestuosa -la secuencia en la que se describe la misma, resulta reveladora, como lo será el apasionado beso en la boca que, bastante más adelante, Romueldo brindará a su hermana, instantes antes de marcharse -tras perder la familia su rancho-, aunque tanto en la familia haya una franca camaradería, al tiempo que todos ellos sean considerablemente considerados son sus sirvientes -un elemento que, unido a lo apergaminado de la ambientación, sea lo más caduco de la función-. Aunque la elipsis marque su importancia, el paso del tiempo y la presencia de nuevos moradores, menguará el poderío económico de Guerrero.

Uno de ellos, será precisamente el joven, valeroso, ingénuo y atractivo Dermond D’Arcy (Tom Keene), llegado hasta tierras californianas, al objeto de alcanzar fortuna hallando oro. Para lograr su objetivo, se aliará con un avejentado y chispeante oficial de prisiones, que se encuentra reteniendo a unos pintorescos presos, en una población donde se ha quedado solo. D’Arcy le convencerá en que se sume con él portando a los presos ¡en una jaula!, que se trasladará en el camino con ruedas. Dicho trayecto será el que le permita conocer a la arrogante Josephita, quedando prendado de ella, aunque no reciba de la muchacha más que desprecios. La percepción de la velocidad del caballo del joven, hará que un ranchero resentido por una negativa de la muchacha, inscriba al animal en una carrera que se realiza anualmente, dentro de una celebración campestre. El caballo de Dermond ganará la pugna, resultando ganador de la propiedad del rancho, que había apostado su dueño, José Guerrero. El nuevo propietario, será recibido por su hasta entonces anciano dueño, y teniendo como compañía a Josephita. D’Arcy renunciará a la propiedad, pese a recibir otro de los brutales rechazos de la joven, y sin impedir que José Guerrero muera inesperadamente de tristeza.

Una nueva elipsis nos llevará a la rápida conquista de oro por parte del joven protagonista, estableciéndose en una población de aún incipiente estructura, aunque abigarrada convivencia humana, debido a la eclosión del oro. La llegada del progreso casi se palpa, en un ambiente dominado por un cierto sentido de la aventura, y en la que la presencia de nuevos elementos de comunicación, como la instauración de una nueva agencia de mensajería, quedará sometida a prueba a partir de la emboscada aplicada por un grupo de bandidos, entre los que se encontrará -sin pertenecer realmente a sus intenciones- Romualdo, el hermano de Josephita, huido en su momento, sin llegar a conocer la muerte de su padre.

Antes lo señalaba; los primeros minutos de TIDE OF EMIPRE, son sin duda los más endebles de su conjunto, más allá de la eficacia de sus planos iniciales. Esa querencia por lo convencional e incluso lo paternalista, pronto encontrará un valioso contrapunto, al entrar en escena la figura del héroe, por más que la misma quede revestida de una cierta aura de bobaliconería -esa perenne sonrisa de Tom Keene-. Las secuencias en las se encontrará con ese ya descreído carcelero, que le mostrará un cuarto, lleno de palas para excavar, que no encuentra en una población que ha quedado desierta por completo, no supondrá más que una más de esas insólitas fugas cómicas, que dotarán de personalidad el cine de Dwan. La película mostrará otros pasajes insertos en dicha corriente, como esos presos que aparecerán casi como ayudantes custodiados por ese pintoresco oficial de prisiones por las noches, mientras que de día no serán más que colaboradores de este y del propio D’Arcy. En la divertida pareja de propietarios del salón, que no desaprovecharán la ocasión de emborracharse, a escondidas uno de otro. O en la impagable descripción del rápido juicio, al que se someterá a los bandidos que han intentado asaltar la población.

A dicho regusto a comedia. A la presencia de lances románticos, centrados fundamentalmente en esa lucha de Josephita, contra el sentimiento que Dermond le transmite -y que se hará especialmente tangible en la parte final, cuando el muchacho la bese con delicadeza en la mano, antes de marcharse-, lo cierto es que el devenir de TIDE OF EMPIRE proporciona no pocos elementos de regocijo. No será el menor de ellos, precisamente, la dinamización que proporciona esas alteraciones de tono, e incluso la mixtura de géneros. Por ello, en su rápido discurrir podremos disfrutar de esa magnífica cabalgada que brindará la competición de los tres rápidos caballos, o la insólita carrera de ranas. Nos permitirá percibir esa insólita presencia de dos zooms de retroceso, que servirán para describir el entorno poblacional que ha definido ese núcleo de buscadores de oro. Brindará igualmente el desarrollo de un intenso tiroteo, narrando el asalto de esa pandilla de fascinerosos, deseosos de asaltar los enseres de la nueva empresa de mensajería, cuyas intenciones logrará detectar D’Arcy, coordinando las acciones de réplica. Y la película, dentro de ese creciente maremandum de acciones, provisto de una muy dinámica planificación, aún nos brindará un instante magnífico, revelador de la enorme inventiva visual de Allan Dwan. Herido de bala, el joven cowboy rescatará a Romualdo de la emboscada que se está viviendo en la población, llevándolo en brazos hasta la habitación donde se encuentra su hermana, para poder atenderlo. Una vez reducida la banda, alguien hará señalar el hecho de que uno de sus componentes ha sido recogido por Dermond. Para lograr recuperarlo, subirán varios buscadores, siguiendo el rastro de sangre que este ha dejado por el angosto pasillo, que son mostrados por la cámara en un travelling frontal en picado. Una audacia visual de enorme modernidad, en una película que culminará casi con un brindis a lo inverosímil, con la puesta en escena de una salvación de Romualdo en el último minuto, con los mejores regustos del serial, y permitiendo la definitiva consolidación, del amor entre sus dos jóvenes protagonistas.

Calificación: 3

A 28 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (VI) DIRECTED BY... Allan Dwan

A 28 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (VI) DIRECTED BY... Allan Dwan

Foto: Allan Dwan, junto a  Arlene Dahl, y el operador de fotografía John Alton, en el set de rodaje de SLIGHTLY SCARLETT (Ligéramente escarlata, 1956)

 

ALLAN DWAN... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(17 títulos comentados)

EAST SIDE, WEST SIDE (1927, Allan Dwan)

EAST SIDE, WEST SIDE (1927, Allan Dwan)

Contemplar EAST SIDE, WEST SIDE (1927) nos permite, por un lado, asistir a una producción en la que se percibe con un extraordinario sentido del realismo, el palpitar del Nueva York de su tiempo. En especial de su universo obrero, con la mirada al vitalismo portuario, o a sus barrios de extrarradio, de los que se extrae una descripción llena de vida. Por otro lado, sus imágenes nos permiten asistir a esa progresiva dinamización en el lenguaje de un cine silente, que muy poco después se interrumpiría de manera brusca. Y es que nos encontramos con una película, que podría parecer una mixtura urbana entre TOL’ABLE DAVID (1921, Henry King) y LITTLE ANNIE ROONEY (1925, William Beaudine). Comparte con ellas esa querencia por el drama, ligada casi con el folletín, expresada con tanta inocencia y simplicidad, en medio de una historia en la que basándose en los contrastes que brinda la novela de Felix Riesenberg –que volvería a ser llevada a la pantalla de la mano de Sam Taylor en 1931-. Contrastes que nos llevan, por encima de sus elementos sociales, a una búsqueda de la verdad existencial, que es la que dominará la peripecia del joven John Breen (un carismático George O’Breen), que en los primeros compases de la película, manifestará su deseo por emerger de un sombrío porvenir como embarcador en el río Hudson, a convertirse en un respetado y acaudalado constructor.

Y, sobre todo, esta poco conocida película, nos permite percibir la inmediatez, el nervio, y la propia concepción del mundo, que albergó Allan Dwan en su tiempo, y que ya atesoraba a sus espaldas una larga experiencia, dada su condición del auténtico pionero del cine americano. EAST SIDE, WEST SIDE se inicia y culmina casi de manera simétrica. Vemos en sus primeros instantes, como Breen porta en su mano uno de los ladrillos que transporta de una orilla a otra, que funde en la imagen con un rascacielos. Al finalizar su peripecia argumental, la cámara describirá un ascenso hasta encuadrar un rascacielos que este ha construido, sobre el cual el ya consolidado y maduro protagonista, reflexiona con la que ya es su mujer –Becka (Virginia Valli)-, de ese pasado que le ha permitido llegar hasta su realización personal y afectiva. Así pues, la película nos describe el recorrido de su joven protagonista, quien de la noche a la mañana, de manera accidental y trágica –la barcaza que portaba, en la que vivía junto a su madre y su padrastro volcará tras el choque nocturno con un buque-, se verá inmerso en una nueva realidad. Cuando las autoridades lo dan por muerto junto a su progenitora, este llegará hasta la orilla y recalará en uno de los barrios de extrarradio newyorkinos, en la parte inferior de Manhattan Allí será provocado por una serie de individuos de baja catadura, enfrentándose a ellos, y teniendo que huir para protegerse. Por ello, recalará in extremis en el domicilio del veterano comerciante de ropa judío Charon Lipvitch (Dore Davidson). Sin darse cuenta, será este un encuentro determinante en su vida, ya que la hija del comerciante es la ya citada Becka, estableciéndose entre ambos una mutua atracción. Esta apelará a su padre para que vista adecuadamente a John –al tiempo que apreciará su atractivo- y será en el momento en que este salga al suburbio de donde se escondió, y se enfrente con aquellos malhechores que iban en su busca, cuando se perciba su enrome fortaleza. Ello moverá el interés de Pug Malone, para convertirlo en púgil, iniciando sus primeros pasos con éxito, y siendo apercibido por parte de un entrenador de especial importancia, que lo convertirá en un valor en alza. Al mismo tiempo, una subtrama paralela nos hablará de la circunstancia de la búsqueda por parte del protagonista de su padre, que dejó a su madre en su momento por elementos familiares, basando dicha búsqueda en el rencor. La película nos descubrirá que este no es otro que el reputado Gilbert Van Horn (Holmes Herbert), quien se acercará al muchacho, pero sin revelar nunca la razón que le une a él. Por su parte, el ascenso a la celebridad de nuestro protagonista, le llevará a conocer a la sofisticada Josephine (June Collyer), frecuente compañía de Van Horn. Pese a los planes que Breen alberga para abandonar el boxeo cuando alcance una considerable suma económica, y le permita casarse con Becka y estudiar para convertirse en arquitecto, una confusión hasta intuir a esta la supuesta atracción que une a su novio con Josephine, le hará abandonarlo, dedicándose a cantar a mala gana en la taberna de Malone. Desorientado, Breen se refugiará en Josephine, dedicándose por entero en las obras de una nueva línea de metro, de donde logrará salir en un inesperado accidente. Pronto se harán extensivas las diferencias en las personalidades de ambos, viajando Josephine con un atildado galán, hasta que la vivencia de la tragedia del Titanic en primera persona, en la que morirá valientemente Van Horn, le permita finalmente regresar a New York. John decidirá regresar a Becka, tras una catarsis en la que se demostrará sus deseos, recibiendo finalmente la herencia de su oculto padre, que nunca deseará que su hijo sepa que, en realidad, fue su progenitor.

Como se puede percibir por el recorrido argumental, la base de EAST SIDE, WEST SIDE aparece delimitada por contorneos folletinescos, como en buena medida sucedía con una parte importante del cine silente. Personajes en cierto modo estereotipados. Situaciones truculentas proclives al melodramatismo… Todo ello lo percibimos en una película, que si llega a nuestros días con extraordinaria frescura, es fundamentalmente por el empeño que Allan Dwan pone en práctica, transmitiendo un fresco que transmite viveza. No importa que algunas de sus subtramas aparezcan algo traídas por los pelos –la conclusión de Van Horn de que su parentesco con John permanezca oculto tras su muerte-. Por el contrario, su desarrollo expresa verdad en su descripción de esos bajos fondos superpoblados. En las tabernas mugrientas, o incluso en los interiores de esa obra subterránea de metro, que sufrirá un grave accidente. Dwan combinará dicha circunstancia con la delicadeza en la descripción de los primeros pasos de la relación entre John y Becka –impagable el reparo de este cuando se baña por vez primera en la casa familiar de esta-, o en el sustrato de remordimiento que esgrime Van Horn, a la hora de intentar superar ese pasado, procurando acercarse a su hijo mediante el afecto, aunque nunca acceda a revelarle su relación.

Pero si por algo destaca por encima de todo EAST SIDE, WEST SIDE, reside en el dinamismo que manifiesta algunos de sus episodios. Pienso por ejemplo en la modernidad que destila el segundo enfrentamiento del protagonista con los delincuentes del extrarradio, filmada mediante el montaje de cámaras situadas estratégicamente, que desprenden un deslumbrante sentimiento de verdad y un extraordinario vitalismo. En la fuerza física que describe el episodio desarrollado en las obras del metro, o en la emotividad que manifiestan las secuencias del choque del Titanic con el iceberg. Es curioso como, pese a utilizar maquetas, el episodio revista una sensación desasosegadora –los instantes en los que los viajeros perciben que casi tocan por las ventanas el iceberg-, a lo que habrá que unir la extraña serenidad que expresará en todo momento Van Horn, consciente de que en dicho choque se encuentra el final de sus días. No cabe duda, que Dwan ya demostraba su querencia por esas expresiones de cine espectáculo, que tendría un ejemplo de excepción en la posterior SUEZ (Idem, 1938. Allan Dwan). Más allá de dicha referencia, lo cierto es que nos encontramos ante una película vitalista y llena de modernidad. Admirable en su aporte descriptivo, definitoria en esa mirada urbana que se había apropiado en parte del cine americano de aquel tiempo, y que al año siguiente tendría exponentes tan admirables como THE CROWD (… Y el mundo marcha. King Vidor), SUNRISE: A SONG OF TWO HUMANS  (Amanecer. Friedrich W. Murnau), LONESOME (Soledad. Paul Fejos) o la cómica SPEEDY (Relámpago. Ted Wilde).

Calificación: 3’5

BREWSTER’S MILLIONS (1945, Allan Dwan) Mi novio está loco

BREWSTER’S MILLIONS (1945, Allan Dwan) Mi novio está loco

“Creo que Mi novio está loco fue una de las mejores historias que he rodado en mi vida” Así respondía Allan Dwan a Peter Bogdanovich, cuando este le preguntaba por BREWSTER’S MILLIONS (Mi novio está loco, 1945), una de las diversas comedias que filmó, al amparo del productor Edward Small, que el propio realizador confesaba por un lado que dirigíó, con la intención de que llegaran y se disfrutaran por los soldados en activo, y por otro que rodaban con una enorme libertad, saltándose cuando podían, de las servidumbres de un guión más o menos prefijado. Es algo que se puede percibir, en no pocos momentos de manera gozosa, en esta historia, que sirvió de base cuatro décadas después, para una de las obras menos apreciadas de Walter Hill –confieso que no la he visto nunca-; BREWSTER’S MILLIONS (El gran despilfarro, 1985), al servicio del histrionismo cómico de Richard Pryor. Consignemos igualmente, que ya en 1935 se llevó a cabo la segunda de las adaptaciones de la novela de George Barr McCutcheon, a cargo de Thonrton Freeland, puesto que en pleno periodo silente tuvo lugar la primera de ellas.

Sorprende, ir percibiendo como en la gigantesca y oscilante obra de Dwan, que abordó prácticamente todos los géneros y situaciones industriales, le permitió una andadura tan dilatada, inserta en ese medio siglo tan crucial para el cine norteamericano, nos proporcione en su parcial redescubrimiento constantes sorpresas. Entre ellas, cabe incluir esa obra, dominada por ecos tan cercanos a la Screewall Comedy, que viene a ratificar la vigencia de esta corriente del género, por encima de las producciones firmadas por los realizadores más caracterizados en el mismo. A este respecto, no dejo de formular la necesidad de ir profundizando en la presencia de títulos olvidados como este y tantos otros, firmados por cineastas tan opuestos como Edgar G. Ulmer o Charles Vidor, que en su conjunto aportan un corpus al mismo, realmente formidable. El film de Dwan se inicia de manera muy ingeniosa –Jackson (Eddie Anderson, siempre preparado para robar los planos en que aparece)-, el sirviente negro de la casa, es mostrado limpiando una de las cristaleras de la misma desde el exterior, limpiando la superficie enjabonada que cubre su rostro-. Será la apertura de una divertida película, a partir de la llegada de la contienda mundial, de Monty Brewster (Dennis O’Keefe), junto a dos de sus compañeros y amigos, decidido este último en volver junto a su novia –Peggy Gray (Helen Walker)-, con la que desea casarse de inmediato, al tiempo que iniciando posibles proyectos profesionales junto a sus compañeros, ya que ambos no viven una situación especialmente halagüeña. La inesperada llegada del enviado deL prestigioso bufete de abogados Grant & Ripley, le notificará ser poseedor de una herencia de ocho millones de dólares, legados por un tío suyo, con la sola condición de que gaste uno de dichos millones, bajo una serie de premisas, antes de cumplir los treinta años de edad. Pese a que solo queda un mes para ello, Brewster intuirá que podrá cumplir dicha condición con facilidad, teniendo en cuenta además que no puede confiar a nadie la existencia de la propia herencia final. Sin embargo, muy pronto se rodeará de sus dos colegas y su propia novia, embarcándose en cumplir la insólita condición, camuflada en medio de decisiones de empresa a sus colaboradores, y asumiendo no sin desesperación, que poder llevar a cabo la misma, es mucho más difícil de lo que parece.

A partir de esta absurda pero endiablada premisa –un poco como se planteaba en el inolvidable SEVEN CHANCES (Siete ocasiones, 1925) de Buster Keaton-, se describe un muy enrevesado punto de partida, que permitirá a Dwan llevar a cabo una comedia de ritmo trepidante, dispuesta a través de una serie de secuencias delimitadas en forma de episodios autónomos, en los que destacará la presencia de un admirable timing, tal y como el propio Dwan confesaba a Bogdanovich, tenía como premisa a la hora de llevar a cabo estas comedias. Y hay que reconocer que en este caso nos encontramos ante un cineasta que conoce muy bien los resortes del género, a la hora de desarrollar las posibilidades de un punto de partida, que permitirá secuencias tan brillantes, como la segunda del relato, en la que Brewster y Jackson, se ven envueltos en un autentico paroxismo, al identificar cualquier ruido que les rodea, con esa esperada llamada del bufete de abogados, para notificarle la confirmación de la herencia. Los devaneos del primero con su prometida, a la hora de dilatar la fecha de su boda, sin decirle a ella las autenticas razones para ello. El endiablado ritmo que define el episodio en el que Monty ve como todos sus intentos en derrochar el millón de dólares que posee, finalmente vuelven junto a él, con la inesperada subida de los ruinosos valores de bolsas que comprara, el triunfo del caballo perdedor con el que había apostado cinco mil dólares, o lograr que un banco al borde de la quiebra en el que había ingresado una gran cantidad de dinero, se enderece precisamente por dicha acción. La contrariedad con la que verá que sus intentos se frustran, nublarán su mente, hasta el punto en el que aparecerá el rostro humanizado de un icono de su memorandum –antes de que Frank Tashlin utilizara dichas premisas-, o llegue a apostar por un desastroso espectáculo musical, auspiciado por Mikhail Mikhailovich (impagable Mischa Auer), que tendrá como cabeza de cartel a la imposible Trixie (divertidísima June Havoc). En definitiva, disfrutaremos de la sucesión de una incesante serie de peripecias, que Dwan sirve, albergando un reparto magnífico, en el que sorprende la pericia de O’Keefe en el género, planificando con un espléndido sentido del encuadre, a la hora de ubicar los actores en el mismo, en ese deseo de buscar un ritmo, que en no pocas ocasiones deviene endiablado, centrando el mismo en los constantes esfuerzos de su protagonista, a la hora de luchar contra esa especie de maldición que se cierne sobre él, al impedir gastar ese dinero mientras la fecha límite del plazo se va acercando.

Divertida sin tregua, coronada con una modélica secuencia de conclusión, que aparece casi como una ceremonia acelerada en la búsqueda de una conclusión definitiva del gasto solicitado, previo paso al cobro de la herencia. Una auténtica filigrana cinematográfica, en la que el ritmo, y la propia angustia de su protagonista, culmina esta pequeña pero impagable alegoría en torno a lo caprichoso de lo material, con la que Allan Dwan asoma la punta del iceberg, de un género que demostraba conocer con mano experta. Palabra de pionero del cine.

Calificación: 3

THE INSIDE STORY (1948, Allan Dwan)

THE INSIDE STORY (1948, Allan Dwan)

Dentro de la extensísima obra de Allan Dwan, en la que intuyo que nos quedan numerosas sorpresas por redescubrir, según se vayan revisando títulos que durante décadas han permanecido en el olvido. Se sabe que en la década de los cuarenta, Dwan practicó la comedia con cierta asiduidad. En todo caso, nunca podía imaginar que uno de los grandes pioneros del cine, nos iba a sorprender con un relato que bien podía aparecer como un extraño precedente, mixtura de los muy posteriores L’ARGENT (El dinero, 1984. Robert Bresson) y THE BIG SHORT (La gran apuesta, 2016. Adam McKay). No fueron muy habituales en el cine americano clásico, películas que abordaran planteamientos ligados a la economía del país, aunque justo es reconocer que aparecieron no pocos exponentes –entre ellos, el memorable THE GRAPES OF WRATH (Las uvas de la ira, 1940), de Ford-, describiendo las consecuencias de la Gran depresión, y los intentos de la política de Rooswelt por plasmar políticas que diluyeran sus dramáticas consecuencias. Todo ello es lo que muestra Allan Dwan en THE INSIDE STORY (1948), una entrañable producción de la Republic, en la que con el aura de un apólogo moral, se planteaba al mismo tiempo de manera didáctica, los elementos que posibilitaron la llegada de dicha hecatombe económica y social, como la manera con la que el ciudadano podía combatir para que su ejemplo pudiera reiterarse.

THE INSIDE STORY aparece en sus inicios –punteados por el rótulo inicial-, como una producción de Americana, que bien podría haber dirigido Henry King en la 20th Century Fox –comparte incluso la presencia de William Lundigan en el reparto, poco después presente en algunos de los títulos de King-. Esa ligazón se prolonga en los primeros compases del relato, que aparece provisto de esa serenidad en la presentación de un anciano Ed (el siempre esplendido Charles Winninger), quien se encontrará con un amigo en la cámara de seguridad de un banco, donde le reprocha que el dinero que tiene en su caja particular, lo mantenga salvaguardado y a prueba de posibles fluctuaciones sociales y económicas. Ello le dará pie a explicar lo erróneo de su actuación, rememorándose –mediante flashback- a su experiencia personal en el verano de 1933, en la pequeña localidad de Silver Creek, en Vermont. La población está colapsada por las incidencias de la crisis, trabajando Ed como recepcionista de un pequeño hotel que dirige Horace Taylor (Gene Lockhart), un hombre acuciado por unas deudas que no puede asumir, previendo un futuro poco menos que aterrador. La gama coral de la película se extenderá a la propia hija de Taylor –Francine (Marsha Hunt)-, novia de Waldo Williams (William Lundigan), un joven y esperanzado pintor sin fortuna. La gama coral del conjunto, se verá acompañada por ese agente de cobros que llegará al viejo hotel, dispuesto a entregar mil dólares a uno de los vecinos, e iniciando sin pretenderlo el drama que atenazará sobre todo a Horace, provocando la desaparición de esta cantidad, que se salvaguardaba en la caja fuerte del establecimiento, y ejerciendo de manera indirecta, como detonante del alcance discursivo de la película. La misma se extenderá a un joven matrimonio que vive el dramatismo de sus consecuencias con la crisis económica, y que llevará al marido al borde del suicidio. También un avaricioso tendero que sufre de carencia de medios, una pareja de gangsters de poca monta, que sin embargo exteriorizarán un extraño sentido del honor, o esa ya madura ciudadana destacada de la población –maravillosa la veterana Florence Bates-, que finalmente revelará una entrañable relación con el atribulado Horace.

Entre la crónica de costumbre, la ascendencia con el vodevil, y una cierta herencia ligada al cine de Capra, lo cierto es que nos encontramos con una modesta pero efectiva película, que personalmente entroncaría con algunos exponentes del género, filmados por Edgar G. Ulmer en aquellos años, y tan desconocidos como el título que comentamos. Pienso en MY SON, THE HERO (1943) y la más cercana en el tiempo ST. BENNY THE DIP (1951). Con ambas comparte ese alcance de apólogo moral, y esa mirada comprensiva en torno a sus personajes. Una circunstancia que en el film de Dwan se transmite en una perfecta descripción de los diferentes ámbitos en donde se desarrollan las angustias y dramas particulares de toda su peculiar fauna humana. Es algo que quizá tenga su alcance más tenso en el intento frustrado en el último momento, y por casualidad, del suicidio de ese abogado totalmente superado por sentirse mantenido por su esposa, o en percibir el drama que igualmente sufre ese tendero a quien inicialmente hemos definido como usurero y sin sentimientos. O en la desigual opinión que para Horace le merecerá Waldo, el novio de su hija, en función de cómo su presencia en la azarosa historia que vivirá con esos mil dólares que recorrerán y unirán a los diferentes personajes, lo impliquen, sin que el propio muchacho sea consciente de ello. La relatividad de las situaciones vividas. La cara oculta de los seres que contemplamos en la coralidad de su base argumental –la lucidez de la veterana ciudadana referencial, al dilucidar con lucidez al tendero, las causas que provocaron la depresión; la inesperada honradez que aparecerá en uno de los gangsters; el papel de azar en todos ellos; la inesperada alegría que para el esposo letrado, proporcionará esa recepción de los mil dólares-, serán elementos que, en su conjunto, insuflan la necesaria densidad a una historia que discurre siempre en voz baja, con un asumido y entrañable tono de comedia, pero que jamás olvida el necesario equilibrio entre su insólito alcance didáctico, y el cariño y la humanidad que desprenden sus personajes.

Siempre dosificando la alternancia en el protagonismo compartido de todos ellos, y centrando la mayor parte de su argumento en las habitaciones del avejentado y ruinoso hotel. Se percibirá tanto en el hall de entrada, el comedor donde se reunirán los escasos clientes, y la habitación donde se encuentra el estudio de Waldo, encuadrada generalmente en contrapicado, y en donde se centrará buena parte de su alcance vodevilesco, con la entrada y salida de su propia novia, así como el de Audrey (Gail Patrick), la joven que desea que el artista le culmine su retrato, para poder sorprender a su esposo, teniéndola presente en sus frecuentes desplazamientos profesionales.

Es evidente que en THE INSIDE STORY no se encuentran los virtuosismos narrativos habituales en el cine de Dwan. Por el contrario, el cineasta prefiere servirse a fondo en el tratamiento de una base argumental claramente delimitada, y el preciso estudio de personajes. Ello no debe inclinarnos a pensar en una narración más alimenticia. Por el contrario, describe la versatilidad de un cineasta, que entre su amplia producción, y junto a la inclinación en torno a géneros que denotaban acción –bélico, aventuras, western-, también alternó en su obra con relatos intimistas y en apariencia insustanciales, demostrando su interés por registros complementarios, y también por ofrecer miradas contrapuestas en torno a la vida de su país.

Calificación: 3

THE GORILLA (1939, Allan Dwan)

THE GORILLA (1939, Allan Dwan)

Inmerso en el ámbito de la serie B dentro de la 20th Century Fox de aquellos años –aunque no le impidiera rodar títulos de la enjundia industrial de SUEZ (1938), Allan Dwan siguió demostrando, tras sus rápidos rodajes, un manejo casi perfecto de la dinámica del cine de géneros, que prolongó en una de las filmografías más extensas y, al mismo tiempo, fascinantes –por diversas circunstancias- del cine clásico norteamericano. Una obra en la que se encuentra una vitalidad casi única –la misma que podía expresar otro de los pioneros, como Raoul Walsh, con el que compartió tantas características-, pero en la que no se puede omitir una lógica irregularidad. Aún con ello, confieso que de todos los títulos en la obra de Dwan que he tenido ocasión de contemplar, ninguno de ellos ha aparecido menos atractivo que este menos que discreto THE GORILLA (1939). Pequeña producción que se establece como parodia de una determinada dramaturgia terrorífica –que en el cine aportaría con anterioridad un título tan glorioso como THE CAT AND THE CANNARY (El legado tenebroso, 1928. Paul Leni) o la un tanto estridente THE OLD DARK HOUSE (El caserón de las sombras, 1932. James Whale)-, el origen de este relato de menos de setenta minutos de duración, se centra en la adaptación de una obra teatral del escritor de comedia Ralph Spence. No tengo las suficientes referencias, pero intuyo que la misma se escribió y estrenó para los mismos destinatarios de esta pobre producción fílmica; los nefastos Hermanos Ritz. Jamás había tenido ocasión de contemplar hasta la fecha ninguna de sus películas, y he de confesar que tras la experiencia, mi instinto me podrá en guardia a la hora de encontrarme con alguna otra de sus películas.

Y es que los diez primeros minutos de THE GORILLA, acreditan el buen pulso y el sentido del ritmo y la atmósfera inherente al cine de Dwan. Aunado con la presencia de un vibrante montaje, el uso de cortinillas y sobreimpresiones, nos introducirá muy pronto en el misterio generado por un criminal denominado “El gorila”, que ha cometido ya varios crímenes, los cuales se han presentado anteriormente con siniestras amenazas anónimas. Con presteza, su director nos envuelve en una creciente amenaza, que se traslada al domicilio del acaudalado Walter Stevens (el habitual villano Lionel Atwill). Este al tiempo que comienza a asustarse ante dicha circunstancia, aunque prefiera no contar con el aviso a la policía, ha citado a su joven sobrina Norma (Anita Louise), que acudirá acompañada por su novio. Algo aparecerá oscuro en el comportamiento de Stevens, sabiendo además que es el depositario compartido de una herencia con Norma, y si uno de los dos desapareciera, el otro asumiría al completo la misma. La llamada que recibirá, en la que se revela que debe de abonar un cuarto de millón de dólares, aparecerá como la prueba determinante de ese lado oscuro que pondrá en advertencia al espectador. Serán diez minutos dominados por un notable atractivo, que se desmoronará casi por completo, ante la presencia de estos aborrecibles Ritx Brother –que, justo es reconocerlo, aparecen en escena con una situación divertida, escondidos tras un paraguas troquelado ante la lluvia-. Por desgracia, el teórico interés de esta parodia del cine de misterio, queda casi anulado por completo, en el servilismo hacia tres supuestos cómicos, que podrían competir en imbecilidad a nuestros Hermanos Calatrava. A este respecto, la planificación de Dwan se centrará en el seguimiento de las nulas gracias de estos infumables intérpretes, dejando desamparado un vodevil que deja entrever sus pobres costuras. Ni la presencia siempre amenazante de Bela Lugosi, intentando brindar malignidad a todas sus presencias. La una sirvienta chillona, a lo Una O’Connor, o la fugaza presencia de el posteriormente magnífico Joseph Calleia, en una performance chirriante, basta para insuflar interés al conjunto. Salidas y entradas de puertas y rincones oscuros. Una escenografía de raíz gótica y siniestra. Algún gag afortunado –ese maniquí que se pega a la espalda de uno de los Ritz, pensando que está siendo seguido por un fantasma-. O la presencia de la habitual iconografía del género, en este caso ayudada por la presencia de un enojoso gorila, completarán una película que, justo es señalarlo, podría haber legado algo más lejos en su efectividad, tal y como atestiguan sus primeros minutos, pero que se malogra por la única razón que le ofrece su propia existencia; el protagonismo de uno de los peores equipos cómicos que jamás vieron la gran pantalla; the Ritz Brothers.

Calificación: 1’5

WHILE PARIS SLEEPS (1932, Allan Dwan) Mientras París duerme

WHILE PARIS SLEEPS (1932, Allan Dwan) Mientras París duerme

Hace unos meses tenía la ocasión de contemplar HANGMAN'S HOUSE (El legado trágico, 1928), una atractiva incursión de John Ford en la figura de un preso encarnado por Victor McLaglen, que se fugaba para ajustar cuentas en torno a una injusticia cometida en territorio irlandés. Es curioso señalar como cuatro años después, el mismo intérprete encarnaba un rol de características similares en WHILE PARIS SLEEPS (Mientras Paris duerme, 1932), un atractivo pero apenas referenciado título de Allan Dwan, del que por fortuna existe una muy valiosa referencia en el imprescindible “50 años de cine norteamericano” de Taverniel y Coursodon. Todo ello, dentro de su por otro lado no muy estimulante y forzosamente parcial recorrido por la prolija filmografía del cineasta. Señalaban con pertinencia los críticos franceses la atmósfera asfixiante del relato, destacando el conjunto casi como precedente del “realismo poético” francés.

Y es que es así como a veces nos damos de bruces con orígenes cinematográficos. Como en esta producción de serie B de la Fox, que apenas sobrepasa la hora de duración, y que ofrece en su escasísimo metraje, más densidad, fuerza expresiva y arrojo fílmico, que tantas y tantas producciones de notable presupuesto, incluso no pocas desarrolladas en ambientaciones similares. El film de Dwan se inicia con una garra asombrosa, mediante ese travelling frontal que se dirige en medio de la espesura del follaje de la Guyana, centrando el mismo en la figura de Jacques Costaud (McLaglen), un preso fugado con un compañero que es perseguido por un grupo de guardias de la prisión. En apenas pocos planos percibimos esa sensación de opresión que viven los dos fugados, siendo el compañero de este acribillado por los disparos de los guardias, mientras que Costaud se sumerge en un pantano y es dado por ahogado en el mismo. La acción se traslada a Paris, ciudad donde el fugado tiene una cuenta pendiente; el reencuentro con su hija, de la que solo posee una carta de su mujer –en la que manifiesta estar a las puertas de la muerte- y una imagen de la muchacha. Ella es la joven Manon (Helen Mack). Muy pronto nos trasladamos a su entorno, el de una mugrienta pensión regentada por una anciana poco recomendable, en los bajos fondos de Paris. De la misma es desalojado por la propietaria, ya que debe el dinero del alquiler –se ha gastado todo el que tenía en el funeral de su madre-. La muchacha no olvida tampoco a su padre, depositando una carta de recuerdo en el monumento al soldado desconocido –Jacques combatió en la I Guerra Mundial, aspecto por el que le fue conmutada la pena de muerte por asesinato-, ya que desconoce la realidad de este –su madre le contó que murió en combate sin encontrarse su cuerpo-.

En apenas unos minutos, Allan Dwan logra introducirnos en la atmósfera de esos bajos fondos parisinos con una presteza, una autenticidad y un sentido del primitivismo cinematográfico, a mi modo de ver directamente heredado de Griffith, combinando en sus imágenes una clara herencia expresionista. Con el uso de una planificación en la que nada falta y nada sobra, unos diálogos siempre pertinentes –la afirmación de Jacques cuando es capturado en torno a la paradoja de los crímenes cuando son cometidos siendo soldado o civil-, lo cierto es que en todo momentos asistimos a una especie de pesadilla directamente enmarcada dentro de rasgos cercanos al folletín, en la que el primitivismo de sus personajes deviene sorprendentemente eficaz. Un ámbito en el que el destino en ocasiones impide el reencuentro deseado –ese impagable instante en el que Manon abre la puerta de la que era su habitación, dudando entre salir o quedarse a comer en la que ya es la alquilada por Paul (William Bakewell), sin saber que tras ella se encuentra su padre, al que por otro lado nunca conocerá como tal-.

Es sorprendente el grado de vigencia que adquiere ese auténtico descenso a los infiernos de ese muerto en vida que es Jacques Costaud, al que solo la intención de ayudar a esa hija que nunca deseará que sepa que es su progenitor –su esposa se lo sugirió por carta-, en un momento dado optará por identificarse como amigo del mismo. Y en torno a este deseo contemplaremos la historia de amor entre Manon y Paul, ese joven gascón que casi de manera inevitable se enamorará de la muchacha, siendo correspondido en sus sentimientos, dentro de un ámbito –esa lóbrega taberna de siniestros sótanos llamada “Casque d’Or”-, en donde nada bueno puede surgir. La cámara de Dwan se muestra segura ante todo en la plasmación de un universo sucio, asfixiante y oscuro, en el que la vida aparece cuando el resto de parisinos duermen, y donde el delito, el pecado y el recelo aparecerán, de manera sorprendente, como caldo de cultivo para que estos dos jóvenes puedan iniciar una nueva vida, en común, y bien lejos de la pestilencia emocional que desprenden todos sus rincones. Un contexto del que el realizador sabe extraer toda su crueldad –ese sótano del establecimiento en el que el siniestro Roca no duda en quemar en un horno a un soplón de la policía, y en el que finalmente Costaud no dudará en inmolarse, no sin antes lograr que la policía atrape a la banda de delincuentes que operan en dicho ámbito, como si un detestable microcosmos cobrara vida cada noche parisina.

Apenas hay en el reducido metraje de WHILE PARIS SLEEPS instantes para el sosiego. Solo la contemplación por parte de Jacques como su hija acude a una iglesia a poner dos velas a sus progenitores, o ese paseo en barca de la muchacha con Paul, en el que él revela sus orígenes, y que ella no duda en considerar el mejor día de su vida. Y entre la nómina de seres de baja estofa que pueblan esta ficción, nos quedaremos con el semblante triste y al mismo tiempo comprensivo de Fifi (Rita La Roy), otra de las empleadas en el tugurio en el que Manon trabaja, quien verá en ella la oportunidad de regenerarse en una vida que ella misma nunca ha podido tener. Apenas una mirada, un gesto, era suficiente en una película de la concisión y la fuerza emocional del film de Dwan, para trasladar al espectador los sentimientos de estos personajes, que parecen erigirse como una mezcla entre Griffith y Borzage, pero aderezados con un sentido de la crueldad, el detalle –la fuerza que adquiere esa condecoración de guerra que la muchacha guarda con devoción como único recuerdo de su padre- y la inmediatez de verdadera consistencia. Sin embargo, los fotogramas finales darán un margen a la esperanza. Los dos amantes se dispondrán a viajar a ese rincón francés que fue el origen de Paul, realizando una ofrenda a los padres de Manon, sin que ella sepa que, en una segunda y casi suicida oportunidad, fue su progenitor el que puso la simiente para sacarla del arrollo.

Con WHILE PARIS SLEEPS nos encontramos ante una pequeña joya del cine de Dwan, que solo nos lleva a intentar acercarnos a más títulos apenas reseñados de este pionero del cine, cuyo instinto fílmico fue una constante a lo largo de una extensa andadura, que se prolongó hasta finales de la década de los cincuenta.

Calificación: 3’5