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CINEMA DE PERRA GORDA

Allan Dwan

PASSION (1954, Allan Dwan)

PASSION (1954, Allan Dwan)

Dentro de la ingente filmografía de Allan Dwan, no cabe duda que su encuentro con el productor Benedict Bogeaus (1904 – 1968), además de favorecer una determinada continuidad laboral en la década de los cincuenta, propició una decena de títulos, entre los cuales se encuentran algunas de las más extrañas y valiosas contribuciones de Dwan a sus últimos años de carrera. No olvidemos que Bogeaus apostó en su andadura como productor –que convendría investigar y analizar con detalle-, una serie de propuestas arriesgadas, lindantes con la abstracción –ahí está el ejemplo de uno de los mejores, menos conocidos y más insólitos films de Jacques Tourneur APPOINTMENT IN HONDURAS (Cita en Honduras, 1953)-, describiendo una serie de fábulas en torno a los recovecos del comportamiento humano.

Una de dichas aportaciones lo propone esta valiosa PASSION (1954), realizada por Dwan tras la que quizá sea su obra cumbre –SILVER LODE (Filón de plata, 1953)-, en la que se propone una extraña mezcla de apólogo moral, ligada por supuesto a ese ideario primitivo que albergó su cine a lo largo del tiempo. Una forma de pensar en la que su ascendencia e inquietud bíblica, se pone de manifiesto en esta historia en la que se dirime una injusticia, la sed de venganza  al hora de responder a la misma, y la búsqueda del arrepentimiento. Es curioso como nos encontramos al mismo tiempo muy cerca y muy lejos del planteamiento que ofrecería el Henry King de la posterior THE BRAVADOS (El vengador sin piedad, 1958), pero en ambos casos asistimos a obras ya casi seminales de realizadores dotados de una fuerte personalidad al tiempo que una personalísima narrativa, aunado con unas fuerte convicciones de índole religiosa, que se manifestarán en la obra de los dos cineastas mencionados. En este caso, las mismas se plasmarán en la andadura del protagonista del relato, Juan Obreon (un vulnerable Cornel Wilde), ganadero ya consolidado en su posición que regresará con sus animales hasta la California aún mejicana de finales del siglo XIX. Allí se reencontrará con la familia de Gaspar Melo (John Qualen), un bondadoso ganadero padre de dos hijas, Tonya y Rosa Melo (ambas encarnadas por Yvonne De Carlo). Precisamente en el interín de su ausencia, y fruto de su relación con la segunda de ellas tuvo un pequeño, al que conocerá de manera inesperada, forzando con ello su boda con Rosa. Sin embargo, la decisión del heredero de las tierras que ocupa Melo y los demás propietarios de la zona –que fueron cedidas a diferentes familias de la zona- obligarán a que estos abandonen las mismas. Por su parte, Juan deseaba que su futura esposa se marchara con él a su rancho, acompañada por los componentes de la familia. En ella se encontrará siempre la mirada compresiva pero al mismo tiempo triste de su hermana gemela, de la que desde el primer momento –y en ello incidirá la planificación propuesta por Dwan- se describirá su secreta pasión hacia el protagonista.

Muy pronto lo que en una primera instancia se manifiesta como un extraño triángulo amoroso, derivará en el estallido de violencia emanado por los hombres de don Domingo, el legítimo pero inflexible propietario, incapaz de respetar el acuerdo de palabra de sus antepasados. Ello provocará el enfrentamiento de sus súbditos, encabezados por el violento Sandro (Rodolfo Acosta), contra la vivienda de Melo, al que asaltarán y, junto al bravucón Castro (Lon Chaney Jr.), asesinarán a este, su esposa y a la propia Rosa, quien antes de morir tendrá la lucidez de esconder a su pequeño en un rincón que los hombres de Sandro no advertirán, siendo recogido el bebé por unos criados que lo acogerán en su seno. La tragedia se adueñará de Obreon, quien a partir de ese momento tan solo pensará en consumar su venganza en torno a los hombres de Sandro, a los que previamente avisará de manera rotunda –clavando una navaja en la puerta de cada uno de ellos-. De manera fría irá acabando con ellos, provocando la activa labor del capitán Rodríguez (Raymond Burr) y su ayudante el sargento Muñoz (Rodolfo Acosta), quienes no cejarán en el intento de capturar a Obreon, al objeto por un lado de detener su espiral de violencia, y someterlo a la justicia por los crímenes cometidos, ya que en realidad no se disponen de pruebas para incriminar a los asesinados.

En realidad, PASSION se inserta dentro de ese ciclo de realizaciones caracterizadas por su abstracción y austeridad. Por su escaso apego a la imaginería del western y, por el contrario, erigirse dentro de un subgénero, que podría englobar títulos tan dispares –y valiosos- como THE NAKED DAWN (1955) de Edgar G. Ulmer o GREAT DAY IN THE MORNING (Una pistola al amanecer, 1956) de Jacques Tourneur –con la que por cierto se comparte la presencia de Raymond Burr en el cast-. En estos y otros títulos se apuesta de manera expresa por el conflicto interior de sus personajes, antes que en el seguimiento de una base dramática más o menos visible. Títulos en los que sus personajes son definidos a partir de una notoria ambivalencia, dentro de un aura en las que representan auténticas tragedias personales enmarcadas en apólogos morales. No es una excepción la propuesta de Dwan, donde en realidad todo se resume en la búsqueda de un sentido último a la actitud de un hombre honesto como Obreon, a quienes las circunstancias han despojado a su legítimo deseo de una existencia feliz, y que deseará responder según su particular manera de entender la existencia. El sentido de la justicia –representado por los dos oficiales que lo perseguirán, y finalmente comprenderán la legitimidad de su violenta venganza-, alcanzará un apasionante clímax en la excelentes secuencias de exteriores, en los cuales el realizador interrelacionará de manera admirable la persecución de este hacia Sandro –el único testigo del asalto que está vengando, y de quien pretende lograr el testimonio definitivo que justifique su acción-, la de los oficiales de la justicia hacia Obreon, y la de la propia Tonya –quien finalmente logrará acercarse sentimentalmente al que en principio iba a ser solo su cuñado-, acompañada del criado que ha revelado la custodia de su hijo, que tendrá su punto de reunión en una especie de ermita, cumbre de la imaginería religiosa que predominará en la parte inicial del film –sobre todo en esos crucifijos que aparecerán en el interior de la vivienda de Melo-. Esa querencia del cineasta por una estricta moral religiosa, es algo que se extenderá por buena parte de su filmografía, impregnando una película en la que la aportación de John Alton en la extraña fotografía en color dispuesta en su conjunto, por momentos nos evocará ecos del cine noir, con el predominio de sombras y claroscuros, sobre todo en las secuencias de interiores. Es por ello que brillarán de manera muy especial esos planos en los que contemplaremos los cielos azules y casi despejados, tras la agreste travesía por terrenos nevados que para nuestros protagonistas aparecerán como una auténtica catarsis liberadora. Apenas referenciada, PASSION no solo es un Dwan legítimo sino, sobre todo, una pequeña perla que merece ser degustada con cierta delectación.

Calificación: 3

BELLE LE GRAND (1952, Allan Dwan)

BELLE LE GRAND (1952, Allan Dwan)

Cuando Allan Dwan asume el rodaje de BELLE LE GRAND (1952) –como tantos de sus títulos, ausente en su momento de las carteleras españolas-, su carrera ya se encontraba poblada por cientos de títulos –es legendario lo prolijo de su andadura-, estaba inserto dentro de su largo periodo para la Republic –uno de los más conocidos estudios “pobres” de Hollywood-, y pese a todo, en los pocos años que restaban de su filmografía, esta se pobló de exponentes magníficos y, sobre todo, ubicados entre los referentes más insólitos del cine de su tiempo. Poco a poco Dwan había ido depurando su cine, pero sus constantes temáticas seguían casi inalterables, proponiendo parábolas de enfoque moral revestidas de un primitivismo que fue prolongando en su discurrir por diversos géneros y argumentos. Esta circunstancia se manifiesta de manera plena en la película que centra estas líneas, que a grandes rasgos podría definirse como una historia en la que los conceptos de ambición y redención se entrecruzan en una trama argumental que combina la narración de época con ecos del western y ciertos resabios de Americana, insertando del mismo modo diversos aspectos épicos, muy propios del mejor cine norteamericano. Incluso siendo algo más rigurosos, y aún encontrándonos dentro del ámbito de un estudio de los ya señalados pobres, lo cierto es que la película muestra en diversos de sus instantes –el espléndido episodio del incendio de la mina, o los interiores de la mansión en la que reside Enna McGee (la impar Hope Emerson) junto a su apocado esposo Corky (John Qualen)-, un esplendor de producción poco común en el mismo, contribuyendo a dotar de credibilidad al conjunto del relato.

BELLE LE GRAND comienza su desarrollo en la segunda mitad del siglo XIX, con el juicio que condenará a la joven Daisy Henshaw (Vera Ralston) a cinco años de prisión, en calidad de inductora del asesinato de un dudoso personaje. La película se iniciará con contundencia mostrando el alegato del fiscal en primer plano y un ligero contrapicado de gran expresividad, anticipando al espectador el hecho de dicha condena, aunque no sepamos en realidad los motivos que pudieron motivar tal acción. Daisy no podrá disfrutar el debido resultado de su defensa, asumiendo por el contrario el repudio de su padre en el momento de ser condenada. Una rotunda elipsis nos limitará esos cinco años, contemplando a continuación a través de un montaje de gran dinamismo, como con el paso de estos, la condenada –convertida ya bajo el nombre de Belle Le Grand-, se ha transformado en una acaudalada mujer de mundo, que ha logrado amasar una fortuna dedicando su vida a los juegos de azar y a la implantación de exitosos casinos. Lo que ha procurado en todo momento, es que con el cambio de nombre lleve aparejado costear de forma anónima todos los gastos emanados por su hermana pequeña Nan (Muriel Lawrence), entre los que se encuentra el desarrollo de su carrera musical. Pero junto a este crecimiento en la fortuna de Belle, se encuentra su reencuentro con el siniestro Montgomery Crame (Stephen Chase), quien en su momento propició que esta fuera condenada en el pasado y, con él, la entrada en escena de John Kilton (John Carroll), un hombre aventurero y ambicioso, que precisará financiación para prolongar sus negocios, y que encontrará en Crame un sempiterno opositor. A partir de ese momento, el film de Allan Dwan logrará esa combinación de géneros –entre los que no faltarán apuntes de comedia, por lo general centrados en los señalados personajes encarnados por la Emerson y Qualen-, e incluso la presencia de canciones, la sensación en suma de asistir como testigos de un periodo convulso de la sociedad norteamericana, en la que la aventura de los pioneros y la fuerza del Oeste, se va transmutando en un nuevo sistema económico en el que la bolsa aparecerá como avanzadilla de un capitalismo que de manera paulatina se adueñará de su sociedad.

Y junto a la precisión, el buen pulso y el sentido del montaje, Dwan no olvidará su capacidad para mostrar una producción trepidante, en la que incluso a través del personaje de Nan se traslada esa nueva sociedad norteamericana, en la que la cultura y el espectáculo constituirán elementos de gran importancia a la hora de configurar su personalidad –y al mismo tiempo permitan la interpretación de algunas canciones por parte de la Lawrence-. Será precisamente la presencia de Nan, la que introduzca en la película una extraña relación triangular entre Kilton, Belle y su no reconocida hermana pequeña, aspecto este que finalmente la hermana mayor asumirá con un sentimiento de derrota, dejando que la cantante y Kilton decidan seguir adelante con su relación, aunque la película culmine con el reconocimiento entre este y Belle de la realidad de sus relaciones. Mientras tanto, BELLE LE GRAND destacará por su extraordinario sentido del ritmo, por la constante sucesión de fragmentos vibrantes, como ese ya señalado incendio de la mina –provocado por un lacayo de Crame; Stone (Harry Morgan)-, en el que su propietario logrará salvar la vida de varios de los atrapados –en ese ya señalado y espléndido episodio, lleno de dramatismo y fuerza expresiva-, aunque no pueda evitar que se produzcan cinco víctimas mortales –son impresionantes los planos desesperados de las esposas en las afueras de la mina, esperando la salida de sus familiares-. Será una enorme contrariedad que no mermará la pasión de su propietario, quien logrará la financiación por parte de Belle, descubriendo una enorme veta de oro, y también asumiendo una casi desesperada contraofensiva por parte de Crame, quien estará a punto de provocar el linchamiento de su eterno rival, y también del matrimonio McGee, que solo la muerte en defensa del siniestro personaje, en sus últimas palabras revelará los motivos y personas que provocaron el accidente.

No cabe duda que BELLE LE GRAND rezuma por los cuatro costados ese electrizante discurrir de la obra de un pionero, que se sentirá como pez en el agua al narrar una de esas tantas historias de similares características –enclavadas en periodos similares, pobladas por personajes femeninos de gran fortaleza-, que se insertarán en aquel periodo de su cine. Poco tiempo después la incorporación del color y su encuentro con el singular productor Benedict Bogeaus, introduciría a Dwan en el último gran ciclo de su cine, incorporando sus temáticas habituales dentro de contextos en no pocas ocasiones revestidos de enorme complejidad. Una complejidad que en esta ocasión ya se vislumbra, aunque desde un prisma y un look más ligado a su andadura pasada.

Calificación: 3

WOMAN THEY ALMOST LYNCHED (1953, Allan Dwan)

WOMAN THEY ALMOST LYNCHED (1953, Allan Dwan)

Si tuviera que definir en una palabra WOMAN THEY ALMOST LYNCHED (1953), el término sería inmediato; delirante. En la célebre entrevista que Peter Bogdanovich brindada a su director, el ya veteranísimo Allan Dwan, ambos hacían mención a su forzado carácter paródico. Una faceta que se puede detectar en algunos de sus pasajes, pero que personalmente no es lo que más destacaría de un western”que a mi modo de ver se brinda como uno de esos referentes que Dwan propuso a la hora de mostrar personajes femeninos dotados de gran fortaleza –quizá siguiendo el sendero del Nicholas Ray de JOHNNY GUITAR (1954), también en el seno de la Republic-, que pocos años después brindarían ejemplos tan extremos en el género como el de FORTY GUNS (1957. Samuel Fuller). Esa voluntad –forzada por su presupuesto y las propias intenciones de su director- de sortear cualquier tipo de convención establecida, es la que en definitiva permite sublimar las limitaciones que ofrece este relato de serie B, en el que se combinan de forma alegre personajes y referencias míticas del Oeste americano –tan solo se omite, y es curioso señalarlo, la presencia de los indios-. En el que se describe el contexto de una localidad que se encuentra en terreno neutral en plena Guerra Civil, encabezada de manera insólita por una aldea, y transmitiendo a través de dicho microcosmos el puritanismo y la doble moral de una sociedad norteamericana que es retratada en mitad del siglo XIX, pero que muy bien podría trasladarse como espejo de la que vivía la norteamericana de los primeros años cincuenta –el propio realizador volvería a esa diatriba en la que probablemente sea su obra cumbre, SILVER LODE (Filón de plata, 1954)-. Sea cierta o no dicha aseveración, lo que ningún aficionado puede dejar de apreciar es esa sensación, entre caótica y desafiante, con la que Dwan asume un material de base que violenta desde sus primeros fotogramas, con ese montaje –ayudado por la narración en off- en el que se nos describe una vibrante descripción del panorama de guerra que vive la nación a mediados del siglo XIX. Una sucesión de escenas de batalla que nos introducen a un contexto bélico, del que parece estar al margen la pequeña localidad de Border City, situada entre Missouri y Arkansas.

La película de repente aparenta introducirse en una localidad invadida por una insólita paz. No será más que un espejismo, en uno de los fragmentos más deslumbrantes del film, esa apariencia de paz que marca la presencia de una calle desierta, solo interrumpida por la presencia de un anciano, muy pronto nos llevará a los modos con los que las autoridades de Border City solucionan sus temas legales; el linchamiento. Será un episodio casi incómodo de contemplar, en el que Dwan acierta de pleno al describir la eterna dualidad del ser humano, reacio pero al mismo tiempo expectante a la hora de contemplar un linchamiento que es legitimado por una multitud enardecida. El contraste de esos instantes de presumible paz con la muchedumbre enracimada, permite a su realizador insertar apuntes de comedia en torno a las mujeres que rodean a la alcaldesa de la localidad –Delilah Courtney (Nina Varela)-, aunque en el fondo planteando una mirada bastante acre en torno a los sentimientos más oscuros inherentes a nuestra condición.

Hasta aquella localidad llegará, atacada por los hombres del bandido Charles Quantrill (Brian Donlevy), la joven Sally Maris (Joan Leslie), siendo escoltada por un jovencísimo Jesse James (encarnado con convicción por un Ben Cooper recién salido de la mencionada JOHNNY GUITAR). Esta ha decidido acudir hasta la localidad para reencontrarse con su hermano, quien regenta el saloon de la misma, recibiendo una fría –y equívoca- aceptación por parte de este. Junto al bandido Quantrill se encuentra su chica, la violenta y provocadora Kate (Audrey Totter), forjándose a partir de la presencia de ambos personajes, todo un compendio de rechazos y atracciones, que tendrán su punto de inflexión en la presencia de Lance Horton (John Lund). Horton es un espía que se encuentra en territorio neutral, que poco a poco se irá ligando a esa inicialmente débil Sally, quien también de manera paulatina irá demostrando una considerable fortaleza al asumir el mando de ese recinto de ocio heredado por su hermano, que se encontraba totalmente dominado por las deudas.

A partir de dichos mimbres, basados en una historia de Michael Fessier, insertada en el Saturday Evening Post, y transformada en guión cinematográfico por Steve Fisher, Allan Dwan acierta al dar vida un conjunto en el que no faltan las referencias históricas tomadas por los pelos –esa presencia de los hermanos James-, aspectos insólitos pero utilizados con tino –la canción que interpreta en el saloon Kate, provocando con la misma a Bill Maris, e implícitamente acelerando su asesinato, o situaciones rocambolescas que, justo es reconocerlo, se plantean en algunos instantes con cierto sentido del humor –sobre todo en los instantes finales, y en líneas generales en las intervenciones que rodean a la alcaldesa de la localidad, pero que en su conjunto brindan un producto atípico, en donde el elemento femenino tiene una fuerte presencia, aunque ello sea a costa de brindarlo “masculinizando” sus aspectos externos –sobre todo en el rol encarnado por la mencionada Audrey Totter. Esa herencia de la cercana obra cumbre de Nick Ray, permitirá a Dwan hacer literalmente lo que le da la gana, a la hora de sobrellevar un planteamiento que en manos de otro cineasta estoy convencido hubiera estado condenado al fracaso más absoluto. Por el contrario, bajo su batuta alcanza un notable vigor y, sobre todo, transmite al espectador esa voluntad del artista humilde y al mismo tiempo consciente de sus posibilidades, de ofrecer un producto casi al margen de cualquier convención al uso, y en donde por encima del seguimiento a un argumento más o menos convencional, destaca la clara decisión de situarse al margen. En definitiva, que aún partiendo de unos materiales bastante limitados, uno de los grandes pioneros de Hollywood, al servicio de uno de los estudios pobres de la industria, no se amilanó a la hora de ofrecer un conjunto en el que, por encima de las ligerezas argumentales que presenta, ofrece un cine libre, valiente, y sin ningún tipo de cortapisas.

Calificación: 3

ROBIN HOOD (1922, Allan Dwan) Robín de los bosques

ROBIN HOOD (1922, Allan Dwan) Robín de los bosques

Contemplar ROBIN HOOD (Robín de los bosques, 1922. Allan Dwan) cerca de noventa años después de que la película haya sido realizada, es algo más que un ejercicio de reconocimiento hacia el grado de madurez que el cine de aventuras espectaculares, ya había demostrado con un título como este. Y es que nos situamos nada menos que en 1922, año en el que gracias al grado de convicción puesto de manifiesto por parte de su realizador sobre la figura que ya era Douglas Fairbanks, la gran estrella del género de aventuras silente, decide embarcarse en una costosa aventura que sobrepasó los dos millones de dólares de la época, aunque llegado el momento de su estreno lograra un enorme éxito comercial que sirvió además como justa compensación para un título arriesgado en grado extremo. Un arrojo que partía por su apuesta hacia unas escenografía y un diseño de producción, que en aquel momento superaban todo lo realizado hasta entonces –incluidos los portentosos logros de Griffith-, y que aún hoy tienen la capacidad de fascinar a cualquier tipo de público que contemple su resultado sin ningún ánimo prefigurado. Y al señalar este detalle, me estoy refiriendo a la costumbre existente de contemplar –si es que hay aficionados que se molesten en ello- con cierta superioridad el cine mudo. Además de resultar una estupidez y denotar una falta de sensibilidad, ver con ojos limpios ROBIN HOOD supone, además de asistir a un espectáculo brillante y lleno de amenidad, contemplar el desarrollo de una aventurera amistad, en la que no faltan las traiciones, lances amorosos, elementos de tintes bizarros, y también insertando en su metraje no pocas dosis de sentido del humor y distanciación, que fue uno de los rasgos que Fairbanks aplicó en los personajes que interpretaba en sus películas. Se trata de un rasgo que a este título concreto le ha ayudado mucho, de cara a mantener casi intactas sus cualidades con el paso del tiempo.

Pero es cierto que el impacto inicial que recibe el espectador, se centra al atisbar la magnificencia y perfección de la escenografía del castillo del Rey Ricardo, de la que se encargó el decorador Wilfred Buckland, y que el propio Fairbanks acogió con escepticismo, ya que pensaba que sus grandes dimensiones iban a diluir su personaje. Por fortuna, pudo desempeñar el rol del noble Huntington y posteriormente el personaje de Robin Hodd, teniendo a gala sus acciones más características, y logrando además ofrecer en el interior del castillo acrobacias tan espectaculares como la bajada a través de un inmenso cortinaje que recorre uno de sus frontales. Sería injusto, sin embargo, limitar los valores de un título como este, en función de esta escenografía –ciertamente deslumbrante-. Incluso en esta misma vertiente, hay que destacar que la ofrecida en los bosques donde se reúnen los seguidores de Hood, posee idéntico grado de magnificencia, como lo adquiere el episodio que describe la llegada de las tropas del Rey Eduardo a Francia. Es decir, que esta vigorosa suntuosidad se manifestó a lo largo de los distintos escenarios y marcos en donde se desarrolla la acción.

Más allá de estas consideraciones, ROBIN HOOD destaca en su brillante expresión como espectáculo cinematográfico, destacado por una fluidez y ritmo quizá no muy habitual en el cine de aquellos primeros años veinte. Es evidente que en ello se encuentra la mano de Allan Dwan, quien confirió a la película suficientes elementos humorísticos y románticos, que se manifestaban en el primero de estos rasgos por el sorprendente temor que el noble Huttington muestra hacia las mujeres. De hecho, una de las primeras secuencias de la película, en la que este huye de la galantería de las jóvenes, parece prefigurar la génesis de la posterior SEVEN CHANCES (Siete ocasiones, 1925) en la filmografía de Buster Keaton. También en ROBIN HOOD hay lugar para el amor y el romance entre Huttington y Lady Marian. La comunión de una pareja que tendrá que separarse, en la que esta posteriormente fingirá su sinceridad, y que en la parte final del film vive su reencuentro con su amado en una secuencia de exquisita sensibilidad romántica –los dos amantes se reencuentran en la campiña junto al mar- formando una hermosa estampa, es digna de los mejores cineastas románticos de décadas posteriores.

En la narrativa del ya muy experimentado Dwan observaremos su querencia por una planificación ágil y lógica, punteada por insertos y planos de detalle, que contribuyen a aclarar cualquier incidencia, pero la misma se centrará en servir las andanzas del personaje encarnado por Fairbanks, aunque sin abandonar el conjunto de secundarios que pueblan la historia, atendiéndolos a través de los rasgos emanados por la leyenda británica. El realizador llegará incluso a esbozar algunos elementos bizarros que brindan el oportuno contrapunto a la ligereza y jovialidad inherente a la mayor parte del metraje. Uno de ellos, sin duda el más espectacular, es el ataque de las nuevas autoridades, que deja las calles nocturnas adornadas de forma macabra, con numerosos cadáveres colgados formando un dantesco espectáculo. Pero pese a ese puntual elemento siniestro, cabe definir en ROBIN HOOD una apuesta que vivirá hoy y siempre, puesto que al margen de los elementos novedosos que aportó de forma específica, lo cierto es que ofrece una adecuada combinación en la confluencia de su equipo técnico y artístico y también, ya ciñéndonos a sus resultados, instaurando prácticamente un camino adecuado para el relato cinematográfico en este tipo de historias. Algo que por cierto, y aún a riesgo de resultar impertinente, me lleva a afirmar que dos títulos posteriores tan mitificados como THE ADVENTURES OF ROBIN HOOD (Robín de los Bosques, 1938. Michael Curtiz y William Keighley) y ROBIN AND MARIAN (Robin y Marian, 1976. Richard Lester) no lograron ni de lejos igualar el encanto, ritmo, inocencia y capacidad de sorpresa, que sí logró plasmar en la pantalla Allan Dwan en su más célebre obra silente.

Calificación: 3

TENESSEE’S PARTNERS (1955, Allan Dwan) El jugador

TENESSEE’S PARTNERS (1955, Allan Dwan) El jugador

Suele haber bastante consenso a la hora de situar TENESSEE’S PARTNERS (El jugador, 1955) entre las mejores obras de la extensísima filmografía del norteamericano Allan Dwan. Una copiosa producción que abarca centenares de títulos desde el corazón del periodo silente, y que en la década de los cincuenta logró alcanzar una cierta estabilidad laboral –siempre dentro del ámbito de la serie B-, en una serie de títulos producidos por Benedict Bogeaus –una personalidad cinematográfica a la que se debe la iniciativa de numerosas películas de interés y que, por el contrario, no ha merecido aún ese aura mítica que sí alcanzaron otros productores dentro del ámbito de la producción de bajo presupuesto, como fue el caso de Val Lewton. Valga este enunciado como llamada de interés para efectuar una mirada global a su aportación como promotor fílmico-. Entre esta larga colaboración entre ambos, surgieron westerns, extrañas e incluso estrambóticas parábolas bíblicas envueltas en ropajes del cine aventuras, triángulos amorosos articulados por su alcance pasional... Toda una amalgama de propuestas que se caracterizaron en todo momento por su sensualidad, el hecho de romper cualquier barrera genérica en la que fueran insertadas, la valentía que pusieron en práctica al plasmar proyectos sin miedo a caer en el ridículo –cierto es que en muy pocas ocasiones lo bordearon, al menos entre los títulos que he podido contemplar de esta colaboración- y también por la fidelidad hacia determinados técnicos, que aportaron una unidad a estas películas, por más que estas frecuentaran géneros variados, e incluso estuvieran dotadas de un extraño esplendor visual. Es algo que el propio Dwan destacaba en una lejana entrevista a Peter Bogdanovich, resaltando la aportación como director artístico de Van Nest Polglase, un hombre de gran talento que había caído en desgracia en los grandes estudios debido a su adicción a la bebida y, por otro lado, el gran operador de fotografía John Alton, quien sintonizó con Dwan de una manera especial, transmutando ese blanco y negro de gran dureza que había caracterizado su aportación previa, dotando a los títulos en los que colaboró con el veterano pionero de una extraordinaria gama cromática, para lo que hubo que luchar con trucos sorteando las trabas sindicales, y lograr con ello esos rodajes rápidos que demandaba el equipo productor comandado por Bogeaus.

 

He de señalar que entre los exponentes que he contemplado de esta colaboración, no dejaría de destacar –pese a defectos inherentes a producciones de escaso presupuesto-, los valores y la singularidad que presentaban PEARL OF THE SOUTH PACIFIC (1955), THE RIVER’S EDGE (Al borde del río, 1957) e incluso no debería dejar de citar el reconocido y previo SLIGHTLY SCARLET (Ligeramente escarlata, 1956) –que dejo en un poco en el aire, en la medida que hace muchos años que no la he revisado, aunque estoy seguro que en una próxima revisitación me depararía un interés aún superior-. En cualquier caso, no dejo de reconocer que hasta el momento de contemplar el título que comentamos, si hubiera tenido que quedarme con un título de cuantos había contemplado de Dwan –menos de los que quisiera-, sin duda elegiría el electrizante y casi aterrador en su crítica del maccarthysmo SILVER LODE (Filón de plata, 1954), uno de los westerns más atrevidos, valientes e incluso arriesgados formalmente que jamás produjo Hollywood. Pero hete aquí que acceder a TENNESSEE’S... de alguna manera ha sacudido –por fortuna- este relativo escalafón que tenía establecido en mi recuerdo de la figura de Dwan. Y es que aún reconociendo que seguiría citando SILVER LODE como mi título suyo preferido, no es menos cierto que situaría en un similar grado aprecio a la extraña mezcla de cine del Oeste y melodrama que ofrece esta magnífica película, basada en una historia de Bret Harte, y llevada a la pantalla bajo un amplio equipo de guionistas, entre los que al parecer se encontró el propio realizador sin estar acreditado.

 

La película se inicia con unos títulos de crédito dotados de una extraña tonalidad, centrados en el extraordinario cromatismo ofrecido por Alton, combinado por una alegre canción que servirá como fondo para mostrar la llegada de Cowpoke (un Ronald Reagan que interpreta su personaje con notable sensibilidad) a una localidad de California, con la intención de encontrar allí a la mujer con la que se ha relacionado por escrito, y que aspira a convertirse en su esposa. Este ha trabajado durante largo tiempo en una mina, siendo poseedor de una nada despreciable fortuna que pondrá a disposición de su futura esposa. Muy pronto, a la llegada a esas calles que le servirá de encuentro, el joven minero actuará instintivamente en defensa de alguien que no conoce, pero que resultará esencial en su destino. Se trata de Tennesse (un magnífico en su impasibilidad John Payne), conocido jugador de la localidad, relacionado con la dueña de un extraño local en el que jóvenes muchachas esperan su destino como futuras esposas –la duquesa (Rhonda Fleming)-, y al mismo tiempo envidiado por las constantes fortunas que gana jugando al poker; algo que no pocos atribuirán a trampas, pero que él mismo asume en su conocimiento del juego –que en definitiva se podría extender como una metáfora a su visión desencantada de la condición humana-. La defensa ofrecida por el recién  llegado salvará la vida de Tennesse, estableciéndose muy pronto una sincera amistad entre ambos hombres, siendo Cowpole invitado a residir en el local que regenta “la duquesa”. Sin embargo, este intercambio de afecto se verá pronto erosionado al conocer nuestro jugador a la que supuestamente sería la esposa de su amigo; una de sus antiguas amantes, joven de dudosa reputación que pronto intuirá solo desea aprovecharse del inocente minero. La situación llegará a enfriar una amistad que se aventuraba como inalterable, y que llegará a convertirse en motivo de abierto enfrentamiento cuando Tennesse simule fugarse con la prometida de su amigo, haciéndola viajar en un barco de río, y entregándole el suficiente dinero para que se aleje de este. Mientras tanto, tanto la duquesa como Cowpoke quedarán atónitos de lo sucedido, quedando este último con la plena disposición de buscarlo para matarle. Será todo ello el inicio de una serie de situaciones de creciente dramatismo, que culminarán en el estallido colectivo en una localidad minera en la que prenderá la denominada “fiebre del oro” con el descubrimiento de una mina que había patrocinado Tennesse, aprovechándose para ello el eterno enemigo del concienzudo jugador –Turner (Anthony Caruso)- para acabar con alguien que se interpone en sus planes, y considerar a este un eterno rival.

 

TENNESSEE’S PARTNER sorprende e incluso en no pocos momentos llega a deslumbrar, en primer lugar por su propia esquiva ubicación genérica; encontrarnos ante un extraño western que apenas roza los mínimos exigibles para ser insertado en el género, escorándose de manera creciente en la espiral del melodrama. Pero al mismo tiempo tampoco puede decirse que su contenido se centre en los esquemas propios del género por excelencia del cine. Unamos a ello la propia extraña configuración de sus imágenes, que se iniciarán y culminarán de manera en apariencia alegre y optimista, casi como si indicaran al espectador que todo aquello que acaban de contemplar no es más que una más de las representaciones de la comedia de la vida. Ayudado por ese ya señalado admirable cromatismo de sus fotogramas, insertando en la acción un marco tan insólito como ese salón en el que jóvenes muchachas buscan encontrar la solidez de sus vidas encontrando esposos dotados con los recursos logrados en las minas, podríamos descubrir en el film de Dwan un alcance transgresor comparable al de los melodramas más reconocidos que por aquellos años estaba rodando Douglas Sirk. Cierto es que en esta ocasión, no encontramos una mirada de denuncia tan concreta como la que planteaba el citado SILVER LODE, pero no es menos cierto que en la apariencia sencilla de la película que comentamos, aparece configurada de una rara y cada vez más apasionante complejidad, en la que además se alcanza un admirable equilibrio entre lo que se narra y la manera de plasmarlo con unos modos cinematográficos secos, directos y honestos.

 

Y es que, en última instancia, lo que realmente describe el film de Dwan es una abierta parábola sobre la importancia de la amistad, quizá planteada en la película como la relación más hermosa que pueda plantearse entre dos seres humanos. Sin buscar en ello cualquier matiz de índole homosexual, no cabe duda que en la película destacarán con fuerza dos fragmentos en los que Tennesse y Cowpoke se confesarán en sus intimidades. El primero de ellos quedará enmarcado cuando ambos son encarcelados brevemente tras la muerte por parte del recién llegado del pistolero que estaba a punto de acabar con el conocido jugador. Serán unos instantes en los que se desprenderá una enorme complicidad entre ambos –atención al detalle del encuadre especial entre unas rejas más acusadas que rodean a Tennesse-. El otro encuentro sucederá en la parte final de la película, cuando tras una cruenta pelea entre ambos, revelará al desengañado minero la realidad de aquello que el jugador le había contado, respecto a la nula fiabilidad que le iba a ofrecer la joven de dudosa moralidad que iba a ser su esposa –es especialmente revelador el detalle de la mano que Cowpoke pondrá en el hombro de ese amigo que ha recuperado-.

 

Pero con ser quizá el nudo gordiano de la película, limitar la excelencia del film de Dwan a este apólogo moral en torno a la amistad, sería obviar el abundante caudal de sugerencias y aciertos que presenta un relato conducido con una progresión ejemplar. Detalles como la manera con la que es presentado Tennesse –emergiendo en plano medio durante una partida de cartas -en la que se atisbará la animadversión que Turner le profesa, quizá basada más que en las pérdidas que sufrirá sin descanso, en la propia seguridad que nuestro protagonista manifestará en todo momento-. Puede con ello que los responsables de la película desearan mostrar un prototipo del ser escéptico ante un entorno malsano y sombrío pese a la visión colorista que muestran en todo momento sus secuencias. En realidad, el experto jugador parecer emerger por la función como un ser ajeno a la mediocridad imperante en un territorio al que ha recalado tiempo atrás, después de haberlo hecho en otros estados, y del que su extraño –y noble- sentido de la dignidad, tendrá en ese joven minero ilusionado que le ha salvado la vida, un referente para devolverle una andadura existencial merecedora de un mejor destino. Pero al mismo tiempo, la película no dejará de apostar por su poderosa forma narrativa –el espléndido y tenso episodio en el que Turner contratará a un matón para que provoque a Tennesse en una partida de cartas, será un perfecto ejemplo de dicho enunciado- ni tampoco por la inclusión de afilados diálogos, como el que mantendrá el citado Turner con dicho matón antes de cerrar el trato con este, quien le pregunta que sucederá si pierde. “Un funeral gratuito” será la concisa respuesta del eterno enemigo del protagonista del film.

 

Pero aún existirá un diálogo que –a mi modo de ver- en sus pocas palabras, se erigirá como el momento más conmovedor de una película sorprendente, sin asideros emocionales, deslumbrante en no pocos momentos y que, sobre todo, se erige como una de las muestras más atrevidas que el cine del Oeste brindó en aquellos años cercanos a su crepúsculo como género. Me refiero a ese plano que muestra de forma tan sencilla como dolorosa el funeral de Cowpoke con la sola de presencia de Tenesse y la duquesa. El único y lacónico comentario que el experto jugador acertará a pronunciar, intuyendo en su semblante taciturno el dolor por haber perdido a alguien a quien quiso de verdad pese al poco tiempo que convivió con él; será “Y ni siquiera conocía su nombre”.

 

Así es como narradores con décadas y décadas de oficio a sus espaldas, supieron en un periodo de transformación industrial y cercano declive de la serie B, articular propuestas magníficas, a las que el paso de los años no solo no merman en sus cualidades, sino que incluso me atrevería a decir confirman en sus vigencia. TENNESSEE’S PARTNERS fue un claro y venturoso ejemplo de dicho enunciado.

 

Calificación: 4

SUEZ (1938, Allan Dwan) Suez

SUEZ (1938, Allan Dwan) Suez

Lo primero que sorprende en SUEZ (1938, Allan Dwan) es su desmarque de la pesadez que, en líneas generales, caracterizaban las grandes producciones de época realizadas en aquellos años treinta en estudios como la Metro Goldwyn Mayer. Me viene esta impresión a la mente al comparar el brío y en buena medida la desdramatización que define el siempre fresco metraje del film de Dwan, con propuestas tan pomposas como las que podría ejemplificar títulos como la coetánea MARIE ANTOINETTE (María Antonieta, W. S. Van Dyke, 1938), también con la presencia de Tyrone Power. En su oposición, el veterano pionero logra articular una superproducción que en todo momento elimina el molesto artificio que por lo general se adueñaron de este tipo de productos, aportando ligereza y reflexión histórica de forma paralela –con todas las licencias que estas pudieran albergar en la visión que la película ofrece de personajes como Eugenia de Montijo (encarnada en el film por una estupenda Loretta Young) o el que sería su propio esposo Napoleón III (Leon Ames)-. Ese recuerdo a la presencia de conocidos referentes de la historia de la segunda mitad del siglo XIX, que puede ir desde el novelista Víctor Hugo o el propio primer ministro Disraelí, son asideros y recursos –trasladados como guión de la mano del experto Philip Dunne- de los que se sirve esta superproducción de Darryl F. Zanuck, a la hora de articular un relato atractivo, caracterizado por un ritmo trepidante, dominado igualmente con un extraño vitalismo interno, y que en su metraje de poco más de noventa minutos ofrece elementos y situaciones para haber planteado una duración mucho más extensa. Sin embargo, la concisión que plantea la película –y por la que el propio Dwan apostó contando para ello con el apoyo del propio Zanuck-, con el paso de los años se revela como uno de sus más firmes aliados, llevándonos a evocar en el ritmo de la sucesión de sus episodios, nada velados ecos centrados en la eficacia del cine mudo.

 

SUEZ narra la trayectoria del creador del conocido canal de Suez, Ferdinand de Lesseps (un realmente notable Tyrone Power), hijo de un conocido representante de la Asamblea Francesa. Este será destinado como embajador en Egipto, lugar donde nuestro protagonista ideará la posibilidad de construir un canal que supusiera una considerable ventaja dentro del transporte marítimo internacional. A partir de esa premisa, nadie puede negar que nos encontramos con una producción que desea aunar cine espectáculo, y que en última instancia se plantea como una apuesta para el desarrollo de ciertos episodios en los que el departamento de efectos especiales ofrezca el esplendor de un estudio. Sin dejar de reconocer esta tan previsible como legítima aspiración de los responsables de la 20th Century Fox, lo cierto es que se puede atender a la inteligencia de su puesta en marcha o la contundente eficacia de su resultado, comparándolo por ejemplo con otra conocida producción de la Metro –no quiero parecer demostrar manía con el estudio del león, ni con la figura del apergaminado W. S. Van Dyke- como SAN FRANCISCO (1936), en la que apenas unos minutos finales admirables que mostraban la furia del movimiento sísmico protagonista, podían permitir salir del aburrimiento de hora y media precedente. Por el contrario, el film de Dwan sabe navegar en los meandros de la historia, se muestra totalmente fluido en la sucesión de episodios, y resulta francamente interesante en su alegoría sobre los peligros del poder y el juego arbitrario y deshumanizado de la política, facetas ambas ante las cuales se revelará la nobleza en las intenciones de Lesseps.

 

Todos esos matices se ligarán en torno a la dualidad amorosa que presidirá su relación con la mencionada Eugenia, a la que en un brillante apunte de guión –la consulta de esta y también de Ferdinand con un adivino que se encuentra en una fiesta palaciega- anunciará su inclinación por las ventajas de la vida en la corte. Por su parte, en su estancia en Egipto, nuestro protagonista conocerá a la joven plebeya Toni Pellerín (una sensual Annabella), a la que tomará como una fiel amiga y procurará para ella una educación esmerada –llevándola a estudiar a un colegio londinense-, sin advertir que esta siempre ha visto en el aguerrido Lesseps a su auténtico amor. Será una circunstancia que este advertirá demasiado tarde, al comprobar como llegará a sacrificar su vida para poder salvar la suya. Y lo hará en el magnífico episodio de la tormenta que destruirá todos los trabajos desarrollados hasta ese momento, y que está plasmada con una contundencia y credibilidad pasmosa, erigiéndose además como una auténtica catarsis en función de las dificultades que el proyecto ha venido sufriendo a partir del corte en el suministro económico para la obra por parte de las autoridades francesas. Será sin duda un fragmento dominado por una espectacularidad que no olvida el alcance de credibilidad de esta rebelión de la naturaleza. En su rededor, destacará la lucha que mantendrá contra la fuerza de la tormenta, logrando atar a Lesseps a un poste y protegiéndole con ello de una muerte segura –dejo para personas más avezadas el análisis de la sexualidad subyacente en esta admirable escena-. Será un punto y casi final, pero por fortuna no supondrá más que un punto y aparte. Nuestro protagonista sobrevivirá a este trágico episodio totalmente traumatizado, aunque en su mirada final a esa obra ya concluida, más que asumir el profundo orgullo de haberla llevado a cabo, su rostro se vea demudado de dolor y añoranza hacia esa Toni, a la que tiempo atrás había asegurado que juntos vivirían la realización de ese sueño personal.

 

Perfecta combinación de superproducción, relato histórico, insólito triángulo amoroso y producción de época, SUEZ se revela como una brillante demostración del talento de Allan Dwan, un realizador familiarizado con producciones de bajo presupuesto, a la hora de insertarse en un contexto de gran producción. Cierto es que de haber caído esta misma película bajo las manos de Henry King, su resultado hubiera ofrecido un semblante más denso y al mismo tiempo reflexivo. Sin embargo, no es menos evidente que su artífice confiere a sus imágenes una textura y ritmo cinematográfico bastante desusado en el cine de aquella época. Quizá por ello, a más de setenta años desde su realización, la película aparezca no solo de notable eficacia, sino que deviene de una frescura inusitada.

 

Calificación: 3

PEARL OF SOUTH PACIFIC (1955, Allan Dwan)

PEARL OF SOUTH PACIFIC (1955, Allan Dwan)

No sería difícil ignorar las cualidades que atesora un título como PEARL OF SOUTH PACIFIC (1955, Allan Dwan) ¡Ahí es nada! Asistir a una muestra de cine de aventuras decididamente escorado en la serie B, cercano en sus postulados al pulp más descarnado, que en sus imágenes nos muestra inevitables momentos de folkore étnico, y encubriendo una nada velada parábola de ascendencia religiosa basada en el poder de la redención sobre el pecado. Con mimbres como los expuestos, era fácil caer en un resultado lindante con lo estomacante. Pero no. Cualquier que se haya acercado mínimanente al cine de Allan Dwan –algo que lamentablemente no está muy al alcance del aficionado de nuestros días-, podrá ratificar en esta sencilla pero muy pronto aguda película, no solo las brillantes maneras de uno de los menos explorados pioneros del cine norteamericano, sino al mismo tiempo evidenciará –a poco que haya contemplado algunos de los títulos del cineasta, sobre todo rodados a partir de la década de los cuarenta- la constante obsesión del cineasta por sus discursos impregnados de una acentuada carga de religiosidad.

 

En este sentido, cabría señalar que PEARL… es, ante todo, una película sobre la tentación. Producida para la ya casi mortecina RKO por Benedict Borgeaux –en cuyo amparo Dwan rodó no pocos e interesantes propuestas de géneros, imbuidas igualmente de ese rasgo de apólogo moral- muy pronto su desarrollo descubre sus cartas, mostrándonos un extraño y siniestro triángulo –al igual que sucedía con la posterior THE RIVER’S EDGE (Al borde del río, 1957)  formado por la atractiva Rita Delaine (Virginia Mayo –inolvidable el plano medio de sus piernas con que es presentada en el film-), Dan Merrill (Dennis Morgan) y el más tendencioso Bully Hague (David Farrar). Los tres viajan en un velero con destino a una isla en donde tienen testimonios de que se encuentra un tesoro de perlas negras. Pronto la película articulará el conflicto que se establece entre los dos vértices masculinos y la sensual Rita, al tiempo que poco después la llegada de estos codiciosos viajeros marcará otro contraste a su llegada con esta isla escondida, que vive plácidamente al mando de un viejo hombre blanco –Halemano (Murvyn Vye)- que se erigió aplicando la justicia y un modo peculiar de entender la relación con la divinidad, previsiblemente con el deseo de huir de un contexto de civilización que muy probablemente le proporcionó alguna desagradable impresión. Así pues, el primitivismo en contraste con la herencia negativa de la civilización del progreso será el eje de conflicto de una película que, bajo sus ropajes como sencillo y formulario exponente del género de aventuras, destaca de manera muy especial en la aguda proyección y relación que establecen sus principales personajes. Todo un atractivo diagrama de caracteres contrapuestos, que con tanta sencillez como eficacia y no pocas veces contundente inspiración, se manifiesta en un conjunto que sabe explorar matices complementarios, que en ningún momento se inclina por el sendero de la simpleza, y que de manera complementaria sabe combinar el erotismo, el peso del pecado, la posibilidad de la redención, el contraste entre los modos de entender la existencia y una búsqueda de la pureza, que teñirá la propuesta de unos tintes progresivamente complejos. Una apuesta por conceptos que incluso llegan a atisbar matices casi metafísicos, que por momentos emparentan –siquiera sea una comparación algo atrevida- esta modestísima película, con el Murnau de SUNRISE: A SONG OF A TWO HUMANS (Amanecer, 1927) o la posterior TABU. A STORY OF THE SOUTH SEAS (Tabú, 1931. Corealizada con Robert J. Flaherty)

 

No cabe duda que para poder apreciar los matices y las sugerencias de PEARL… uno ha de intentar apreciar lo que ofrece un conjunto que en ciertos momentos se ha de someter a los servilismos emanados por un género muy popular en aquel entonces, pero que al mismo tiempo sabe subvertir con un estupendo trabajo de cámara por parte de Dwan. Sus reencuadres, su sentido de la progresión, la disposición de los actores, los matices que emanan de unos diálogos sumamente inteligentes y su adecuado montaje, son elementos que finalmente logran despegar y definir el interés final de esta película que muestra –de nuevo en el cine de su director- el contraste entre primitivismo y civilización, entre pureza y materialismo, apostando de forma muy sutil por esa relación entre el hombre y la divinidad, matizada de un modo lo suficientemente inteligente para que a través de ella quede suficiente atisbo reflexivo. Es así, como el ya veteranísimo cineasta planteó, en medio de decorados sencillos pero eficaces –ese templo lleno de extrañas esculturas, los subterráneos donde se encuentran las perlas, incluso ese lago vigilado por un pulpo de guardarropía-, una suerte de parábola moral que, película si y película también fue reiterando, a través de su esporádico paseo por algunos de los más populares géneros del cine USA, en diversas de sus últimas obras. En definitiva, la plena demostración de la madurez y vigencia de un cineasta que en este periodo de especial importancia para la industria cinematográfica norteamericana, se convirtió con tanta modestia como inventiva cinematográfica y mundo personal, en uno de los más célebres “contrabandistas” –en afortunada expresión de Martin Scorsese- de su tiempo. Algo que esta aparentemente insustancial propuesta de aventuras, demuestra casi plano a plano, en una historia de pecado, expiación y redención, tan insólita como finalmente fascinante, en la que la presencia de ciertas ingenuidades –esa inesperada presencia de Rita como poco creíble misionera- o apresuramientos, no invalidan el alcance y calado de su enunciado.

 

Calificación: 3

HIGH TENSION (1936, Allan Dwan)

HIGH TENSION (1936, Allan Dwan)

Bajo su reconocible corto alcance, una película como HIGH TENSION (1936) puede servir como referencia para destacar el talento de un cineasta aún hoy día practicamente ninguneado, como sigue siendo el primitivo Allan Dwan. Paradoja esta que ofrece esta producción de serie B de la 20th Century Fox, en la que por encima de un tratamiento que combina la comedia con el cine de aventuras, ejerce como un exponente casi primitivo e inesperado de esa screewall comedy, que muy pronto marcaría una de las corrientes más valiosas del cine a partir de la segunda mitad de la década de los treinta.

 

HIGH TENSION centra su ajustada propuesta –poco más de una hora de duración- en la figura del dinámico, irónico y carismático Steve Rearden (Brian Donlevy). Steve es uno de los más valiosos encargados de las reparaciones de una firma de cables de alta tensión, sobrellevando una vida diaria centrada en las previsibles averías e incidencias habituales en su profesión. Pese a este trabajo tan proclive a sobresaltos, nuestro protagonista desea contraer matrimonio con la joven escritora Edith McNeil (Glenda Farrell), con la que pese a todo mantiene una tormentosa relación, aunque dichas tensiones sean precisamente las que sirvan de inspiración a los relatos que esta escribe. En medio de un contexto dominado por peleas y constantes recelos e ironías, Rearden planteará a su prometida un ultimátum para permanecer estable en su trabajo y sin desarrollar su vida diaria como un desafío laboral continuo. Es por ello que pedirá al viejo mandatario de su empresa que le conceda la oportunidad de seis meses de trabajo en las oficinas, para lograr con dicho cambio crear finalmente la estabilidad necesaria para casarse con Edith. La experiencia será un autentico fracaso para nuestro protagonista, teniendo finalmente que viajar hasta unas zona costera del Pacífico, al objeto de ayudar a su amigo Eddie Mitchell (el posterior director Norman Foster) quien no sabe como sobrellevar el deterioro irrefrenable de unos cables situados sobre una enorme masa de coral. El repentino desplazamiento provocará los recelos de Edith –recelos que el propio Rearden insuflará en ella a través de escritos equívocos que intentan relacionarlo con otra amante en su repentino lugar de trabajo-, quien finalmente viajará hasta allí con la esperanza de “recuperar” el cariño del –pese a todo- hombre de su vida. Será en plena operación de rescate de Mitchell cuando en alta mar se contraponga el peligro de este y el cariño que le profesa quien ha actuado como su secretaria. Algo que se pondrá de manifiesto con la valentía de Rearden a la hora de rescatarlo, permitiendo asimismo que Edith compruebe con sus propios ojos tanto el rasgo aventurero de la personalidad de su amado, como la lealtad que le ha proporcionado en su ausencia.

 

Sorprende en el film de Dwan encontrarnos con un tipo de cine que de alguna manera hbían puesto en práctica nombres como Howard Hawks –TIGER SHARK (Pasto de tiburones, 1932)- o Henry Hathaway –SPAWN OF THE NORTH (Lobos del norte, 1938)-, aunque lo más atractivo del conjunto venga dado precisamente por esa especial inclinación a esa comedia basada en la “guerra de los sexos”, que en aquel tiempo aún se encontraba en un estado bastante embrionario. Podríamos referirnos, llegados a este punto, a una relativa coincidencia temática a la hora de adoptar estilos y mezclas de género, pero personalmente preferiría destacar el ritmo trepidante caracterizado por una película que contaba tanto con una notoria carencia de medios, como un material de base probablemente despojado de especiales atractivos. Y sin embargo –aún reconociendo que nos encontramos con un producto finalmente discreto, y en el que su escueta duración impide un mayor grado de desarrollo de personajes y situaciones-, cierto es que en casi todo momento HIGH TENSION demuestra que tras la cámara se encontraba con un cineasta dotado de un especial talento fílmico. Lo hará con el ritmo trepidante que imprime a un relato que en otras manos menos hábiles hubiera fructificado en un resultado olvidable, en la acertada ubicación de los intérpretes en el encuadre, o la intuición de saber ubicar la cámara siempre en el lugar adecuado. Cualidades estas a las que cabe sumar o la eficacia con la que se intercalan los momentos de comedia, a la que ayuda no poco el apoyo de personajes secundarios como el remilgado ayudante del jefe de Rearden, quien asumirá con indisimulado placer tener a esta bajo su mando en su infructuosa singladura como operario de oficina, o la propia, influyente y divertida criada negra de Edith, encarnada por una Hattie McDaniel pre GONE WITH THE WIND (Lo que el viento se llevó, 1939. Victor Fleming). No conviene, por otra parte, omitir a todo ello la presencia de un montaje impecable o la constatación de algunos movimientos de grúa de enorme pertinencia –como los que describen el contexto del viejo navío desde donde se ejecutan las labores del rescate de Eddie-, que al mismo tiempo parecen manifestarse con la mera intención de provocar una sensación de apertura formal, contribuyendo a desterrar cualquier sensación de estatismo que, justo es reconocerlo, apenas tiene acto de presencia.

 

Y es que pese a la condición antes señalada de ser una simple película de complemento en el estudio de Zanuck, lo cierto es que HIGH TENSION permite intuir las casi plenas facultades que Allan Dwan mantenía en aquel periodo de su obra. Obviamente, ese potencial iría sedimentándose y creciendo en inspiración, hasta llegar a su producción en la década de los cincuenta, donde se insertan buena parte de sus títulos más prestigiosos. En cualquier caso, y dentro de la vastísima producción de un director que ya dejó un buen número de títulos –muchos de ellos perdidos- en el periodo silente, la posibilidad de ir acercándonos a películas suyas apenas referenciadas han de provocar nuestro entusiasmo, siquiera sea para ir completando el perfil de la obra de un enorme cineasta, del que aún nos queda tanto buen cine por contemplar. Buen cine como el que, con notable modestia, plantea la película que comentamos, que tiene un inicio realmente atrayente; presentar a Rearden en pantalla, mostrándolo dentro de la cápsula que le sirve como elemento de trabajo, situándose en el fondo del mar y pescando tranquilamente desde el interior del artilugio. Un hilarante inicio que, por momentos, me recordó al Buster Keaton de THE NAVIGATOR (El navegante, 1924. Buster Keaton y Donald Crisp).

 

Calificación. 2