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CINEMA DE PERRA GORDA

Allan Dwan

HEIDI (1937, Allan Dwan)

HEIDI (1937, Allan Dwan)

Contaba el veterano Allan Dwan a un joven Peter Bogdanovich -a finales de la década de los sesenta, algunos pormenores- del rodaje de HEIDI (1937), surgiendo de su propia intuición y contribuyendo al relanzamiento de la carrera cinematográfica de la rutilante estrella infantil Shirley Temple, al parecer en aquel entonces tambaleante. No puede decirse que el mundo cinematográfico pudiera celebrar precisamente tal reivindicación de la aborrecible niña prodigio cinematográfica, pero ello no nos debe impedir apreciar, en la medida que pudiera merecerlo, el relativo encanto y placidez que puede proporcionar contemplar un film tan ingenuo como finalmente atractivo como el que nos ocupa. La película de Dwan logra convertir el previsiblemente lacrimógeno novelón de Johanna Spyri en un agradable producto que combina el melodrama y la comedia en medio de tintes familiares. Se trata sin duda de un elemento en el que podremos incidir con especial conocimiento de causa, todos aquellos que sufrimos y padecimos de forma traumática aquella nefasta serie de dibujos japonesa que quedó marcada en nuestro recuerdo. No se si resultará el referente más adecuado pero, retomando de nuevo las manifestaciones del pionero Dwan, cuando seguía comentando a Bogdanovich que en la película habían apostado por el sendero de la comedia, al objeto de intentar dejar en un lado el componente melodramático, folletinesco y sensiblero de su referente literario. No puede decirse que lograran del todo desprenderse del mismo, pero sí es cierto que dicha elección formal, permite que la película haya logrado sobrepasar con bastante solvencia el paso de siete décadas a sus espaldas.

 

Es algo fácilmente perceptible la soltura, eficacia narrativa y, es preciso destacarlo, la capacidad sintética que se ejerce a la hora de narrar la azarosa historia de la pequeña Heidi, llevada de forma repentina hasta los alpes de manos de su arisca tía, donde la pequeña llegar a granjearse no solo el cariño de su abuelo –un hombre taciturno y reservado, temido en el contexto de la zona-, sino que incluso logrará devolverle a este su verdadero rostro, revestido de integridad y bonhomía, al ser integrado en la comunidad de la zona. Cuando la relación entre Heidi y su abuelo está totalmente consolidada, y ambos se disponen a celebrar el cumpleaños de la pequeña, esta es localizada de nuevo por su tía –que ha regresado hasta la cabaña del bosque, aprovechando una ausencia momentánea del anciano-. Tras este reencuentro, nuestra pequeña será llevada a la fuerza hasta Frankfurt, donde se la integrará en el entorno de las propiedades del Sr. Sessemann, teniendo la niña que vivir guiada por la rígida Srta. Rotenmeier, aunque logrando la amistad de la joven e inválida hija del propietario –Clara-. Heidi no dejará de añorar el recuerdo de la vivencia con su entrañable abuelo –que llegará a viajar hasta la ciudad alemana para intentar recuperar a su nieta-, pero pese a las reiteradas reticencias –por diferentes razones- a que retorne al ambiente rural del que había sido despojada, finalmente la lógica se impondrá, no sin antes haber sufrido la protagonista un intento de secuestro por parte de la hasta entonces institutriz de la mansión Sessemann, que es descubierta por el dueño de la misma en la realidad de sus intenciones.

 

A tenor de lo relatado, podría decirse que en realidad Dwan no logró despojarse del lastre folletinesco del referente literario. No es así. Con un encomiable sentido de la economía narrativa, el realizador logra perfilar secuencias caracterizadas por su capacidad de síntesis, despojadas en líneas generales de todo matiz grandilocuente, y que en su conjunto logran desprender ecos del cine mudo a la hora de lograr expresar con la imagen no solo esa precisión descriptiva, sino incluso un estado de ánimo. De esta manera, la película fluye con tanta ligereza –es cierto que en algunos momentos, ese mismo rasgo va en detrimento de sus propios intereses, al discurrir algunas de sus secuencias, sin dejar lugar a un mayor desarrollo dramático- como sencillez, potenciando esa vertiente escorada a la comedia –de la que son ejemplos pertinentes tanto la coz que propina una cabra a la pequeña Heidi en los primeros compases del film como, sobre todo, la secuencia que se desarrolla en la mansión de los Sessemann con la presencia de un pequeño mono que se cuela en el interior de la misma-.

 

Del mismo modo, a esa característica sencillez del conjunto cabría añadir la brillante producción que muestra su resultado, perfectamente ligado a los parámetros habitualmente vigentes en las películas emanadas por 20th Century Fox de la época, así como la imposibilidad de poder dejar de lado la vertiente reaccionaria innata en el referente literario que le sirve de base –el egoísmo, propio de su clase social, que muestra el Sr. Sessemann, al considerar a Heidi como algo de su propiedad, y no admitir en retornar a la pequeña a su lugar en los Álpes-. Sin embargo, por encima de esa consustancial cotidianeidad que rige todo su metraje, cierto es que hay dos momentos especialmente brillantes, que permiten integrar esa capacidad como pionero del cine que era Dwan, acercando sus cualidades a las de los mejores exponentes de la sinceridad cinematográfica. Me estoy refiriendo por un lado, a la secuencia en la que el abuelo de Heidi retorna a la iglesia, acompañado por su nieta-, en plena celebración religiosa. La planificación y sencillez visual expresada, y la sensación de alegría que muestra el joven párroco, alcanza una temperatura emocional ciertamente lograda. El otro momento reviste una enorme singularidad, y no es otro que el largo travelling lateral que se extiende por los exteriores de la mansión Sessemann en plena celebración navideña, logrando extender esa sensación de felicidad que ya hemos contemplado en el interior de la misma. El largo plano tiene una especial significación, puesto que nos encontramos con los habitantes de la ciudad discurriendo por las calles entonando cánticos navideños. Es evidente que estamos a un paso de penetrar en el peligroso terreno de la cursilería. Sorprendentemente, el momento reviste verdadera emotividad, acercándonos los dos instantes señalados a un terreno francamente difícil de ejecutar, practicado como auténtica marca de fábrica en directores de la talla de Ford, McCarey o Borzage.

 

Finalmente, creo que todos estaremos de acuerdo en el justo olvido a que se somete la figura de Shirley Temple. Sin embargo, no sería justo reconocer que en pocas ocasiones como esta, su presencia en la pantalla alcanzó una mayor justificación, más allá de que el último plano del film nos “obsequie” su presencia en un primer plano sostenido mirando a la cámara. Sin duda una conclusión indigna, para una película que, afortunadamente, mantiene un relativo interés.

 

Calificación: 2’5

THE RIVER’S EDGE (1957, Allan Dwan) Al borde del río

THE RIVER’S EDGE (1957, Allan Dwan) Al borde del río

Seguramente en los estudios más pormenorizados que existan sobre la serie B norteamericana, se haga constancia de las similitudes que en argumentos, rasgos visuales y características, se pueden ofrecer entre determinados exponentes firmados por algunos de sus realizadores más inventivos y característicos. Viene esto a colación, puesto que con ser finalmente productos muy diferentes, encontré una enorme afinidad entre THE NAKED DAWN, dirigida por el eterno errante Edgar G. Ulmer en 1955, y este THE RIVER’S EDGE (Al borde del río, 1957) que, menos de dos años después, firmó uno de los grandes veteranos del cine de Hollywood, Allan Dwan, en el que supuso uno de los últimos exponentes de una de las trayectorias más dilatadas del cine norteamericano. Tan solo tres títulos firmaría con posterioridad Dwan, cerrando una andadura de la que resulta bastante poco accesible llegar a buena parte de sus films, y de la que personalmente destacaría la excelente SILVER LODE (Filón de plata, 1954) –uno de los westerns más insólitos de la década de los cincuenta, dotado además de una inequívoca lectura antimacarthista-.

Pero si antes señalaba las similitudes de partida de THE RIVER’S EDGE con THE NAKED DAWN, me basaba en diversos rasgos fáciles de detectar. En ambos casos nos encontramos con insólitos melodramas triangulares, se reviste al personaje femenino de una indudable aura erótica, y se definen sus relatos por sus rasgos de parábola bíblica. En ambos casos, además, nos encontramos con historias desarrolladas en ambientes contemporáneas –ambos podrían ser inusuales neowesterns-, pero que parecen encontrar ecos del pasado, y en ellas además se entremezclan elementos del cine del Oeste y el de aventuras, adentrándose finalmente hacia terrenos sorprendentemente inclinados a la abstracción formal. Con ello logran hacer tabla rasa de sus limitaciones de producción, hasta erigirse en extraños productos que se encuentran entre lo más insólito legado por el cine norteamericano en ese periodo de transformación cinematográfica.

Lo primero que cabría destacar del film de Dwan, es algo que ya venía heredado de otro de los productos epigonales suyos más apreciados –SLIGHTLY SCARLETT (Ligeramente escarlata, 1956)-. Es decir, nos encontramos ante títulos de serie B de la Fox, revestidos de un look muy lujoso, sobre todo en el cuidado de su fotografía en color –magnífica, obra de Harold Lipstein-, y centrados en unos pocos personajes, en cuya intensidad se despliega el conjunto de la película. THE RIVER’S… se inicia en sus títulos de crédito teniendo como fondo el plano de ese río por el que discurren los billetes que serán el eje de las tensiones sobre las que girará el conflicto dramático. Tras ello nos adentramos en el hogar de los Cameron. Allí vive el bonachón y bruto Ben (Anthony Quinn) y su esposa, la atractiva Margaret (Debra Pager). Ella estuvo casada con un gangster y experimentó la situación de libertad provisional, siendo rescatada de la cárcel al casarse con Ben, aunque lo cierto es que el matrimonio no funciona y en el fondo Margaret añora su antigua y peligrosa relación. Sin pretenderlo, aunque deseándolo de forma inconsciente, su anterior amante se presentará de forma casual –una ligereza de guión indigna de una película de sus cualidades-. Se trata de Nardo Denning (Ray Milland), un hombre de amables modales y extraña aura, que localiza a Ben con la intención de que lo guíe hasta la frontera mexicana. Muy pronto veremos que se trata del antiguo esposo de Margaret, que ve en el inesperado reencuentro la oportunidad de retornar  a una vida dominada por emociones y riesgos, emergiendo de esa rutina rural en la que se encuentra inmersa en su relación con Ben. Pese a la ambivalencia que le define, no duda en adentrarse en la estela del riesgo, convencida aparentemente de la honestidad en las intenciones de Nardo, aunque en realidad ligada por una psicología compleja y el atractivo de la maldad. Huye junto a él y pronto tendrá la oportunidad de comprobar que los peores instintos afloran en su personalidad; atropella de forma violenta a un policía de carretera cuando estaba a punto de mirar en el maletero de su coche –en un momento magnífico que culmina con las manchas de sangre en el vestido de Margaret, tras huir al temer que ella misma va a ser atropellada-; mata posteriormente a un veterano minero cuando se le abre el contenido de su maleta lleno de dólares, intuyendo una posible delación. Casi obligado por el destino que eligió, en Nardo se define la expresión del mal en sus acciones –señala para justificarlas que juega sus cartas según le llegan-. Sin embargo, y de forma paradójica, su fin vendrá cuando intente redimirse como ser humano y ayude a ese matrimonio, a los que de forma indirecta ha llevado a la unión en sus sentimientos. Por ello, cuando su Margaret contemple su cadáver destrozado, llorará la muerte con la aprobación de su marido, ya que merece esas lágrimas al demostrar sentimientos humanos al lograr con ello su redención como persona.

Ese recorrido moral está mostrado por la cámara de Dwan atendiendo a las compasiones horizontales, la potenciación del uso de la pantalla ancha, la utilización de espejos y reflejos que sirven para acentuar la dualidad de los sentimientos del trío protagonista –atención para ellos a las secuencias que se desarrollan en el interior del hogar de los Cameron- y, en los momentos iniciales, incidiendo con una enorme fuerza en la fuerza erótica del personaje encarnado por una Debra Paget en el esplendor de su belleza física. Para ello no hay más que contemplar los instantes en los que se la muestra mientras se prepara para ducharse, aplastando un escorpión que se introduce en uno de sus suntuosos zapatos de andar por casa –una metáfora de la definición de su propio personaje-, o embadurnándose en la ducha con un barro que acentúa ese carácter erótico. THE RIVER’S… destaca asimismo por la precisión con la que utiliza los fundidos encadenados para aportar detalles sobre las acciones de sus personajes –hay un momento en el que un pensamiento de Ray Milland funde con una hoguera nocturna en el mismo lugar en que culmina el plano de su rostro-. Ese grado de abstracción alcanza su punto más álgido en las secuencias nocturnas desarrolladas en una cueva, mientras se desata una tormenta-. Con ellas Dwan logra superar la pobreza evidente del decorado, para abrazar un auténtico ascetismo formal en el desarrollo de la evolución dramática del trío protagonista, o la limpieza visual de diversos de sus momentos en exteriores, en los que se logra traspasar esa condición de producto de serie B con aura de lujo, para alcanzar una notable hondura en sus planteamientos.

Ello no nos impide dejar de reconocer las limitaciones del conjunto. Por un lado, creo que Ray Milland no funciona en el personaje del malvado Nardo, hay algo que falla en su presencia. Por otra parte, hay diversas ligerezas de guión que chirrían en un conjunto muy bien plasmado. A la señalada de la aparición forzada del veterano gangster en el hogar de los Cameron, cabría añadir la forma por la que Ben descubre que se trata del antiguo marido de su esposa, o la torpeza con la que se muestra esa escalada de Nardo en la que la maleta con el producto de su previsible atraco se abre en plena montaña, cayéndosele su contenido en billetes. Son instantes que se dan de bofetadas en su ingenuidad con la brillantez visual alcanzada por Dwan, y ese carácter de parábola en la inesperada búsqueda de la redención personal a través del sacrificio, que define un título brillante aunque no tan definitivo como algunos especialistas suelen considerar. Algo  que de todos modos no les impide ser incluida entre ese valioso conjunto de manifestaciones tardías de la serie B a finales de los cincuenta, definidas por su extrañeza formal y hetereogeneidad genérica, y suponiendo uno de los últimos exponentes de un gran realizador, aún necesitado de su definitiva vindicación.

Calificación: 3

SANDS OF IWO JIMA (1949. Allan Dwan) Arenas sangrientas

SANDS OF IWO JIMA (1949. Allan Dwan) Arenas sangrientas

Es bastante probable que contemplar en nuestros días un título de las características de SANDS OF IWO JIMA (Arenas sangrientas, 1949. Allan Dwan), pueda invitar a más de un aficionado a una mirada cómplice y teñida de condescendencia, al comprobar el despliegue de estereotipos del cine bélico que se extienden en su metraje. Pero al mismo tiempo –y creo que forma contundente-, el film de Dwan ofrece algunas de las páginas más brillantes del género, y destila en su aparente visión triunfalista, una nada solapada mirada amarga hacia unos seres a los que la vivencia de la guerra no hacen más que reflejar en algunos casos un fracaso existencial, y en otros una desesperada mirada hacia delante a la hora de intentar buscar un sentido a sus vidas. En su conjunto, evitando rozar en ningún momento cualquier atisbo discursivo, y al mismo tiempo eludiendo la tentación de ofrecer un discurso patriotero, la película es una destacada muestra que logra ofrecer un final ambiguo e impactante en su contraposición de elementos, tomando como base el célebre desembarco y la implantación de la bandera norteamericana en Iwo Jima, que será retomada seis décadas después en la muy cercana –y bajo mi punto de vista decepcionante- FLAGS OF OUR FATHERS (Banderas de nuestros padres, 2006. Clint Eastwood), en esta ocasión desmontando cualquier atisbo de mítica y revelando las verdaderas razones de un hecho manipulado y magnificado.

En esta ocasión, la evocación de este hecho no es más que la excusa para un clásico relato de aprendizaje bélico, que cierto es que en su primera media hora acusa una cierta rutina. Es un fragmento que servirá para la descripción inicial de los personajes que forman el comando que dirige el sargento Stryker -un espléndido John Wayne, que ya empezaba a demostrar en aquellos años su progresiva madurez como intérprete-. Este es un hombre de gran dureza, que lleva consigo la amargura de haber sido abandonado en un pasado más o menos cercano por su mujer, acompañada por su hijo pequeño. Caracterizado y conocido por el rigor de sus entrenamientos, asumirá la acción con los soldados que llegan para reemplazar uno de los comandos que luchan en Japón. La galería de personajes no puede decirse que difiera mucho de la de tantos y tantos productos bélicos, y en esta parte inicial las convenciones no dejan definir un conjunto lo suficientemente atractivo. Sin embargo, el mismo ya servirá para definir con trazos bastante ajustados al joven soldado Peter Conway (John Agar), cuya valía en combate gozará de la admiración de Stryker, aunque a partir de que este tenga un hijo, provocara los resentimientos propios de alguien que desea evolucionar como persona en un entorno muy diferente al representado por su progenitor. Y es que a partir de un repentino flechazo, Conway contraerá matrimonio con una joven, logrando de alguna manera encontrar una esperanza de continuidad en su vida.

A partir de ese fragmento inicial, aplicado en su desarrollo –y que incluso tiene un divertido momento de comedia, cuando Stryker enseña a uno de sus súbditos a manejar la bayoneta a partir del sonido de una popular melodía-, lo cierto es que SANDS OF IWO JIMA eleva su grado de interés con la asombrosa secuencia del desembarco y la dura resistencia al ataque japonés, logrando mostrar un auténtico infierno bélico, y alcanzando un grado de verismo y horror pocas veces igualado en el género. Es indudable que secuencias como estas, o las que proseguirán en el desarrollo de la película, supusieron una auténtica avanzadilla a la hora de mostrar otra realidad más cercana en la visión cinematográfica del relato bélico. Una tendencia que muy pronto retomarían realizadores como Samuel Fuller, y que tiene en los momentos más intensos del relato un referente realmente envidiable.

La intensidad de este amplio fragmento, tiene una relajación al mostrar los momentos de descanso que los soldados disfrutan en Hawai. No importa ya que la expresión del relato nos abandone. Dwan ha conseguido que el espectador se interese sinceramente por sus personajes, al haberlos convertido antes en auténticos seres humanos. En ellos ya nos importan las razones que justifican el comportamiento de Stryker, o la inmensa alegría que Conway mantiene cuando se entera que ha sido padre. Y es precisamente en la oposición que se establece entre ambos militares, la que permitirá que se ofrezcan momentos de gran impacto, como aquel en el que el segundo está a punto de morir por el impacto de una granada de mano que se escapa accidentalmente, al estar distraído leyendo una carta de su esposa, y que es salvado gracias a la ayuda de su superior. En muchos momentos se establece ese conflicto, en un magnífico manifestado por parte del joven súbdito, al despreciar el primero por representar en él la figura de su padre, y en su índole contraria, por vivir Stryker en el joven esa vivencia –casarse y tener un hijo-, que personalmente no es más que un amargo recuerdo. Para acentuar esa desesperanza, se inserta en la película una espléndida secuencia con el encuentro fortuito del protagonista con una joven en una cantina. Este se muestra especialmente hostil a sus requerimientos, aunque finalmente acceda a ir a su casa. Allí descubrirá que ella se encuentra en la misma situación –ha sido abandonada por su esposo junto a su pequeño hijo-. El delicado instante –además de proporcionar a la película un espléndido momento con el encuentro de Stryker del pequeño-, modificará la percepción que este mantenía hasta entonces, permitiéndole una perspectiva vital renovada.

A partir de ahí, todo se acelera cuando el comando de Stryker es designado para desembarcar en la isla de Iwo Jima. De nuevo se desplegará el enorme talento visual de Dwan a la hora de describir una visión realista e intensa de la ofensiva bélica, a partir de unas secuencias de enorme brillantez y al mismo tiempo gran austeridad de medios, donde los miedos, la inquietud, la destreza y el esfuerzo de los soldados, son palpados por el espectador de una forma muy directa. Todo ello llevará a una conclusión rotunda y sorprendente, pero no por ello menos lógica, dada la evolución del relato. Cuando prácticamente la misión ha sido lograda, una bala fortuíta acaba con la vida de un Stryker que se mostraba especialmente optimista. Sin llegar a ver nunca su cadáver, otro de los soldados da lectura a una carta que tenía preparada a su hijo ausente –de alguna manera, había intuido el final de su existencia-, en unos instantes de gran emotividad, que se sucederán al ya mítico momento de la implantación de la bandera norteamericana en la colina. Pero la sabiduría del relato permite que el acontecimiento quede en un segundo término y volvamos a la realidad de la contienda. Conway mira emocionado el cadáver de Stryker y decide hacerse cargo de la carta a su hijo. Los soldados se retiran para seguir con su misión, desapareciendo entre los humos del combate, mientras uno de los soldados señala: “la guerra no ha terminado”. Una conclusión espléndida, seca, dura y austera de un film que se caracteriza por discurrir por dicho sendero, y que muestra en su metraje un momento que merece figurar entre la antología de instantes más hermosos jamás interpretados por Wayne. Se trata de aquel que encuadra su rostro apesadumbrado en la oscuridad de la noche, marcando el sufrimiento al escuchar las súplicas de uno de sus soldados heridos, pero atendiendo a su puesto en el combate y evitando acudir a socorrerle para evitar que su comando sea reconocido por los japoneses. Para aquellos que siempre han menospreciado las capacidades de Wayne, les recomendaría que atendieran a ese plano sostenido que llega a provocar una auténtica incomodidad.

Calificación: 3

 

MONTANA BELLE (1952, Allan Dwan) [La bella de Montana]

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Dentro el dominio de unas televisiones para las que en materia de emisiones cinematográficas, la condición de clásicos se reduce poco menos que a programar TITANIC (1997, James Cameron), cada vez es más improbable descubrir o repasar aquellas muestras que forjaron el cine de siempre en Hollywood –y no hablemos cuando se trata de las cinematografías europeas-. En los tiempos actuales hay que ceñirse a los canales de televisión por cable destinados al cine clásico –cada vez más limitados por otra parte-, para que el aficionado curioso pueda acercarse o fundamentalmente redescubrir títulos lejanos a ello.

Este ha sido para mi –y supongo que para muchos otros aficionados de mis características- desde hace años el ejemplo que se ofrece con la figura de Allan Dwan. Considerado como uno de los máximos representantes del auténtico clasicismo en el cine norteamericano, Dwan no goza en su filmografía sin embargo de títulos que adquieran la condición de “culto” –como incluso puede suceder con Edgar G. Ulmer con DETOUR (1945)-. Dicha circunstancia ha permitido que prácticamente sus películas no sean emitidas en canal alguno, ni siquiera editadas en DVD. En definitiva, parece ser que su figura y su amplísima filmografía –en cuyo número nadie parece coincidir y que aborda centenares de títulos desde la época del cine mudo- ha de quedar en el anonimato para todos aquellos que, de una forma u otra, queremos valorar en primera persona sus previsibles cualidades y rasgos.

Cuando apenas he podido contemplar hasta la fecha media docena de sus títulos –entre ellos el magnífico FILÓN DE FLATA (Silver Lode, 1954)-, comprenderán el interés que tenía para mi poder ver MONTANA BELLE (1952) –jamás estrenado en España pero emitido como LA BELLA DE MONTANA-. Pese a que según rezaba la advertencia previa a su emisión se perdió el negativo original rodado en “trucolor” optándose por proyectar una copia en blanco y negro cuyas deficiencias eran patentes, creo que el visionado no resultó decepcionante y en él se pueden detectar numerosos rasgos inherentes –tal y como destacan las referencias a las que he tenido acceso- a las constantes temáticas y estilísticas del ya entonces veterano Dwan –le quedaban pocos años ya en la profesión-. En cualquier caso hay que señalar que la película se filmó en 1948, y no fue hasta cuatro años después cuando se exhibió en las pantallas.

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Prácticamente desde sus primeros compases, MONTANA BELLE demuestra una capacidad de síntesis propia de la Serie B, con la llegada de ese elemento que servirá de catalizador de las tensiones del grupo de personajes comandado por los hermanos Dalton. En apenas unos escasos planos vemos como la llegada de Belle Star –salvada in extremis de la horca por Bob Dalton (Scott Brady)- provoca un notable recelo entre el grupo de bandoleros. Con gran economía de medios cinematográficos –lo cual hace que el ritmo de la película siempre sea rápido y lleno de sobriedad-, nos adentramos en el contraste entre el grupo de salteadores y una comunidad pequeña ubicada en Montana. Una localidad que recurre de los servicios de Tom Bradfield (George Brent) para intentar capturar a la banda de los Dalton, los cuales han sembrado la ruina de las compañías aseguradoras con sus constantes robos. Bradfield –dueño de un casino ubicado en la población- acepta el reto, para lo cual utiliza los servicios de Pete (Andy Devine), un borrachín que sabe tiene contactos con los bandidos.

Sin embargo este no cuenta con que la llegada de Belle de alguna manera ha levantado la espita de los recelos en la banda de atracadores. Los Dalton deciden atracar el casino de Bradfield sin la compañía de sus habituales colaboradores y por ello los que se quedan en el escondite pronto aceptan el liderazgo de la ahora forajida, decidiendo adelantarse en el atraco a dicho salón. Una vez llegados al salón estos logran un botín exiguo y ello permite que posteriormente a la llegada de los Dalton estos puedan escapar. Con esta situación de división entre los bandidos, Belle decide ataviarse como una dama distinguida y acudir de nuevo al casino de Bradfield. Este secretamente logra averiguar la identidad de la joven y en su fuero interior desea secretamente llegar hasta ella, para lo cual deja incluso que se haga socia de su casino. En el proceso la joven se acerca a la personalidad honesta de Tom, intentando ver en el incipiente amor que nace entre ellos la posibilidad de un nuevo modo de vida para el cual es obligado pagar por aquellos delitos que jalonan su pasado.

En medio de esas circunstancias, en la localidad se prepara el señuelo del atraco a un banco para permitir la captura de los Dalton y su banda de forajidos, atraco del que finalmente Belle desea interceder para evitar que estos sean liquidados, y una vez ella y Tom han declarado abiertamente sus intenciones y la posibilidad de compartir su futuro inicialmente en México. Finalmente, el atraco se podrá abortar y los Dalton serán liquidados pero la forajida será herida, aunque quede abierta la posibilidad de su redención.

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Pese a una en ocasiones demasiado esquemática ejecución, lo cierto es que en todo momento MONTANA BELLE hace gala tanto de una notable economía narrativa como una no menos destacable inventiva cinematográfica, que en ocasiones nos remite incluso al cine mudo. Desde los insertos de detalle que permiten a Tom identificar la verdadera identidad de la encapuchada Belle, hasta aquellos que demuestran las habilidades en el lazo de Pete (especialmente para lograr sus dosis alcohólicas), pasando por la utilización de fundidos en negro, la del paisaje exterior en algunas cabalgadas, el sentido del humor que describe al personaje de Pete –un humor además que sirve para dosificar la intensidad de otros personajes-, o la notable filmación del intento del atraco final –desde el interior del propio banco- o la casi ritual aniquilación final de los Dalton, casi a modo de suicidio revestido de dignidad, son elementos que definen esta producción rápida y seca, en ocasiones cercana al serial, que va siempre al grano, en la que pese a su narración en ocasiones a trallazos encierra no pocas sutilezas, y que define el talento cinematográfico de un Allan Dwan del que se deberían desempolvar muchas de sus películas. Seguro que nos llevaríamos bastantes sorpresas.

Calificación: 3