ROBIN HOOD (1922, Allan Dwan) Robín de los bosques
Contemplar ROBIN HOOD (Robín de los bosques, 1922. Allan Dwan) cerca de noventa años después de que la película haya sido realizada, es algo más que un ejercicio de reconocimiento hacia el grado de madurez que el cine de aventuras espectaculares, ya había demostrado con un título como este. Y es que nos situamos nada menos que en 1922, año en el que gracias al grado de convicción puesto de manifiesto por parte de su realizador sobre la figura que ya era Douglas Fairbanks, la gran estrella del género de aventuras silente, decide embarcarse en una costosa aventura que sobrepasó los dos millones de dólares de la época, aunque llegado el momento de su estreno lograra un enorme éxito comercial que sirvió además como justa compensación para un título arriesgado en grado extremo. Un arrojo que partía por su apuesta hacia unas escenografía y un diseño de producción, que en aquel momento superaban todo lo realizado hasta entonces –incluidos los portentosos logros de Griffith-, y que aún hoy tienen la capacidad de fascinar a cualquier tipo de público que contemple su resultado sin ningún ánimo prefigurado. Y al señalar este detalle, me estoy refiriendo a la costumbre existente de contemplar –si es que hay aficionados que se molesten en ello- con cierta superioridad el cine mudo. Además de resultar una estupidez y denotar una falta de sensibilidad, ver con ojos limpios ROBIN HOOD supone, además de asistir a un espectáculo brillante y lleno de amenidad, contemplar el desarrollo de una aventurera amistad, en la que no faltan las traiciones, lances amorosos, elementos de tintes bizarros, y también insertando en su metraje no pocas dosis de sentido del humor y distanciación, que fue uno de los rasgos que Fairbanks aplicó en los personajes que interpretaba en sus películas. Se trata de un rasgo que a este título concreto le ha ayudado mucho, de cara a mantener casi intactas sus cualidades con el paso del tiempo.
Pero es cierto que el impacto inicial que recibe el espectador, se centra al atisbar la magnificencia y perfección de la escenografía del castillo del Rey Ricardo, de la que se encargó el decorador Wilfred Buckland, y que el propio Fairbanks acogió con escepticismo, ya que pensaba que sus grandes dimensiones iban a diluir su personaje. Por fortuna, pudo desempeñar el rol del noble Huntington y posteriormente el personaje de Robin Hodd, teniendo a gala sus acciones más características, y logrando además ofrecer en el interior del castillo acrobacias tan espectaculares como la bajada a través de un inmenso cortinaje que recorre uno de sus frontales. Sería injusto, sin embargo, limitar los valores de un título como este, en función de esta escenografía –ciertamente deslumbrante-. Incluso en esta misma vertiente, hay que destacar que la ofrecida en los bosques donde se reúnen los seguidores de Hood, posee idéntico grado de magnificencia, como lo adquiere el episodio que describe la llegada de las tropas del Rey Eduardo a Francia. Es decir, que esta vigorosa suntuosidad se manifestó a lo largo de los distintos escenarios y marcos en donde se desarrolla la acción.
Más allá de estas consideraciones, ROBIN HOOD destaca en su brillante expresión como espectáculo cinematográfico, destacado por una fluidez y ritmo quizá no muy habitual en el cine de aquellos primeros años veinte. Es evidente que en ello se encuentra la mano de Allan Dwan, quien confirió a la película suficientes elementos humorísticos y románticos, que se manifestaban en el primero de estos rasgos por el sorprendente temor que el noble Huttington muestra hacia las mujeres. De hecho, una de las primeras secuencias de la película, en la que este huye de la galantería de las jóvenes, parece prefigurar la génesis de la posterior SEVEN CHANCES (Siete ocasiones, 1925) en la filmografía de Buster Keaton. También en ROBIN HOOD hay lugar para el amor y el romance entre Huttington y Lady Marian. La comunión de una pareja que tendrá que separarse, en la que esta posteriormente fingirá su sinceridad, y que en la parte final del film vive su reencuentro con su amado en una secuencia de exquisita sensibilidad romántica –los dos amantes se reencuentran en la campiña junto al mar- formando una hermosa estampa, es digna de los mejores cineastas románticos de décadas posteriores.
En la narrativa del ya muy experimentado Dwan observaremos su querencia por una planificación ágil y lógica, punteada por insertos y planos de detalle, que contribuyen a aclarar cualquier incidencia, pero la misma se centrará en servir las andanzas del personaje encarnado por Fairbanks, aunque sin abandonar el conjunto de secundarios que pueblan la historia, atendiéndolos a través de los rasgos emanados por la leyenda británica. El realizador llegará incluso a esbozar algunos elementos bizarros que brindan el oportuno contrapunto a la ligereza y jovialidad inherente a la mayor parte del metraje. Uno de ellos, sin duda el más espectacular, es el ataque de las nuevas autoridades, que deja las calles nocturnas adornadas de forma macabra, con numerosos cadáveres colgados formando un dantesco espectáculo. Pero pese a ese puntual elemento siniestro, cabe definir en ROBIN HOOD una apuesta que vivirá hoy y siempre, puesto que al margen de los elementos novedosos que aportó de forma específica, lo cierto es que ofrece una adecuada combinación en la confluencia de su equipo técnico y artístico y también, ya ciñéndonos a sus resultados, instaurando prácticamente un camino adecuado para el relato cinematográfico en este tipo de historias. Algo que por cierto, y aún a riesgo de resultar impertinente, me lleva a afirmar que dos títulos posteriores tan mitificados como THE ADVENTURES OF ROBIN HOOD (Robín de los Bosques, 1938. Michael Curtiz y William Keighley) y ROBIN AND MARIAN (Robin y Marian, 1976. Richard Lester) no lograron ni de lejos igualar el encanto, ritmo, inocencia y capacidad de sorpresa, que sí logró plasmar en la pantalla Allan Dwan en su más célebre obra silente.
Calificación: 3
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