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CINEMA DE PERRA GORDA

Charles Marquis Warren

SEVEN ANGRY MEN (1955, Charles Marquis Warren)

SEVEN ANGRY MEN (1955, Charles Marquis Warren)

Dentro de la siempre reverenciada consulta de la ‘biblia’ cinematográfica que para mí supone ‘50 años de cine norteamericano’ escrita por Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon, las líneas que recorren la aportación como realizador del habitual novelista Charles Marquis Warren no son demasiado halagadoras. Uno puede estar parcialmente de acuerdo con dicho enunciado, pero lo cierto es que los cinco títulos que he podido contemplar de entre los 16 que filmó esencialmente en la década de los 50, no me proporcionan un resultado desdeñable. Antes al contrario, y pese a las escasa ortodoxia que en ocasiones pueden expresar unos modos narrativos quizá demasiado fragmentados, lo cierto es que su cine destaca por un lado en su afán por describir episodios ligados a la historia norteamericana. Por otro, una querencia por la incorporación de fragmentos libres, desligados del relato, en los que se inserta una originalísima -quizá casi inconsciente- plasmación de la violencia, que los propios Tavernier y Coursodon ligaban -con bastante intuición- a determinados modos del cine de Fuller.

SEVEN ANGRY MEN (1955) se centra en la andadura, tan noble como fanática, de la controvertida figura del abolicionista John Brown, quien años antes de la guerra civil norteamericana destacó por su férrea lucha contra la esclavitud, al tiempo que sobrellevó dicha convicción con un peligroso fanatismo de raíz religiosa en el que fue aparejada su andadura vital. De nuevo, el personaje sería encarnado en la pantalla por el veterano Raymond Massey, quien ya lo había interpretado -de manera más episódica y esquemática- en la ya lejana SANTA FE TRAIL (Camino de Santa Fe, 1940. Michael Curtiz). En esta ocasión la base argumental se circunscribe al entorno de su figura, sus controvertidas acciones y, también, a la incidencia de las mismas sobre todo en la descendencia de sus seis hijos, varios de los cuales morirán como consecuencia de seguir sus pasos. Ya desde sus propios créditos el film de Warren aparece como una producción que parece surgir de la 20th Century Fox, aunque en realidad devenga de la Allied Artists. Desde la configuración de sus propios títulos de crédito, hasta la destacada presencia en el reparto de los jóvenes y estupendos Jeffrey Hunter y Debra Paget -que debutaron juntos en roles secundarios dentro de FOURTEEN HOURS (1951, Henry Hathaway) emergida dentro del estudio de Darryl F. Zanuck-, lo cierto que nos encontramos ante un relato que aparece casi como un producto bastardo -dicho sea, con la mejor intención- de dicho estudio. Este se iniciará con el contacto inicial entre Owen Brown (Hunter) y Elizabeth Clark (Paget), mientras ambos se desplazan en tren hasta Kansas en 1850 y estando acompañado el primero por uno de sus hermanos, ya que se disponen a reencontrarse con su padre. En el desplazamiento los dos hermanos tendrán un encontronazo con un par de desalmados, en donde la ayuda de la muchacha será esencial para no llegar va mayores. Será el inicio de una progresiva atracción entre la pareja, que marcará una de las líneas de interés de la película, en la que la muchacha se mostrará reticente dado que se trata del hijo de alguien del que mantiene enormes reservas, por más que su propio padre vierta comentarios elogiosos hacia él.

Será el momento en que la película se centre en la figura de Brown, mimando la cámara la fuerza gestual e incluso el carisma de Raymond Massey, en lo que será un retrato de carácter que destacará la ambivalencia de su personalidad. Y será, en buena medida, la principal cualidad que atesora una película que prolonga esa aura sombría tan familiar en los títulos de su realizador -a lo que ayudará la atmósfera ofrecida por la iluminación en b/n de Ellsworth Fredericks-, en la que el trazado de su personaje protagonista irá configurándose a través de diversas capas. Esa capacidad para profundizar en la compleja entraña de un fanático violento, que por otro lado alberga un noble objetivo en sus reivindicaciones, justo es reconocer que suponía una base argumental francamente incómoda de llevar a la pantalla. Solo por ello nos debería llamar a la simpatía, un relato que por otro lado se sostiene con sólidas bases, al acertar e imbricar esas dos subtramas su devenir argumental, puesto que la relativa a la deriva sentimental de la joven pareja servirá como contrapunto a la propia andadura vital de nuestro protagonista, en todo momento inmerso en una lucha claramente violenta, y en la que su artífice querrá ver una ascendencia divina.

A partir de dichas premisas, muy pronto observaremos la hostilidad que ciudadanos de Kansas -comandados por Martin White (Leo Gordon)- manifestarán al entorno y campamento de los seguidores de Brown, y que se traducirá inicialmente en un cruento ataque incendiando la ciudad ya construida. A partir de ese momento SEVEN ANGRY MEN profundizará en el elemento que quizá le brindará su mayor atractivo; la plasmación de la violencia nada latente entre aquellos que luchaban contra las ideas de Brown, y la cruel réplica que este pondrá en práctica siempre que la ocasión lo permita, y que tendrá su colofón en el fracasado intento de secuestro en el Harper’s Ferry Arsenal. Un asedio que costará la vida de dos de sus hijos -otro habrá sido asesinado previamente por parte de White-, y en el que finalmente se rendirá, accediendo a ser condenado a muerte sin apelar a defensa alguna, aunque mostrando su felicidad al observar indicios de que su lucha contra la esclavitud ha empezado a calar.

Así pues, dentro de un tono oscuro y ominoso que nunca abandonará su metraje, o de ciertas secuencias que avalan el manejo de exteriores por parte de su director, lo cierto es que lo mejor, lo más perdurable de esta más que estimable SEVEN ANGRY MEN proviene precisamente de esa extraña y seca plasmación de elementos violentos. En ese asalto e incendio nocturno a la población que iniciará las hostilidades de los hombres de White contra Brown y sus seguidores. En el ataque de los primeros al campamento de Brown, o en la fuerza claustrofóbica que albergará el episodio ya citado del asedio final al arsenal de armas.

Sin embargo, dentro de esa deriva de violencia, he de reconocer que dos serán las secuencias que a mi juicio albergarán una más aterradora sensación de violencia, por más que paradójicamente estas sean de mucha más ajustada duración. Una de ellas supondrá el terrible ajusticiamiento, mediante horca y puñaladas, de algunos jóvenes que Brown secuestrará como venganza, al ser algunos de los autores del abordaje nocturno a la población. Pese a la rudeza con la que se encuentra rodado -algo extensivo al conjunto de la película-, lo cierto que se tratan unos instantes asfixiantes, que no dudo deben encontrarse entre los más violentos del cine americano de su tiempo. Unido a dicho episodio y como consecuencia de las atrocidades de su padre, Frederick (John Smith) le abandonará con el deseo de vivir una nueva vida, al margen de esa constante querencia por una violencia trágicamente justificada. En su huida por el bosque, ya en plena noche, y mientras se encuentra descansando, será interpelado por los hombres de White. El muchacho se negará a aceptar el intento de estos de que se sume a sus fuerzas, al tiempo que evitará volver su rostro, mientras este adquiere la creciente angustia de la inminencia de su muerte.

SEVEN ANGRY MEN devendrá unos últimos minutos dominados por una extraña atmósfera. Una vez White sea detenido será sometido a juicio mientras es encuadrado con el fondo de una tormenta que proporcionará al instante un aura expresionista casi fulleriana, mientras el protagonista asumirá con una extraña actitud beatífica la oscuridad de su destino, incluso alentado por el hecho de que ese cometido que guió su existencia -la abolición de la esclavitud-, poco a poco se está extendiendo. La película certificará la ambivalencia con la que ha ido recorriendo la andadura vital del protagonista, cuando este se encuentre a punto de ser ejecutado y, al pie de cadalso, la cámara ofrezca una panorámica que se detenga en la sombra de la horca, y en la que la misma se asemeje a un crucifijo cristiano.

Calificación: 2’5

ARROWHEAD (1953, Charles Marquis Warren) Hoguera de odios

ARROWHEAD (1953, Charles Marquis Warren) Hoguera de odios

Conforme me voy acercando a diversos de los títulos que forjaron la filmografía de Charles Marquis Warren, he de reconocer que dentro de la humildad de sus planteamientos, y partiendo de la base de no haber alcanzado jamás logros absolutos, habría ya que plantearse a considerar que logró aportar en buena parte de su trayectoria una mirada personal, centrada ante todo en el cine del Oeste, a la que aportó temáticas y realizaciones que por lo general quedaban al margen de lo habitual en el género en su tiempo, aunque aprovechara vetas ya explotadas en el mismo con anterioridad. Esto es lo que sucede con ARROWHEAD (Hoguera de odios, 1953), a la hora de proponer una visión complementaria y al mismo tiempo divergente, dentro de la corriente “proindia” que inaugurara oficiosamente la interesante aunque un tanto sobrestimada BROKEN ARROW (Flecha rota, 1950. Delmer Daves), aunque tuviera sus raíces en la magnífica DEVIL’S DOORWAY (La puerta del diablo. Anthony Mann), del mismo 1950. Pocos años después, Warren –en calidad de director y guionista, tomando como base una novela del escritor noir W. R. Burnett-, ofrece una vuelta de tuerca, introduciendo matices de complejidad en torno a la relación existente entre los apaches y los militares de la caballería, que controlan un entorno en que los primeros ya se encuentran confinados a una reservan que aceptan con resignación aunque un asomo de rebelión se vislumbre en ellas.

Como señalaba al inicio de estas líneas, según voy descubriendo los títulos firmados por Charles Marquis Warren, cada vez tengo más asumido el hecho de que siendo como fue un modesto artesano, no dejó de imprimir a sus películas un grado de tensión y de conflicto que denotaba una personalidad no siempre habitual de encontrar en el western –género en el que se sintió especialmente cómodo-, en donde arraigó una manera de aportar problemáticas de especial dureza, dominadas por unos personajes al borde del abismo emocional. Bastante de ello se encuentra en el jede de scouts Ed Bannon (un vigoroso Charlton Heston). Se trata de un joven curtido que ha vivido entre los apaches. Incluso tuvo una gran relación con Toriano (Jack Palance), lo que le ha proporcionado un gran conocimiento de sus costumbres, pero con el paso del tiempo le ha engendrado un gran odio hacia estos, centrado en el cruel asesinato que un grupo de estos proporcionaron a su familia en el pasado. De dicha circunstancia se aprovechan los militares, que tienen a su mando a Bannon al objeto de que les sirva de guía y al mismo tiempo protección sobre estos, aunque se encuentren convencidos de su docilidad a la hora de adaptarse en la reserva a donde van a ser destinados. Sin embargo, el personaje encarnado por Heston nunca confiará en la presunta aceptación de los apaches, respondiendo a un ataque personal que concluirá con su destitución en el cargo que ocupa.

Contra lo que podría sugerir la corriente “proindia” antes señalada. Warren prefiere discurrir por los peligrosos meandros de un relato que, en primera instancia, nos pudiera introducir en una mirada revestida de odio hacia el hecho indio. Lo cierto es que la película no escatima la presencia de secuencias en las que describa la crudeza del pueblo apache. Sin embargo, el argumento del film y también la tonalidad sombría que ofrece su aspecto visual, o la propia configuración de sus personajes, conforma una extraña amalgama de especial densidad y, hasta cierto punto, originalidad, como tal producto cinematográfico. En realidad, asistimos a una base argumental en la que nunca se encontrará ausente una mirada conjunta en torno a la crueldad consustancial en la condición humana. Una visión en la que poco a poco descubriremos que el impulsivo y bravucón Bannon, en realidad es un ser que está provisto de una especial facultad para conocer los puntos flacos de su enemigo y, con ello, poner en práctica un juego del gato y el ratón, a la hora de volver a ponerse al servicio de ese ejército que lo ha desdeñado, y junto a ellos poder hacer frente a la poderosa amenaza apache, que en cada momento aparece más difícil de controlar, y que llegará a diezmar de forma poderosa las fuerzas militares de la cabrería. Ya antes de ello, Bannon descubrirá que personas sirvientes del fuerte no se caracterizan por su lealtad a los militares. En especial la despechada Nita (Katy Jurado), desdeñosa por no haber logrado captar la atención de Ed, también por su condición de mestiza.

Warren logra en base a estas características, trasladar a la pantalla una puesta en escena caracterizada por unos tonos sombríos y en ocasiones mortuorios. No desdeñará incluso la plasmación de secuencias dominadas por una inusitada crueldad dentro del western de aquel tiempo, como la de la legada de Toriano a la tienda de un viejo hermano de sangre con el que compartió estudios en la universidad, y a quien no dudará en liquidar rompiendo incluso con sus propios preceptos. Dentro de dicho ámbito, uno de los elementos más originales de ARROWHEAD deviene en la incorporación de un apunte de origen metafísico en el regreso del guerrero después de cursar estudios en el norte para poder emprender la lucha contra los militares y liberar a su tribu. Algo que se anunciaba en una profecía –un aspecto sin duda poco común-. Será esta singular circunstancia la que, una vez conocida por parte de Bannon, servirá para que sea revertida de manera ingeniosa en su contra, al objeto con ello de poder evitar la definitiva aniquilación de los diezmados hombres de la caballería.

Sin embargo, con ser atractivo e incluso poco frecuente la base dramática del film, lo más atractivo de ella reside en esa densidad y autenticidad que ofrecen sus fotogramas. Esa capacidad para huir de los aparentes maniqueísmos y, de manera contundente, introducirse ene los complejos meandros de la difícil coexistencia entre dos modos de entender la existencia en esos recién creados Estados Unidos. Esa capacidad para plasmar aromas y episodios caracterizados por un aura casi mortuoria. Esa intuición demostrada por Bannon, capaz desde su conocimiento previo de ir ahuyentando a los apaches que atacan a los hombres de la caballería. O, en definitiva, la argucia final formulada por este arriesgando su vida y luchando con Toriano, para evitar lo que sería una masacre final, conforman un conjunto atractivo y en ocasiones de casi irrespirable apreciación, que invita una vez más a tener en consideración la audacia revestida de modestia fílmica, que Charles Marquis Warren aplicó al conjunto de su no muy extensa andadura como realizador. Es esta una nueva muestra tanto de su bien hacer, como de las influencias que aplicaba entre el western y el noir en sus títulos.

Calificación: 3

HELLGATE (1952, Charles Marquis Warren) La puerta del infierno

HELLGATE (1952, Charles Marquis Warren) La puerta del infierno

Nos encontramos en Kansas poco tiempo después de concluir la guerra civil que ha dividido la nación, pese a la instauración del Estado de la Unión. Las secuelas siguen patentes en una población que aún no se encuentra habituada a una convivencia en aquellos tiempos aún artificiosa y carente de auténtica raíz. Ese será el marco de desarrollo de HELLGATE (La puerta del infierno, 1952), una atractiva propuesta de genuina serie B, de la mano del conocido productor Robert L. Lippert –artífice de tantos valiosos exponentes en esta vertiente-, que bajo su ropaje de aparente western, en realidad esconde un nada solapado cuento moral en torno a la búsqueda de la redención, al tiempo que una llamada en torno a la relatividad de cualquier valoración, inclinando la propuesta dentro de una atmósfera más cercana al cine noir y, de manera evidente, al cine carcelario. Habiendo visto ya algunas de las películas que otorgaron cierto predicamento a Warren, se observa en él una cierta querencia por lo sombrío, por parajes, personajes y situaciones en conflicto, con cierto margen para imbuir en su seno una mirada revestida de cierta turbulencia interna.

Es algo que, plano por plano, podemos percibir en esta modesta pero intensa película, en la que de forma injusta un veterinario sudista y poco sociable –Gilman S. Hanley (Sterling Hayden)-, será condenado a prisión por haber ayudado, sin él haberlo supuesto, a un hombre que ha caído de un caballo y que se trata de un peligroso bandido buscado por las autoridades militares. Los primeros instantes del film ya nos adelantan ese tono seco y adusto que presidirá todo su metraje, describiéndonos una galería de seres en los que el matrimonio que forman el veterinario y su esposa, aparecen como una extraña excepción –cuando este es reclamado para curar al herido, se encuentra estoicamente sentado delante de un caballo que se encuentra a la espera de parto-. Sin embargo, el destino –un elemento determinante en el universo del western y que en esta ocasión adquirirá una extraña importancia, incluso en la presencia de una bolsa con cinco mil dólares que se han caído al preso socorrido, o el intercambio de caballos que la banda de este provocan-, es el que marcará el duro futuro de nuestro adusto pero noble protagonista, un hombre de profunda convicciones sudistas, pero que al mismo tiempo intenta asumir la victoria del bando opuesto en la nueva composición de su país- No obstante, su pasado pesará sobre él como una losa, erigiéndose como un elemento que implícitamente utilizarán las nuevas autoridades a la hora de hacer caso omiso de la inocencia que esgrime el sobrepasado veterinario. La maldad intrínseca del delincuente al que ha ayudado en su dolencia, que se ratifica en señalar que era colaborador suyo, será la que propicie que Hanley sea destinado junto a otros presos –condenados incluso por asesinato-, a una inhóspita y abrasadora prisión situada cerca de la frontera con México. Un recinto auténticamente infrahumano, ubicado entre un conjunto de montañas agrestes y rocosas montañas, dominadas por un sol abrasador y una carencia de agua que de manera periódica se solventa con la arribada de carros con bidones del líquido elemento. El recinto penitenciario estará comandado por el embrutecido teniente Tod Voorhees (War Bond), quien desde el primer momento antepondrá la condición de sudista del recién llegado, para hacerle receptor de su abierta hostilidad –incluso por encima de los reconocidos delincuentes e incluso el asesino que llega en dicha remesa-.

La visión que se ofrece de la prisión no puede ser más desoladora. Es más, creo que pocas veces en el cine del Oeste se ha mostrado un recinto penitenciario dominado por mayor crudeza –a su lado, la que protagoniza THERE WAS A CROOKED MAN… (El día de los tramposos, 1970. Joseph L. Mankiewicz) deviene una instalación casi previsible-. En ella, la aridez y la casi imposibilidad de huir de la misma –para ello la presencia del desierto y la custodia que ofrecen los depredadores indios Pima-, se unirá a la infrahumana disposición de los presos mediante una grutas subterráneas en donde se encuentran las diferentes celdas –quizá el hallazgo visual más relevante del film-. En medio de dichas condiciones, Warren sabe incentivar la densidad de un relato que, paradójicamente, se desarrolla con un cierto tono de serenidad. En realidad, todo aquello que acontece en aquel recinto abandonado del mundo obedece a las leyes de una extraña cotidianeidad o, mejor dicho, a la resignación de sus presos, incapaces de intentar fugarse del mismo, debido tanto a la dureza existente en su entorno, como a los peligros exteriores –y superiores- que sufrirían si lograran escapar de él. Sin embargo, Hanley será introducido en una de las celdas subterráneas, compartiendo la misma con una serie de presos allí ya ubicados, con los que poco a poco irá variando su inicial hostilidad, hasta establecerse una cierta sintonía, descubriendo el plan que mantienen –sobre todo por el supuesto líder de todos ellos; George Redfield (James Arness)-, para fugarse de allí, en una intentona de difícil efectividad. La película describe ejemplarmente ese proceso de relación en dicho colectivo, dentro de una atmósfera por completo irrespirable, en la que cada caverna rocosa se encuentra potenciada por una iluminación dominada por los claroscuros, propia del cine noir.

Dicha combinación es la que proporciona un interés casi sin tregua en un film que apenas supera los ochenta minutos de duración, y en donde se irá describiendo el intento de fuga de todos estos presos –uno de ellos, moribundo, conoce la manera con la que traspasar el desierto hasta llegar a la frontera de México-. Dicho proceso –en el que no faltará la traición de uno de ellos, contando a Voorhees el plan que se está gestando en la cueva-, no provocará una especial alteración en la impavidez de este. Una vez se produzca el intento de huída, esta en el fondo provocará que el conjunto de fracasados fugados sean eliminados por los propios indios Pima, con la excepción de Redfield, que será encerrado en la terrible celda de castigo ubicada en pleno suelo del patio de la prisión, y cubierto por gruesos portones metálicos. Una auténtica tortura que este soportará con estoicismo, y que permitirá que el castigado pueda, inesperadamente, contemplar en su interior los detalles que había dejado dibujados uno de sus compañeros de celda –ya fallecido, y al que había ayudado en su enfermedad-; el trazado para poder huir hasta México.

Sin embargo, se extenderá en el entorno de la infernal prisión la plaga de una epidemia contagiosa, que está provocando estragos entre los presos y los propios oficiales, a lo que contribuirá el hecho que los ciudadanos de la población más cercana se opongan a cederles agua, temerosos de verse contagiados con dicha enfermedad. Vista la situación límite vivida –es estremecedor el plano en que Hanley visita la tienda donde varios enfermos claman por un agua inexistente-, el embrutecido teniente decidirá confiar en él para que efectúe una delicada misión que le llevaría varios días de viaje, en la búsqueda de agua para poder atender a los enfermos. Pese a las reticencias que le producirá tener que recurrir a él –algo que no le ocultará en esos momentos-, el condenado veterinario accederá, aunque decidirá ir hacia la población más cercana, sorteando la parte trasera de la barricada tras la que se atrincheran sus vecinos, intentando explicarles de la necesidad de su comprensión y colaboración para poder evitar la extensión de la plaga hasta todos ellos; cediendo agua para los enfermos de la prisión. Será esta quizá una conclusión demasiado apresurara y complaciente, sobre todo por venir detrás de un relato provisto de una densidad y fisicidad encomiable. Sin embargo, el mismo no dejará de aportar un momento memorable, con la reconsideración por parte del hasta entonces implacable jefe de la prisión, de la grandeza en la acción de Hanley. Llegará incluso a mentir cuando haga como suyo el testimonio de uno de los enfermos que se encontraban allí, uno de los que formaban parte del equipo de aquel bandido al que ayudó tras su caída, pudiera testificar en su favor antes de morir. Este fallecerá tras la marcha de Hanley, pero Voorhees tendrá un gesto de nobleza al hacer de una inexistente declaración, la prueba de agradecimiento a un hombre íntegro.

Áspera y dominada por unas tonalidades rugosas, a las que cabrá añadir esa aspereza y alcance terroso de sus hoscas imágenes en blanco y negro, HELLGATE aporta la extrañeza de la presencia de una serie de personajes que, aunque puedan aparecer como brutales o implacables, se encuentran provistos de cierta humanización. Es algo que aparecerá en el militar que en el proceso judicial mostrará cierta consideración por nuestro protagonista –casi como si viera en él esa dignidad de comportamiento que el resto se empeña en negar-, librándole de la pena de muerte. Pero será incluso el mismo responsable de la prisión, quien pese a los nada ocultos recelos que Hanley le provoca desde el primer momento, al considerarlo un rebelde, nunca dejará de tratarlo con una extraña aura de dignidad.

Elementos de notable complejidad, insertos en una película tan modesta como caracterizada por su intensidad. Cualidades que se extiende tanto en sus secuencias de interiores y exteriores, como en la hondura que describe en la interrelación de sus diferentes personajes. Las mejores virtudes de la serie B se dan cita en esta valiosa y apenas conocida producción, que además de incardinar elementos de varios géneros, se ofrece ante todo como una pequeña reflexión en torno a la necesidad del conocimiento, a la hora de conocer, describir y valorar la verdadera personalidad de aquellos seres que pasan por tu vida.

Calificación:

TROOPER HOOK (1957, Charles Marquis Warren) [El sargento Hook]

TROOPER HOOK (1957, Charles Marquis Warren) [El sargento Hook]

Poco a poco va emergiendo la filmografía de ese estimable realizador que fue el norteamericano Charles Marquis Warren, extendida en la pantalla grande a cerca de una veintena de títulos, entre los cuales destacó su probada fidelidad al western. No podemos decir a tenor de lo contemplado que se encuentre en su obra una aportación de primer nivel, pero sí se aprecia en ella el sedimento de diversos temas abordados en el género, apostando por su sustrato dramático inclinado por una vertiente melodramática. Es algo que se manifiesta de manera muy clara en este apreciable TROOPER HOOK (1957) –jamás estrenado en las pantallas grandes españolas, aunque editado digitalmente con el título de EL SARGENTO HOOK-, que de entraba asume ese look sombrío que caracterizaba a buena parte de las muestras de género surgidas en el seno de la United Artists en la segunda mitad de los cincuenta. En ello, uno de los elementos que influyen de manera más poderosa, es la elección de ese blanco y negro fotográfico –responsabilidad de Ellsworth Fredericks-, envolviendo y otorgando al conjunto un aire de fantasmagoría con el predominio de exteriores nubosos y un tono oscuro en el que se inserta el discurrir de una balada que interpreta de manera intermitente, nos contará la andadura del Sargento Hook (Joel McCrea), un veterano militar dotado de un especial sentido de la justicia, a cuyo través se insertarán una serie de elementos consustanciales en el devenir del cine del Oeste. La posibilidad de la segunda oportunidad, una mirada revestida de cierta complejidad en torno a la figura del indio, la insolidaridad de la comunidad, la búsqueda de la madurez –en el personaje que encarna el joven Earl Holliman-, la codicia o, en definitiva, la existencia de prejuicios entre los que en teoría deberían autodenominarse seres civilizados –representado en el marido de Cora, la protagonista femenina del relato-.

TROPER HOOK se inicia de manera percutante, mostrando la ejecución de un grupo de soldados por parte de los indios de la tribu apache que comanda Nanchez (Rodolfo Acosta). La secuencia sorprende por la dureza que brinda al espectador en sus primeros fotogramas, predisponiéndonos a un relato quizá dominado por su maniqueísmo en torno a la crueldad de los indios. Por fortuna, la película pronto gira en torno a la llegada de Hook, incendiando los soldados el poblado apache, y capturando a sus moradores, entre ellos al imperturbable Nanchez. Entre los capturados se encontrará una mujer blanca, circunspecta y sin habla, que protege con especial arrobo a su hijo. Se trata de Cora (una estupenda Barbara Stanwyck, en su último rol cinematográfico hasta que retornara a la pantalla grande varios años después, tras una triunfal andadura televisiva). Esta fue capturada nueve años atrás por los apaches, y encontró en su unión con Nachez una posibilidad de salvación, que le llevó a tener un  hijo de él. Será un niño que se erigirá como un auténtico elemento de conflicto, ya que el deseo de su madre de mantener la custodia del mismo, marcará en el devenir del film la fuga y el deseo del líder apache de recuperar al muchacho, o el eje que provocará el pequeño a la hora de revelar la hipocresía y el puritanismo de una colectividad en teoría definida en su piedad y sentido civilizado, pero que es incapaz de asumir el desgarro interior que mantiene esta mujer prudente y resignada, a la que se pretende devolver a su marido, del que ha estado separada esos nueve años que han transcurrido desde que sufriera el asalto apache y solo la convivencia con Nanchez le sirviera de defensa.

La aportación de la Stanwyck y la química mantenida con McCrea, unido a ese aspecto sombrío antes señalado, proporciona al film de Warren una extraña textura. En muy pocos instantes veremos en sus imágenes momentos memorables, pero de su conjunto se desprende una extraña sensación de melancolía, como si de ese extraño –y en ocasiones pueril- aspecto de balada, fuera la base para la plasmación de un argumento en el que se recogen toda una serie de arquetipos bien conocidos en el devenir del género, expuestos en esta ocasión en ocasiones con sequedad, en otras con singular acierto –pienso en ese plano que encuadra los pies de Cora y su hijo tras salir del baño en un lago, provocando el hasta entonces soterrado deseo del militar-, y en algún caso con cierto sentido de la redundancia –el innecesario diálogo final del joven Jeff (Holliman), señalando que en el viaje en diligencia ha madurado-. En cualquier caso, y aún percibiendo sus limitaciones, lo cierto es que el devenir de TROOPER HOOK adquiere un singular y relajado interés, teniendo su epicentro en el viaje en caravana del militar custodiando a Cora y su hijo, hasta llevarla de nuevo con su esposo –Fred (el excelente John Denher, aquí por debajo de sus posibilidades)-, quien no podrá superar el hecho de tener que convivir con el pequeño indio, fruto de la relación de su esposa con Nanchez. Este último por su parte escapará de la prisión a que ha sido sometido, siguiendo de cerca el discurrir de la caravana ocupada por nuestros protagonistas, y en la que también viajará Jeff, así como una joven muchacha educada y dispuesta a ser casada por decisión de sus familiares, acompañada por su tutora, y uniéndose a ellos el siniestro y arrogante Charlie Travers (el estupendo y habitual secundario de comedia Edward Andrews), quien en un asedio de las huestes del huído Nantez, no dudará en ofrecerse ante este para evitar ser atacado en la emboscada. Todo ello tendrá lugar en un estupendo episodio, en el que Hook pondrá a prueba su astucia, forzando un componente dramático al amenazar con el asesinato del niño hijo de este y de Cora, si no logran dejarlos libres de la emboscada.

En donde flaquea un poco el film de Warren, es en el episodio –ubicado casi al final del metraje-, conde Cora se reúne con su antiguo esposo, mostrándose este renuente a aceptar al pequeño indio, e incluso mostrando su inclinación a la violencia, al exteriorizar su intención de matar a este cuando Cora decida abandonarles. Sea por desarrollarse en interiores –la película adquiere la peculiaridad de su atmósfera con esa ya señalada fantasmagoría que ofrece la presencia de nubes en sus exteriores terrosos-, o quizá por la ausencia de una mayor capacidad de arrojo, este fragmento no se encuentra a la altura del conjunto del relato, aunque cierto es que la inesperada aparición de Nanchez, haciendo justicia en el momento crítico, servirá para concluir de manera un tanto amable –ese guiño reiterado de Hook al hijo de Cora-, la segunda oportunidad para un hombre que hasta el momento nunca ha querido encontrar otro asidero emocional que pudiera poner en riesgo su vocación militar, y también para esa mujer que de manera resignada y humilde ha sufrido en sus carnes mucho más de lo que puedan entender aquellas personas de su raza que la han mirado con desprecio desde el momento de ser rescatada.

Estimable y agradable en su contemplación, revestida de ese rasgo de singularidad propio de los westerns surgidos en aquel tiempo en el seno de la United Artists, ambiciosa a la hora de albergar en su metraje numerosos elementos característicos del género, e incapaz en su conjunto de aunarlos con un resultado más compacto, dentro de sus limitados logros, en TROOPER HOOK encontramos un título que al menos intenta bajo su condición de producto de serie B, aportar no pocos elementos de interés, aunque estos aparezcan expresados sin esa deseada homogeneidad que les permitiría obtener un resultado global más consistente.

Calificación: 2’5

TENSION AT TABLE ROCK (1956, Charles Marquis Warren) Ansiedad trágica

TENSION AT TABLE ROCK (1956, Charles Marquis Warren) Ansiedad trágica

He de reconocer de entrada una cuestión. El recuerdo lejano pero permanente de CHARRO (1969), aquel lamentable western protagonizado por un ya abotargado Elvis Presley, siempre me ha predispuesto en contra el nombre del modesto profesional que siempre fue el norteamericano Charles Marquis Warren (1912 – 1990). No obstante, dichos prejuicios deben dejarse un poco de lado al intentar acercarnos a una filmografía que alcanza unos quince largometrajes, rodados entre 1951 y el ya mencionado 1969, en una andadura que Warren combinó con una dilatada andadura televisiva. Por lo general, el cineasta dedicó obra en el cultivo de géneros tradicionales, entre los cuales el cine del Oeste parece que fue al que se sintió más a gusto, ofreciendo títulos que presupongo jamás se elevaran del terreno de lo estimable, pero que no por ello merecen quedar en el olvido.

Uno de dichos ejemplos lo ofrece TENSION AT TABLE ROCK (Ansiedad trágica, 1956), en el que su artífice atiende a un proyecto de la ya seminal RKO, en un western que tiene más de drama psicológico aunque, eso sí, desarrollado en un ámbito propio de dicho género, del que el especialista y buen amigo Carlos Díaz Maroto, destacaba sus semejanzas con SHANE (Raíces profundas, 1953. George Stevens). Algo de ello hay en la singladura de su protagonista; Wes Tancred (al que Richard Egan proporciona una extraña hondura en su aparentemente hierática performance), del que por todo el Oeste se canta una canción que destaca que matará a un antiguo compañero por la espalda. El inicio del film es, curiosamente, lo peor del mismo, en una secuencia de persecución que nos narra el hecho sucedido inserta en una torpe noche americana, embarullando al espectador en el seguimiento de un argumento que, muy poco después, adquirirá una extraña serenidad.

Si dejamos de lado ese desafortunado comienzo –mucho más, al contemplar la película en una edición digital de escasa calidad-, lo cierto es que el film de Warren poco a poco va cobrando un especial sentido, cuando Wes regrese al hogar de su amigo –que ha huido por otro camino, encontrándose con la esposa de este –Cathy (una jovencísima Angie Dickinson)- quien solo deseará fugarse con él, aunque Wes mantenga tanto su estoicismo como el respeto hacia su compañero. La llegada del esposo y compañero, viendo una situación que podría implicar una supuesta relación amorosa, llevará a su inesperado asesinato, recibiendo por parte de Cathy la acusación. Wes será encarcelado por las autoridades pero pocas semanas después recibirá el perdón del gobernador, viajando hasta llegar a un lugar casi desierto, en donde se le brindará la posibilidad de una nueva vida, aunque esto no suponga más que un enunciado inexistente, dado que su fama como supuesto asesino se ha extendido, siendo prácticamente expulsado del pueblo. Este se marchará y encontrará un auténtico oasis existencial en la casi desierta granja que comanda Ed Burrows (Joe DeSantis), un hombre de bondadosa personalidad caracterizado por una ostentosa cojera, que vive junto a su pequeño hijo Jody (espontáneo Billy Chapin). Ed desde el primer momento ofrecerá a Wes –que modificará su nombre por el de John Bailey- la posibilidad de quedarse con ellos a trabajar, aspecto que en primera instancia rechazará pero que finalmente aceptará, iniciándose una grata convivencia entre los tres, especialmente entre nuestro protagonista y el muchacho. Sin embargo, lo que podría parecer un oasis en la andadura existencial de Tancred, muy pronto se tornará con la llegada de unos bandidos que los amenazarán, ya que desean sobrellevar el asalto a una diligencia que se encuentra a punto de llegar. La pericia de Wes eliminará a los facinerosos, pero no evitará la muerte de Ed, al tiempo que por parte de los responsables de la diligencia se le anunciará la entrega de una recompensa, que rechazará, como tal hombre escéptico en que se ha convertido.

De lo que no podrá zafarse, es del hecho de trasladar al pequeño hasta la ciudad en la que se encuentra su tío –un plano en el que los dos miran en la lejanía esa estancia que van a abandonar definitivamente, se convierte en uno de los mejores instantes del film-. El traslado hará manifestar el sincero afecto que Jody ha consolidado con Wes –al que no dudará en señalar que quiere- y su renuencia solapada a vivir con su tío, el sheriff Fred Miller (un sorprendentemente contenido Cameron Mitchell), cabeza de la ley en una población que se encuentra amenazada anualmente por la ingerencia de una pandilla de ganaderos, que de manera inapelable, convierten la misma en un foco de delincuencia y desatinos. La llegada de nuestro protagonista con el pequeño, hará ver desde el primer momento en Miller la oportunidad de encontrar en él un aliado, ya que él mismo se caracteriza por un terror interno que apenas puede disimular. Pero en ese entorno se encuentra también la esposa del sheriff –Lorna (Dorothy Malone)-, una mujer que ama a su esposo pero que se encuentra insatisfecha y con un conflicto interno hacia el hombre al que está unido, al que quiere, pero que es incapaz de despertar en él pasión alguna.

Ya disponemos de un triángulo amoroso –puesto que Lorna de manera muy sutil quedará atraída hacia Wes bajo su falso nombre-, unido a la problemática que se establecerá con la llegada de los hombres de Hampton (el siempre excelente John Dehner), quien con la anuencia de Kirk (Edward Andrews), uno de los prohombres de la localidad, están secretamente dispuestos a alterar la normalidad de una población tranquila durante el resto del año. En realidad, no podemos señalar que TENSION AT TABLE ROCK aporte nada nuevo, pero no es menos cierto que lo que propone el film de Warren lleva aparejado el marchamo de una serenidad narrativa, en la que el peso de las miradas en ocasiones lo reflejan todo, sabiendo al mismo tiempo interrelacionar el conflicto interno que sobrelleva cada uno de sus personajes. Desde ese temor que alberga interiorizado Miller, el cariño creciente del pequeño con Wes, o la implicación de este, a pesar suyo, a la hora de devolver la justicia a una localidad necesitada de ello, sin que ello lleve consigo acercarse sentimentalmente a Lorna –aunque el director logre expresar dicha pulsión-, al tiempo que logre alzar a la totalidad de este pueblo temeroso, para lograr aunarse en torno a Miller a la hora de defenderse de los hombres de Hampton, máxime cuando uno de ellos ha asesinado a un granjero que se ha opuesto a sus deseos, simulando una falsa defensa propia. Si algo permite una mirada apreciable a la película, es la capacidad del director de articular la relación de sus principales personajes, dentro de una crónica que discurre en voz baja, planteando finalmente ese doble salvamento de Wes hacia Miller –había llegado un asesino viejo amigo de este destinado a matar al sheriff, al que Tancred llevará a duelo y eliminará, mientras que Miller logrará salvar a Wes, eliminando a Kirk, que se encontraba dispuesto a matarlo, ya que estaba alterando todos sus planes.

TENSION AT TABLE ROCK culminará con la retirada de los matones de Hampton, y la aceptación del muchacho en quedarse con su tío –ya rehabilitado en su asumido temor-. Unos hermosos primeros planos entre Wes y Lorna –nunca Richard Egan ha estado mejor ante la pantalla-, nos inducirán a pensar la frustrada historia de amor que se pudo forjar entre ellos, pero al menos permitirá a ese demonizado pistolero, la oportunidad de demostrarse ante sí mismo como un hombre provisto de principios morales.

Calificación: 2’5