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CINEMA DE PERRA GORDA

Edwin L. Marin

JOHNNY ANGEL (1945, Edwin L. Marin) Capitán Ángel

JOHNNY ANGEL (1945, Edwin L. Marin) Capitán Ángel

Aunque no son demasiados los títulos que he podido contemplar de su copiosa producción -cerca de 60 largometrajes- creo que el muestreo atisbado -en el que predominan títulos enclavados en el noir y el western-, me permiten señalar que en la figura del norteamericano Edwin L. Marin (1899 – 1951) se encuentra un profesional aplicado y capaz de ‘cocinar’ apreciables muestra de género. Incluso de configurar algunas secuencias y episodios de cierta intensidad. No obstante, hasta el momento no he tenido la ocasión de contemplar ningún título suyo que sobresalga de dicha medianía. Por el contrario, sí que podría destacar alguno dominado por la mediocridad, como sería su debut tras la cámara con THE DEATH KISS (1932) protagonizado por Bela Lugosi. Todo ello, punto por punto, se cumple con JOHNNY ANGEL (Capitán Ángel, 1945) rodado por Marin para la RKO, en el que se propone un relato inserto dentro del noir con matices románticos, destinado al protagonismo de un eficaz George Raft. Una película de clara serie B que se contempla con moderado agrado, pero en la que uno hecha de menor un mayor grado de intensidad cinematográfica, hasta el punto de imaginar lo que hubiera dado de sí la adaptación de una historia de Charles Gordon Booth, transformada en guion de la mano de Steve Fisker, no solo en manos de un maestro como Jacques Tourneur o un cineasta capaz de tensar atmósferas opresivas como fue Edward Dmytryk, sino incluso evocando los nombres de los ocasionalmente valiosos Mark Robson y Robert Wise.

En medio de la intensidad de una niebla nocturna, el capitán Johnny Angel (George Raft) descubre desde su barco la presencia de otro buque, al que accederá junto con algunos componentes de su tribulación. Comprobarán que se encuentra desierto, así como atisbará la presencia de señales de sangre y de violencia y, para más desolación por parte de Angel, la certeza de la muerte de su progenitor que. para más inri, era capitán de dicho barco. El traslado del buque al puerto de Nueva Orleans será el inicio de una alambicada peripecia iniciada con el deseo de investigar de Johnny y la presencia de una joven que fue testigo privilegiado de la misteriosa situación. Ella será Paulette (Signe Hasso) a la que localizará por una serie de pistas que le permitirán encontrarla en un café. Poco antes habremos comprobado la extraña relación que mantiene el atormentado dueño de la firma naviera para la que trabaja nuestro protagonista. Se trata de Gusty (Marvin Miller), eternamente dubitativo entre la dependencia con su ambiciosa y bella esposa -Lily (Claire Trevor)-, y la existentes con la que fuera su cuidadora de niño -Miss Drumm (Margaret Wycherly)-, ante la que mantiene una extraña relación casi edípica.

A partir de dichos mimbres se desarrolla un argumento arquetípico dentro del género que en su conjunto define un producto apreciable, pero en la que en todo momento se aprecian las limitaciones de Marin para insuflar una necesaria densidad, para trascender su cine a cuotas más elevadas de las logradas. Es por ello que junto a secuencias y episodios que en sí mismos revelan una notable efectividad, se alternen otras situaciones o incluso la presencia de determinados personajes secundarios, que en ningún momento se encuentran debidamente perfilados. Y es algo que no puede decirse que vaya aliado con el hecho de encontrarnos con una película de apenas 80 minutos de duración, dado que la inmensa mayoría de grandes exponentes de la RKO en aquellos años se encuentran delimitadas por metrajes similares o incluso aún inferiores.

En cualquier caso, justo es reconocer que esa secuencia de apertura adquiere una notable fuerza, hasta el punto de acercarnos al muy cercano THE GHOST SHIP (1945) de Mark Robso, aliándose de manera decidida con esa atmósfera casi fantasmal inherente al universo del productor Val Lewton. La notable y contrastada fotografía en blanco y negro de Harry J. Wild, como es habitual en el estudio, insuflará de personalidad este modesto relato en donde podremos destacar el episodio en el que Paulette es sometida a un intento de asesinato plasmado entre sombras, en la que la intervención de Johnny será providencial. En cualquier caso, bajo mi punto de vista lo más atractivo de JOHNNY ANGEL se encontrará en el punto medio de la película, cuando la relación entre la pareja protagonista deje paso a una cierta aura de romanticismo -en esos momentos el contrapunto de su banda sonora resulta muy adecuado- con esos paseos en los que la muchacha se decidirá a relatar todo aquello que vivió en su condición de polizón en el barco, por medio de una serie de flashbacks de diferente y creciente duración e intensidad dramática que irán mostrando el trágico asesinato colectivo, dejando el suspense del autor de la masacre. Unamos a ello la impagable presencia y lo entrañable de ese taxista siempre oportuno en sus apariciones que encarna el siempre magnífico Hoagy Carmichael, el carisma que demuestra George Raft, o incluso la ambivalencia de la ya madura Miss Drumm, incansable guardaespaldas de un hombre tan poderoso como desprovisto de personalidad alguna.

Por el contrario, no oculto que me chirría la superficialidad como femme fatale de Claire Trevor -lo caprichoso de su personalidad no se encuentra debidamente justificado en la película- o el propio desaprovechamiento de personajes secundarios como el acaudalado dueño de club Sam Jewell (Lowell Gilmore), que aparece y desaparece en escena sin adquirir intensidad alguna. Es por ello que esa peripecia del robo de un cargamento de oro que aparece como base argumental, ni en sí misma adquiere la fuerza deseada, ni lo hacen esos destellos de turbulencia moral que rodean su argumento. Dichas limitaciones no impiden reconocer que nos encontramos ante un relato tan degustable como de rápido olvido, que da la medida de los modos habituales en su director, un artesano competente pero solo ocasionalmente inspirado, capaz de conjuntos apreciables y con destellos de inspiración, pero por lo general a medio cocinar.

Calificación: 2’5

CANADIAN PACIFIC (1949, Edwin L. Marin)

CANADIAN PACIFIC (1949, Edwin L. Marin)

CANADIAN PACIFIC (1949) es el segundo de los siete westerns que dirigió el prolífico artesano Edwin L. Marin (1899 – 1951) a Randolph Scott, una de las estrellas de la serie B del género. Su conjunto, conformó un pequeño y apreciable ciclo, de títulos que en modo alguno añadieron gloria al cine del Oeste, pero en sí mismo revisten cierto interés, al tiempo que contribuyeron a perfilar la personalidad de Scott, que adquiriría su definitiva entronización en el mismo, cuando algunos años después protagonizaría el célebre ciclo Ranown, siendo dirigido en todos ellos por Budd Boetticher.

En esta ocasión, encarnará al conocido y respetador explorador Tom Andrews, encargado por las autoridades canadienses, y por el propio responsable de la empresa destinada a llevar a feliz término el proyecto, de buscar una ruta que una los dos extremos de ese nuevo país, que aún se encuentra sin la casi imprescindible comunicación, en los últimos años del siglo XIX, centrando esta búsqueda en las agrestes montañas rocosas. La película ofrece una libre e inexacta versión del proceso de conclusión del proyecto del Canadian Pacific, iniciando su metraje -que he podido contemplar en una copia manifiestamente mejorable-, una arquetípica voz en off, nos introducirá en el radio de acción de la gestación de dicho proyecto, mientras se suceden unas imágenes que acompañan el discurrir del tren ya contraído, en medio de los frondosos e impresionantes parajes de aquellas tierras. Ello nos dará pie a asistir a una reunión estatal, en la que los gobernadores de las diversas regiones, mostrarán sus nervios, interviniendo para calmar dicha inquietud Cornelius Van Horne (Robert Barrat). Él es el máximo responsable de la empresa encargada de su construcción, y el que tendrá que poner paños calientes ante sus superiores, cuando se retrase a la hora de entregarles esa ruta definitiva. Antes veremos a Andrews discurriendo con extraña parsimonia por aquellos parajes, en cierto modo hechizado ante la belleza de lo que contempla, y siendo presa del ataque de alguien a quien no conocemos, que va con compañía, pero del que muy pronto tendremos noticias; Dirk Rourke (Victor Jory). Una vez Tom regrese a pie de obra, se topará con este, disputándose una pelea entre ambos, y siendo observados por Edith Cabot (Jane Wuatt), una joven doctora que se ha sumado a la expedición, y que desde el primer momento llamará la atención de nuestro protagonista, aunque la joven no deje de cuestionar lo expeditivo de sus métodos, utilizando la violencia.

Sin embargo, Tom tiene novia, la joven Cecille Gaultier (Nancy Olson), a cuyo hogar regresará, buscando en ello la afirmación de su compromiso con la muchacha. No obstante, este comprobará una creciente hostilidad de la población, recelosos de la llegada del ferrocarril, sobre todo por la insidiosa campaña planteada por Rourke, que también desea a Cecille. Será un recelo, que tendrá un firme exponente en el padre de la muchacha, y que hará retornar a Andrews a pie de obra, siendo consciente de las complicaciones que se avecinan. No serán estas pocas, en buena medida alentadas por el manipulador antagonista de Tom, que casi estará a punto de matarlo, al provocar una violenta explosión de dinamita. En las puertas de la muerte, Andrews salvará su vida por la transfusión de sangre que le proporcionará Edith, iniciándose una sincera relación entre ambos, que permitirá sobre todo descubrir aspectos de sus respectivas personalidades, que ambos desconocían, pero intuyeron desde el primer momento.

CANADIAN PACIFIC se caracteriza, y no poco, por sus debilidades. Una de ellas, esa mirada revestida de esquematismo con la que se trata al indio -curiósamente, todos sus personajes fueron interpretados por auténticos pieles rojas-, y que se extiende a algunas decisiones argumentales, como la facilidad con la que Tom encuentra enterradas en el campamento indio, las cajas con explosivos que han sido robadas. En cualquier caso, la película ofrece en su metraje, una constante pugna entre primitivismo y progreso, representado en la dispar actitud ante la llegada del ferrocarril, y que tendrá otro foco de representatividad, en las dos mujeres que alterarán el corazón del protagonista. La racional doctora Cabot, enemiga de la brutalidad que contempla y, en su oposición, esa joven y entregada Cecille, integrada en todo momento en ese entorno rural y primitivo, pero que de manera paulatina irá evolucionando en su primitivo pensamiento. En ese doble, y hasta cierto punto sorprendente, contraste, se encuentra, a mi juicio, lo mejor de esta extraña película, filmada en Cinecolor, una técnica poco después periclitada.

Un relato que discurre con aparente placidez, pero en el que cabe destacar cierta tendencia a la crueldad, manifestada en su tercio final, con secuencias como aquella en la que el siempre farfullero Dynamite Dawson (un muy divertido J. Carroll Naish), logra evadirse de una encerrona de indios, entrándoles cartuchos de dinamita, que estos tomarán como cigarrillos, en una sorprendente escena que concluye en el over narrativo, con la explosión conjunta de estos. O en el instante -digno del posterior Sam Fuller- en el que, en la taberna del poblado de los trabajadores del ferrocarril, su dueño invita a todos a beber gratis -para con ello boicotear la obra-, y en un enfrentamiento uno de ellos resulte muerto. El dueño, no dejará de jalear para que den de beber al cadáver. Finalmente, tras la entrada en escena de Tom, el garito será derribado con la ayuda de la locomotora del tren. Esa tendencia por lo bizarro, tendrá una brillante demostración en el episodio del acoso indio, especialmente en sus secuencias nocturnas y, de manera muy especial, en la plasmación de la terrible muerte de Rourke entre las llamas.

De cualquier manera, será en ocasiones muy especiales, cuando se perciba la ocasional inspiración cinematográfica de Marin, como en la importancia otorgada al pañuelo de Cecille, significando en él su oportuna intervención para que el padre Lacomb, medie a la hora de templar los ánimos del entorno que manipula Rourke y, en definitiva, facilitar a Tom su tarea. Si tuviera, llegados a este punto, que destacar el instante más inventivo de la película, no dudaría en señalar ese momento, descrito en el interior del hospital en que se encuentra internado nuestro protagonista. En medio de un sutil galanteo de este con Edith, la cámara avanzará sobre una ventana, en la que se contempla la caída de la nieve, mientras esta señala que la misma va a tenerlo retenido durante tiempo. Una sucesión de breves sobreimpresiones, nos trasladará a la primavera y el deshielo. Será la elegante manera de plasmar el afianzamiento del romántico afianzamiento entre ambos.

Calificación: 2’5

A CHRISTMAS CAROL (1938, Edwin L. Marin)

A CHRISTMAS CAROL (1938, Edwin L. Marin)

A ningún aficionado se le puede escapar que en el departamento de producción de la Metro Goldwyn Mayer de la década de los años treinta, el terreno de las adaptaciones literarias suponía un referente de indudable importancia. Dentro de esa nómica de escritores que sirvieron como base para la plasmación de títulos de época, la figura de Charles Dickens tuvo una importancia notable, registrándose en 1935 la brillante adaptación de A TALE OF TWO CITIES (Historia de dos ciudades, 1935. Jack Conway), una concienzuda apuesta de estudio a cargo de David O. Selznick, en la que por cierto se logró la aportación de Jacques Tourneur y Val Lewton, a la hora de responsabilizarse de la célebre secuencia de la Batalla de la Bastilla. Es probable que el éxito logrado en aquella ocasión supusiera un referente de especial significación a la hora de acometer un par de años después una nueva adaptación cinematográfica basada en un relato del escritor británico; A CHRISTMAS CAROL (1938, Edwin L. Marin) En cualquier caso, y aún contando con la presencia de Joseph L. Mankiewicz como responsable de producción, justo es reconocer que los resultados, tan discretos como eficaces, en modo alguno pueden compararse con el anteriormente citado film de Conway. Cierto es que en ambos casos nos encontramos con propuestas abiertamente de estudio, y en esa comparación no cabe duda en preferir la implicación a todos los niveles que revelaba A TALE…, que la sensación de desgana que preside el título que nos ocupa, que de buenas a primeras revela unos niveles de producción bastante menores, e incluso me atrevería a apostar al hecho de situarse en el terreno de la serie B de la Metro. Y es que el reparto de antemano nos indica que no contamos con figuras de relieve en el mismo –aunque no sería justo omitir la aportación de característicos como Gene Lockhart, o la breve aparición del siempre magnífico Leo G. Carroll-. Si a ello unimos la escasa duración de la película –apenas setenta minutos- o la escasez de escenarios planteados –no me cabe duda que los utilizados pertenecían a otros títulos precedentes del estudio-, podemos tener bastante claro el hecho de encontrarnos ante una producción de segunda fila dentro de M. G. M., aunque ello necesariamente no ha de inclinarnos a pensar en una película de entrada desprovista de interés.

Sin embargo, sí que sorprende en ella ver la firma como director del posterior especialista en westerns, Edwin L. Marin. Un realizador sobre el que algunos comentaristas han querido ver en ciertas ocasiones una personalidad definida, aunque la realidad no ofrezca más que la oportunidad de atender a un correcto aunque por lo general poco inspirado artesano, ocasionalmente proclive a insertar secuencias aisladas de gran fuerza expresiva. En este sentido, quizá quepa concluir que Marin no era, probablemente, el hombre más adecuado para responsabilizarse de la realización de A CHRISTMAS… Esa a mi juicio poco acertada elección en el realizador, y los cortos límites de producción impuestos –sobre todo en el ámbito de su duración-, provocan que la adaptación realizada de la célebre singladura transformadora del avariento Ebenezer Scrooge, aparezca en nuestros días como bastante descafeinada. Setenta minutos son pocos para intentar plasmar las sugerencias y el alcance descriptivo e incluso melodramático y sobrenatural del relato, por lo cual sus imágenes pecan de notable superficialidad. Es decir, en no pocos momentos se detienen en situaciones y momentos absolutamente prescindibles y, por el contrario, atienden los momentos más tensos de la historia con excesiva frialdad. En este extraño contexto, la sensación que se tiene es la de asistir a un relato –muy conocido por otra parte-, en el que a nivel de ambientación resulta bastante correcto, y en el que las situaciones familiares generadas en interiores de viviendas aparecen como simples “estampitas”, sin vida, y dominadas por todo tipo de estereotipos.

 

Indudablemente, la llegada de las tres visitas de los espíritus de las navidades pasadas, presidentes y, para concluir, la futura, el film de Marin alcanza una cierta temperatura, sin que por ello estemos hablando de momentos especialmente apasionantes. Y es que, a fin de cuentas, una visión de conjunto sobre A CHRISTMAS CAROL refleja totalmente la sensación de acudir a una ilustración superficialmente correcta de la obra de Dickens, pero al mismo tiempo comprobar con cierta decepción como el estudio que la produjo, dejó esta película un poco de lado a nivel de implicación de su equipo de profesionales, permitiendo que finalmente la discreción fuera su rasgo más característico. En cualquier caso, he de reconocer que me resulta superior a la versión musical realizada por Ronald Neame en 1970 –por más que en ella destacara la labor del gran Albert Finney-, y quede en lista de espera, la posibilidad de contemplar la versión de esta misma historia, que en los primeros años cincuenta rodó en Inglaterra Brian Desmond Hurst –SCROOGE (1951)-. Es probable que con ella pudiéramos atender la mejor versión que esta creación de Dickens alcanzó jamás en la pantalla.

 

Calificación: 2

THE CARIBOO TRAIL (1950, Edwin L. Marin)

THE CARIBOO TRAIL (1950, Edwin L. Marin)

Prolífico realizador, Edwin L. Marin (1899 – 1951) fue un profesional frecuentemente vinculado con el western, genero en el que filmó diversos títulos protagonizados por Randolph Scott. Solo he podido contemplar algunos de ellos y, en líneas generales, se expresan como productos de serie con presupuestos limitados, eficaces en su desarrollo, ocasionalmente atractivos en algunas de sus set piéces, aunque finalmente jamás se les pueda incluir entre lo más granado del género. Quien sabe, quizá algunos de dichos títulos pudiera proporcionarnos alguna sorpresa –aunque lo dudo-, y entre ellos alcanza una especial significación COLT 45 –que no he podido ver-. Uno de estos exponentes –además uno de los últimos títulos de la filmografía de Marin es THE CARIBOO TRAIL (1950) –jamás estrenado comercialmente en nuestro país-, como tantos otros, por otra parte, de entre los protagonizados por Scott. En esta ocasión, el intérprete encarna a  Jim Redfern, un cowboy que lleva en su mente el deseo de establecer un rancho ganadero. Para ello decidirá junto a un par de amigos alcanzar la región del Cariboo, en la columbia británica. La región se caracteriza en aquellos años por su implicación en la búsqueda del oro, faceta en la que también desea incidir su compañero Mike Evans (Bill Williams), el cual mantiene no pocos inconvenientes con las intenciones de su amigo. Un hecho propiciará la separación en la sincera amistad de ambos. A consecuencia de evitar el paso sobre un puente –por el que querían que abonaran un canon- junto a las piezas de ganado que sobrellevaban, los sicarios que forzaban a dicho paso provocarán una estampida, a consecuencia de la cual Mike sufrirá la amputación de un brazo. Llevado hasta la localidad más cercana, este se mostrará amargado y romperá su amistad con Redfern. Allí nuestro protagonista pronto adquirirá conciencia del influjo que en aquella zona ejerce el poderoso Frank Walsh (Victor Jory), empeñado en enriquecerse con el dominio sobre sus habitantes, contra el que se enfrentará Jim. Aunque su deseo es establecerse como ganadero, e incluso contemplará un valle virgen que considera ideal para ello, huyendo de un ataque de los indios encontrará una veta de oro que le permitirá alcanzar unos ingresos, que provocarán el recelo de Walsh, quien se enfrentará directamente a Jim provocando con sus esbirros que este huya perseguido por varios de los buscadores de la zona. En su huída encontrará a su viejo compañero –“Grizzly” (Gabby Hayes), que se encuentra junto a un grupo de expedicionarios también ganaderos. Todos ellos lograrán convencerle para que les guíe hasta la tierra que les ha descrito, para lo cual tendrán que discurrir por la localidad de los conflictos, en donde tendrá que enfrentarse de nuevo contra las artimañas de Walsh. Será casi un combate necesario, que por un  lado le brindará la recuperación en la amistad con Mike –quién morirá tras un arrebato de lucidez y defensa a su viejo amigo-, consolidar las intenciones vocacionales de este, y también iniciar una nueva vida junto a  la propietaria del saloon, eterna combatiente del depuesto terrateniente, y ligada a Jim desde el  momento en que lo conoció.

 

Hay varios elementos que destacan en THE CARIBOO TRAIL. Por un lado, resulta de interés lo inusual de su inicio, a partir de unas imágenes y un relato en off que se muestran antes de los propios títulos de crédito. A Tras esos esos primeros compases, no se puede dejar de destacar el alcance pictórico que muestra el tratamiento en un primitivo Cinecolor que logra transmitir en aquellos planos generales dominado por paisajes rocosos o en la presencia de ese valle ideal para crear un rancho, una sensación de primitivismo realmente admirable. Pero si algo caracteriza THE CARIBOO… es por aunar en su reducido metraje todo un compendio de personajes, situaciones y estereotipos propios del western. Ahí es nada ver como se trata de la “fiebre del oro”, la búsqueda de una estabilidad por parte de un cowboy, de dominantes y ambiciosos caciques establecidos en pequeñas poblaciones con posibilidades de progreso, venganzas, ganaderos, lugares vírgenes, acoso de indios, amistades traicionadas o amores competidos. Casi podríamos decir que el film de Marin se erige como un auténtico borrador de uno de los mejores títulos del último periodo de la filmografía de Raoul Walsh –THE TALL MEN (Los implacables, 1955)-. Evidentemente, nos encontramos bastante lejos de la hondura y perfección cinematográfica esgrimida por el veterano maestro, pero sin embargo THE CARIBOO TRAIL tiene de su parte la ingenuidad con que está expuesta, la desenvoltura con la que sobrelleva una serie de subtramas que, de forma indiscriminada y sin solución de continuidad, va sorteando los diferentes pormenores de su línea argumental, con un uso destacado de la elipsis, con personajes poco definidos o mal interpretados –el amigo manco y resentido que encarna el limitadísimo Bill Williams-, y también con ciertos elementos que nos llevan a lejanos ecos del western más primitivo –esas vistas generales llenas de totalidad de ese valle inexplorado que descubre el protagonista-. En su conjunto, se define un título que en su propia simplicidad y esquematismo encuentra su mayor virtud. Casi, casi, un producto demodé, que bien pudiera haber sido filmado una década antes sin que un solo plano de su configuración variara en absoluto, pero al que quizá ese primitivismo es precisamente el rasgo que sigue proporcionándole su moderado pero nada desdeñable encanto.

 

Calificación: 2’5

NOCTURNE (1946, Edwin L. Marin) Nocturno

NOCTURNE (1946, Edwin L. Marin) Nocturno

Las imágenes iniciales de NOCTURNE (Nocturno, 1946. Edwin L. Marin), predisponen al espectador a un virtuosismo formal que preludia un film brillante. Se trata. lamentablemente de mucho más de lo que finalmente ofrece. La cámara describe un plano general nocturno de Los Ángeles, mientras se acerca hacia un lujoso estudio en el que un pianista está desarrollando ante su instrumento una elegante melodía. El atrevido desplazamiento de cámara da paso a una secuencia en la que descubriremos que el mencionado músico se va a desembarazar de una amante –enseguida comprobamos su éxito con las mujeres por la galería de retratos femeninos que pueblan el salón, y concluiremos que se trata de un mujeriego-. La planificación nos muestra debidamente oscurecida la identidad de esta amante que, en apariencia, será la autora de la muerte del músico, que inicialmente  es despachada como un suicidio.

Sin embargo, no es esa la intuición que se le refleja al Tte. Warner (George Raft), que asumirá la resolución del caso pese a sus poco ortodoxos métodos empleados. Modos y maneras que le llevarán incluso a ser expedientado y a finalizar el caso de forma totalmente ajena a la investigación oficial.

En los últimos años, existe una pequeña corriente crítica que postula la revalorización de la extensa filmografía de Edwin L. Marin (1.899 – 1.951). Hombre especialmente adscrito al western, lo cierto es que mi escaso acercamiento a su obra me impide una valoración certera, aunque si he de hacerlo a partir de esta película tendría que señalar que nos encontramos con un director competente pero no muy inspirado, aunque dotado con ocasionales destellos de inventiva cinematográfica. Y es que en buena medida dichos rasgos genéricos definen este NOCTURNE que se inicia con brillantez, pero que poco a poco se diluye en una tan eficaz como convencional intriga aderezada, eso sí, por algunos excelentes momentos y secuencias –especialmente en su parte final-, determinadas influencias y algunos rasgos característicos que singularizan su conjunto.

Digamos en primer lugar que es notoria la influencia de la magnífica LAURA (1944, Otto Preminger) –la referencia a un conocido tema musical, la importancia dramática que se otorga a la galería de retratos, cierta elegancia malsana en sus mejores momentos-, aunque es curioso destacar que se trata de una película desarrollada mayoritariamente en ambientes diurnos, e incluso que incorpora en su metraje elementos de comedia –la presencia del personaje de la madre del investigador (Mabel Paige)-. Esas características provocan un cierto distanciamiento al que hay que sumar el hieratismo de George Raft en el papel protagonista. Todo ello no impide que nos encontremos ante personajes consustanciales al género, como ese orondo matón que puede resultar hasta característico, pero que será partícipe junto al investigador de una violenta pelea que se encuentra entre los mejores instantes de la película.

 

Esos buenos momentos harán acto de presencia en aciertos de montaje como el que nos presenta al principal personaje femenino –es mostrada a partir de un negativo fotográfico que funde con su imagen en vivo-, pero que tendrán su máxima expresión en la magnífica secuencia desarrollada en el estudio del fotógrafo, que adquiere una atmósfera digna del mejor cine de terror de la época. Junto a este, hay dos magníficos instantes cinematográficos en esta apreciable NOCTURNE. El primero es la sensación de incomodidad que Carol tiene al escuchar la melodía que el compositor estaba finalizando antes de morir –ello hace sospechar al investigador su implicación en el caso-. El otro es la elegante panorámica que llevará a descubrir a los principales sospechosos la verdadera autoría del crimen. Un momento este revestido de esa malsana elegancia que el film de Marin revela en sus mejores instantes, pero que en su irregularidad le impide despegarse del estatus de pequeña e interesante propuesta de cine policíaco.

Calificación: 2’5