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CINEMA DE PERRA GORDA

Frank Borzage

NO GREATER GLORY (1934, Frank Borzage) Hombres de mañana

NO GREATER GLORY (1934, Frank Borzage) Hombres de mañana

Profundizar en la obra del norteamericano Frank Borzage, por fortuna muy dilatada en producción -cerca de noventa largometrajes-, nos sigue permitiendo una apasionante tarea de redescubrimiento proporcionándonos dos placeres contrapuestos y complementarios. De un lado, ratificar, título tras título, incluso en aquellos encargos menos dignos de su talento, que se trata de uno de los más personales y grandes cineastas de la Historia del Cine. Por otro constatar el riesgo y hasta la originalidad que revistió su producción al resultar sorprendentes los giros temáticos establecidos título tras título, en donde salvo quizá el cine de terror -no así el fantástico, que tuvo presencia de manera latente en no pocas de sus películas poniendo en práctica siempre con una personalidad diferenciadora, el grueso de géneros habituales en Hollywood.

Pues bien, aún teniendo bien presente dicho enunciado y desde mi reconocido fervor hacia su cine, una vez más me he quedado sorprendido, incluso por momentos deslumbrado, ante NO GREATER GLORY (Hombres de mañana, 1934), otra de las producciones apenas conocidas de su obra, que encierran bajo sus olvidados fotogramas, no solo una gran película, sino, además, una propuesta transgresora y adelantada a su tiempo, al tiempo que una propuesta del todo punto insólita. Algo, por otro lado, habitual en su cine, y que un año antes había dado muestras de esa inventiva argumental con la celebrada MAN’S CASTLE (Fueros humanos, 1933). Obras que ofrecían quiebros en la apariencia de sus intenciones iniciales, y que en el título que comentamos no resultará una excepción, ya que sus imágenes se iniciarán con un breve e impactante montaje, de breves instantes de batalla sacados de ALL QUIET ON THE WESTERN FRONT (Sin novedad en el frente, 1930. Lewis Milestone). Sin solución de continuidad veremos a un soldado tullido apelando en una proclama al horror de la guerra, e incluso bridándose a ser fusilado en la misma, ya que en su semblante y actitud se adivina una absoluta desolación existencial. Un sorprendente fundido ligará su imagen a la de un profesor arengando a sus pequeños alumnos, e intentando explicarles las presuntas bondades de la lucha por la patria. No se puede ser más disolvente, en apenas un minuto y exponiendo esa mirada pacifista e incluso adelantada a su tiempo, que Borzage plasmaba en este periodo de entreguerra. Una mirada que se prolongaría en los primeros indicios del nazismo, al rodar algunas espléndidas películas que ya auguraban los peores efectos de la misma. Este prólogo, tal y como señala el experto en el cineasta, Hervé Dumont, fue suprimido en aquellos países europeos en donde se la propuesta se estrenó.

Sin embargo, y sin renunciar en ningún momento a esa mirada pacifista, casi de inmediato la acción del relato se centra en esos pequeños alumnos, que han escuchado la diatriba del veterano y militarista profesor. NO GREATER GLORY basa su argumento en la novela, de tintes autobiográficos, escrita por el húngaro Ferenc Molnár, y transformada en guion fílmico por parte de Jo Swerling. Muy pronto la base argumental se focalizará en esos pequeños que hemos visto en la escuela, que vive en los barrios obreros de una ciudad del país del este. Estos se dividen en dos basados en apariencia irreconciliables. Los muchachos de la calle Pal se disponen a elegir a Boka (Jimmy Butler) como su máximo representante, al objeto de organizarse cara a la ofensiva prevista por los denominados ‘camisas rojas’, chavales de mayor edad que comanda el carismático Feri Ats (el ya conocido actor juvenil Frankie Darro). Entre los primeros se encuentra el pequeño y pelirrojo Nemecsek -George Breakston, un descubrimiento que debutó en el cine con esta película, e iniciando una poco relevante andadura como actor que, más adelante, le llevó a una oscura andadura como director- que se erigirá a modo de punto de vista, reflejando en su mirada y su innata tristeza su deseo de dejar de ser un poco, ese patito feo al que le han relegado sus compañeros de banda. Componentes estos definidos en un comportamiento militar, o imitando los peores vicios y lugares comunes de dicho ámbito adulto. Será algo que compartirán sus rivales de banda, en medio de un juego de estrategias, que Borzage contempla con admirable sentido de la ambivalencia. Lo hará sin olvidar una mirada crítica sobre esos hábitos infantiles al tomar como base ese ya veterano vigilante que mirará con tanto desencanto los rituales los pequeños, señalando en sus palabras los peligros de la guerra, y comprobando de inmediato que se encuentra manco; no hacen falta palabras, para percibir que se trata de un herido en la misma.

La grandeza del film de Borzage reside en acertar al combinar en su enunciado esa mirada incluso entrañable en torno al universo infantil, preludiando al mismo tiempo esa visión acerada en torno al poder destructor de la supuesta inocencia de la infancia, y adelantándose por un lado, a la mirada literaria de William Goldwin en Lord of the Files -con brillante versión cinematográfica de Peter Brook en 1963- o ya, en el terreno cinematográfico, a las propuestas enmarcadas por los cineastas británicos Alexander Mackendrick y Jack Clayton. Pero esas aparentemente livianas aventuras infantiles, al tiempo que irán imbricándose de un tinte cada vez más sombrío, no dejarán de suponer en sus instantes más oscuros un inquietante preludio de los rituales y actitudes que el nazismo empezaba a consolidar en Alemania, y del cual Borzage fue, quizá, el más intuitivo analista de su llegada a la sociedad occidental.

Todo ello quedará plasmado en una mirada a ras de tierra que se acerca por completo a la aparente inocencia de unos ritos, unas aventuras y unas acciones, en las que casi en cada plano, se puede sentir el matiz que va de lo ingenuo y lo inocente a lo decididamente amenazador. En sus imágenes veremos la representación de la traición, la astucia, la inteligencia, la lucha, el honor, el peso de los mayores o la amistad. Todo ello quedará quintaesenciado en sus imágenes, teniendo una especial y trágica repercusión en el pequeño Nemecsek, quien en todo momento intentará hacerse valer entre ese grupo de compañeros que lo menosprecian, que se imbuirá de un contexto áspero y duro para intentar lograr el aprecio de sus compañeros y que, de manera inútil forzará el fin de sus días.

NO GREATER GLORY como todo gran título, se encuentra trufada de momentos magníficos, memorables. Como lo será la visita a los componentes de la pandilla, del padre del traidor de los muchachos, preguntando por que su hijo ha sido expulsado de la pandilla, y mintiéndole nuestro protagonista al desmentirle que era en realidad un traidor. O la visita nocturna de este junto a Boka y otro de los componentes de la pandilla al lugar donde se reúnen los camisas rojas, contemplando los rituales que estos mantienen, y conservando esa bandera de la pandilla de los de la calle Pal -en realidad, un trapo-. Estos huirán refugiándose en una casa abandonada, teniendo que esconderse nuestro protagonista en una pequeña fuente, donde se encontrará rodeado de ranas -unas imágenes maravillosas, comprobando en primer plano el temor del muchacho ante la cercanía de los batracios, y cubierto apenas con una hoja de parra-. Brillarán todas las secuencias descritas en el interior de la pobre vivienda de los padres del protagonista, en donde surgirá en primer plano la pobreza de la familia, sobre todo en aquella donde el muchacho se encuentra casi agonizando en su cama, mientras el padre -un formidable John Qualen- tiene que atender a un cliente egoísta que le ha encargado una chaqueta, y que no tiene la delicadeza de ser comprensivo cuando con timidez el progenitor le relata la enfermedad del pequeño. No cabe olvidar el instante en el que Boka visita a Nemecsek, rehabilitándole y entregándole una gorra militar sufragada entre todos los compañeros. Bastante antes, recordaremos el afecto que Feri Ats le manifiesta al rendirle honores en medio de la noche, en uno de los momentos más hermosos de su metraje.

La película romperá por unos instantes ese tono de creciente inquietud, al plasmar la ingeniosa batalla entre los componentes de las dos bandas cuando los camisas rojas asalten el solar de sus oponentes. El ingenio, y una cierta querencia por ecos del splastick silente se encontrará presente en este divertido episodio, que discurrirá de manera paralela a la fuga de un agonizante y alienado Nemecsek, quien abandonará su casa para dirigirse al territorio que se ha convertido en el centro -y el fin- de su existencia. Su desplome final coincidirá con la búsqueda desesperada por parte de su madre, hasta encontrar su cuerpo rodeado por todos sus amigos. Con él entre sus brazos lo portará a su casa, en una secuencia conmovedora y provista de las mejores propiedades del cine silente, en la que el tempo del pasaje, la perfecta dirección de actores -impresionante el primer plano desencajado del joven Frankie Darro-, nos brinda unos segundos que, por su fuerza y desgarro, no dejan de recordarme la no muy lejana, de la muerte del padre de John Sims niño, en la memorable THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928. King Vidor). Sin embargo y pese a lo conmovedor de la secuencia, Borzage aún irá más lejos en el disolvente y transgresor epílogo de la película, que describirá el homenaje fúnebre y militar brindado por los muchachos de las dos bandas al desaparecido protagonista, mientras una excavadora se encuentra muy cerca de ellos para iniciar las obras del solar, que hasta entonces había sido objeto de disputa entre ambos. Una vez más, la voz de la experiencia del veterano vigilante manco expresará en sus palabras cuanto hay de inútil en el comportamiento humano, sobre todo cuando este se pone al servicio, de una causa tan dolorosa, y tan estúpida, como la guerra.

Calificación: 4

DISPUTED PASSAGE (1939, Frank Borzage) Almas heroicas

DISPUTED PASSAGE (1939, Frank Borzage) Almas heroicas

El pasado año, la editorial Notorious editada un muy cuidado volumen, haciendo una selección del que se suele considerar el mejor año de Hollywood; 1939. Tuve la satisfacción de participar en el mismo, aunque no puedo por menos que disentir de dicha afirmación -por lo demás, muy extendida-, siempre tomando como base mis criterios personales. Es cierto que nos encontramos con un amplísimo ámbito de producción, y es cierto también que emergieron algunos grandes títulos, aunque por lo general disienta en la valoración de varios de los más aclamados y, por el contrario, suela elegir algunos que no han venido gozando de una gran valoración. De entrada, nunca me ha gustado ir a la contra, pero tampoco que se me quieran imponer los lugares comunes, bien sea en materia cinematográfica, o en cualquier otra disciplina. Por ello, desde que tengo uso de razón, es mi propia experiencia como espectador, la que ha guiado mis preferencias. En cualquier caso, teniendo como tengo una gran admiración a la obra de Frank Borzage, son bastantes los títulos que me restan por contemplar de la misma. Algo que, por otra parte, no deja de suponer un aliciente, en la medida de saber que se encuentran propuestas de previsible interés, custodiadas a la puerta de la esquina. He de reconocer de todas formas, que no me esperaba una sorpresa tan mayúscula al contemplar DISPUTED PASSAGE (Almas heroicas). No solo al ser un título por lo general muy orillado, a la hora de tratar la producción del gran cineasta, sino quizá, por el hecho de entrar en un subgénero bastante caduco, al tiempo que provenir su guion de una novela del exitoso escritor católico Lloyd C. Douglas -Borzage ya adaptó en 1936 otra novela del escritor con la atractiva GREEN LIGHT, esta vez para la Warner-. Unas premisas un tanto peligrosas que, justo es reconocerlo, se disiparon con rapidez, a la hora de contemplarla. Y es que, al mismo tiempo, no dudo en considerar esta película una de las cimas de la obra borzagiana -no son pocas-, situando su existencia entre las no reconocidas cimas creativas, de la antes señalada cosecha de 1939.

Iniciada con unos novedosos títulos de crédito, que aparecen combinados entre unos breves versos de Walt Whitman, la película mostrará unas imágenes del propio Douglas, firmando una dedicatoria de su libro a la Paramount, estudio bajo cuyo auspicio se rodó. Casi de inmediato, se nos introducirá al entorno universitario, en el que ha decidido integrarse el joven John Wesley Beaven (John Howard), al objeto de cursar la carrera de medicina de manos del muy prestigioso y, al mismo tiempo, no menos exigente científico, el dr. Tubby Forster (una tan brillante, como sorprendente performance, de Akim Tamiroff). Muy pronto, de manera casi imperceptible, y siempre tamizado bajo la inexpugnable severidad de Forster, comprobaremos que el veterano científico intuirá desde el primer momento la valía del estudiante. Y ello, pese a que su concepción de la vida e incluso de su vocación científica, sea por completo opuesta. Beaven destacará por su querencia espiritual, mientras que en su mentor, el enfoque científico se aplicará en su máxima expresión y sin la menor concesión a la metafísica. La película describirá, con un elegante uso de la elipsis, los rápidos progresos y la seguridad, con la que Beaven irás afianzándose en su vocación, discurriendo varios años, y viéndose como el antiguo alumno, seleccionado por Forster como ayudante, ha adquirido su misma dureza, siendo designado para realizar varias operaciones. Una de ellas, la efectuará a la joven Audrey, en realidad una china originaria -Lan Ying (Dorothy Lamour)-, a la que efectuará una delicada operación de una herida de guerra ubicada en el brazo, que le provoca terribles dolores. Esta será un éxito y, muy pronto, la extraña serenidad de la muchacha calará muy hondo en un profesional hasta entonces totalmente centrado en su vocación, pero, al mismo tiempo, alejado de cualquier otra inquietud, habiendo abandonado esa espiritualidad que caracterizó su personalidad durante sus primeros pasos médicos. Audrey, tiene como padres adoptivos, a la veterana pareja formada por el doctor William Cunningham (William Collier, Sr.) y su esposa (encarnada por Elisabeth Risdon). Cunningham fue, cuando Beaven empezó sus estudios, opositor al materialismo esgrimido por Forster, extendiendo esa espiritualidad en una muchacha, que destaca por la extraña lucidez de sus pensamientos y su positividad. Muy pronto, Audrey y nuestro protagonista irán estrechando sus lazos afectivos, provocando una creciente irritación en Forster, quien argumentará un supuesto -e infundado-, desapego de este en su vocación, pero escondiendo en realidad una lejana historia sentimental, que se truncó con la inesperada muerte de la mujer amada.

La joven pareja no dudará en prometerse en matrimonio, pero una inesperada conversación del veterano científico con la muchacha, propiciará que esta desaparezca y viaje hasta la lejana China, rompiendo su compromiso. Beaver sufrirá una enorme depresión, provocando aquello que su mentor quería evitar, hasta que, en un momento dado, descubra que fue este, quien propició que Audrey se marchara. Abandonará a Forster y la práctica médica, trasladándose también a China, donde se está viviendo una terrible guerra, al objeto de encontrar a su amada. En su largo e infructuoso peregrinaje se topará con un hospital de campaña, en donde pese a su desapego, se verá en la obligación de practicar operaciones, logrando establecer un determinado grado de calma. Sin embargo, la intensidad de los bombarderos atacará el miserable recinto, quedando él herido de enorme gravedad en la cabeza, cuando se disponía a salvar a una niña. Inconsciente, y con la única posibilidad de salvación, mediante una operación in extremis, desde la distancia se reclamará la presencia de Forster, quien practicará una operación, que quedará pendiente de un duro post operatorio, que todo indica no logrará superar. Tan sólo la presencia, casi a modo de milagro, de Audrey, que se encontraba realizando labores de voluntaria de enfermería, revestirá una situación crítica, demostrando la fuerza vivificadora del amor.

Y es, una vez más, esa premisa tan sencilla como compleja de plasmar en la pantalla, la base. La auténtica esencia del cine de Borzage, en esta ocasión, puesta a punto a partir de una base argumental que, en manos de un realizador poco avezado, hubiera culminado en un resultado indigesto. Pero he ahí la convicción, la sabiduría cinematográfica. La sensibilidad, en suma, de alguien que creía de manera ciega, en una manera de entender los sentimientos y, lo que es más importante, acertaba a plasmarlo en la pantalla de manera admirable y, sobre todo, personalísima. Considero que como extraordinaria plasmación del universo borzaguiano se erige en última instancia, como plasmación de una complejísima base argumental, en la que una serie de dualidades dramáticas, son expuestas con tanta claridad como inspiración. Con tanta convicción como extraña verdad. Es algo que comprobaremos ya en sus primeros instantes, en esa secuencia casi inicial, donde nuestro joven estudiante se adentra en su miserable habitación en la pensión, con ese inserto que destaca la delicada ubicación del retrato de su madre -de la que nunca más tendremos noticias-, junto a un ejemplar de la biblia. Acto seguido, contemplaremos como la cama de ese cuarto, literalmente se cae de vieja. En apenas unos pocos planos, Borzage acierta a transmitir un estado inicial de las cosas. Esa capacidad no solo descriptiva, sino incluso de penetrar en la psicología de los caracteres que plantea, tendrá su admirable prolongación en el episodio desarrollado en la sala de la facultad, que servirá de presentación al veterano Forster, en el que un ágil juego de cámara, transmite esa misantropía que el veterano científico, siente por buena parte de esos jóvenes estudiantes, en los que no duda en señalar, apenas habrá oportunidad de entresacar el grano -algún futuro valioso investigador-, entre la paja del conjunto del alumnado. Esa sorprendente agilidad, demostrada al relacionar al profesor y sus pupilos, pronto marcará la relación entre Forster -consolidada en la ceremonia de graduación-, en donde este último lo señalará como ayudante, estableciéndose al mismo tiempo la desafección del veterano científico de las tesis que ha esgrimido en público su compañero, el ya citado Cunningham, más escoradas a la vivencia de una cierta espiritualidad. De manera pasmosa, una elegante concatenación de elipsis, nos adentrará a un ámbito señalado, varios años después, en el que Beaver está dictando clases, con similar contundencia a la su mentor, demostrando que la fuerza de este, se ha sobrepuesto a la personalidad previa del antiguo estudiante.

Sin embargo, será el encuentro de este con Audrey a partir de su operación, el que modificará la percepción existencial del ya consolidado cirujano. La figura de la joven, criada por los Cunningham, y utilizada en su cierto exotismo y sus limitaciones expresivas con especial maestría por Borzage, irán recuperando para la película ese modo de vida reflexivo, dominado por la calidez, en la que la desarmante serenidad de la muchacha, irá calando en el materialista Beaver, hasta el punto de encontrar en ella, quizá ese mundo que dejó atrás, al entender la vocación médica, según los férreos cánones de su mentor. El gran milagro de esta película, más allá del que muestre en sus minutos finales, reside en la convicción con la que Frank Borzage expresa en la pantalla, su absoluta convicción del poder regenerador del amor, como conclusión de todas las cualidades humanas. Todo ello quedará expresado por pasajes maravillosos, como esa sencilla cena china con la que el protagonista obsequiará a Audrey, demostrando su compresión por sus orígenes, y entrando en escena ella, con ese vestuario sencillo y deslumbrante, iniciando unos minutos dominados por una serena pasión. Al mismo tiempo, nos daremos cuenta de la desconfianza de Forster, percibiendo que algo esconde, en su clara desaprobación de la sincera vinculación de ambos jóvenes, que tiene su matriz pasada, en una pasada, frustrada y trágica experiencia amorosa, y en la que no dudará en intervenir de manera directa, para propiciar el abandono de la misma de la muchacha.

Serán todos ellos, pasajes dominados por una entraña folletinesca, que Borzage modula con una extraña serenidad narrativa, utilizando con sabiduría elementos como decorados y escenografía, o una dirección de actores tan precisa como íntima, capaz de captar el más mínimo gesto o mirada, provocando una sinfonía de sensaciones de pasmosa eficacia. Esa querencia tendrá su expresión más atrevida, también más arrebatadora, en su media hora final, en la que se describirá la huida de Audrey y la búsqueda casi suicida de Beaver, en la lejanía de esa China envuelta en una cruel contienda. Que, en medio de esa búsqueda, el protagonista se vea embarcado en el desempeño in extremis de su pericia como cirujano -esas conmovedoras secuencias en el desolado hospital de campaña, ante la mirada y la cercanía de los cuerpos de los pacientes, niños o ancianos-. Que resulte herido casi de muerte en un combate -asombrosa la secuencia del bombardeo, y la huida desesperada de los pacientes-, o que se reclame la presencia, a miles de kilómetros de distancia, de Forster, quien no dudará en acudir -como si estuviera cerca de él-, para intentar salvar a ese discípulo con el que no fue honesto, es evidente que no entra en el terreno de lo creíble. Sin embargo, es tal la convicción puesta a punto por Borzage, que todas estas incidencias dramáticas, no solo resultan creíbles, sino que llegan a resultar apasionantes.

Todo ello nos permitirá llegar a una asombrosa ascesis, en la que se vehiculará el triunfo de las tesis del cineasta, bordeando una vez más, y de manera más acusada, el límite de lo verosímil. Beaver no sale de su estado comatoso, teniendo que apelar a la búsqueda desesperada de Audrey, de la que no hemos sabido hasta entonces, que ejerce como asistente en la contienda. Esta llegará hasta el habitáculo en el que su amado se encuentra en estado comatoso. Y se producirá el milagro. Una vez más, y en esta ocasión de manera más acusada, todo se vehiculará con una casi insuperable delicadeza en el uso de las miradas, los silencios, las luces y sombras… y la fe. Una fe no expresada como definición religiosa, sino como la de un sentimiento supremo, capaz de vencer cualquier adversidad, incluso por encima de cualquier limitación humana. Esa capacidad de hacer volver a la vida a Beaver, por medio del amor que le brinda en silencio Audrey, no deja de suponer un adelanto, a célebres episodios, insertos en títulos tan maravillosos como STARS IN MY CROWN (1950, Jacques Tourneur) o el posterior y más reconocido ORDET (La palabra, 1955. Carl Thodore Dreyer). Borzage culminará esta extraordinaria película, permitiendo que la muchacha una de nuevo las manos de maestro y discípulo, en una extraña comunión de sentimientos, dentro de unos minutos finales, en donde lo metafísico, lo romántico, y lo místico, se encuentra descrito, con una delicadeza insuperable.

Calificación: 4

THE VANISHING VIRGINIAN (1942, Frank Borzage)

THE VANISHING VIRGINIAN (1942, Frank Borzage)

Aun cuando su figura, sigue sin sobrepasar definitivamente el umbral del lugar que le corresponde en la historia del cine, es decir, el de ser uno de los más grandes cineastas de todos los tiempos, no cabe duda que contemplar cualquier película firmada por Frank Borzage, nos traslada a la estela de una sensibilidad que le era tan propia, tan intransferible, adaptándose a diferentes formatos, estudios y condicionantes de producción, en una dilatada trayectoria, iniciada en pleno y aún no perfeccionado periodo silente, y extendida hasta finales de la década de los cincuenta. Lo malo de una filmografía tan extensa como la suya -cerca de 90 largometrajes-, es que resulta complejo abordar la misma con la suficiente precisión. Lo bueno, no obstante, es que cualquier oportunidad de descubrir un título suyo, incluso en aquellos encargos en apariencia tan alejados a su mundo, ratifican las costurar de un gran hombre de cine y, sobre todo, nos permite disfrutar de propuestas que no suelen fallar.

Este enunciado, punto por punto, se cumple a la perfección en THE VANISHING VIRGINIAN (1942), con la que Borzage filmó de nuevo al amparo de Metro Goldwyn Mayer, la adaptación cinematográfica de la novela biográfica que Rebeca Yancey Williams, escribió en 1940, evocando la figura de su abuelo, Robert Davis Yancey (1855-1931), durante numerosas legislaturas, fiscal de distrito en Lynchburg (Virginia). A partir del relato de este recorrido biográfico, esta película, se erige fundamentalmente, en una muestra más, de una de las corrientes más entrañables del cine de Hollywood; el Americana. Un contexto en el que, años después, la propia Metro propondría ejemplos tan magníficos, como los posteriores INTRUDER IN THE DUST (1949, Clarence Brown), o, sobre todo, el extraordinario STAR IN MY CROWN (1950), una de las cumbres del cine de Jacques Tourneur. Justo es reconocer que en estos primeros años cuarenta, era la 20th Century Fox, quien apostaría con mayor entusiasmo por este tipo de relatos, centrados en la vida costumbrista de la Norteamérica rural, especialmente de la mano de nombres como Henry King -quizá el cineasta que con mayor convicción abordó este subgénero-, o el mismísimo John Ford.

Ecos de los relatos firmados por uno y otro realizador, se encuentra en esta mirada bucólica, basada en el pequeño detalle, en vivencias cotidianas, bañada en una irresistible aura de calidez que, en última instancia, se erigirá como su cualidad más intrínseca. La película se inicia en 1916, describiéndonos la vida diaria de la familia protagonista, en una amplia vivienda ubicada en un contexto rural, en el que el colectivo encabezado por Robert (encarnado por un espléndido Frank Morgan) y su esposa Rosa (Spring Byington), apenas pueden con el constante torbellino que marcan sus cinco hijos. Hijos, cada uno de ellos enfrascado en sus propias dinámicas y anhelos, conformando un, por momentos, delirante caos familiar, en una casa, que tiene el comedor, donde tendría que estar la biblioteca. Será el marco para que nuestro protagonista, deambule eternamente despistado y cuestionado, lanzando inofensivas soflamas, e invocando cada dos por tres los derechos constitucionales que le asisten. Todo ello, conformará una crónica cotidiana, desucesos banales, a través de los cuales, se articulará una mirada sobre un modo de entender el mundo. En alguna crónica, se han llegado a invocar ciertas semejanzas con la posterior THE SUN SHINES BRIGHT (1953), de John Ford. Profundizando en este argumento, no cuesta ver en esta obra de Borzage, ciertos paralelismos que, bastantes años después, reutilizaría Ford en THE LAST HURRAH (El último hurra, 1958). Sin embargo, lo que en este último título, aparecía teñido de irrefrenable amargura, en THE VANINSHING VIRGINIAN queda envuelto en un hálito bucólico, pese a que en todo momento, la mirada más reflexiva de su esposa, nunca deje de intuir la posibilidad de que, en un futuro más o menos próximo, Robert sea derrotado en las urnas.

Pero mientras este augurio, se plantera en la película de manera tan inesperada como elíptica, el film de Borzage no dejará de apelar, con la aparente ligereza de un relato que se acerca con sensibilidad, a la entraña de sus personajes, a temas tan controvertidos, como la consolidación de los derechos de la mujer -esas hijas que se rebelan ante las imposiciones paternales cara a su futuro, o el planteamiento sufraguista, que comandará un antiguo amor del protagonista, al que envolverá en una tan incómoda como divertida situación-. Esa apuesta por lo cotidiano, por una visión optimista y relajada de la existencia, no impedirá que en el seno de THE VANISHING VIRGINIAN, se inserten cuestiones tan polémicas como el racismo -no olvidemos, que nos encontramos ante una producción de 1942- y que, si bien, el mismo no dejará de esbozarse con ese impecable sentido de la elipsis que incorpora Borzage al conjunto del relato, no dejará de brindarnos la impagable secuencia del juicio, en la que el fiscal se embadurnará el rostro de tinta china, logrando desdramatizar una vista que se preveía letal para el condenado de raza negra.

En cualquier caso, sin dejar de desatacar en la medida que merecen, esas pinceladas, no es menos cierto que lo mejor, lo más memorable del film de Borzage, reside en su personalísima y sincera concepción del melodrama, y la traslación de los sentimientos que, a través de sus imágenes, acercan al espectador el alma de sus personajes. Lo plasmará ese banjo cantado por el conjunto de la familia, en la puerta de la vivienda veraniega de la madre de Robert. En la fuerza de la secuencia, en la que el veterano criado negro, salva a los dos hijos pequeños del fiscal. En el momento arrebatador -quizá el más hermoso de la película-, en el que el fiscal descubre el cuerpo sin vida de este, recogiéndolo, y finalizando la secuencia, con el rostro trasfigurado de Robert (memorable Morgan). O, que duda cabe, en la contenida emotividad de su funeral, en el que el jurista es invitado a ofrecer su elegía.

Y en un relato, en el que se omiten de manera sorprendente, las últimas elecciones ganadas por Robert -faltando a la palabra dada a su esposa, de retirarse de la política-, antes habremos podido vivir la intensidad del paseo del veterano matrimonio, por esos árboles en los que, muchos años atrás, se comprometieron en matrimonio. Pero la derrota llegará, y en pantalla la misma se mostrará como si la misma no tuviera importancia. Sí que habremos podido comprobar con más detalle, los esfuerzos de su mujer, para que, temiendo con fundamento la llegada de este revés, el apego de su familia, reunida ya con sus hijas casadas y consolidadas como tales adultas, sirvan como atenuante al previsible hundimiento moral de nuestro protagonista. Este descenderá a desayunar con la alegría de siempre -probablemente, impostada-. Sin embargo, no se esperará que, al abrir la puerta para salir a la calle, sus gentes de siempre -caracterizadas por su avanzadas edad, un detalle bastante significativo-, le jaleen, e incluso animen para una próxima campaña. Ese era Frank Borzage. Capaz de mirar el mañana con optimismo, convencido por la fuerza del amor. Amor de una familia, de una esposa y de un pueblo, tal y como plantea esta estupenda y totalmente olvidada THE VANISHING VIRGINIAN.

Calificación: 3

A 29 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (IV) DIRECTED BY... Frank Borzage

A 29 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (IV) DIRECTED BY... Frank Borzage

Foto: Frank Borzage, dirigiendo a Marlene Dietrich en el rodaje de DESIRE (Deseo, 1936).

 

FRANK BORZAGE... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(24 títulos comentados)

I’WE ALWAYS LOVED YOU (1946, Frank Borzage) La gran pasión

I’WE ALWAYS LOVED YOU (1946, Frank Borzage) La gran pasión

I’WE ALWAYS LOVED YOU (La gran pasión, 1946. Frank Borzage) parte de una novela de Borden Chase, mucho más conocido por sus valiosas aportaciones al universo del cine del Oeste –en especial, aquellas dirigidas por Anthony Mann y protagonizadas por James Stewart-, en la que fabulaba con la andadura de su esposa, una pianista precoz de cierto renombre. Y su gestación apareció, a partir del éxito comercial de ciertas biografías musicales plasmadas en la gran pantalla. Por encima de dichas circunstancias, y quizá sin pretenderlo, Borzage se erigió como un auténtico precursor de una determinada y minoritaria corriente que se iría asentando en el seno de cine norteamericano. También en cinematografías como la inglesa o, posteriormente, incluso la francesa y la italiana. Nos encontramos en los confines de lo que se denominaría el film d’art. Películas desarrolladas a través de márgenes que excedían el biopic, para erigirse en atractivas y valientes propuestas cinematográficas, la mayor parte de las cuales incomprendidas en su momento. Borzage plasma en I’WE ALWAYS LOVED YOU una película, que le emparenta en ocasiones con obras de autores tan personales como Albert Lewin en USA, o el tandem formado por Michael Powell y Emeric Pressburger en Inglaterra. Con la singularidad que siempre definió su obra, el cineasta decidió llevar a la pantalla una historia que logra hacer suya, ofreciendo en su derredor una nueva digresión en torno a la fuerza irrenunciable del amor.

Para llegar a ese punto, Borzage plantea la relación entre Myra (magnifica Catherine McLeod), con el irascible, megalómano y prestigioso director musical Leopold Goronoff (un chirriante Philip Dorn, que en todo momento hace añorar la presencia de Rex Harrison, incluso en aquellos años incipientes para su carrera). Este se dispone a elegir a un joven al que apadrinar en sus estudios musicales, patrocinado por un adinerado benefactor. Hija de un antiguo compañero musical suyo –Frederick (Felix Bressart)-, Myra será de manera inesperada la elegida de una extraña audición de jóvenes talentos –en medio de una escenografía que domina el episodio-, iniciándose una extraña unión entre ellos, que muy pronto sobrepasará la de un Pigmalión o un Svengali, parea convertirse en el punto de vista de Myra un auténtico mundo en donde su sentimiento se focalizará en ese maestro que le ha permitido ahondar en el fondo de su ser. Por su parte, para Goronoff ella no será más que producto de su fabricación. Una prolongación de su talento, sin asumir en su fuero interno que algo más anida en su alma, incapaz de escarbar en sus sentimientos por encima de su condición de seductor bon vivant, y su propia autoconciencia como artista. Entre medias de ambos se situarán dos seres. Por un lado, el joven George Sampter (William Carter, uno de los puntos débiles del relato), joven secreto amante de Myra y vecino de la misma en su campo de Pensylvania. Situándose siempre en un terreno complaciente, nunca dudará en su intención de lograr el amor de esta. Por lado se encuentra Babouchka (Maria Ouspensakaya), la abuela del músico, que en todo momento intentará apaciguar los excesos y desconsideraciones de su nieto, mostrándose desde el primer momento muy comprensiva con la muchacha.

I’WE ALWAYS LOVED YOU se estructura en dos mitades, claramente diferenciadas. La primera de ellas, brilla en un tono de viva comedia, mientras que, por el contrario, su fragmento opuesto –de menor duración- destacará por sus tintes dramáticos, e incluso elegíacos. En su extensa mitad inicial, se describirá el proceso de aprendizaje de la protagonista, iniciándose las primeras desavenencias de esta –el episodio en Rio de Janeiro- contemplando la afición a las mujeres de su maestro, al tiempo que escuchando de su boca su declarada misoginia. Serán los preparativos para la llegada de la madurez artística de la joven, quien se atreverá a solicitarle a su mentor la oportunidad de debutar como pianista nada menos que en el Carneggie Hall de Nueva York.

La película asumirá un punto de inflexión en la plasmación de este concierto, en un episodio de cerca de veinte minutos de duración que, por derecho propio, no solo debería figurar entre lo más deslumbrante jamás filmado por Borzage, sino que podría ser inserto en lo más valiente y arriesgado ofrecido por el cine de su tiempo. Será la plasmación fílmica de un concierto que se iniciará con la música de Rachmaninov, elevándose con creciente intensidad en una auténtica sinfonía de sentimientos entre nuestros dos protagonistas. No solo el realizador ofrecerá una planificación llena de virtuosismo. Yendo mucho más lejos, se introduce literalmente en los diferentes puntos de vista existentes en el concierto –la visión del propio George, presente entre los espectadores, los comentarios de estos, ese crítico que se encuentra en un palco con la abuela de Goronoff, la propia impresión que marcan, entre bambalinas, los empleados del teatro-. Y todo al compás de un crescendo musical que llega a adquirir vida propia, plasmando Borzage una tempestuosa ascesis entre músico y alumna, que llegará a sublimar cualquier elemento físico, para convertirse en una extraña, dolorosa e íntima sinfonía de sentimientos. La oposición entre un músico empeñado en negar que en su aventajada alumna se encuentra una artista superior a él, y una Myra que asume con infinito dolor la carencia de sensibilidad de este hacia ella, más allá de reprocharle, tras huir de una cerrada ovación, el hecho de haber constituido una ingerencia en su estilo y en su música.

A partir de ese instante, I’WE ALWAYS LOVED YOU adquirirá tintes serenos, pero al mismo tiempo más sombríos. Podremos contemplar como la egolatría de Goronoff le impedirá hacer la más mínima concesión, mientras que su alumna se retirará de la música, casándose con resignación con el siempre abnegado George. La elipsis –un rasgo de especial importancia en el conjunto del film- nos marcará el indefectible paso del tiempo, mostrándonos como en la pareja ha nacido la pequeña Porgy. Por momentos, Borzage tendrá la delicadeza de transmitir como pese a la distancia y los años transcurridos, se mantiene esa transmisión de emociones, cuando en un momento determinado, el veterano músico y la antigua pianista se comuniquen frente al piano. Para cualquier seguidor de la obra borzaguiana, esas expresiones del amor absoluto resultarán familiares. Pero no solo de ello se nutrirá esta parte final de la película. Las elipsis adquirirán una mayor importancia, al dejar en un segundo término ese matrimonio carente de pasión –aunque si de comprensión y afecto-, dejando patente en su devenir, la huella de ese músico que no supo entender la importancia de esa mujer a la que transmitió su arte, pero a la que su egolatría impidió apreciar en lo más íntimo de su corazón, la presencia de un alma tan pura en sus sentimientos.

Arriesgada apuesta para la que Borzage encargó unos fastuosos decorados –de especial importancia en las secuencias iniciales-, acentuando esa extraña sensación de un largometraje que oscila entre su adscripción melodramática para, una vez más, adentrarse en la frontera de lo sobrenatural. Una cercanía con lo fanstatique y lo espiritual, que ha sido uno de los vértices de un cineasta que emergió de una película que llega a superar los dos millones de dólares de coste, y que en su momento no fue demasiado bien acogida. No era de extrañar, intentar apreciar una apuesta tan arriesgada, tan alejada a lo que venía siendo habitual en la cinematografía norteamericana del momento. Cierto es que la misma, podría decir que abría o potenciaba una corriente que, más o menos transformada, iba a tener su caldo de cultivo en una sociedad como la norteamericana, trastornada con la vivencia de la contienda mundial, y necesitada de producciones que les brindaran un aliento espiritual y romántico. No obstante, pese a su brillantez, pese a ese pasmoso fragmento intermedio, I’WE ALWAYS LOVED YOU no carece de defectos. Debilidades que van desde ese extraño final en el que hay que hurgar en su carencia de credibilidad, para encontrar su auténtica significación, o el miscasting de ciertos intérpretes –en especial el melifluo Carter, por fortuna de nulo futuro posterior en la pantalla-.

Son pequeñas insuficiencias, unidos a ciertos baches de ritmo, en una película en la que apreciamos el alcance telúrico de las secuencias rurales, en donde los sentimientos de Myra se filman siempre con fondo del lago. En la que nos conmoverán instantes tan delicados como la manera con la que Borzage filma –en off y picado- la muerte de la abuela del músico, la propia evocación de esta cuando se superpone su imagen en un cuadro, al escucharse la interpretación final de Myra, que prácticamente ejercerá como exorcismo en los sentimientos que la ya madura pianista, ante ese maestro que, en realidad, ha sido desde que lo conoció, el hombre de su vida.

Calificación: 3’5

THAT'S MY MAN (1947, Frank Borzage) [Este es mi hombre]

THAT'S MY MAN (1947, Frank Borzage) [Este es mi hombre]

Calificada por Hervé Dumont –especialista en la obra del cineasta- como una decepción, opino por el contrario que THAT’S MY MAN (1947), es una muestra destacada de la capacidad que albergó Frank Borzage para aportar la sensibilidad de su manera de entender el cine, a un argumento que en manos de otro cineasta menos dotado, se hubiera ahogado en las aguas de la mediocridad. Imbuido en su ventajoso y controvertido contrato con la Republic, Borzage acomete un proyecto en su inicio alejado de sus constantes como cineasta, y del que quizá no cabría otra cosa que apelar a su profesionalidad –es algo que se produciría en otros exponentes de su filmografía, que despachó con pundonor, aunque sin poder incorporarlos a su modo de entender la vida y las relaciones humanas-. Sin embargo, en esta ocasión alcanzó a introducirse en los contornos de la historia urdida por Steve Fisher y Bradley King, formulando un inicio que hace preludiar una comedia. La película se abrirá con el encuentro de un veterano taxista –Toby Gleeton (Roscoe Karns)-, que pronto descubriremos tiene una importancia capital en el devenir argumental de la propuesta. Este va a trasladar a un comentarista deportivo a una carrera que se va a desarrollar en Hollywood, introduciéndose en su conversación la figura del mítico caballo Gallant Man. Gleeton iniciará el relato que le une a la historia de dicho caballo y a su propietario Joe Grange (Don Ameche), iniciando un flashback que se extenderá hasta casi la mitad del metraje. El mismo nos describirá el encuentro inicial del taxista, Joe y el pequeño potrillo, en una lluviosa nochebuena. Joe vive una triste situación, ya que a raíz de mantener el animal se ha despedido de su rutinario trabajo como contable, y ha sido expulsado de la pensión en la que residía. Tras acudir a un comercio de 24 horas para comprar leche para su potro, en el mismo conocerá a una de sus empleadas –Roonie (Catherine McLeod)-. El destino querrá que ese primer encuentro vaya seguido de una azarosa noche en la que esta, entre compadecida y superada, acoja al joven y su animal en su vivienda, no sin vivir una serie de embarazosas situaciones, provocadas por la extrañeza del pequeño equino, al quedarse solo en un recinto desconocido para él.

Será un atractivo inicio que, no obstante, no servirá para poder descubrir la autentica esencia de esta extraña película, en la que el gran cineasta tarda –supongo que de manera deliberada- en introducir los estilemas consustanciales a su cine. Fuera por respetar ese aspecto exterior de comedia desarrollada en el mundo de las carreras, o simplemente por elección personal, lo cierto es que ello proporciona una curiosa  personalidad a un conjunto, en el que la andadura de ese caballo enclenque, que de manera inesperada se convertirá en ganador, se erigirá como metáfora de la relación amorosa establecida entre Joe y Rooney. Y es ahí, en medio de carreras estupendamente filmadas, y entre un espléndido uso de una escenografía que en no pocas ocasiones incidirá en la relación de sus propios protagonistas, donde se encuentra lo mejor, lo más sincero, lo auténticamente conmovedor, de una película que habla en voz baja, pero con notables cargas de profundidad, sobre la autenticidad del sentimiento amoroso, por encima de las tentaciones y el desgaste que brinda la propia vida diaria. Algo en lo que no estará ausente el ansia económica, ni la propia debilidad y desidia manifestada por el esposo y poco después padre, que nunca cumplirá las promesas que ofrece a su esposa para cumplir sus responsabilidades familiares y que, por el contrario, siempre estará envuelto en timbas de cartas jugando al póker, envuelto en una dinámica irresponsable.

La gran virtud del film de Borzage, estriba en plasmar en la pantalla este creciente conflicto, utilizando con maestría un off narrativo que prefiere dejar en fuera de campo aquellos acontecimientos que podrían estar caracterizados por su convencionalismo social –la boda de la pareja que nos es evitada, la progresión en el triunfo económico de la misma- o por haber acentuado su elemento dramático. El gran realizador de ANGEL STREET (El ángel de la calle, 1928), prefiere apelar por esa crónica intimista, por momentos cercana a la ternura, en otros, más ligada al elemento propiamente melodramático, pero siempre sin alzar el tono. En todo momento basándose en una magnífica utilización dramática de la puesta en escena, en el peso específico del movimiento de cámara y la planificación, la utilización de los decorados, o la intensidad en la utilización de los actores como elemento vehicular de sentimientos y emociones. Cierto es que dentro de este ámbito, Borzage contó con un intérprete tan limitado como Don Ameche, incapaz de otorgar la necesaria complejidad a su rol protagonista. Sin embargo, es algo que si se logrará con su oponente femenina, y en conjunto el realizador intenta por todos los medios superar las carencias de Ameche a través de la intensidad de aquellas secuencias en las que los dos intérpretes comparten plano, estableciendo entre ellos una notable química que, por momentos, nos acerca a las esenciales parejas inherentes al romanticismo del cineasta.

En base a ello, y teniendo generalmente como testigo a Toby –que de manera creciente asumirá su indignación ante el comportamiento errático de Tom- THAT’S MY MAN se erige en un apólogo moral que logra trascender su vehículo en defensa de la felicidad conyugar, para erigirse en sus mejores momentos como una nueva demostración de la convicción en torno a la fuerza transformadora del amor, que presidió el conjunto de la obra borzaguiana. Todo ello brindará instantes revestidos de una pasmosa sinceridad emocional, centrados sobre todo en observaciones de la esposa, a partir de los constantes y decepcionantes comportamientos de Tom. Unamos a ello no pocos instantes en los que la fuerza de la escenografía transmitirá un plus de intensidad a la situación planteada –la decrépita habitación de hotel en la que se hospedarán en su noche de bodas, la nueva mansión en Bel Air que Tom ganará en una partida, y a la que acudirá la esposa extasiada, la casi sobrenatural iluminación de la escena en la que el padre regresará al regazo de su pequeño hijo, enfermo de meningitis, recitándole unos versos para devolverle una cierta calidez emocional-. Todo ello permitirá asistir a una película atractiva, que justo es reconocer asume algunos pequeños baches, pero que en su conjunto asume por un lado su extraña mixtura genérica –cercana por momentos a títulos de su tiempo, firmado por cineastas tan cercanos al universo de Borzage, como Leo McCarey, Frank Capra, Henry King o incluso John Ford- y, en sus mejores momentos, una intensidad emocional deudora del mundo de uno de los cineastas más comprometidos en su obra con la fuerza del amor.

Calificación: 3

SMILIN' THROUGH (1941, Frank Borzage)

SMILIN' THROUGH (1941, Frank Borzage)

En ocasiones, en la obra de directores de personalidad muy clara, se insertan títulos que no solo no se encuentran a la altura de su habitual alto nivel, sino que de entrada pueden aparecer en su mundo expresivo y visual, pero todo ello puede dirimirse como una falsa premisa. Algo de ello se puede señalar de SMILIN’ THROUGH (1941) la tercera adaptación cinematográfica de Jane Cowl y Jane Murfin. Las dos anteriores fueron asumidas por Sidney Franklin –un hombre de cine dotado de una gran sensibilidad, que reclama a gritos una revisitación de su obra-, estando enclavada una de ellas en el periodo silente. La segunda, rodada en 1932, puede decirse que emerge como la adaptación definitiva de dicha base dramática, erigiéndose como un sombrío melodrama, en la mejor premisa del género en el seno de la Metro Goldwyn Mayer. Una década después, el mismo estudio decidió el auspicio de un remake, diseñado al servicio de la estrella canora Jeanette MacDonald, asumiendo el encargo un Frank Borzage que había iniciando la década con productos de altísimo nivel, pero se encontraba en un periodo desigual de su andadura profesional, aunque muy pronto remontara la misma con títulos tan personales como TILL WE MEET AGAIN (1944). o I’VE ALWAYS LOVED YOU (La gran pasión, 1946). En este caso, el gran cineasta asumió como principal reto de la misma el uso del color, intentando –y en ocasiones consiguiendo-, una utilización expresiva del mismo, que pretendió sobreponer al objetivo de su existencia; servir de base para una de las últimas incursiones cinematográficas de una Jeannette MacDonald quizá con demasiada edad para encarnar el rol protagonista.

Para aquellos que hemos podido disfrutar de la versión de Franklin de 1932, lo cierto es que esa referencia aparece hasta cierto punto en contra al asumir una base dramática que en buena medida responde a los cánones inherentes al cine borzaguiano, pero que no consigue desprenderse del todo de cierta blandura por otro lado tan cercana al look de la Metro, especialmente en este melodrama con tintes fantastiques que denota en todo momento no ser una producción estrella del estudio. Para aquellos que no hayan tenido la oportunidad de contemplarla, la película nos narra de nuevo la historia de la amargura vivida por John Carteret (Brian Aherne), que ha vivido su madurez y vejez recluído en su mansión irlandesa, con la única intención de evocar sus recuerdos con la que fuera su amante; Moonyean Clare (Jeannette MacDonald), con la que en ocasiones sentirá un extraño acercamiento, al situarse bajo el sauce que se encuentra en su jardín –magnífico diseño escénico-. La apacible pero mortecina existencia de Carteret, va acompañada en numerosas ocasiones con las partidas de ajedrez que mantiene con su viejo amigo, el reverendo Harding (Ian Hunter). Un día, Harding le traerá a una niña, hija de un familiar suyo que falleció. Pese a la renuencia de John por asumir cualquier compromiso que le devuelva a la vida activa, muy pronto la pequeña Kathleen le cautivará y encontrará en ella un nuevo aliciente vital. La película recorrerá con rapidez el paso de los años, hasta que Kathleen se convierta en una hermosa joven –encarnada también por Jeannette MacDonald-, quien se iluminará como el único faro de luz en la vida de un hombre ya anciano, estando incluso ligada sentimentalmente a un joven militar, que en el fondo percibimos no aparece como el más adecuado a su personalidad.

En una repentina tormenta, la pareja acudirá a una mansión abandonada, guareciéndose a la fuerza en una mansión abandonada durante largo tiempo. Allí se encontrarán de manera inesperada con Ken Wayne (Gene Raymond) el hijo del que fuera dueño de la misma décadas atrás, Jerry Wayne. Desde el primer momento, se establecerá una corriente de mutua simpatía entre ambos, que quedará bruscamente interrumpida cuando Carteret suplique a su sobrina que deje de encontrarse con él. Para ello, le relatará la trágica situación que se vivió, cuando su boda con Moonyean se vió truncada trágicamente, al disparar un borracho e iracundo Jerry contra la que acababa de convertirse en esposa de John. A partir de esa promesa, los reencuentros y las ausencias aparecerán en la vida de la joven pareja de enamorados, separados a pesar suyo, y en la que el reclutamiento de Ken en la I Guerra Mundial, aparecerá como otro motivo de separación. Mientras tanto, Carteret se seguirá mostrando intransigente en todo momento, incluso cuando tenga noticias del retorno del soldado, mutilado y con una presencia fugaz, con la única intención de poner en venta su mansión familiar, retornando definitivamente a Estados Unidos.

Contra lo que podría suponer en un principio, estando en manos de un cineasta de primerísima fila como Borzage, parece que el cineasta se tornó confiado en esa aura de blandura que envuelve su contenido. En el ámbito de convencionalismo e incluso cierta cursilería, que podría ir aparejado a la presencia de la MacDonald. Se ausenta cierta severidad y dramatismo en sus imágenes, quizá por elección directa del cineasta, que pensaba antes que nada en la expresión cromática de sus sentimientos. Es algo que se puede percibir en aspectos como esa sobreimpresión de exteriores dominados por el cromatismo floral, o en la severidad de las secuencias desarrolladas en el interior de la mansión Wayne –oportunamente potenciadas a través de la cámara del cineasta, con angulaciones que ayudan a enriquecer su fuerza dramática-. Es quizá ese el marco en donde se desarrollarán las secuencias más brillantes de la función –entre ellas, aquella en la que Ken intenta esconder a su amada su condición de inválido de guerra-, sin dejar de omitir algunas de las composiciones plasmadas en ese jardín de delicioso y artificial diseño de producción.

Carente de la homogeneidad que adquiría la versión previa de Franklin, hay un fragmento absolutamente revelador de las posibilidades y caducidad de la película de Borzage, moderadamente atractiva, pese a suponer unos de los títulos más irregulares filmados por el cineasta en aquella década. Me refiero a la de la boda de Moonyean y el joven Carteret, narrada en flashback por este último –en realidad Borzage sigue casi al pie de la letra la versión previa de 1932-. Veremos como los novios llegan en un carruaje, y son aclamados por los vecinos, en una secuencia que adquiere un molesto aire de estampita. Sin embargo, muy poco después, y ya en el interior del templo, el disparo de Wayne acabará con la vida de la recién proclamada esposa, instante marcado con un plano sostenido sobre el rostro angustiado y sobrepasado de la MacDonald –magnífica en este momento-. La cruz y la cara de una película que mantiene cierto interés, pero que decepciona un poco, viniendo de la mano de quien viene.

Calificación: 2’5

THE CIRCLE (1925, Frank Borzage) La eterna cuestión

THE CIRCLE (1925, Frank Borzage) La eterna cuestión

Si bien es cierto que buena parte los títulos más memorables de una trayectoria tan admirable como la manifestada por Frank Borzage, se encuentran insertos en las postrimerías del periodo silente, no es menos evidente que existe aún un marco previo en el que se ubican otras aportaciones, menos conocidas, quizá menos rotundas en sus logros, pero que son consideradas por los estudiosos no solo por sus valores intrínsecos, sino igualmente por haber contribuido a forjar el inconfundible estilo de su autor. Buena parte de ello sucede con THE CIRCLE (La eterna cuestión) rodada en 1925 por un Borzage que muy pronto se dio cuenta de no encontrarse a gusto en el ámbito de la Metro Goldwyn Mayer, estudio en el que pronto comprobó la ingerencias a la hora de modificar los materiales rodados –tal y como señala Hervé Dumont en su magistral estudio sobre el cineasta-, incorporando secuencias o situaciones que rodarían posteriormente otros directores. Es por ello que nuestro director abandonó el estudio del león nada más concluyó su rodaje, acompañado por el rebelde por antonomasia del estudio; Erich Von Stroheim. Sin embargo, y señalando como detalle curioso que Borzage retornaría años después a la Metro con STRANGE CARGO (1940), lo cierto es que pese a todas estas ingerencias de estudio, en modo alguno cabe oponerlas a su resultado final, que se erige como una atractiva e incluso valiente adaptación de la obra teatral de W. Somerset Maugham “The Circle”, de la que el cineasta supo despojar en buena medida de sus sesgo teatral, para a partir del supuesto respeto a dicho original escénico, desplegar con acierto su sentido de la dramaturgia cinematográfica, al tiempo que introducir de manera muy tímida, ciertos elementos que desarrollaría de forma más rotunda en su carrera, como es sin duda su eterna filiación romántica.

Y es que THE CIRCLE destaca en primer lugar por adentrarse en el terreno de la comedia de salón, que Dumont señalaba era más cercano para ser desarrollado por Lubitsch o De Mille. Sin embargo, hay que reconocer que nuestro realizador supo desenvolverse muy bien en dicho ámbito –no olvidemos que años después, Borzage sería el realizador de DESIRE (Deseo, 1936), producida por Lubistch-. Será algo que se manifestará ya en el rótulo inicial, donde se apela a la supuesta superioridad del hombre a la hora de elegir esposa. Ello será contrapuesto con la irónica descripción de la huída de Chaney Castle, de la esposa del dueño de la mansión, Lady Chaney, fugándose a finales del siglo XIX con su joven y atractivo amante, y dejando de lado la estabilidad que le proporcionará un matrimonio, por otra parte proclive a la rutina. Ello de entrada nos brindará una divertida secuencia, en la que el amante Hugh se encontrará con el equívoco de contemplar al esposo de su amada manejando armas -piensa que están destinadas a él-, mientras que Lady Catherine se despedirá de su hijo, dejándole una nota explicativa para su padre. Han pasado treinta años, y aquel pequeño se ha convertido en el Lord Clive Chaney (Alec B. Francis), un atildado y antipático aristócrata casado con Elizabeth (la estupenda Eleanor Bordman, futura esposa de King Vidor). Esta se encuentra totalmente enamorada del joven y atractivo Teddy Luton (el encantador Malcolm McGregor), que representa para ella todo lo que no le puede proporcionar su esposo, sobre todo a la hora de dar vida a un amor lleno de frescura que se oponga a los convencionalismos que la oprimen. Teddy se encuentra en la mansión como invitado de la familia, en la que se contará con la presencia siempre irónica y sabia del suegro de Elizabeth; Arnold (un magnífico Creighton Hale, que en su estilo parece proponer un adelante del manifestado por el gran Adolphe Menjou). Lo que no conocerá el veterano Clive, es que a espaldas suyas su nuera ha auspiciado el regreso de su antigua esposa y su entonces prometido y posterior esposo, tres décadas después de su huída. La novedad provocará temor en su hijo, Clive, pero en realidad ha sido provocado por Elizabeth para comprobar si el paso del tiempo no ha hecho mella en el amor que en su momento impulsó a la pareja a la huída, para tomarlo como referente y hacer lo propio con Teddy. La realidad no podrá ofrecerse más desoladora; Lady “Kitty” (Eugenie Besserier), se ha convertido de una mujer cercana a la madurez, caracterizada por su frivolidad y aspecto estridente. Por su parte, su esposo Hugo (George Fawcett), no es más que un viejo chocho, permanentemente malhumorado, y dominado por su artritis. Ambos conforman un cuadro que linda con lo deprimente, y que provocará a Elizabeth no pocos recelos, por más que al joven Luton no parezca importarle ese posible espejo en el que se convertiría la probable nueva pareja si se fugaran.

En medio de ese cuadro, en donde Clive no dejará de estar al corriente de los arrumacos de Teddy con su esposa, y el viejo pero sabio Arnold perciba con la ironía que le ofrece una madurez bien sedimentada el marco coral que se establece, con la pareja de amantes a punto de darse a la fuga, o el viejo matrimonio en la que se encuentra la antigua esposa del personaje encarnado por Creighton Hale, dominado por constantes reproches. A partir de dichas premisas, THE CIRCLE se dispone como una divertida comedia, en la que son constantes los momentos en donde el equívoco provoca situaciones hilarantes –la primera aparición del viejo Arnold con la escopeta de caza, cuando su hijo y nuera, Teddy y la joven invitada, están comentando la llegada de la que fuera su esposa y el que fuera su rival amoroso, treinta años después; la inicial identificación de Catherine de Luton como su hijo, al que señala tiene el mismo aspecto de ella; la descripción que ofrece de ese mismo personaje: la liga que se percibe en su pierna-. Y junto a ello, Borzage logrará imprimir una planificación que dinamizará el origen teatral de la propuesta. Es algo que percibiremos con la fragmentación de las secuencias en donde se reúnen los personajes, alcanzando un grado de dinamismo escénico en donde con unas manos menos avezadas, sin duda se hubiera planteado una propuesta de sesgo más estático y teatral.

Pero al mismo tiempo, es evidente que en algunos instantes aflora ese romanticismo que poco a poco se adueñaría de la inigualable obra borzaguiana. Buena prueba de ello lo tendremos en instantes tan emotivos como la contemplación, repasando un álbum, de una foto de Catherine en su juventud, lo cual provocará en ella un enorme sentimiento de tristeza y añoranza, revelando en ella una sensibilidad hasta entonces ausente en su extravagante comportamiento. Lo expresará delante de Elizabeth, ratificándole lo efímera que es la juventud, y suponiendo para la ya madura esposa un cambio de actitud en la malhumorada relación con su esposo. Los veremos a ambos, por primera vez abrazados, intentando casi de manera imposible recuperar ese tiempo perdido en el que su amor fue algo tangible, antes de que los resentimientos y la rutina hiciera mella en una relación que ya parecía condenada a desaparecer en las aguas cenagosas de la auténtica carencia de amor.

A pesar de estos dejes románticos –quizá los pasajes más hermosos del film, junto algunos de los instantes en los que se desplegará la juvenil atracción entre Elizabeth y Luton-, el film de Borzage se cierra desplegando la ironía por partida doble. De un lado Clive recuperará a su esposa tras haberse simulado como chofer del vehículo en el que los dos amantes se iban a fugar, llegando a golpear cómicamente a un noqueado Teddy. Por otro, la película culminará acentuando su carácter festivo, en una secuencia en la que los antaño rivales amorosos de Catherine –Hugh y Arnold-, desahoguen sus comentarios entre estentóreas risas, sin que en la situación deje de aparecer un atisbo de soterrada venganza por parte del antiguo marido ultrajado –Arnold tirará de una bufanda, haciendo un instantáneo además de estrangular a la persona que le robó su esposa treinta años atrás-.

Calificación: 3