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CINEMA DE PERRA GORDA

Frank Borzage

TILL WE MEET AGAIN (1944, Frank Borzage)

TILL WE MEET AGAIN (1944, Frank Borzage)

Aunque durante la década de los cuarenta, Frank Borzage alternó películas más o menos alimenticias –en las que siempre puso a punto su profesionalidad como cineasta, capaz de llevar a un terreno de dignidad productos al servicio de estrellas tan insufribles como Deanna Durbin-, lo cierto es que en dicho periodo se encuentran productos valiosos que nos revelan que sus inquietudes temáticas siempre estuvieron presentes en su obra. Esa cualificación que le hizo merecedor del reconocimiento como uno de los grandes románticos de Hollywood, alentando en sus historias un hálito de espiritualidad que elevaba la esencia del sentimiento amoroso por encima de cualquier otra consideración, y por lo general insertando el mismo en contextos que ponían a prueba de manera traumática el mismo, se encontró además en dicha década con títulos que trataban como elemento de directa contraposición con el disfrute del sentimiento por excelencia, las atrocidades del nazismo. Podríamos hablar en esta década del excelente THE MORTAL STORM (1940), que en los últimos años ha logrado un merecido –aunque aún no extendido- reconocimiento como una de las propuestas más logradas y personales del cine antinazi. Menos reconocida –en la medida que apenas ha sido contemplada-, se encuentra otra propuesta realizada cuatro años después, que demuestra que Borzage seguía fiel a su temario habitual, a una visión del mundo basada en una extraña y al mismo tiempo reconocible espiritualidad, a la cual sirvió con todas sus fuerza también en títulos que inicialmente podían parecer tan lejanos al mismo como el insólito STRANGE CARGO (1940) –rodado también para la Metro Goldwyn Mayer inmediatamente antes que el citado THE MORTAL STORM, y que no dudaría en destacar como una de las películas más insólitas surgidas en Hollywood a inicios de la década de los cuarenta.

Sin embargo, más cercana a sus constantes –y quizá con un resultado aún más brillante- se encuentra TILL WE MEET AGAIN (1944), que Borzage firmó para la Paramount Pictures en 1944, y en la que sus primeros pasajes podrían hacernos indicar que nos encontramos ante uno más de los exponentes del “cine de curas y monjas”. Un género por lo demás largo tiempo menospreciado, que alberga en su haber logros tan enorme calado como el díptico firmado por Leo McCarey –GOING MY WAY (Siguiendo mi camino, 1944) y THE BELLS OF ST. MARY’S (Las campanas de Santa María, 1945)-, THE SONG OF BERNADETTE (La canción de Bernadette, 1943. Henry King) o THE KEYS OF THE KINGDOM  (Las llaves del reino, 1944. John M. Stahl). Películas todas ellas magníficas, destacables por sus soltura y desparpajo narrativo –las de McCarey-, o por contener en ellas unos nada velados discursos sobre la intolerancia o el fariseísmo que se escondían –y siguen escondiéndose- tomando como excusa la ortodoxia de la religión –en este caso la católica-. Borzage no sigue ese camino y, por el contrario se inserta por derroteros quizá más complejos, tomando como propio el diseño de producción que le brindaba la Paramount Pictures –como posteriormente comprobaremos-. Un contexto que servirá como anillo al dedo a las intenciones del realizador, quien –se nota- asumió con entusiasmo. Las circunstancias, por otra parte, favorecieron la inclusión como protagonista femenina, a una actriz casi desconocida –Barbara Britton-, sustituyendo a la prevista y excelente Maureen O’Hara, y sin duda ganando su resultado con la desarmante naturalidad e intensidad que la inexperta intérprete imprimió a su personaje. Este y otros elementos de la gestación del film, se detallan en el extraordinario volumen que, con motivo de la retrospectiva que el Festival de San Sebastián dedicó a Borzage en 2001, escribió el especialista Hervé Dumont.

No hace falta contemplar sus primeros instantes, para darse cuenta que TILL WE… es una obra donde se concentra la esencia del arte borzaguiano. Un movimiento ascendente de grúa nos describe inicialmente un marco casi paradisíaco; el interior de un convento francés en donde se encuentran acogidos un buen número de muchachas. Las palomas ondean aquel lugar que casi parece detenido en el tiempo, como símbolo de un mundo que parece incorruptible, pero del que muy pronto nos daremos cuenta se encuentra aislado del otro real, terrible y opresivo, que significa la invasión nazi en aquel país. Borzage lo muestra a la perfección situando el discurrir de unas tropas en el exterior del muro del convento. Un recinto que será visitado casi como puro formulismo por el mayor Krupp (Konstantin Shayne). Este siempre encontrará al acercarse a la madre superiora (Mona Freeman), la misma cantinela en torno a su imposibilidad de acceder al recinto sin orden del obispo, así como las advertencias de este a que no refugien a opositores a los invasores alemanes.

Muy pronto la película cobrará un giro de ciento ochenta grados, cuando de manera casi sobrenatural –y en ello Borzage mostrará su clara intención a la hora de planificar la secuencia-, aparezca de un hueco del convento la figura de John (Ray Milland), un americano perteneciente a la resistencia que ha llegado al recinto religioso en busca de ayuda para proseguir con su tarea de llegar hasta Inglaterra y, con ello, transmitir una información secreta de enorme interés. Será el primer encuentro –incómodo- que tendrá nuestra protagonista, la hermana Clotilde (Bárbara Britton), con un hombre ajeno a su mundo cerrado e idealizado de siempre. La novicia será mostrada entre sombras, azorada ante la presencia de un hombre que aparece casi entre la oscuridad, y con cuya presencia vivirá circunstancias incómodas al ser interrogada por Krupp, en la que su imposibilidad de mentir provocará las sospechas de este. Y es que en realidad la magnífica obra del gran director de 7th  HEAVEN (El séptimo cielo, 1927), más allá de ese componente religioso o de su total adscripción a la temática esencial de su cine; el poder transformador del amor, incluso cuando este se plantea por encima de la propia vida, adquiere en este relato la mirada sobre una joven que de repente se verá despojada de un mundo, inserta casi como relámpago en un contexto hostil, en el que además podrá apercibirse de otra forma de amor, la que le manifiesta John, al que ha puesto en peligro de manera involuntaria, y para el que se prestará en sustituir a la mujer que había de pasarse por su esposa, que ha sido detenida. Será para Clotilde –transmutada en la documentación falsa como Louise Dupree-, la vivencia de lo que para cualquier humano sería un contexto habitual, pero que ante ella se ofrecerá como si fuera un pajarillo indefenso que ha salido de su hábitat –y en ello será impecable la metáfora que se ofrece cuando el norteamericano devuelve uno de dichos pájaros a su nido en un árbol-. La aventura que voluntariamente, y a modo de redención personal, asume la novicia, supondrá para ella la vivencia de otro mundo. Violento –la contemplación, protegida por John, de un tremendo bombardeo a objetivos nazis-, pero también en el que descubrirá la posibilidad de amar algo mucho más material que esa capacidad de entrega hacia Dios que había constituido toda su vida hasta entonces. En realidad, es probable que nos encontremos ante uno de los títulos más amargos de toda la filmografía de Borzage, en la medida que se plantea la historia de un sentimiento imposible; el de John y Clotilde, dado el hecho de que este se encuentra casado y tiene un hijo en Estados Unidos. Por ello, pese al progresivo acercamiento que vivirán ambos –y que tendrá un momento de especial intensidad cuando este despierte después de empezar a sanar su heridas, y donde los nocturnos den paso a un amanecer bullicioso-, la realidad es que ese amor que los dos sienten, saben que no va a poder tener la continuidad deseada, y que en el fondo no es más que fruto de unas circunstancias límite.

Resulta de especial atractivo contemplar la aventura extrema vivida por la pareja protagonista, por unos páramos y bosques que recorren siempre en la oscuridad de la noche –para poder zafarse de los nazis-, logrando para ello la extraordinaria colaboración del veterano director de fotografía Theodor Sparkuhl –destacable en sus colaboraciones con Murnau-, iluminando las tinieblas de unos bosques que muy bien podrían pertenecer al Mitchell Leisen de GOLDEN EARRINGS (Con las rayas en la mano, 1947) o el Fritz Lang de MINISTRY OF FEAR (El ministerio del miedo, 1944), ambas protagonizadas por el mismo Ray Milland, siempre dentro de la Paramount.

Dentro de una película tan densa, son muchos los detalles a destacar. Una de las grandes facultades de su realizador era la de introducir instantes revestidos de intensidad, que sin embargo no servían más que para sublimar o hacer respirar el crescendo emocional con que estaba impregnado su cine. Es algo que podemos contemplar en el hermoso y doloroso episodio en el que la madre superiora es abatida por los nazis –memorable ese tímido gesto de dignidad de Krupp-, culminado con un movimiento ascendente de grúa que parece elevar el alma de la religiosa, en ese ya señalado episodio del pájaro que es devuelto al nido, en la protección que John brinda a Clothilde en el fragor del bombardeo, en la protección que –en justa oposición-, la novicia proporciona al resistente, simulándole acercar su cabeza al pecho de este –que se encuentra ensangrentado- para que los nazis que tripulan el autobús en que se encuentran viajando no se percaten de la herida. Hay dignidad suprema en el gesto de la joven monja, destinado a sacrificarse en la defensa de ese hombre al que ama, y quizá ofreciendo ese gesto como una auténtica inmolación, en la medida que nunca podría alcanzar con él una relación plena, y tampoco su retorno al convento satisfaría sus inquietudes como ese ser humano que en esta peligrosa aventura la ha descubierto la realidad de la existencia. Es por ello que la conclusión del film y su inesperada muerte, no supondrá para ella más que un postrer instante de felicidad, que es realzado por Borzage con su inigualable sentido del lirismo fílmico. Ello no me impide subrayar la principal cualidad de una propuesta, que reside en la radicalidad –insólita en su realizador- de mostrar un personaje femenino que, en un momento determinado de su juventud, descubre que su existencia en este mundo ha elegido caminos equivocados, y desafiar su destino se le antoja poco menos que imposible. Insólito planteamiento para una obra que bebe de las mejores cualidades de unos de los grandes románticos del cine, transmutado en esta ocasión más que en su vertiente antinazi, en un relato cargado de soterrada amargura. Una obra magnífica, a redescubrir con urgencia.

Calificación: 3’5

THE RIVER (1929, Frank Borzage) Torrentes humanos

THE RIVER (1929, Frank Borzage) Torrentes humanos

¿De qué manera se puede calificar un diamante al que admiras en su destello, pero procede de otro superior del que intuyes su sobrecogedora belleza? Trasladando ese aforismo a aquellos numerosos títulos que el cine silente nos ha legado de forma cuarteada en partes más o menos importantes de su trazado, quizá el ejemplo máximo de tal circunstancia esté representado en la mayestática GREED (Avaricia, 1924. Erich Von Strohëim), a la que una reconstrucción basada en fotos y elementos fijos, permiten al aficionado descubrir que nos encontramos ante una de las cimas del cine de todos los tiempos. Es más, lo que de ella quedaba en celuloide vivo ya nos facilita intuir el alcance de su grandeza. Comprado con GREED, la tragedia de THE RIVER (Torrentes Humanos, 1929. Frank Borzage) no proviene de la carnicería que en su momento propiciaron los responsables de la Metro Goldwyn Mayer a la obra maestra de Strohëim. Cierto es que tras el desconcierto que provocó su estreno en Estados Unidos, esta –intuyo que atrevida- obra borzagiana, sufrió una serie de cambios por parte de los mandatarios de la Fox que modificaran su estructura e incluyeron una parte final hablada, tal y como se venía imponiendo en dicho estudio con parte de sus producciones, para de esa manera introducir de forma absurda unos títulos que no precisaban de tal elección para ser admirados en su concepción original.

En cualquier caso, todo eso es historia, ya que lo que nos queda de THE RIVER, apenas ocupa algo más de la mitad de su metraje original. Una vez más para ello consultemos el indispensable libro de Hervé Dumont “Frank Borzage. Sarastro en Hollywood”, en el cual se nos detallan todos los pormenores y, sobre todo, la configuración original que presentaba esta película, de la cual actualmente solo se conservan cuarenta y tres de sus ochenta y cuatro minutos –aunque existe una reconstrucción que alcanza los cincuenta y cinco minutos, en la que se incorporaron imágenes de las secuencias ausentes, dando una idea de su configuración total-. Su visionado realmente me da la idea de que por sus características, nos encontramos muy de cerca en el ámbito de logros y resultados, del ofrecido por el gran director en su inmediatamente posterior LUCKY STAR (Estrellas dichosas, 1929). Hay una serie de elementos comunes entre ambas –la presencia de Charles Farrell como protagonista masculino, la incidencia del tiempo como elemento catárquico-, que me inducen a pensar lo que, en definitiva, ya señaló la crítica de su tiempo; que nos encontramos ante otro exponente de ese periodo dorado de la filmografía del gran realizador de 7th HEAVEN (El séptimo cielo, 1927). En definitiva, una prueba más de esa máxima del gran realizador norteamericano, que de manera especial en aquel periodo de su obra, proyectaba para la pantalla dramas provistos de una cadencia musical, en los cuales se dirimía el absoluto triunfo del amor –entendido este en su acepción más intensa-, dentro de contextos revestidos de enormes dificultades.

En esta ocasión, aquel aficionado que quiera atisbar lo que resta de THE RIVER, tendrá que ignorar una parte inicial del film –que divide su discurrir en las cuatro estaciones de un año-, centrada en el conflicto argumental que se plantea, y que supondrá el detonante del comportamiento posterior de la protagonista femenina –Rosalee (Mary Duncan)- y, sobre todo, la actividad que genera el impresionante decorado ideado por Borzage y hecho realidad por Harry Oliver en unos terrenos situados en las cercanías de Los Angeles. El metraje que podemos vislumbrar no nos permite asistir al nudo dramático que se ofrecerá en dicho episodio, que condicionará la personalidad misteriosa, huidiza y escéptica de la muchacha, siempre acompañada por un siniestro cuervo -recuerdo de su antiguo amor-, que se encuentra encarcelado.

El metraje que contemplamos, además de permitirnos contemplar ese sugerente marco físico de casas dispuesta en una ladera, dentro de una abigarrada composición arquitectónica, de la cual se despide el joven protagonista masculino –Allen John (Charles Farrell)-. En un momento determinado, el joven y atlético muchacho se sumergirá en un río, desafiándolo al acercarse desnudo a un torbellino, momento en el que Rosalee y él trabarán su primer contacto. A partir de ese momento, entre ambos se irá trabando una extraña atracción, ingenua en él, recelosa en ella, en el que con cierto alcance siniestro –esa perenne presencia del cuervo, la propia personalidad de la muchacha-, y no poco sentido del humor –esa partida de cartas que ambos desarrollarán, las constantes pérdidas de tren de Allen John-, irán forzando un latente erotismo en la relación entre ambos –la sumisión que el  ingenuo joven brindará a las peticiones de la muchacha de que corte leña y la sitúe donde ella desea, la manera con la que por vez primera toman contacto en sus cuerpos, al comprobar ella su altura situándose junto a Allen John de una manera altamente provocativa. Pese a la ausencia del proceso natural que nos brindaría la visón del material completo, lo que podemos contemplar de THE RIVER nos permite ratificar la maestría de Borzage para saber entretejer la fuerza de un sentimiento amoroso, emergido en el contexto y las circunstancias menos adecuadas para ello. El realizador introduce los recovecos del sentimiento más preciado, a través de esa cadencia casi musical que se basa en miradas, pequeños gestos, o instantes casi imperceptibles de llevar a cabo por otro realizador que no dispusiera de esa receta mágica que este sabía impregnar a su cine, en especial en este periodo tan dulce de su obra.

A través de todos esos matices, será imposible que no se produzca la catarsis, la prueba suprema del amor, que una vez más en el cine borzaguiano se encontrará ligada en el límite de la vida. Lo hará con la llegada del invierno, en medio de una tremenda nevada, en la que Allen John huirá despechado no sin antes haber demostrado a Rosalee que la amaba mucho más que su añorado Marsdon (al cual nunca veremos y que dio nombre a ese cuervo que este le regaló antes de ser encarcelado). Desfallecido entre la nevada, Allen será rescatado y llevado de nuevo junto a esa mujer que ya sabe que lo ama por encima de todas las cosas, y que solo implora al cielo que le salven. Y para ello no dudará, en un momento de enrome emotividad y sensualidad, en acostarse junto a él, inconsciente y desnudo como está, para proporcionarle el calor adecuado que pueda permitirle retornar a la vida. Allen lo hará poco a poco, en medio de breves visiones retrospectivas de ese pasado que ha fraguado su existencia. Sin embargo, para ellos, volverá de nuevo la primavera.

No soy capaz de intuir, en función de lo que podemos disfrutar de THE RIVER, si nos encontramos ante una de las cimas del cine de Frank Borzage, pero al menos ese metraje sí nos permite disfrutar y sentir la esencia de un relato que se sitúa a la altura de lo mejor de su cine, que en aquellos años era, sin duda alguna, una de las cimas de uno de los periodos más elevados del séptimo arte.

Calificación: 3’5

CHINA DOLL (1958, Frank Borzage)

CHINA DOLL (1958, Frank Borzage)

El paso del tiempo y mi propia experiencia como aficionado, me ha permitido percibir un subgénero que gozó de una notable popularidad en el cine norteamericano de la segunda mitad de los cincuenta y primeros sesenta; los dramas interraciales desarrollados en tierras orientales. Esa misma efímera popularidad se fue transformando, con el paso de pocos años, en una considerable desafección, condenándose casi en grupo obras procedentes de cineastas tan dispares –y valiosos- como Henry King, Richard Quine, Joshua Logan o incluso Frank Tashlin –que rodaría su obra cumbre al amparo de una comedia con dicho trasfondo-, y que se extendería a otros menos regulares como Jack Cardiff. Quizá algo que no se ha valorado con el paso del tiempo, es reconocer que ese contexto temático, más allá de permitir la reiteración de una fórmula de éxito comercial, permitió el caldo de cultivo a una serie de films en los que a través de la enésima adaptación de Madame Butterfly, se articularon algunas de las muestras más valiosas de una nueva concepción del melodrama cinematográfico, que prácticamente sucumbiría como tal género en la segunda mitad de los sesenta.

 

Hacía una década que Frank Borzage no había acometido la realización de ningún film –inmerso en la comodidad de su práctica del golf y con creciente desapego por los modos que se imponían en el cine de su país-. Tan solo había probado fortuna televisiva y había aparecido en un pequeño papel interpretándose a sí mismo en JEANNE EAGELS (1957, George Sidney), hasta que encontró un guión que encontraba cercano a su mundo expresivo y temático, logrando el apoyo a nivel de producción de la firma que comandaba John Wayne –Batjat Productions-. Fruto de este contexto, surge CHINA DOLL (1958). Se tratará de una inusual propuesta –como por otro lado lo fueron buena parte de sus películas-, que personalmente no dudaría en clasificar como una extraña, imperfecta, pero estimulante mixtura entre las constantes del cine de su autor, y unos modos de comedia y melodrama, que ya se encontraban puestos en práctica con éxito en aquel contexto de finales de los cincuenta.

 

La acción se desarrolla en 1943 en territorio chino, donde se encuentra operando un comando aéreo comandado por el capitán Cliff Brandon (Victor Mature). Brandon es un hombre austero –más adelante descubriremos su orfandad desde temprana edad-, el clásico ser solitario que se ha representado en tantas y tantas películas, en no pocas ocasiones encarnado por Humphrey Bogart. De la noche a la mañana, nuestro protagonista se verá ligado a Shu-Jen (Li Hua Li), una joven oriunda que ha comprado a su padre en sus servicios cuando se encontraba borracho. Al despertar de su borrachera deseará huir de la indeseada situación y desligarse de la muchacha. Las circunstancias le harán tener que asumir –aunque con renuencias- ese contrato de tres meses que ha comprado al padre de la nativa, acostumbrándose poco a poco a esta compañía, que incluso sus súbditos vivirán con agradecimiento, al comprobar como su carácter se ha ido suavizando. Sin embargo, será en el momento en el que nuestro protagonista sufra una malaria, cuando se exteriorice por vez primera el sentimiento amoroso que hasta entonces se ha mantenido latente entre los dos, desembocando en el embarazo de la joven. El nuevo contexto culminará en la boda entre ambos, aunque no permita el disfrute de la condición de la recién consolidada pareja, ya que ambos se mantendrán alejados a consecuencia del recrudecimiento en los combates, obligando al militar a situarse en línea de combate. El momento de su definitiva y efímera reunión, será el inicio de la tragedia que, como siempre en el cine de Borzage, supondrá la ascesis del sentimiento amoroso, trascendiendo en el tiempo por medio de la hija de ambos.

 

Es probable que cualquier descripción de la base argumental de CHINA DOLL, pueda inducir a la previsión de un título convencional. Hay que reconocer incluso que su desarrollo cinematográfico posee ciertos altibajos, que los personajes secundarios del comando de aviadores están escasamente definidos -discurriendo con peligro en la senda del estereotipo durante todo su metraje-, o incluso que la presencia de Victor Mature al frente del reparto no sea el mayor aval de la misma –aunque se encuentre más soportable que de costumbre-. En cualquier caso, muy pronto Borzage logra a invertir este cúmulo de imponderables, imponiendo los rasgos de su estilo y su exquisita sensibilidad a un relato que en otras manos estaría condenado al fracaso más absoluto. Para ello, contaría de manera muy especial con dos notables aliados, como son en primer lugar su director de fotografía William H. Clothier, y por otro el responsable de su banda sonora, el apenas conocido Henry Vars. Con el primero aportará al relato una extraña textura, a través de un blanco y negro que brindará al conjunto un notable intimismo. Por su parte, las sintonías del film contribuyen de forma destacada a complementar las intenciones del realizador, incidiendo en la condición esencial del melodrama –melo – drama, como su propio nombre indica-. Y esto nos llevaría a adivinar el fondo que se esconde tras esta extraña y atractiva película. Una definición que entronca su configuración como una propuesta que podría ir escorada de forma abierta a un drama extremo pero que, por el contrario, es expuesto por Borzage con una constante interacción con la comedia. No cabe duda que es algo que el realizador había puesto en práctica incluso en su periodo silente, pero en esta ocasión queda inserto en un contexto muy cercano a los nuevos modos que el género estaba implantando en el cine norteamericano, realizadores como Richard Quine, Blake Edwards o Stanley Donen. Es así, como la hermosa secuencia de la boda por el rito chino, por momentos parece resultar heredada de títulos como OPERATION MAD  BALL (1957) de Quine o la posterior OPERATION PETTICOAT (1959) de Edwards –rodadas en aquellos años-, el bello epílogo –ubicado temporalmente en 1957- parece heredado del planteamiento de la magnífica IT’S ALWAYS FAIR WEATHER (Siempre hace buen tiempo, 1955. Stanley Donen y Gene Kelly), e incluso la presencia del personaje del veterano sacerdote encarnado brillantemente por el veterano War Bond, por momentos nos remite al mejor cine de John Ford o Leo McCarey –dos cineastas cuyos estilos estaban claramente ligados con los de Borzage-. Todos estos factores, acabaron  proporcionando a la película una insólita textura, una definición que por completo escapa del marco genérico que podía preludiar su apariencia externa. En realidad ¿No es algo que el realizador asumiera por completo en buena parte de su cine, trascendiendo el contexto de los géneros tradicionales, para intercalar en ellos su visión del mundo tamizada por su eterna apuesta del amor como motor de la existencia?

 

No era la primera ocasión en la que el gran realizador de 7th HEAVEN (El séptimo cielo, 1927) se limitara a un ámbito que quizá le resultara extraño en apariencia, para reafirmar a través suyo esas maneras cinematográficas que le hicieron célebre, y que se manifestarán en no pocos momentos del film, teniendo quizá su expresión máxima en la maravillosa secuencia en la que Shu-Jen se acerca al enfermo Brandon –que se encuentra delirando en la cama; el recuerdo con la lejana THE RIVER (Torrentes Humanos, 1929) resulta pertinente-, mientras la cámara asciende en panorámica hacia una ventana que nos muestra la tormenta que discurre en el exterior –clara metáfora visual del estallido de sentimientos que vivirán nuestros protagonistas-, fundiendo a una misma imagen de dicho exterior ahora soleado y en calma. Es en la manera en la que incorpora los primeros planos, en la dirección de actores, en la sutileza con la que intercala drama y comedia, donde se encuentra esa llave secreta para expresar sentimientos y emociones a través de la imagen, que Frank Borzage aún dominaba como pocos. En realidad, el que sería su film testamentario, parecía preludiar un nuevo periodo en su cine. Lamentablemente no fue así, impidiendo aquel cine norteamericano en fase de rápida transformación, poder contemplar más muestras del talento y la sensibilidad de uno de sus grandes realizadores.

 

Calificación: 3

LILIOM (1930, Frank Borzage) Liliom

LILIOM (1930, Frank Borzage) Liliom

No voy a ocultar que LILIOM (Liliom, 1930. Frank Borzage) me ha supuesto una cierta decepción. Cuando se ha tenido la oportunidad de conmoverse con títulos silentes como 7th HEAVEN (El séptimo cielo, 1927) y LUCKY STAR (Estrellas dichosas, 1929) o, pocos años después, comprobar como su realizador logró afianzar una filmografía de alto voltaje en la década de los treinta, aunando su visión del mundo basada en la fuerza del amor, e integrando en ella el contexto social en que se insertaba la sociedad norteamericana del momento, un título como este llega a saber a poco. Y cuando hablo de cierta decepción, no me refiero al hecho de asistir a un título despreciable, que no lo es, ni mucho menos. Sin embargo, sí que se echa de menos en esta primera de las tres adaptaciones sonoras –hubo alguna previa muda- que conozco tuvo la fantasía de Ferenc Molnár -las otras corrieron a cargo de prestigiosos realizadores como Frtiz Lang y Henry King, y de ninguna de ellas existe un especial aprecio-, esa pasión que Borzage había incorporado de forma sobrada a su cine, ese romanticismo llevado a la máxima expresión, que le ha permitido con el paso del tiempo ser considerado con justicia uno de los más valiosos y personales cultivadores del melodrama. Más que esa definición, me atrevería a señalar que con su figura definimos a uno de los cineastas que mejor trataron la fuerza del amor en el cine. Por todo ello, al contemplar LILIOM, por un lado uno echa de menos esa capacidad que el realizador ya había demostrado algunos años antes, para plasmar con una fuerza arrebatadora su absoluta convicción del poder transformador de dicho sentimiento. Pero al mismo tiempo –y quizá sea una impresión muy personal-, me atrevo a elucubrar con la posibilidad de que si esta película hubiera estado realizada antes de la llegada del sonoro, su resultado sería bastante superior y, de forma probable, engrosaría la galería de grandes exponentes mudos de su cine.

 

No fue así, y la crónica hay que elaborarla a partir de lo que fue y no de lo que pudo ser. Y en este sentido hay que admitir que el título que comentamos supone un relativo retroceso en el devenir de una filmografía que, por fortuna, pronto recuperaría un pulso indiscutible, adaptándose por un lado al sonoro, por otro al cine de compromiso social, y en última instancia a diferentes marcos de género. No importaba, en este sentido, que Borzage se insertara en temáticas dispares –aunque casi todas ellas cercanas a ámbitos divergentes del melodrama-; en todas ellas quedarán patentes sus sensibles y poderosas formas cinematográficas, al tiempo que esa visión del mundo que lo acompañó en toda su trayectoria. En esta última vertiente, es indiscutible reconocer que LILIOM se inserta plenamente. La fábula de Molnár parecía ser terreno abonado para que el artífice de STREET ANGEL (El ángel de la calle, 1928) desplegara sus mejores armas fílmicas, logrando con ello una de las cimas de su cine. La realidad es que no fue así, y esta historia que se centra en la relación de un avispado y atractivo animador de un tiovivo –Liliom (Charles Farrell)- y la joven sirvienta Julie (Rose Hobart), carece de esa fuerza casi sobrenatural que definió los mejores instantes del cine hasta entonces elaborado por Borzage. Puede que en ello influyera el hecho de que el realizador optara por una experimentalidad que –reconozcámoslo- no logra trasladarse a la pantalla con la debida armonía, constituyendo el más sonoro fracaso de su obra hasta el momento.

 

Ocho décadas después, sin intentar desentrañar las causas de dicho fracaso o elucubrar con las posibilidades que permitía la base teatral elegida, lo cierto es que el film de Borzage puede ser visto como una rareza, una extrañeza, un atractivo tropezón o, quizá, una propuesta argumental que hacía demasiado obvias, inquietudes y constantes, que en muchos otros de sus títulos estaban integrados con mayor densidad, convicción y sutileza. Pero partiendo de lo que vemos, y sin entrar en el relato de las azarosas circunstancias que conoció la “postproducción” del film, lo cierto es que nos encontramos ante una sencilla historia de amor, bastante familiar para el cine de su artífice, que opta por ser insertada en un marco inhabitual en su obra hasta entonces ¿Quizá esta circunstancia de incidir de forma especial por un diseño de producción modernista impidió que gozara de las mejores cualidades que hasta entonces utilizara el cineasta? ¿Es probable que en esta ocasión y de forma insólita, la procedencia teatral acentuara la impericia de Borzage en los primeros pasos del sonoro? A estas alturas es bastante difícil inclinarse ante una u otra interrogante. Lo cierto es que LILIOM acusa –de manera muy especial en sus dos primeros tercios- de un estatismo inusual en la producción de nuestro director. A pesar de ser una película de pocos diálogos, y estar apoyada por una escenografía que en sus exteriores logra ser atractiva –la plasmación del parque de atracciones, la propia configuración de esos árboles irreales sobre los que conversan los dos personajes protagonistas, la escenografía esquemática que define el entorno sobre el que Liliom y el siniestro Buzzard (Lee Tracy) realizarán un frustrado golpe contra un cobrador de una fábrica, que supondrá el eje del suicidio de nuestro protagonista- y en interiores peque de excesiva austeridad. Todo ello no logra que dicha elección formal contribuya a enriquecer o dotar de una densidad suplementaria a esos fragmentos desarrollados en el interior de la vivienda de la tía de la protagonista, en los que el envaramiento y la ausencia de garra cinematográfica resulta patente. Todos esos fragmentos resultan desprovistos de esa musicalidad y convicción que Borzage había desplegado en su obra inmediatamente precedente, quedando quizá como una experimentación que en ocasiones funciona –la presencia de esos intermitentes haces de luz que sirven como fondo a la conversación entre Liliom y Julie por callejas oscuras, como reflejo del fondo que les ha rodeado-, e incluso detectando detalles que están incorporados para reforzar el carácter del principal personaje femenino –en un momento determinado, su rostro es encuadrado tomando como fondo el diseño de la noria, intentando con ello ofrecer una metáfora sobre la bondad de su carácter, y en otro esta es igualmente encuadrada teniendo detrás una vela, describiendo con ello el débil caudal de amor que le queda ante el moribundo Liliom-.

 

En cualquier caso, todos estos detalles que aquí y allá podemos encontrar, no compensan ante un conjunto que llega a chirriar en sus dos primeros tercios, alcanzando en el tercero una cierta fuerza que, pese a todo, no consigue levantar del todo una película apreciable más por aquello que pretende lograr, que por lo que finalmente acierta a expresar. No cabe duda, a este respecto, que será el fragmento en el que Liliom se encuentra moribundo -en medio de un amplísimo escenario dominado por la austeridad, donde Julie declama unos versos de la biblia-, aquel en el que la película alcanzará su más alto grado de intensidad. A raíz de dicha declamación, Liliom recobrará unos instantes la conciencia, dirigiéndose a su amada antes de morir. Será en ese momento cuando se produzca el momento más arrebatador de la película; la irrupción de ese tren que portará su alma hacia un mas allá que es mostrado con un rasgo amable, quedando como referencia a tantos y tantos títulos -como HERE COMES MR. JORDAN (El difunto protesta, 1941. Alexander Hall) o A MATTER OF LIFE AND DEATH (A vida o muerte, 1946. Michael Powell & Emeric Pressburger) que, con posterioridad, asumirán dichos postulados. A partir de ese momento, y sin lograr nunca alcanzar su fuerza e intensidad, el film de Borzage discurrirá por senderos dominados por un fino humor, si se quiere nunca especialmente brillante, pero que al menos trasladará al espectador a los instantes finales de la función, en los que el deseo concedido a nuestro protagonista por las autoridades celestiales, de retornar a la vida tras diez años purgando sus faltas, para poder contemplar a la hija de que estaba embarazada Julie cuando él se mató –sobre todo su suicidio-, culminará con la aceptación de que su regreso ya en nada puede alterar una realidad en la que su recuerdo tendrá por siempre más importancia que su imposible presencia. Una secuencia entrañable, pero del mismo modo carente de la fuerza y al alcance conmovedor con el que el cineasta nos tenía ya antes acostumbrados, y lograría en bastantes otros títulos de su filmografía posterior.

 

Por todo ello, cabe concluir que LILIOM resulta un título interesante, en la medida que sirvió de campo de experimentación para un cineasta inquieto que deseaba abrir nuevos caminos a su cine. Cierto es que lo logró muy poco después en títulos que aunaron inquietudes sociales y la esencia de su romanticismo. Pero en este caso, y pese a sus aciertos parciales, quedaron como una experimentación que no sería de justicia limitar como fallida, aunque resulta innegable deviene no suficientemente lograda, y en la que la inadecuación y envaramiento del en tantas otras ocasiones admirable Charles Farell resulta un aliado a la contra, aunque por el contrario Borzage encontrara en la sensibilidad de la joven Rose Hobart, una inesperada sucesora de la recordada Janet Gaynor.

 

Calificación: 2’5

BAD GIRL (1931, Frank Borzage)

BAD GIRL (1931, Frank Borzage)

Cualquier espectador más o menos avezado podrá emparentar BAD GIRL (1931, Frank Borzage), con títulos ligados a la obra de King Vidor como el mayestático THE CROWD (...Y el mundo marcha, 1928) o el posterior, menos conocido y también más limitado en su alcance STREET SCENE (La calle, 1930). En ambos ejemplos -y en muchos otros del cine de aquel momento tan definitorio de su bullir urbano-, se palpita esa sensación agridulce de una existencia dominada por la alienación y la lucha por procurar una existencia más o menos cómoda, dentro de una jungla urbana generalmente representada en la ciudad de New York. En esta ocasión, además, podríamos avanzarnos a señalar que es la primera ocasión en la que el cine de Frank Borzage asume en su temática cinematográfica una mirada hacia el trauma provocado por la gran depresión, que le permitiría muestras posteriores tan valiosas como MAN'S CASTLE (Fueros humanos, 1933). No obstante, lo que más nos interesa, lo que puede tener como aportación especial esta película del gran romántico norteamericano -por la que obtuvo su segundo Oscar al mejor director-, es el hecho de procurar adaptarse en su cine a los nuevos modos del sonoro. Es algo que muestra ya su secuencia de apertura, en la que adoptando la apariencia de los preparativos de una boda la cámara se centra en la protagonista del relato -Dorothy Haley (Sally Eilers)-. Con una ingeniosa planificación iniciada con el ramo de flores que en teoría va a portar la nerviosa novia, muy pronto nos daremos cuenta que Dorothy está participando en un desfile de modelos desarrollado entre un público masculino de dudosa reputación. De inmediato se mostrará la amistad de esta con la más madura Edna (Minna Gombell) -un personaje determinante en el relato-, describiéndose un entorno humano dominado por unas relativas estrecheces económicas y una notable grisura existencial, pero al mismo tiempo un común deseo de sus protagonistas por sobrellevar una existencia llena de ilusiones y anhelos. Entre ellas no se encuentra su deseo por encontrar una pareja estable, ya que ambas muestran cierta acritud hacia los hombres, pensando que lo único que estos desean es sobrepasarse con las mujeres.

 

Será un prejuicio -en el que quizá tenga bastante que ver la influencia negativa que pueda mostrar el áspero hermano de Dorothy- que, prácticamente de la noche a la mañana, desaparecerá ante el inesperado encuentro que nuestra protagonista tendrá con Eddie Collins (James Dunn). Un contacto buscado casi de manera burlona al contemplar como este desprecia cualquier contacto femenino en un barco que surca la bahía newyorkina -un rasgo recurrente en tantas y tantas películas posteriores-, tripulado por multitud de ciudadanos en una jornada festiva. Pese a ese casi tumultuoso primer contacto, muy pronto estas dos almas solitarias comenzarán una relación que muy pronto les llevará al matrimonio, vivir sus pequeños problemas y anhelos, e incluso asumir juntos las ilusiones y también los temores que genera la llegada de su primer hijo. Dentro de este contexto, BAD GIRL parte de la premisa del relato emanado por la novela y la obra teatral escrita por Viña Delmar -artífice de la posterior y excelente MAKE WAY FOR TOMORROW (1937) de Leo McCarey-, para llevar a la pantalla una película que destacará, una vez más, por la inequívoca personalidad que se realizador sabe plantear en cada una de sus secuencias. Desde el primer momento Borzage abandona cualquier tremendismo o exceso melodramático, inclinándose por una mirada cercana, intimista y al mismo tiempo honda y sincera, sobre los avatares de estos dos jóvenes que se aman y al mismo tiempo temen expresarse en la plenitud de sus personalidades, con el deseo de no incomodar con ello a la persona a la que quieren y con la que desean compartir el resto de sus días. En definitiva, por encima de las posibles dificultades económicas que asume primordialmente Eddie, o del temor de Dorothy a sobrellevar un embarazo de final incierto -su madre murió al tenerla a ella-, lo cierto es que la intención esencial del realizador se centra en una mirada en la que entremezcla su sentido del humor, su comprensión de las motivaciones y reacciones de sus personajes, y al mismo tiempo reafirma en su cine la primacía del amor y, en un alcance secundario, su confianza en la bondad intrínseca del ser humano. En esta vertiente, son constantes los momentos en los que el apunte humorístico -siempre insertado de manera oportuna y discreta-, contribuye a relajar cualquier elemento dramático en la función. Serán detalles como la presencia de ese hombre de mediana edad por las escaleras del apartamento en que vive Dorothy, mientras los dos aún entonces amigos conversan después de su primer encuentro; las divertidas situaciones planteadas en la primera conversación de los dos futuros esposos en ese buque que les permite -como a tantos trabajadores urbanos- disfrutar de un día festivo; la impagable imagen del ya esposo lavando la ropa ataviado con un ridículo delantal, al conocer que su esposa se encuentra embarazada... Serían muchos los momentos a destacar en esta vertiente, en la que un rasgo de especial importancia es la apuesta del realizador por la elipsis, que contribuirá en numerosas ocasiones a soslayar los instantes más dramáticos o en teoría más propicios para el énfasis melodramático. Se trata de una elección muy familiar en su cine, que lleva a insertar a Borzage en los senderos del intimismo de una mirada desprovista de un dramatismo aparente y, en definitiva, por un conocimiento profundo y sincero de los recovecos del sentimiento en el alma humana. Es un contexto que ya en aquellos años iniciaba el cine del ya mencionado Leo McCarey, que pocos años después dominaría la filmografía de John Ford, y que probablemente ya se encontraba presente en la obra de pioneros como el ya citado King Vidor o el propio Charles Chaplin. Esa capacidad para traspasar la barrera del drama para introducirse en el auténtico corazón de sus personajes, es algo que ya previamente había logrado Borzage en sus últimas obras del periodo silente, y que de nuevo lograría trasladar a esta una de sus primeras películas insertadas dentro de su fecunda trayectoria en la década de los años treinta.

 

Es en este marco, donde cabría destacar la capacidad de observación que se manifiesta en momentos como la secuencia desarrollada en el hospital, donde los maridos comentan los "sufrimientos" que viven cuando sus esposas van a tener un hijo, o ese detalle casi de conclusión en el que Eddie increpa al conductor del taxi que tripula junto a su esposa y el bebé, cuando este efectúa una brusca maniobra, diciéndole que puede estar portando al futuro presidente de los Estados Unidos. Son detalles que nos remiten a la muy influyente y ya citada THE CROWD, pero que cabe unir a momentos de verdadera originalidad cinematográfica y verdadero alcance conmovedor, que se encuentran incorporados de manera muy especial en el tramo final de la película, y que muestran a las claras la maestría que caracterizó a uno de los mejores cineastas de aquel tiempo. Con ello me refiero a secuencias como aquella que muestra el encuentro de Eddie con el prestigioso pediatra que desea atienda a su esposa en su primer parto, llorando ante él y suplicándole que acepte atender a Dorothy -unos planos que siempre son encuadrados desde detrás del médico, mostrando un enorme pudor ante la situación-, la secuencia posterior en la que Eddie resiste el embate de la pelea pugilística que ha aceptado con el único fin de lograr un ingreso económico que le sirva para sufragar los gastos del prestigioso doctor -que culminará con una inesperada reacción de simpatía de su oponente, al suplicarle nuestro protagonista que no lo noquee y comentarle los motivos de combatir contra él-, el conmovedor instante en que Dorothy recibe al recién nacido en sus brazos -una secuencia teñida de una original plasmación dramática-. Unamos a ello el posterior encuentro de Eddie con el doctor que ha atendido a su esposa y al que desea efectuar un pago de sus emolumentos –un giro que sin duda nos podría recordar el posterior cine de Frank Capra-, o la situación final en la que una inesperada enfermedad del bebé servirá para posibilitar la reconciliación en las diferencias mantenidas entre un joven matrimonio, debidas sobre todo a su pudorosa falta de sinceridad, pese a la absoluta honestidad y lealtad en la razón última de sus comportamientos. En definitiva, ese "amor por encima de todas las cosas" que quizá induce al equívoco en la sordidez de la vida urbana de los inicios de la gran depresión, en una película notable, aunque no totalmente lograda, en la medida que en ella se perciban ciertos resabios teatrales, o determinados personajes no adquieran la debida consistencia dramática -la escasa presencia del hermano de Dorothy-.

 

Calificación: 3

AFTER TOMORROW (1932, Frank Borzage) Pasado mañana

AFTER TOMORROW (1932, Frank Borzage) Pasado mañana

Rodada en un periodo especialmente valioso de la trayectoria de su realizador y en conjunto también singularmente atractivo para el cine norteamericano, AFTER TOMORROW (Pasado mañana, 1932) entronca de manera bastante acusada con las inquietudes temáticas y también el mundo visual y romántico expresado previamente en numerosas ocasiones por su realizador, Frank Borzage. Estamos de lleno inmersos en plena gran depresión norteamericana, invadiendo las pantallas títulos que abordaban problemáticas sociales, las desigualdades e insatisfacciones de buena parte de los ciudadanos y, sobre todo, la expresión de estas carencias y frustraciones en el entorno de las grandes urbes. Se trata de un contexto que no solo abordó un hombre de cine tan sensible como Borzage, sino que tuvo un importante marco de expresión a través de ese mismo cine que se producía como fábrica de entretenimiento y frustraciones. Un hombre que a la hora de realizar esta película ya contaba con dos Oscars como mejor director –lo que avala su popularidad y reconocimiento en los años de transición del cine mudo al sonoro-, logró trasplantar a la filmografía que desarrolló en la década de los años treinta una personalidad que aunaba en su obra el alcance social, la experiencia espiritual y un inusitado alcance romántico. Dentro de ese ámbito, podríamos decir que la película que nos ocupa se plantea como una curiosa relectura –en una clave más acentuada a la comedia, aunque progresivamente escorada a los tintes del drama- de dos éxitos previos del cine de King Vidor. Con ello me refiero a la asombrosa THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928) y la posterior -e inmediatamente precedente al título que nos ocupa- STREET SCENE (La calle, 1931). A partir de la asunción de estos referentes –que queda clara en los mismos planos de apertura del film, centrados en el Empire State-, lo cierto es que no podemos destacar AFTER… como uno de los exponentes más valiosos de este periodo especialmente fértil para Borzage. Ello no nos ha de impedir reconocer las virtudes de una película que se entronca con su personalidad fílmica, pero que al mismo tiempo muestra sus logros y también la imposibilidad de sobrepasar una determinada frontera en su inspiración, en una circunstancia muy concreta; el respeto al original teatral elaborado por Hugh Stange y John Golden –trasladado en la pantalla como guión cinematográfico de la mano de Sonya Levien-. Con ello, lógicamente, no quiero hacer ver que un hombre de cine tan personal como Borzage se limitara a una simple propuesta de cine – teatro. La propuesta revela un indudable interés visual y narrativo, conectando claramente con las inquietudes que antes y después dominarían la obra del realizador, y que al mismo tiempo revelan la superioridad que nuestro cineasta mostraba en este terreno de adaptaciones teatrales, de otros que –como es el caso, a mi modo de ver, de Gregory La Cava-, no lograban por lo general infundir de suficiente espesura y dinamismo sus propuestas centradas en los traumas y miserias urbanas legados por aquel traumático periodo para la sociedad norteamericana. En esta ocasión, presumo –no he leído la obra original- que Borzage se dejó tentar por algo tan sencillo como servirse de las posibilidades que le brindaba el referente escénico que trasladó a la pantalla. Y hay que reconocer que pese a que nos encontramos con una película que no goza de excesivo prestigio incluso entre los seguidores dela obra de Fuller, su resultado ofrece el suficiente interés como fresco social de las frustraciones y anhelos propiciados por una sociedad traumatizada. Pero de forma paralela revela la querencia romántica de su cine, su gusto por el detalle y, finalmente, atesora en su desarrollo una combinación de drama y comedia, sobrellevado con verdadera inspiración un alcance tragicómico que, finalmente, apela insospechadamente al absurdo de la existencia. Un aspecto que potenciará por medio de esas casi increíbles circunstancias que finalmente permitirán que los jóvenes protagonistas puedan casarse.

 

Peter Piper (Charles Farrell) y Sidney Taylor (Marian Nixon) son dos jóvenes enamorados desde hace varios años, pero que no ven la hora de su posible boda, debido fundamentalmente a la imposibilidad económica que ambos sobrellevan en sus modestos trabajos. Junto a ellos se encuentran los padres de Sidney, un matrimonio formado por una madre aún atractiva en su madurez, de carácter dominante y que secretamente mantiene relación con un inquilino suyo. Por su parte, el padre es uno de tantos y tantos desahuciados del trabajo, debido especialmente a achaques en su corazón. Si bien al presentar a los jóvenes protagonistas Borzage apuesta por un contexto de comedia ligera –la rutina de sus encuentros en la cumbre del rascacielos-, este rasgo se transformará en una vertiente dramática e incluso sombría, al describir el drama planteado entre los padres de la muchacha. Una disección que queda mostrada con la suficiente nitidez sin tener que recurrir a tremendismos de índole melodramática. A partir de este contexto, AFTER TOMORROW se revela como una comedia de tintes dramáticos, atenta y ligera en sus diálogos, planteando situaciones realmente dolorosas; la huída de la madre de Sidney junto al inquilino con el que mantenía relación; o la posterior secuencia de reencuentro con su esposo, que se ha vestido con sus mejores galas para intentar que su esposa vuelva con él, en la que esta se mantiene en sus intenciones, solicitando el divorcio, e intentando no obstante ayudar tanto a su marido como a su propia hija, sin que el aún esposo acepte esa aportación.

 

Las virtudes del film de Borzage, se centran en saber componer un sencillo fresco, desarrollado su argumento a partir del retrato de una serie de personajes definidos con justeza, y representativos de tantos y tantos ciudadanos de esa Norteamérica que tenía que acostumbrarse con un contexto social realmente adverso. A partir de ahí, la inclinación por la comedia –centrada en los personajes protagonistas y también en tono de caricatura en la madre del muchacho- supone un contrapunto perfecto para la sórdida visión que se tiene del matrimonio Taylor, en donde el alcance melodramático al mismo tiempo se manifestará con unos matices realmente dolorosos. Es en esos momentos cuando las cargas de profundidad más dolorosas tienen lugar en AFTER TOMORROW, dentro de un conjunto en el cabría destacar, por otro lado, la iluminación brindada por el operador James Wong Howe.

 

De todos modos, no sería esta película el ejemplo pertinente a la hora de apreciar el mundo expresivo y visual de Borzage. Se trata por tanto de una pieza de cámara, de una pequeña historia, de uno más de los tantos y tantos exponentes que el cine norteamericano proporcionó a través del cine, imbuido directa o indirectamente por las consecuencias y privaciones que proporcionó aquel contexto social en la vida norteamericana. AFTER… logra expresarse con sensibilidad e ironía casi de un plano a otro, sabe desmarcarse de la teatralidad –tal y como se entendía en el cine de la época-, y al mismo tiempo propone una mirada adulta –aún no había hecho acto de presencia el siniestro Código Hays, ofreciendo incluso una mirada comprensiva con Else (Minna Gombell), la madre de Sidney, quien logra aparecer finalmente en la película como una mujer que desea una nueva oportunidad para su vida, contraponiendo la rutina de su matrimonio con el bondadoso Willie. En ese aspecto concreto, justo es señalar que la evolución de esta subtrama está revestida de valentía y al mismo tiempo comprensión y cariño por sus personajes. Es algo incluso que se manifestará en la enternecedora secuencia del ensayo de boda en el patio de la vivienda de los Taylor, que paradójicamente tendrá lugar cuando la propia madre se ha visto forzada a huir junto a su amante, al verse este inmerso en una situación especialmente delicada –lo buscan por un desfalco para invertir en valores-, o incluso en los múltiples y siempre conflictivos encuentros de Sidney con la madre de Peter. Opresiones sociales, familiares e incluso materiales, son puestos en solfa por parte de Borzage –y supongo que también de los responsables del referente teatral- a la hora de plasmar esta tragicomedia puesta en marcha en voz baja, con la seguridad de alguien que conocía a fondo el terreno en que se introducía, y al mismo tiempo partía con la seguridad de un material más o menos atractivo. El resultado, sin poder decir que nos encontremos ante una de las cumbres de su cine, revela suficiente interés como para ser tenido en cuenta no solo dentro del cómputo de su obra, sino en el momento de hacer constar su interés dentro de ese cine de ascendentes sociales que Hollywood prodigó en estos primeros años treinta. Un aspecto este, por cierto, que en modo alguno le haría quedar en mal lugar.

 

Calificación: 3

THE SHINING HOUR (1938, Frank Borzage) La hora radiante

THE SHINING HOUR (1938, Frank Borzage) La hora radiante

Pese a su escasa vindicación no me resisto a considerar THE SHINING HOUR (La hora radiante, 1938) como uno de los títulos más interesantes de la fértil –más de veinte títulos- y escasamente valorizada trayectoria del norteamericano Frank Borzage en el cine norteamericano de los años treinta. Es más, yendo aún más lejos en dicha argumentación, y pese a ciertos desequilibrios que impiden que nos encontremos ante un logro absoluto, es probable que estemos ante uno de los exponentes más adultos dentro del melodrama cinematográfico de dicha década. Sorprende dicha circunstancia cuando se trata de una producción de la eternamente conservadora Metro Goldwyn Mayer, unido al hecho de estar ubicada en un periodo posterior a la implantación del código Hays. Por fortuna, el film de Borzage sabe exponerse con absoluta libertad fundamentalmente en el retrato de las dos jóvenes cuñadas protagonistas, a través de cuya sinceridad y personalidad avanzada ofrecen el nexo de unión y en cuya inflexión la película logra plasmar el verdadero tema de la propuesta; la búsqueda desesperada de cada individuo para llevar consigo la autenticidad y la honestidad en su propia existencia.

 

Combinando con elegancia y sensibilidad un componente de alta comedia –representado especialmente por personajes secundarios como la criada de color, Belvedere (Hattie McDaniel)- con el sentido innato que para Borzage suponía el tratamiento del melodrama, lo cierto es que THE SHINING… demuestra de nuevo la capacidad que el norteamericano demostró en aquellos años con la comedia, y que quizá tuvo su primera manifestación más o menos oficial con la estupenda DESIRE (Deseo, 1936), y se prolongue con la aún superior HISTORY IS MADE AT NIGHT  (Cena de medianoche, 1937). Que duda cabe que en esta ocasión dicha elección viene dada por el contrapunto que en no pocas ocasiones ejerce dicha opción a la hora de suavizar la dureza –siempre envuelta en exquisitos modales- que mostrará el latente conflicto que se plantea entre los habitantes de las mansión de los Linden, cuando uno de sus moradores –Henry (Melvyn Douglas)-, se enamore y se case con una conocida bailarina y mujer de mundo –Olivia (Joan Crawford)-. Con absoluta convicción, esta abandonará el mundo que hasta entonces había definido su vida –frívolo, burbujeante y superficial- y se insertará en el cómodo entorno rural que ejerce como modus vivendi de la adinerada familia Linden. Un grupo que se encuentra absolutamente dominado por la hermana mayor –Hannah (Fay Bainter)-, una mujer soltera de mediana edad, dominante y absolutamente escéptica en torno a la boda de Henry –poco a poco atisbaremos en ella un cierto alcance incestuoso hacia su hermano recién casado, intentando en todo momento y bajo su imperturbable presencia introducir en la cotidianeidad de la familia rumores y observaciones que contribuirán a debilitar las relaciones existentes en la mansión. Y es que junto a la aportada por Henry ya se encuentra asentada la pareja formada por David (Robert Young) y su joven esposa Judy (Margaret Sullavan). De todos modos, la integración de Olivia en el seno de los Linden muy pronto provocará en David –incluso antes de que esta consume su boda con Henry- un profundo recelo que, en el fondo, no supone más que un intento de esconder la irrefrenable fascinación que le produce –a partir de la contemplación de una actuación de esta en una sala de baile, elegantemente filmada por Borzage-.

 

Todos estos elementos de conflictos serán planteados a partir de la confluencia de sus principales personajes en la oscura cotidianeidad de la mansión anfitriona. En dicho contexto observaremos las constantes inquinas por parte de Hannah, quien por otra parte advertirá desde el primer momento los intentos de David por captar la atención de Olivia, así como la sincera relación de amistad que se establece entre la propia Olivia y la sensible Judy. Ambas, a su modo, son personas lúcidas que se sienten de alguna manera incómodas en ese modo de vida que han elegido por amor a sus respectivos esposos. Un amor que inicialmente para ellas no se ha planteado como un sentimiento sincero, sino como la suma de una serie de anhelos que para ambas suponía acceder a la petición de sus entonces pretendientes. Ciértamente, si THE SHINING… logra alcanzar en ciertos pasajes de la función un grado de sinceridad admirable reside en las secuencias en las que ambas conversan, revelando un sentimiento de verdad en sus confesiones, así como en la mutua admiración que se profesan lo que, unido a la espléndida labor que realizan tanto Joan Crawford como Margaret Sullavan, permiten que las secuencias a dos entre ambas puedan situarse entre los mejores y más sinceros momentos del melodrama cinematográfico de los años treinta.

 

Así pues, dentro de un planteamiento dramático atrevido –elaborado por Jane Murfin y Ogden Nash a partir de la obra teatral de Keith Winter- y, me atrevería a señalar, un poco a contracorriente, Borzage demuestra su capacidad para modular el sentido de cada una de las secuencias, dentro de esa presumible ausencia de pretensiones que permitirá los iniciales contrapuntos de comedia, dominando la construcción de los planos a partir de la ubicación de los intérpretes en el encuadre, proporcionando una fluidez al relato centrada fundamentalmente en esa casi constante ausencia de tremendismos cinematográficos y apelando generalmente a esa sencillez que en el fondo esconde un preciso dominio de los resortes dramáticos de la película. Junto a estas características, el film de Borzage poco a poco se incardinará en el gran tema que acompañó la práctica totalidad de su filmografía; la fuerza inmanente del amor, capaz del mayor sufrimiento y de la mayor ascesis, planteada en esta ocasión como sacrificio de lejanos ecos místicos, que permitirá finalmente a Judy intentar su propia inmolación para salvar el amor que su esposo siente por Olivia, y a esta a abandonar definitivamente a su esposo, llegando incluso a provocar el arrepentimiento sincero de Hannah. Es evidente que nos encontramos ante situaciones que, expuestas por un director poco sutil o dado al tremendismo, podrían provocar un resultado cercano al ridículo. Nada de eso sucede bajo la batuta de uno de los grandes románticos de Hollywood en esta película inusual, liviana en sus primeros compases, pero que con una constante sutileza unida a una precisión cinematográfica fuera de toda duda, logra erigirse como un melodrama de contundente madurez tanto en las formas elegidas como en las líneas argumentales descritas.

 

Antes señalaba que ciertos detalles impiden que THE SHINNING HOUR, con ser magnífica, alcance el grado de grandeza que por momentos atisba. Con ello me refiero a la escasa definición que alcanza en la pantalla el personaje encarnado por el excelente Melvyn Douglas, el miscasting que asume –con innegable profesionalidad- Robert Young, o ciertas situaciones introducidas en la narración de manera un tanto abrupta e incomprensible –el incendio que provoca Hanna de la mansión en la que iban a residir Henry y Olivia-. Será un fragmento en el que el personaje de la hermana solterona –que encarna de manera impecable Fay Bainter- parece erigirse casi como un precedente del ama de llaves que Judith Anderson encarnaría un par de años después en REBECCA (Rebeca, 1940. Alfred Hitchcock). Todo ello servirá como conclusión a un episodio –las secuencias de la fiesta de inauguración de la edificación- en el que contemplaremos una situación de notable alcance erótico, que igualmente parece prefigurar la planteada en la secuencia central de PIC NIC (Picnic, 1955. Joshua Logan), entre William Holden, Kim Novak y Rosalind Russell. Dentro de los elementos un tanto chirriantes del conjunto, no cabría omitir la inoportuna reaparición final de la criada negra cuando los dos recién casados deciden renovar su apuesta por al amor. En cualquier caso, se trata de pequeñas objeciones que palidecen ante momentos tan intensos como esa secuencia descrita en los primeros minutos, en la que David  descubre la crueldad e hipocresía que los compañeros de Olivia manifiestan ante la boda de esta, o el episodio de conclusión, que de manera conmovedora nos mostrará esa apuesta casi mística por el redescubrimiento del verdadero amor entre Judy –llorando por sus ojos, lo único que se puede atisbar en su rostro vendado-, y la ascesis que se ofrece en el picado que a continuación se brinda entre Henry, Olivia y Hannah. En definitiva, una de las más valiosas muestras del arte borzagiano en la década de los años treinta, necesitada de urgente revisitación.

 

Calificación: 3’5

LITTLE MAN, WHAT NOW? (1934, Frank Borzage) ¿Y ahora, qué?

LITTLE MAN, WHAT NOW? (1934, Frank Borzage) ¿Y ahora, qué?

Considerada entre los especialistas de su cine, como el inicio de una trilogía que abordó la llegada e implantación del nazismo –expresada posteriormente en THREE COMRADES (Tres camaradas, 1934) y THE MORTAL STORM (1940)-, unida además por la común presencia de la estupenda Margaret Sullavan en ambos repartos, LITTLE MAN, WAHT NOW? (¿Y ahora, qué? 1934) supone, ante todo, una demostración de los rasgos que definieron el estilo de Frank Borzage no solo en la década de los años treinta, sino ya desde sus éxitos dentro del cine mudo. Efectivamente, podemos apreciar en sus imágenes esa misma apuesta por el retrato social –dotado además de indudable pertinencia, y ello es algo que se ha apreciado con el paso del tiempo-, una clara capacidad por trasladar en la pantalla los claroscuros emocionales del ser humano, su dominio para plasmar sentimientos agridulces, oscilar entre la felicidad y la congoja, la pertinencia de audacias narrativas que permitan “hacer hablar” al relato y, sobre todo, un referente que se prolongó a la largo de toda su obra, y que le hizo inclinarse tanto por la valentía del individuo, la vivencia de una especie de ascesis personal y, finalmente, por plasmar la vigencia de los aspectos más nobles y generosos del ser humano. Que duda cabe, que esa apuesta no le impedía plasmar en su cine todo tipo de situaciones, muchas de ellas incluso revestidas de crueldad y desánimo. Sin embargo, el cine de Borzage indaga en los sentimientos más puros del ser humano, lo que le influía a la hora de mostrar sus situaciones quizá con mayor grado de delicadeza, sin que ello mermara su capacidad de efectividad dramática. Simplemente, el realizador de 7TH HEAVEN (El séptimo cielo, 1927) demostraba, película tras película, con mayor o menor grado de acierto –mucho más lo primero que lo segundo-, que no solo era un realizador con el aura de una personalidad indiscutible y llena de delicadeza, sino que incluso era un clarividente conocedor del alma humana, inclinado siempre por mostrar el poder redentor del amor.

 

Todos estos rasgos se pueden detectar con enorme facilidad en esta magnífica película, que sorprende en primer lugar con la clarividencia con la que analiza la llegada del nazismo a la Alemania de finales de los años veinte. Curiosamente las dos siguientes incursiones cinematográficas que Borzage plasmó de este terrible fenómeno, se caracterizan por ser igualmente títulos precursores en esta vertiente, posteriormente tan frecuentada por Hollywood. Sin embargo, me inclino a pensar que no fueron para Borzage más que como punto de partida en ambos casos, quizá plantear como la ingerencia de un elemento de índole externo y social podría producir una ruptura dentro de un entorno apacible. En cualquier caso, justo es señalar que en el título que nos ocupa el elemento de partida lo proporciona la novela de Hans Fallada, al parecer un excelente material literario, prolijo a la hora de describir un contexto como esa traumatizada sociedad alemana, que aún no ha logrado emerger desde la finalización de la I Guerra Mundial, y cuyos desequilibrios sociales fueron los que finalmente facilitaron el ascenso de Hitler, hasta su llegada democrática en Alemania. En este sentido, las cualidades de LITTLE MAN… provienen por una parte de la sutiliza con la que se insertan en la narración esas pinceladas que en todo momento nos indican la presencia de detalles y situaciones que describen un desasosiego latente en un contexto social aparentemente bañado en la cotidianeidad. Por otra parte, creo que finalmente el gran logro de la película, estriba en potenciar la peripecia de sus protagonistas, en el acierto de aportar personajes siempre bañados en elementos que contribuyen a perfilar los matices del relato, y al mismo tiempo en integrar su conjunto dentro de un contexto social, que además en su momento se encontraba lejano tanto de lo que posteriormente sufriría y repercutiría en el conjunto del mundo, pero que al mismo tiempo, dentro de su desarrollo en un marco muy definido, no deja de mostrar una realidad bastante generalizada en todo el mundo occidental. Un contexto, que de alguna manera ya había tratado Borzage en su previa MAN’S CASTLE (Fueros humanos, 1933) –la similitud de elementos es sorprendente-, y se había manifestado en varios de sus títulos mudos más célebres. En definitiva, se trataba de mostrar la lucha de los protagonistas, de esa pareja caracterizada por su nobleza, por lograr preservar su mensaje de humanismo, dentro de un contexto dominado por fuerza que oprimen la realización del individuo y su definitivo alcance del amor. En esta ocasión esta búsqueda queda representada en la pareja que forman los jóvenes Hans (Douglass Montgomery) y Emma (magnífica, fresca Margaret Sullavan en su segundo rol cinematográfico). Él es uno de los tres empelados que tiene una anticuada firma de exportadores de trigo que comanda un extraño individuo que parece surgido de cualquier fábula típica. Por su parte, Emma es una joven alegre y optimista que se ha casado con Hans de manera absolutamente anónima, tras quedarse embarazada de su amado. Poco a poco, de manera casi imperceptible, sufrirán en sus carnes las dificultades a las que les va forzando un entorno agitado por las dificultades sociales, y que llegará a intimidarles por la intensidad vivida, que llegarán a acercarles a las puertas de la miseria. Hans perderá diversos trabajos, viajarán hasta Berlin donde sus dificultades no harán más que empeorar, vivirán una experiencia traumática en el entorno de la madrastra de este, e incluso el joven sufrirá una autentica humillación en su dignidad –contemplando de paso los primeros estertores del nazismo-, como ascesis previa a la alegría de ser padre. La llegada a la desvencijada habitación que les sirve de vivienda, preludiando un futuro más positivo para la recién formada familia, supondrá por un lado el aparente triunfo de los buenos sentimientos, aunque en realidad no esconda la turbulencia que definitivamente tendrán que asumir en el futuro los personajes con los que Borzage no ha hecho convivir e incluso conmover.

 

Como tantas y tantas parejas de jóvenes sinceramente enamorados que poblaron la obra de nuestro realizador, los Hans y Emma de LITTLE MAN… pueden definirse por esos perfiles románticos, dulces y sinceros que forjaron el mejor cine del norteamericano. Desde el primer momento, comprobaremos como la superior personalidad de ella, servirá para sobrellevar el carácter siempre mitigado y temeroso de su amado. La película nos permitirá asistir a las incidencias de la pareja, siempre con detalles muy sutiles, e incluso empleando elipsis muy atrevidas –como aquella que nos indica que se han casado-, que además irán unidas a un tono de comedia bastante desprejuiciado, que incluso en ocasiones irá lindante con la fábula. En esa vertiente habrá que destacar todo el episodio, bañado por rasgos de caricatura, que definirá la existencia de la familia del anticuado y grosero dueño de la empresa en la que trabaja Hans, y que desea que su hija se case con él, sin saber que este ya se ha desposado –para ello, nuestro protagonista ocultará deliberadamente su alianza mientras acude a su puesto-. A partir de estos elementos de partida, la sabiduría de Borzage sabe oscilar entre el apunte colectivo y la vivencia individual, siempre con gran sentido del equilibrio en el relato, apostando en bastantes momentos por la citada incidencia de la comedia –incluso en ello incide el tono de su banda sonora-, pero sin dejar que esa aparente relajación ahogue o entorpezca las cargas de profundidad de su conjunto.

 

Un conjunto en el que, de nuevo, el gran realizador mostrará su capacidad para modular cinematográficamente el devenir de la narración, oscilando de la alegría a la congoja con una facilidad tan pasmosa como digna de admiración. En ese sentido, cabría destacar la secuencia en la que Hans encuentra a su esposa totalmente ausente tripulando un tiovivo. Borzage firma esta situación situando la cámara en tierra. Muy poco después, cuando Hans le revela la carta que le ha enviado su madrastra, y que les facilita futuro en Berlin, ambos se internarán en una alegría contagiosa, viajando juntos en el mismo tiovivo. En ese momento, la cámara del realizador se insertará dentro de la atracción de feria, girando con los protagonistas y haciendo partícipe al espectador de esa sensación placentera. Será algo que podremos sentir igualmente en el hermoso travelling lateral que sigue a los jóvenes esposos que retozan y expresan sus sentimientos por un parque, hasta que instantes después aparecerá la caravana de la familia de su jefe, descubriendo su verdadera condición de casado. Pero no serán estos, más que instantes privilegiados de una película pródiga en ellos; la pareja con la que Hans se ha encontrado inicialmente en la consulta del médico, y con la que finalmente compartirá su grado de penurias, la sutileza con la que en la narración se van expresando las dificultades de una sociedad en crisis, el episodio de Hans con el famoso actor, inmune a la conmovedora solicitud de este de ayuda, esa perenne sensación de una sociedad deshumanizada en la que, como expresaba magistralmente Vidor en THE CROWD (...Y el mundo marcha, 1928), resulta tan difícil nadar contra corriente, el efecto liberador del espejo tocador que Hans compra a Emma, el detalle de la colilla que Hans detecta frente a la ventanilla de una de sus múltiples reclamaciones, y que finalmente por reparo no llegará a llevarse a la boca, pero que nos permitirá comprobar la escasez material y la desesperación existencial con la que vive

 

Son tantas y tantas las sugerencias que ofrece un título como este, que me resultará más sencillo enunciar sus pequeñas limitaciones, que prácticamente no ejercen como fisuras de su relato. Me detendré en la excesiva blandura de la presencia de Douglass Montgomery –un intérprete teatral elegido expresamente por el realizador en detrimento de Lew Ayres, que sin duda hubiera funcionado mejor-. Cierto es que Montgomery ofrece compromiso emocional en los momentos más intensos –ese descenso a los abismos de la dignidad de los momentos finales-, pero en otros resulta una presencia poco agradecida. Por lo demás, LITTLE MAN… resulta un título tan atractivo y premonitorio como vigente y revelador de la extraordinaria personalidad de Borzage; sin duda uno de los grandes románticos que ha brindado el cine como arte.

Calificación: 3’5