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CINEMA DE PERRA GORDA

Frank Borzage

STRANDED (1935, Frank Borzage) Su primer beso

STRANDED (1935, Frank Borzage) Su primer beso

No cabe duda que contemplada en sí misma, STRANDED (Su primer beso, 1935) se entronca con facilidad en los rasgos que hicieron familiar el cine de Borzage en la década de los años treinta. Sus apuntes de drama social, sus tintes de comedia romántica, los destellos de realización inspirados y sus giros imprevisibles de relato, forman un conjunto en el que en todo momento se detecta la mano de su autor, que tras un periodo en las postrimerías del mudo absolutamente deslumbrante, prolongó su trayectoria en los años treinta, con una serie de títulos que, de entrada, se configuraban en esas mismas características. Pero sucede que en el cine, como en cualquier otra vertiente artística que se precie, no siempre el disponer de unas maneras más menos claras y un bagaje afianzado en el éxito, suponen la base infalible para alcanzar un resultado óptimo. Así fue como Frank Borzage ofrece con esta película uno de los títulos menos interesantes de este periodo, lo cual no es suficiente para poder afirmar que nos encontremos ante una película desprovista de interés. Sorprende sin embargo, que teniendo como base unos mimbres más sólidos que en otras obras suyas de este periodo, su balance final fuera mucho más desequilibrado que en otras ocasiones. Y viene a colación esta circunstancia, en la medida que una película inmediatamente posterior como HISTORY IS MADE AT NIGHT (Cena de medianoche, 1937) se rodó en un ambiente caótico, y sin embargo su resultado alcanza un gran nivel. Cosas que sucedían en el cine norteamericano clásico, en donde en ocasiones las imposiciones de las productoras, las condiciones de producción, un reparto inadecuado o, por que no reconocerlo, pillar en horas bajas al director, confluía en un resultado no suficientemente satisfactorio. Lo extraño en esta ocasión es incidir en el hecho de que Borzage sabía salir adelante con “embolados” más complicados que el presente.

 

STRANDED muestra a grandes rasgos el contraste de personalidades que se establece entre sus caracteres principales. Lynn Palmer (Kay Francis) es una mujer voluntariosa, entregada desde su organización una permanente ayuda a los más desfavorecidos en un San Francisco dominado por su incremento industrial, en el que se atisba de manera creciente el impacto de la “Gran Depresión”. Lynn se relacionará de manera casual y con creciente intensidad con el arquitecto Mack Hale (George Brent), con el que sin embargo le separa una visión de la colectividad por completo opuesta a ella, y en donde no tiene cabida ninguna visión compasiva de aquellos que ocupan la marginalidad en la sociedad que les rodea, a los que considera simplemente que no desean trabajar. Este conflicto entre dos personalidades marcadas se desarrollará en un contexto en el que un gang perteneciente a la mafia local, pretende que Hale les ofrezca dividendos de “protección”. Como quiera que este se niegue a tales pretensiones, prepararán una encerrona entre los empleados, provocando una situación con un falso uso del alcohol, y que en su momento más tenso provocará la muerte de uno de los obreros más característicos de la obra del puente de la ciudad norteamericana, de las que Mack ejerce como máximo responsable técnico. La desgraciada situación prolongará un motín entre los obreros, alentado por los sicarios del grupo de mafiosos, en cuya manipulada asamblea tendrá que intervenir con absoluta convicción Lynn, sirviendo para que finalmente se conozcan las manipuladas acciones del grupo de facciosos, y finalmente esta situación límite sirva para que los dos amantes se comprendan uno a otro, y de alguna manera acepten parte de la personalidad del ser con el que van a compartir el futuro, y de la que en apariencia se sienten tan opuestos en pensamiento.

 

Es así como oponiendo individualismo y una mirada humanista, Borzage propone un relato en el que no obvia una mirada de índole social –como sucedía en la previa MAN’S CASTLE (Fueros humanos, 1933)-, detalles narrativos llenos de ligereza –las situaciones que se desarrollan en la obra del puente-, y hasta cierto punto resulta adecuada la mezcla de comedia y melodrama en su desarrollo, al margen de plantear en el momento más sincero de la función, una mirada llena de comprensión ante la divergencia de los dos protagonistas –mostrando además una visión muy adulta de la actitud emprendedora de Lynn, en una conversación llena de insospechada franqueza-. Sin embargo, pese a ese pulso llevado con mayor o menor grado de eficacia, STRANDED se resiente de no pocos agujeros de credibilidad e intensidad, impensables en el cine del realizador en aquellos años. Unas mermas que tienen bastante que ver en el miscasting ofrecido por la pareja protagonista –especialmente la lacia y mortecina Kay Francis-, en la blandurronería que se destila en el tercio inicial al describir la pretendida eficacia de la organización de ayuda en la que trabaja la protagonista, o el esquematismo que plantean todos los personajes secundarios y característicos de la función, especialmente aquellos que rodean el entorno de mafiosos que provocarán los momentos más tensos. Cierto es que Borzage se las ingenia para ofrecer en las situaciones de comedia elementos de índole humanística –todos estos desarrapados que puntean el tinte dramático en secuencias desarrolladas con personalidad amable-, y que especialmente en su tramo final, la función alcanza una cierta intensidad –si dejamos de lado los esquematismos de los villanos de rigor-. Sin embargo, preciso es reconocer que en esta ocasión la receta no le salió tan perfecta al gran cineasta como en ocasiones precedentes –y posteriores-, quedando su conjunto en un tierra de nadie, apreciable y nada distinguido al mismo tiempo y, por supuesto, en un lugar secundario en su filmografía. Como cualquier otro director de relieve, también tenía derecho a firmar resultados de interés más o menos menguado.

 

Calificación: 2’5

GREEN LIGHT (1937, Frank Borzage)

GREEN LIGHT (1937, Frank Borzage)

Es probable que para un espectador más o menos dogmático, y quizá poco interesado en la labor de la puesta en escena, el visionado de GREEN LIGHT (1937, Frank Borzage) supusiera poco menos que una tortura. Ahí es nada, tomar como base una novela de Lloyd C. Douglas, especialista en temas místicos y en todo momento empeñado en plantear discursos en los que la presencia religiosa resulte determinante. Ni que decir tiene, que como en cualquier temática cinematográfica, el tratamiento de la misma ha culminado con frecuencia resultados abominables, pero tampoco se puede negar que logrando trascender la rigidez de dichos planteamientos a partir de un elaborado trabajo cinematográfico, han logrado confluir películas de reconocidas cualidades. Sin salirnos de la base literaria de Douglas, podemos destacar las dos versiones que sobre la misma novela rodaron respectivamente John M. Stahl y Douglas Sirk –MAGNIFICENT OBSESSIÓN (Sublime obsesión) en 1935 y MAGNIFICENT OBSESSION (Obsesión) en 1954-. Pues bien, quizá sin llegar a las cotas de excelencia del mencionado referente sirkiano, podemos sin duda incluir GREEN LIGHT en este apartado, erigiéndose sin duda como un atractivo exponente de la intensidad y arrojo cinematográfico con que Frank Borzage venía desarrollando su trayectoria como realizador en la década de los treinta. Un periodo de su obra en líneas generales poco conocido y escasamente valorado, pero que cualquier aficionado con sensibilidad debería admirar como una de las aportaciones más valiosas, arriesgadas, atrevidas y vivas, del melodrama norteamericano en la mencionada década. Es curioso, a este respecto, comprobar, como los tres nombres señalados –Sirk, Borzage y Stahl-, se enfrentaron con una base literaria proclive a los peores excesos, logrando sin embargo extraer de la misma la base suficiente para plasmar en su desarrollo, sus maneras y estilos cinematográficamente contrapuestos, todos ellos sin embargo de enorme valía, representativos además de sendas posibilidades a la hora de apostar por el melodrama.

 

GREEN... se inicia con una extraña pirueta formal revestida de tono de comedia ligera con la presentación del protagonista, el afable, atractivo y carismático Dr. Paige (Errol Flynn). Se dirige hacia el hospital en el que ejerce como cirujano, tras un breve encuentro con un guarda de tráfico al que le unen vínculos de cierta amistad. Una vez en el recinto, atisbaremos la relación que mantiene con la enfermera Frances (Margaret Lindsay), guiada en su interior por una fraternal amistad, pero secretamente definida por un amor no correspondido. En el hospital todos esperan la llegada del Dr. Endicott (Henry O’Neill), para que opere a la resignada Sra. Dexter. Sin embargo, el considerable retraso observado –Endicott ha perdido sus ahorros y se encuentra enredado en una operación inmobiliaria-, llevará a Paige a realizar la operación, contando siempre con la benevolencia de la propia paciente. En plena operación, Endicott llegará a la mesa y se responsabilizará de la misma, cometiendo un error en su estado nervioso que concluirá trágicamente con el fallecimiento de la paciente. Paige en privado logrará hacer confesar a este su error, pero del mismo modo se llegará a conmover de la situación que este asumiría caso de admitir la situación, por lo que de forma incomprensible se responsabilizará de la misma, asumiendo una espiral de culpabilidad que, inesperadamente, le relacionará con la joven hija de la paciente –Phyllis (Anita Louise)-. El reconocimiento ante la joven –por la que desde el primer momento se ha sentido atraída- de su auténtica identidad, le forzará a trasladarse hasta las montañas rocosas donde, en un extraño proceso de purificación, ayudará a su compañero, el Dr. Strafford (Walter Abel), a descubrir una vacuna para combatir la incidencia de la carcoma entre los habitantes de la zona. Un proceso que le llevará a probar en carne propia un antídoto que a punto estará de costarle la vida, aunque finalmente sirva para ejercer como catarsis no solo en él, sino en todas aquellas personas que le rodean, y que –como el caso de Phyllis-, desean amarlo durante el resto de sus vidas.

 

Antes lo decía. Con el planteamiento argumental de GREEN LIGHT era muy fácil hundirse en las aguas cenagosas de un sermón correoso que girara en torno a las virtudes de la espiritualidad religiosa. Afortunadamente, Borzage era un hombre al que la sensibilidad por lo general iba acompañada de una notable claridad de ideas y una no menos brillante capacidad para afrontar riesgos en sus películas. Ello es algo que delatan constantemente títulos caracterizados por sus giros sorprendentes, por el ritmo que sobrellevan y, en líneas generales, por reconducir sus obsesiones temáticas y cinematográficas ante derroteros en apariencia heterogéneos, pero finalmente reconducidos bajo el personalísimo filtro de su artífice. En este sentido, el título que nos ocupa no supone una excepción. Pese a sus relativas debilidades –hay que reconocer que no nos encontramos con un film redondo-, lo cierto es que la película logra atesorar en su conjunto una apuesta decidida por la fuerza del individuo, logra trascender de manera impecable el blando sentimiento religioso de su planteamiento, para apostar por un sentido de la espiritualidad tan intrínsecamente ligado a Borzage. Pero es que al mismo tiempo logra plasmar inicialmente pinceladas de comedia, integra en su seno una solapada referencia a la incidencia de la gran depresión norteamericana, coqueteando finalmente entre los vericuetos del melodrama con elementos prestados del cine de aventuras. Todo ello con una convicción y ligereza pasmosa, con un dominio de recursos expresivos puramente visuales dotados de una gran viveza –movimientos de grúa, fundidos encadenados planteando situaciones paralelas…- y, sobre todo, revelando esa magia tan especial que caracterizaba el cine del realizador, que siempre encontraba el ritmo adecuado para hacer progresar la acción o, por el contrario, detenerse de manera especial en aquellos momentos necesitados de una mayor relajación o propicios a la intensidad de la labor de los intérpretes. En este sentido, justo es reconocerlo, no puede decirse –pese a sus esfuerzos- que Errol Flynn se encontrara muy a gusto en su personaje protagonista, designado sin la aprobación de Borzage, cuando el galán aventurero acababa de rodar THE CHARGE OF THE LIGHT BRIGADE (La carga de la brigada ligera, 1936. Michael Curtiz) Sin embargo, este relativo miscasting no impide que la manera tan intensa que Borzage planteaba a sus intérpretes –una faceta que le acercaba mucho a los métodos de otro grande del género, Leo McCarey- funcione con eficacia. Es más, de nuevo el autor de 7th HEAVEN (El séptimo cielo, 1927) logra contagiarnos con esa manera tan peculiar que tenía de plantear en la pantalla una espiritualidad tan especial, ligada a la reflexión del individuo, y por lo general alejada de cualquier dogmatismo religioso. En este ejemplo concreto, pese a la presencia del clérigo Dean Harcout (encarnado con enorme precisión por Cedric Hardwicke), lo cierto es que las miras del realizador van más allá de una fácil adscripción religiosa que logre transformar al previsiblemente agnóstico Paige. En manos de Borzage todo de nuevo queda envuelto en una espiral de amor, autenticidad y búsqueda de la esencia del individuo.

 

Junto a esa indagación por los vericuetos de sentimientos tan humanos como complejos de expresar en la pantalla, lo cierto es que GREEN... ofrece, pese a sus pequeños desajustes, uno de los fragmentos más atrevidos, deslumbrantes y admirables del cine de Borzage en la década de los años treinta. Me estoy refiriendo a la manera con que, en apenas unos pocos planos, logra relacionar los principales personajes de la historia. Un recorrido que se inicia en la conversación entre Paige y la Sra. Dexter. Esta escucha por radio –en un aparato que tiene forma de capilla-, un sermón de Harcout. La cámara se acerca al aparato y funde con la imagen de dicho sermón, apelando al camino de la eternidad. Dichos planos nos trasladarán a la visita de la hija de la paciente por un templo en Inglaterra acompañada por una amiga, señalando ambas una mística que se encuentra representada como imagen en un retablo. La cámara encuadrará a las muchachas desde el punto de vista de dicha imagen, mientras Phyllis alude a Sylvie, la perra de su madre, lo que sirve como referencia para montar con la imagen del animal portado por Paige. Es así como, de manera precisa y directa, en menos de un minuto podemos establecer el conjunto de interés por unos personajes, a los que el devenir del destino va a llevar a unirse en su andadura inmediata. Sin duda, un tour de force admirable, dentro de una película francamente atractiva.

 

Calificación: 3

MOONRISE (1948, Frank Borzage)

MOONRISE (1948, Frank Borzage)

Un discurrir de ondas de agua, acompañados por el bellísimo y evocador tema de William Lava, nos ofrece el rótulo Frank Borzage’s antes del propio título de la que supone una de las películas más insólitas, desgarradoras en su romanticismo y atrevidas visualmente de cuantas formaron la extensa filmografía del excelente realizador norteamericano. De hecho, hay que consignar por un lado que, pese a adscribirse de lleno dentro de los postulados de la serie B, MOONRISE (1948) se describe como una película en la que dicha relativa limitación presupuestaria prácticamente no se nota. Incluso me atrevería a decir que la extraordinaria disposición de decorados rodados en estudio, finalmente revierten en el resultado final de una película que destaca en todo momento por ese alcance casi claustrofóbico. Un rasgo que se muestra además desde los primeros compases del film, en el que la máxima expresiva parece resultar el determinismo que en la vida pueda comportar los rasgos que ha heredado cualquier ser humano, y contra el que inicialmente nadie puede luchar.

 

En este sentido, el film de Borzage se inicia de forma rotunda con una serie de angulaciones, sobreimpresiones y movimientos de cámara que servirán para describir de forma casi angustiosa el tormento interior que vive el joven Danny Hawkins -un notable Dane Clark en su rol más perdurable de la pantalla-, desde que siendo pequeño tuvo que sufrir no solo el hecho de que su padre fuera ajusticiado sino, sobre todo, las consecuencias que dicho hecho traumático le marcarán durante toda su vida. Humillaciones, peleas con sus compañeros ya desde niño, que se irán extendiendo hasta llegar a su juventud, y que en la película le llevarán a un enfrentamiento con el arrogante Jerry Syker (Lloyd Bridges). A consecuencia de la pelea que ambos mantienen, Hawkins matará accidentalmente a este de una pedrada, escondiendo su cadáver en el pantano. No será este, sin embargo, más que el inicio de un auténtico calvario interior en el que, más allá del hecho de la segura aparición del cadáver y el acercamiento de la búsqueda del asesino en torno a su figura, lo que realmente intenta la película es transmitir al espectador ese desasosiego existencial de un protagonista que intentará inútilmente huir de su crimen accidental. Durante toda la película, Danny buscará algún asidero que permita salirse de ese círculo –es por ello, que la referencia de las ondas del agua estará muy presente en bastantes momentos del metraje, siempre en segundo término-, y del que finalmente solo logrará emerger enfrentándose a esa especie de herencia natural con la compañía necesaria del amor, representado en Gilly (la personalísima Gail Russell).

 

Es indudable que MOONRISE supone una auténtica ara avis en la trayectoria profesional del ya curtido Borzage. Su propio artífice nunca se mostró especialmente satisfecho de un resultado que consideraba estaba dominado en demasía por unos planteamientos plásticos. Cierto es que la singularidad que ofrece esa agresividad visual resulta hasta cierto punto desusada en el cine del eternamente clásico Borzage. Ello, sin embargo, no nos debería hacer olvidar las enormes virtudes de su conjunto. Es más, me atrevería a señalar que dentro del aparente corto alcance que la película recibió en el momento de su estreno, nos encontramos con un título que creó escuela, sirviendo su pareja protagonista como auténtico referente para todas aquellos jóvenes outsiders que poblaron aquel doloroso cine norteamericano de posguerra, en títulos como THE LIVE BY NIGHT (Los amantes de la noche, 1948) y en algunos otros inmediatamente posteriores de Nicholas Ray. No se a ciencia cierta donde podría provenir dicha afinidad, pero lo cierto es que estoy casi convencido que Ray tomó de esta película el regusto por el cariño a los personajes marginales –como ese sordomudo que encarna con tanta sinceridad Henry Morgan; la mirada que este le ofrece al protagonista cuando le va a ofrecer la navaja que puede resultar decisoria para inculparle en el asesinato accidental, llega a ser sublime-, que más adelante tanta significación tendrían en su cine.

 

En cualquier caso, integrándose dentro de un contexto de enorme fuerza en el cine norteamericano de su época –de donde asume esos ecos expresionistas inherentes en determinadas vertientes del cine noir, en donde sin duda tiene una especial relevancia la aportación de John M. Russell como operador de fotografía-, lo cierto es que MOONRISE tiene una personalidad muy especial. Esa simbiosis entre las constantes habituales del cine de Borzage, dentro de un contexto cinematográfico que el realizador ya jamás volvería a poner en práctica –puede decirse que nos encontramos ante el testamento cinematográfico de su autor-, en modo alguno provoca distorsión en la evolución de su obra. Antes al contrario, abrió nuevos caminos al cine de Borzage, aunque planteando siempre en sus imágenes la querencia misticista de su cine –que en modo alguno cabe limitar a una visión religiosa-, o al eterno tema vector de su obra; el poder supremo del amor. A través de la incardinación de estos rasgos, sorprende en la película el relativo desapego que despliega en una trama en la que se registran saltos abruptos, como si el realizador no tuviera especial interés por ligar los elementos de la misma, y en su defecto se dejara llevar por el valor de las sensaciones, las miradas, las emociones, o la constante pugna interior de ese protagonista que se queja de la herencia recibida, pero que en el fondo hasta que no manifieste su enfrentamiento a ese pasado –siempre con la ayuda que le brinda el amor sincero e instintivo de Gilly-, no podrá llegar a ser él mismo, sin ataduras ni atavismos.

 

En esa lucha, en ese constante sentimiento en discurrir por encima de la lógica del fatalismo, las imágenes del film de Borzage desprenden en todo momento fatalismo y un cierto poso de esperanza. Algo que en todo momento desprende un profundo conocimiento de la condición humana, vertiendo una mirada compasiva sobre las flaquezas inherentes a nuestro comportamiento, que en múltiples ocasiones no nos vienen dadas. Debilidades que constantemente son puestas en tela de juicio, y que incluso llegan a relativizar un crimen –tanto el cometido por Danny como el que condenó a su padre, matando al médico que dejó morir accidentalmente a su esposa-. En ese sentido, la visión que produce MOONRISE es de una extrema lucidez, combinada con una delicadeza, un romanticismo y un alcance positivamente moralista, que esta expresado de forma memorable con el que resulta probablemente el mejor personaje de la película. Evidentemente, me estoy refiriendo el rol y la labor encarnada admirablemente por ese veterano ser, voluntariamente ausente de la cotidiana vida social, que en su prolongado y quizá lamentado retiro ha llegado a valorar la esencia del comportamiento con especial lucidez teñida de comprensión, y del que Rex Ingram realiza un trabajo admirable.

 

Romántica, dolorosa, abrupta, oscura y desequilibrada, poseedora de ese cálido aliento de las películas dotadas con inspiración y vida propia, el film de Borzage merece justamente no solo su condición de gran película, sino que además puede erigirse como uno de los melodramas más personales, arriesgados y hondos que el cine norteamericano ofreció en la segunda mitad de los cuarenta. Lástima que a partir de esta película, la andadura del ya veterano realizador norteamericano se relajara en su andadura profesional, se inclinara hacia la televisión, y su escasa producción posterior en la gran pantalla no alcanzara el nivel de su trayectoria precedente. En cierto modo, eso no importa mucho. A esas alturas, el gran cineasta del amor supremo no tenía ya que demostrar ser uno de los cantores más personales y persistentes del romanticismo cinematográfico. En este sentido, MOONRISE fue una prueba, valiente y personal, de iniciar un sendero que, lamentablemente, no tuvo continuidad.

 

Calificación: 4

HIS BUTLER’S SISTER (1943, Frank Borzage) La hermanita del mayordomo

HIS BUTLER’S SISTER (1943, Frank Borzage) La hermanita del mayordomo

Viendo HIS BUTLER’S SISTER (La hermanita del mayordomo, 1943), lo primero que viene a la mente del aficionado es comprobar como un realizador de la talla de Frank Borzage, quien apenas tres años antes había firmado dos títulos tan hermosos como THE MORTAL STORM (1940), o apasionantes como STRANGE CARGO (1940), se vió sometido al dictado de filmar –y producir-, uno de los títulos que forjaron la fugaz fama de la insportable Deanna Durban, dentro del seno de la Universal. Grandezas y miserias del contexto de Hollywood, que forzaría a Borzage a un peregrinaje por diferentes estudios en donde, contra viento y marea, logro imponer la impronta de su personalidad aun teniendo que asumir materiales de base auténticamente de derribo –aunque también le permitiera dar vida a la excelente MOONRISE (1948)-. El título que nos ocupa es uno de ellos –en pocas ocasiones el director de SEVENTH HEAVEN (El séptimo cielo, 1927) tuvo que afrontar con una base tan endeble-, logrando finalmente ofrecer una combinación de comedia ligera y romántica con la inclusión de canciones de obligado lucimiento para la protagonista. Un conjunto todo lo previsible que se quiera, que incluso alcanza un final de insospechado lirismo, en el que se pueden detectar ecos de la mejor veta romántica de su artífice.

 

La película se inicia dentro de un divertido timming en un viaje en tren, donde de inmediato conoceremos al tempestuoso compositor musical Charles Gerard (Franchot Tone), quien es importunado por un par de falsas gemelas que le brindan una improvisada actuación en la puerta de su camarote. El inicio nos ligará hasta la joven Ann Cartel (Deanna Durban), que viaja hasta New York con la intención de triunfar en la música tras reunirse con su hermano mayor, a quien cree triunfante en la urbe de la gran manzana, y quien le ha mandado mil dólares en metálico. Una cantidad que la muchacha ha dilapidado en ropa y enseres, empeñada en su triunfo artístico, para lo cual no dudará en realizar otro “improvisado” recital ante un vendedor de fajas, al que ha confundido también en el tren con el propio Gerard. Una vez Ann llega ante su hermano, descubrirá la verdad de su “triunfo”. Este –Martin (Pat O’Brian)-, en realidad ejerce como ocioso y hedonista mayordomo, siendo la cantidad que envió a su hermana el producto de una afortunada apuesta. Consciente del fracaso de sus intenciones, Ann se concienciará en su retorno al hogar pero el destino será el que determine el devenir de la joven, al conocer que la persona a la que sirve su hermano, es nada más y nada menos que su mitificado Charles Gerard. Consciente de las posibilidades que esa circunstancia le puede proporcionar, aprovechará el equívoco que le hace ejercer como ayudante del servicio e intentará por todos los medios ofrecer el compositor una demostración de sus habilidades “canoras” que, de forma inesperada, este ha oído en un par de ocasiones sin lograr identificar a la autora de los mismos.

 

Indudablemente, la somera descripción del argumento les puede proporcionar las suficientes pistas de cara a confirmar como finalizará esta película. Ni que decir tiene que ni en su recorrido ni en la resolución del mismo, la película puede revestir otro interés que el de comprobar como se ofrecen “luminosos” primeros planos de la rutilante protagonista, o se procura encontrar la ocasión más propicia para hacer notar sus “encantos” canoros –en esta ocasión, eso sí, más moderados y mejor insertados que en otros de los títulos que protagonizó-. Pero sería pecar de injustos no reconocer en la película la mano de un gran director por más que se encontrara, sino en horas bajas, sí en un determinado declive profesional, en la medida que productos como el que comentamos solo se mostrara lejanamente ligado a su mundo dominado por la esencia romántica. Esa convicción que logra insuflar se puede detectar ya en las secuencias iniciales desarrolladas en pleno viaje en tren, provistas de un ritmo notable –por más que en ella quepa olvidar el inverosímil acceso de Gerard, que se encuentra en un andén, a los cánticos de una Ann empeñada en cantarle al representante de ropa femenina, al que confunde con este-. La combinación de elementos de comedia –el partido que se logra a la pléyade de criados del edificio en donde se encuentra su hermano-, la utilización de interiores en función de la profundidad de campo, su elegancia escenográfica, la movilidad de la cámara, que sabe seguir a los intérpretes en sus momentos más álgidos o integrarlos en el encuadre de forma ejemplar –un ejemplo revelador lo proporciona el momento en que Gerard cree que Ann y su hermano son realmente amantes, actuando de forma exagerada ante el teléfono-, son elementos que logran dotar a la película de una extraña efectividad, que permite que los servilismos narrativos y canoros de la protagonista resulten más digeribles de lo previsible, e incluso intenten en ella un cierto matiz paródico, al mostrarla haciendo unas extrañas gestualizaciones forzadas por su hermano, ante una improvisada fiesta con gentes del mundo del espectáculo. Todos estos factores, unidos al cariño con el que se dibujan los personajes secundarios –esa veterana criada, empeñada en que su señor coma pescado-, y la habilidad con la que se combina el componente de comedia, la obligada inserción de canciones y la vertiente romántica, permiten que finalmente el conjunto pueda ser valorado con moderado agrado.

 

Se trata de una consideración que queda afianzada y redondeada, en dos momentos en los que Borzage logra afianzar su maestría dentro del romanticismo cinematográfico, y que podrían situarse sin lugar a duda entre lo más valioso de su cine. Por un lado destacaremos el largo paseo que describen Ann y  Charles, filmado con un dominio de la planificación y una delicadeza indiscutible y, aún por encima, la magnífica conclusión, que logra sobreponerse a cualquier atisbo de convencionalismos, y adquirir una fuerza inusitada. La interpretación del tema principal de la ópera “Turandot”, facilitará el reconocimiento de la realidad de la situación a Gerard, y a esta a confesarle mediante su emocionada canción el amor que sinceramente le profesa, ante un auditorio que se rinde a la personalidad de la cantante. La destreza que Borzage muestra en la planificación, la emotividad e intensidad del instante y el acierto de incluir dicha canción, permiten que la película concluya con fuerza y logremos dejar de lado sus puntos débiles –además de sus servilismos, podríamos señalar la manera con la que se olvida a la hasta entonces compañera del compositor, o el mero hecho de la pérdida de la capacidad creativa de este-. Hollywood era así, y permitía con talento lograr sacar a flote productos inicialmente condenados a la mediocridad.

 

Calificación: 2

DESIRE (1936, Frank Borzage) Deseo

DESIRE (1936, Frank Borzage) Deseo

Es bastante probable que -sobre todo entre aquel reducido sector de público que considera el cine algo más que una simple distracción, e intenta valorar cada título contemplado en función de una supuesta “autoría”-, en ocasiones Se trata de un rasgo que vendría a la perfección a la hora de intentar penetrar en DESIRE (Deseo, 1936. Frank Borzage) y que, a la larga, pienso que ha terminado perjudicando el puro y simple disfrute de esta brillante, sensual, sentimental –pero jamás memorable- película rodada para la Paramount por Frank Borzage, debido a la elección de Ernst Lubitsch en calidad de productor. Esa confluencia de dos primeras figuras del cine norteamericano, siempre ha pendido como una auténtica “espada de Damocles”, en la medida de dejar constancia de la fuerte impronta de Lubitsch en sus fotogramas, que en los últimos años ha tenido su contestación al rehabilitarse la figura de un Frank Borzage durante bastantes años postergada. Para aquellos que oscilaran en dicha inclinación, quizá no tuvieran en cuenta el en su momento enorme prestigio con que gozaba en aquel periodo Borzage. Prestigio este sobrellevado desde las postrimerías del cine silente, y que le había granjeado la justa admiración por su maestría visual, aplicada siempre al servicio de historias definidas por su intensidad romántica. Se trataba, que duda cabe, de un rasgo que sin duda fue el que debió guiar al propio productor a la hora de elegirle como director del film.

 

Así pues, DESIRE constituye un ejemplo de esa simbiosis entre productor y director –mucho más perceptible de lo habitualmente reconocido dentro del cine norteamericano del periodo clásico-, en la que de forma insólita, la condición de productor la ejerció un realizador de merecido prestigio e indudable personalidad. Y cierto es que la impronta de Lubitsch se reconoce en una sofisticada comedia que fue gestada por el alemán en todos sus pormenores. Desde sus elementos de producción –decorados, fotografía, reparto…-, hasta detectar en la misma esa querencia por los equívocos y sobreentendidos, las elipsis, las puertas que se cierran, las alusiones sexuales –en esta ocasión incluso brindando una hilarante nuance homosexual entre el vendedor de joyas y el psiquiatra al que visita inducido por el equívoco-, se dan de la mano en esta divertida propuesta, que se inicia de forma quizá casual, con la imagen de una serie de azoteas de París. Y digo lo de quizá casual, porque parece que la misma quiera preludiar la fusión de los mundos representados por Borzage – realizador y Lubitsch – productor. Si recordamos la misma, veremos que tras los títulos de crédito –en los que se contempla el manejo de joyas por parte de unas manos femeninas-, contemplamos una azotea de vivienda humilde –que parece extraída de SEVENTH HEAVEN (El séptimo cielo, 1927. Frank Borzage)-, mientras que muy pronto se contrapondrá a un lujoso desfile de fachadas, más propias del mundo lubitschiano.

 

En este sentido, se han dejado entrever numerosas disgresiones ante la procedencia de uno u otro cineasta en el conjunto del film, llegando algunos a señalar de forma temeraria que fue el alemán quien rodó la mayor parte de las secuencias, y pocas Borzage. No parece que ello entre en el terreno de lo razonable –testimonios de peso desestiman tal aseveración-, y si que parece más creíble la teoría de que Borzage se dejó guiar a la hora de concebir la película por el mundo habitual en el entonces productor, consciente que las características del producto hacían más viable dicha opción aunque, y ello creo que es innegable, en el último tercio de su metraje, dejase la impronta de su personalísima vena romántica, logrando en ese sentido proporcionar un relativo giro al conjunto del metraje.

 

Nos encontramos en París. Una sofisticada mujer –Madeleine (Marlene Dietrich)- logra engatusar al dueño de una prestigiosa joyería y robar un collar de perlas valorado en más de dos millones de francos. Por su parte, Tom Bradley (Gary Cooper) es un ingeniero norteamericano que ha logrado unas vacaciones de dos semanas, aprovechando para viajar a España. Hasta allí viajará también Madeleine en su huída, uniéndose a Bradley, a quien llegará a robar su coche antes de llegar a la ciudad de San Sebastián –y sufrir un aparatoso accidente tras una persecución-, llevándose de forma inadvertida las perlas que Madeleine le ha introducido en su chaqueta para esquivar la aduana. Una vez en la capital española, en donde se reencontrará con Carlos (John Halliday) –su compañero de robos-, se producirá una equívoca situación en la que Bradley se reencontrará con la protagonista, con la que paulatinamente se verá entrelazado. Los tres finalmente se marcharán a una residencia rural, donde paulatinamente los dos jóvenes se verán ligados progresivamente por su amor, algo que se verá más claramente cuando Carlos se marche a Madrid para intentar vender el collar, y Madeleine y Tom se queden solos en su pequeño paraíso. Sospechando la relación entre ambos, y al ver que sus telegramas no son contestados, Carlos regresará días después, comprobando que sus sospechas son ciertas, e intentando que su antigua compinche abandone al norteamericano para proseguir su andadura delictiva de altos vuelos con él –y también con la madura Olga-. Sin embargo, nada podrá con la fuerza del amor que une a los dos jóvenes, y que llevará a esta a sincerarse con él, y contra la cual no podrá ningún otro impedimento.

 

Que duda cabe que estos últimos detalles, concuerdan a la perfección con la máxima del cine de Borzage “el amor por encima de todas las cosas”, y que supone el auténtico hilo vector que ha recorrido la filmografía de uno de los realizadores más sensibles y profundos que legó el cine norteamericano en la primera mitad del siglo XX. Esa huella es perceptible en todo el proceso de enamoramiento que se intensifica en el último tercio de una película que, por otra parte, logra armonizar esta ligazón romántica con el enfoque lubitschiano del conjunto del film –que volverá a tener su presencia en los últimos instantes del mismo-. Nada de malo hay en ello, y quizá este ejemplo sirva para intentar en ocasiones desterrar ese excesivo concepto de la “autoría”, tan recurrente entre los que en las últimas décadas, han venido siguiendo y estudiando la evolución de la cinematografía mundial. Lo cierto es que en esta ocasión, podríamos encontrar una relativa estilización en las secuencias de DESIRE, quizá más centradas en la interrelación de los personajes, y dejando en ciertos momentos de lado esa disposición visual característica de Lubitsch. Es más, puede que a partir de esta experiencia inicial, Borzage se postulara a la practica de la comedia sentimental, que prolongó con la estupenda e inmediatamente posterior HISTORY IS MADE AT NIGHT (Cena de medianoche, 1937), en la que mostró una inclinación sentimental el mundo de la comedia, cercana a la que practicaban en aquellos años Leo McCarey o Mitchell Leisen. Ello no quiere, por supuesto, hacer negar la impronta de su personalidad, pero lo cierto es que aún contando con la variabilidad hacia uno u otro influjo, la película se degusta con placer, en ocasiones –las secuencias en automóvil con la pareja protagonista- presenta algunos ecos de la muy cercana IT HAPPENED ONE NIGHT (Sucedió una noche, 1935. Frank Capra), en otros, del mundo de Laurel & Hardy –las divertidas situaciones que se plantean al personaje de Cooper en la carretera-, y en todo momento muestra el esplendor del look de la Paramount. Un estudio que, una vez más, decidió utilizar parajes españoles –lo haría en títulos como ARISE, MY LOVE (Arise, mi amor, 1940. Mitchell Leisen), o la combativa BLOCKADE (1937, William Dieterle)-. En cualquier caso, cierto es señalar que ese desarrollo argumental en España procede con bases muy correctas –campesinos que hablan nuestro idioma, elección de exteriores rodados en nuestro país-. Pero ello no evita un considerable anacronismo; en un momento determinado se muestra un rotativo de cabecera española, incluyendo las noticias –a toda página- del robo en París en inglés. Un detalle divertido aunque de escasa relevancia, en una comedia romántica que conviene degustar sin anteojeras, para disfrutarla en su evanescente eficacia.

 

Calificación: 3 

 

 

 

THE MORTAL STORM (1940, Frank Borzage)

THE MORTAL STORM (1940, Frank Borzage)

Hay ocasiones en las que las circunstancias externas de una película pueden de alguna forma alterar la percepción de sus características, y quizá con ello ser apreciados de manera diferente a las intenciones de quienes los llevaron a cabo. Con ello no quiero inducir a hacer ver que con THE MORTAL STORM (1940, Frank Borzage), tengamos que dejar de apreciar el carácter visionario que plantean sus imágenes, cuando en pleno año 1940 ya se logró trasladar una visión tan pavorosa de las consecuencias del nazismo en la sociedad alemana. Es evidente el arrojo de Borzage y su equipo de colaboradores a la hora de llevar a cabo este proyecto, basado en la novela de Phyllis Bottome, en el seno de la productora más conservadora del Hollywood clásico –la Metro Goldwyn Mayer-. De todos es conocida también la adscripción conservadora del propio director, pero ello no le impidió plasmar una película de evidente alcance antinazi, antes de que dicha tendencia tomara un corpus más importante en el cine USA. Un producto que tuvo problemas de producción –es conocida la polémica generada por el director británico Victor Saville para hacer remarcar su hipotética y altamente improbable autoría del film- y en su estreno vivió numerosos problemas generados por el propio estudio, al intentar evitar que la contundencia de THE MORTAL… pudiera provocar problemas de distribución de títulos del estudio en una Alemania, con la que aún no habían establecido medidas en contra del régimen nazi.

Sin embargo, y más allá de esta circunstancia -que tiene un poderoso peso específico al poder contemplar hoy la película-, que duda cabe que la misma se define de forma certera como unos de los grandes films sonoros del realizador norteamericano, revalidando su sensibilidad y aura romántica, y demostrando una vez más la máxima de su cine: “el amor por encima de todas las cosas”. Este tan sencillo como inmortal enunciado, es el hilo invisible que definió lo mejor de su cine desde sus éxitos en las postrimerías del mudo, hasta el ocaso de su andadura en la década de los cincuenta. De nuevo pudo desplegar su exquisito dominio del lenguaje cinematográfico, escrutando con una delicadeza que en aquellos años solo podría tener equivalente en el cine USA en John Ford y Leo McCarey, un retrato colectivo, sin por ello oscurecer ni descuidar el trazo y el cariño por sus personajes.

Estamos en marzo de 1933 en una localidad de los alpes alemanes. Se trata de un colectivo apacible en el que reside la familia Roth, comandada por el padre –Victor (Frank Morgan)-. Este es un prestigioso profesor que celebra su cumpleaños junto a su familia y alumnos. La placidez de la colectividad retratada parece absoluta, pero muy pronto esta deja ver la debilidad de sus apariencias. La radio anunciará la llegada de Hitler a la Cancillería alemana. Será el inicio de una escalada de tensiones, violencia inicialmente soterrada y rápidamente explícita que transformará hasta un marco hasta entonces idílico. Será esta una circunstancia que rápidamente desintegrará la estructura de la familia Roth, en la cual todos sus hijos pronto quedarán hechizados por el nazismo. Sin embargo, su hija Freya (Margaret Sullavan) mostrará un camino opuesto, en buena medida debido a la oposición que mantiene contra el imperialismo alemán el hasta entonces amigo de la familia, Martin Breitner (James Stewart). El carácter pacifista de Martin le hará separarase de sus hasta entonces íntimos amigos –los jóvenes hijos del profesor Roth, y Freya hará lo propio con su prometido –Fritz (Robert Young)-, ya que este se ha convertido en un furibundo afiliado al partido nazi, vinculándose por el contrario con el sensible Breitner. Esta progresiva relación, es la que quedará consolidada cuando este huya hasta una localidad austriaca, acompañando a un viejo profesor perseguido por los alemanes. Quedará entre los dos amantes la posibilidad de que Freya acuda junto a sus padres a dicho país y se una a Martin, pero repentinamente el profesor es detenido y encarcelado –previamente había sido despreciado por los propios alumnos que poco tiempo antes lo aclamaban calurosamente-. Finalmente, el profesor morirá en la prisión, llevando finalmente a su viuda, a su hija y su hijo más pequeño a cruzar la frontera y viajar hasta Austria. El recorrido del tren llevará finalmente a detener a Freya y retenerla en su propia localidad, separándola de su padre y hermano. Sin embargo, cuando ha perdido toda esperanza se sorprende del regreso de Martin a la cabaña de la madre de este, reanudándose la expresión del amor entre ambos. Tras una simbólica ceremonia de matrimonio, ambos se desplazarán por los montes nevados para huir de Alemania, que ambos estarán a punto de lograr, pese a la persecución que sufren de manos de un comando alemán encabezado por Fritz. Para el amor, pese a cualquier impedimento, no habrá fronteras. De todos modos, quedará en los hermanos de la joven el vacío de vivir totalmente alienados por el influjo de una tiranía que, fundamentalmente solo busca que no puedan expresarse en libertad como tales seres humanos.

Es evidente que ese anhelo de libertad y realización del individuo es una de las constantes de la obra borzagiana, poblada de numerosos personajes que exceden los márgenes de la sociedad que se les ha impuesto vivir. Es algo que tendrá su exponente en una obra tan personal y arriesgada como THE MORTAL STORM, en la cual desde sus primeros instantes –entre esas nubes que se ciernen sobre un cielo inicialmente soleado, una voz en off apela a la constante tendencia del ser humano a la autodestrucción. Es algo que muy pronto tendrá un oportuno exponente en la pequeña ciudad en la que reside el profesor Roth. Sus primeras secuencias nos lo describen como un hombre despistado y bondadoso, rodeado de una familia en apariencia inamovible ¡Con que rapidez ese universo familiar se descompone! Antes podremos contemplar unos instantes de felicidad en esa sorpresiva fiesta de todos sus alumnos, donde una cálida ovación logra transmitir una sensación de felicidad que la mirada del propio homenajeado intuye acaso perdida. Muy pronto la actualidad de una noticia irrumpe en la placidez del entorno familiar de los Roth; el anuncio por radio de la llegada al poder de Hitler. En estas secuencias absolutamente imprescindibles, Borzage divide el encuadre en dos grupos claramente antagónicos. Uno de ellos serán los temerosos del nazismo –encabezados por el profesor- y en sus vertiente contraria los jóvenes fascinados por la llegada del nuevo régimen –que se arremolina alrededor de la radio-. El realizador logra definir de forma admirable a partir de la dirección de actores, describiendo matices complementarios en cada uno de los personajes, y alcanzando con ello perspectivas que se reflejan en la pantalla con detalles casi imperceptibles.

Miradas, semblantes que esconden un sentimiento oculto, o esa casi constante presencia de ventanales o sombras de ellos, trasladando esa sensación de dualidad y de claustrofobia de unos personajes que viven ahogados por un entorno carente de libertad. Es por ello que el contraste con las secuencias de exteriores –generalmente vinculadas al entorno de la casa de la madre de Martin, o las de la huída por los Alpes-, revisten una especial sensación de huída y de reencuentro con lo auténtico. Lo cierto es que el film de Borzage está revestido de detalles magníficos, reveladores, que nunca resultan inútiles o accesorios. Los chanclos del profesor que inicialmente entran en escena, y que posteriormente servirán para destacar su ausencia, o ese vaso decorado que se custodia en casa de la madre de Martin, y que en los minutos finales serán el referente para la bellísima secuencia del simbólico matrimonio del joven con Freya. Una secuencia definida por su simbiosis de romanticismo y fatalismo, en la que el sentimiento amoroso de los contrayentes se ve contrastado por las lágrimas de la madre de este, convencida que el rito no es más que el preludio de un suceso trágico, aunque ello se ofrezca como una auténtica ofrenda al amor auténtico y verdadero.

THE MORTAL… es una película llena de hermosos detalles –esa secuencia final en la que el eco de la felicidad familiar definitivamente ausente de la mansión de los Roth, que llena de pesar al joven Otto (Robert Stack) al tomar conciencia de lo que ha dejado perder al fascinarse por una ideología que destruye al individuo, seguida de un travelling por la puerta nevada del exterior, que poco después vislumbrará la metáfora de esa nieve que oculta las pisadas y escenifica el inevitable paso del tiempo-. Una película que al mismo tiempo logra eludir el esquematismo que se adueñó de diversos exponentes del cine antinazi. Y lo logra por que no es ese el interés prioritario para Borzage –el de concebir un producto de estas características-, sino encontrar un escenario y unas circunstancias para ofrecer una vuelta de tuerca sobre sus obsesiones temáticas y estilísticas habituales. En ese sentido, nos encontramos con un resultado coherente con el mejor cine de su director, combinando el romanticismo de su discurrir, con un grito casi desesperado a favor de la libertad del individuo. Objetivos ambos logrados de forma admirable, confluyendo en uno de los exponentes más brillantes, sentidos y conmovedores, de la larga filmografía de su artífice.

Calificación: 4

MANNEQUÍN (1937, Frank Borzage) Maniquí

MANNEQUÍN (1937, Frank Borzage) Maniquí

Según tengo la oportunidad de ir accediendo de forma parcial a la producción de ese gran director que fue Frank Borzage –especialmente en los títulos que rodó, enclavados en la década de los años 30-, hay dos rasgos que me llaman poderosamente la atención. De un lado destacaremos el experto manejo de los resortes del lenguaje cinematográfico –que en aquellos años aún se encontraba dominado por la teatralidad o la ampulosidad-. De otro, queda claro que el mundo temático de Borzage estaba absolutamente delimitado. Daba igual que rodara bajo un estudio u otro. En todas sus películas, esa querencia a la sublimación del amor por encima de cualquier otro condicionante, es la que le llevará a ser considerado uno de los grandes cineastas románticos de la historia del cine, aunque lamentablemente en nuestros días, el nombre del director norteamericano diga bien poco a las nuevas generaciones. Eso que se pierden.

Todos estas consideraciones vienen a mi mente al contemplar un título tan aparentemente atípico, como coherente en la filmografía de su realizador. Me estoy refiriendo a MANNEQUIN (Maniquí, 1937), que analizada en sí misma pueda parecer una extraña mezcla de alta comedia, melodrama y crónica de las oscilaciones provocadas por la “gran depresión” norteamericana. Sin embargo, integrada en el seno de la filmografía del realizador, no deja de suponer otro exponente más de esa inserción del cine del realizador en un entorno social –ya lo había hecho previamente en LITTLE MAN, WHAT NOW? (¿Y ahora, qué?, 1934)-, en algunos momentos deja entrever las formas visuales de sus mejores títulos en el cine mudo, y en cierta medida su estilo se acerca a otros cercanos del director, como HISTORY IS MADE AT NIGHT (Cine de medianoche, 1937), emparentándose incluso con una visión del melodrama, que quizá solo tuvo otro ilustre compañero de filas; Leo McCarey –un realizador que por otro lado siempre admiró profundamente a Borzage-.

MANNEQUÍN se inicia en el entorno vital de uno de los barrios pobre newyorkinos –Hester Street-. Allí vive y trabaja como costurera en una fábrica Jessie (Joan Crawford). Se trata de una joven emprendedora, que se encuentra dominada por el conjunto de su familia, formada por sus ancianos y derrotados padres y un hermano joven abocado a la vida ociosa. Para ella, tan solo existe un elemento de consuelo; se trata de su novio, el poco recomendable Eddie Miller (Alan Curtis). Extenuada ante el escasamente estimulante panorama que se le avecina, finalmente ruega a Curtis que se case con él, iniciando ambos su vida en común. Muy pronto, y cuando aún viven su modesta luna de miel, conocerán al millonario John L. Hennessey (un Spencer Tracy magnífico y lleno de frescura). Desde el primer momento, surgirá entre ellos un flechazo, aunque Jessie se mantenga en todo momento fiel a su marido. Este muy pronto dará a conocer a su esposa la amoralidad de su personalidad, que finalmente le obligará a separarse de él e iniciar una vida en solitario. De todos modos, y antes de llevar a efecto esta separación, Eddie había propuesto a su esposa que se casara con Hennessey para posteriormente separarse de él y lograr mediante el divorcio una considerable cantidad de dinero. Será ese sin embargo el motivo principal para que ella lo abandone, pese a que con el paso del tiempo y de forma accidental ella se acerque al naviero. Aunque desde el primer momento manifiesta no quererla, finalmente ambos se casarán, y tras una romántica luna de miel en Irlanda ambos quedarán perdidamente enamorados. A su regreso a New York se planteará un enorme problema laboral a Hennessey, que finalmente le llevará a una ruina total. Poco antes, Jessie había decidido abandonarlo para evitar que este creyera que se había casado con él por interés, pero al conocer su actual situación, muy pronto tomará la iniciativa en la pareja y animará a su ahora pobre esposo a reiniciar su vida, ya en común.

Quizá sería muy fácil condenar un título de las cualidades del comentado, haciendo mención a su ingenuo planteamiento social –la eterna cantinela indicando que el dinero no da la felicidad-. Creo que sería un error discurrir por ese sendero, ya que incluso en el seguimiento de dicha vertiente, el film de Borzage queda definido por una enorme sutileza en su desarrollo, poco frecuente en el cine de aquellos años –no hay más que observar el tratamiento de la asamblea de Hennessey con los obreros, a los que se define sin caer en clichés fáciles de revolucionarios, y que resuelve con ese momento en el que se recuerda la relación que siempre ha unido al patrón con todos ellos-. El realizador desde el primer momento opta por la descripción de las miserias del periodo narrado, sin subrayados ni maniqueísmos. Con no ser este el principal objetivo de la película, no es menos cierto que su plasmación dramática es brillante y responde a los intereses de la misma. Una narración que desde sus primeros fotogramas revela la destreza que Borzage mantenía con la cámara, y que lo distancia sobremanera con la utilización de estas temáticas de índole social más ancladas en el ámbito teatral –como la que, por ejemplo, reiteraba el sobrevalorado Gregory La Cava-. Por el contrario, y sin olvidar el contexto, Borzage se detiene en las personas, ofreciendo el retrato de una joven llena de entusiasmo, que se encuentra realmente ahogada en un contexto vital en el que no parece más que una pieza de continuidad en la mediocridad y la rutina. Los primeros minutos del film resultan enormemente descriptivos a este respecto, a través de unas imágenes llenas de fuerza y dinamismo, que muy pronto nos describirán la tabla de salvación que para la protagonista supone Eddie. Un viaje de ambos a Connie Island –tan recurrente en tantas grandes películas desde finales del periodo mudo-, nos llevará a uno de los instantes más memorables de la película. Aquel en que Jessie va a subir de noche a su casa tras la velada de sábado noche con su novio. La bombilla de la escalera del edificio se funde, y la muchacha retrocede asustada en la búsqueda de un apoyo moral que le permita huir de su mediocridad. Se trata de una pincelada llena de sensibilidad, que tendrá nuevos exponentes a lo largo de su desarrollo –la reveladora conversación de Jessie con su madre, en la que esta le señala que no recaiga en la misma rutina vital que está viviendo ya anciana; el primer contacto entre la protagonista y Hennessey, o la magnífica secuencia en una cabaña en Irlanda, donde definitivamente se plasma por vez primera el amor entre ambos, aún cuando ya se encuentran casados-.

Una vez más, Borzage logra ser romántico e intenso y al mismo tiempo demuestra su mano experta en la alta comedia. Logra trascender el discurso social en beneficio de la humanidad de sus personajes –y en ellos hay que incluir al despreciable Eddie, que en un momento determinado demostrará lucidez al describir su comportamiento amoral-, y se muestra original y emotivo, diestro en el manejo de la gramática del lenguaje cinematográfico -elipsis, fundidos- unido a un constante y fluir de la cámara. Un rasgo este al que hay que unir la agudeza y pertinencia de sus diálogos, una espléndida dirección de actores, y la sensación probada de asistir a un título de considerable modernidad. Es tal es dinamismo, que prácticamente no se tiene conciencia de asistir a una producción de la Metro Goldwyn Mayer, generalmente definida aquellos años en productos ampulosos y pesados. Solo le podría oponer una objeción; la escasa garra melodramática y un quizá demasiado ligero tratamiento de la presión final del triángulo formado por Eddie, Jessie y Hennessey. Es algo que da la impresión en sus minutos de conclusión, de desarrollarse con escasa entidad dramática, pero en modo alguno impide valorar el alcance de esta olvidada y estupenda propuesta de un director tan brillante como poco evocado.

Calificación: 3

HISTORY IS MADE AT NIGHT (1937, Frank Borzage) Cena de medianoche

HISTORY IS MADE AT NIGHT (1937, Frank Borzage) Cena de medianoche

A la hora de comentar el ejemplo de un rodaje azaroso y problemático que luego haya fructificado en un título más o menos mítico, parece que en la historia del cine no haya otro exponente mayor que el proporcionado por CASABLANCA (1942. Michael Curtiz). Dejando de lado que, aún pareciéndome un titulo interesante, jamás haya compartido la mítica que genera la conocida historia protagonizada por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman –y también Claude Rains, que es con mucho el mejor intérprete de la función-, quizá sería interesante contraponer referentes previos o posteriores que ratificaran el logro de títulos de relieve en el Hollywood clásico, que partieron de azarosas circunstancias de rodaje y producción. Uno de estos ejemplos puede ser el de HISTORY IS MADE AT NIGHT (Cena de medianoche, 1937. Frank Borzage), cuya gestación partió de un simple esbozo de dos páginas, y que tuvo una evoluciones en su desarrollo dramático forzadas a partir de retrasos en rodaje y circunstancias existentes en su proceso de producción. Para ello, recomiendo una vez más la consulta al extraordinario volumen que Hervé Dumont dedicó a Frank Borzage y editado en 2001 con motivo de la retrospectiva que el Festival de San Sebastián dedicó al realizador americano aquel año. Pero miren por donde, cualquiera lo diría viendo el resultado –aunque bien es cierto que esas oscilaciones existentes en el relato pueden hacer pensar que en la película hay algo más en su entramado dramático que una ascendencia al folletín-, ya que HISTORY IS… es un magnífico melodrama que por un lado demuestra que muchas veces en el cine del pasado, de las limitaciones se logró virtud –y en esta clasificación hay que incluir títulos como DETOUR (1945, Edgar G. Ulmer)-, mientras que por otro demostraba la incomparable personalidad cinematográfica de su artífice.

Una personalidad esta que se manifiesta fundamentalmente en la singular manera en la manifestación plástica y espiritual de la intensidad del hecho amoroso, por encima de toda condición, cortapisa u oposición de ningún tipo. Al servicio de esa máxima, las imágenes de esta película demostrarán de nuevo esa querencia de Borzage, que indudablemente en determinados momentos nos recordarán títulos previos suyos, o bien avanzarán posteriores derivaciones de su obra. Pero es que paralelamente, el título que nos ocupa nos demuestra la extraordinaria versatilidad de su realizador, capaz de alternar momentos de comedia brillante y sofisticada -¿Cuántos le negaron su destreza y personalidad en el género, aparentemente amparado en la producción de Lubitsch en DESIRE (Deseo, 1936)?, ¿no se puede calificar esta película como un auténtico precedente de la posterior y excelente LOVE AFFAIR (Tu y yo, 1939) de Leo McCarey?-, con otros de gran intensidad melodramática, una capacidad para una asombrosa modernidad en la puesta en escena y otros instantes, serán aquellos más apegados a sus convicciones visuales y espirituales más allegadas, en los que plasmará como pocos la expresión de la sublimación del sentimiento amoroso.

HISTORY IS… se inicia con la separación de Irene (maravillosa Jean Arthur), de su marido Vail (Colin Clive). Este es un millonario naviero obsesionado por la fidelidad de su esposa, consiguiendo con esta actitud que ella se distancie de él –le escribe una carta en la que le manifiesta que no desea verlo más-, y propiciar su divorcio. La protagonista viajará hasta París, donde Vail intentará tramar una estratagema para que su  esposa desista de su decisión. Para ello ha contratado a su chofer para que represente una falsa seducción de Irene en la habitación del hotel donde ella está hospedada. Sin embargo, la situación la solventará inesperadamente Paul Dumont (un Charles Boyer más elegante y sutil que nunca), quien tras noquear al falso amante, tendrá que simular ser un ladrón. Será una estratagema ideada inesperadamente al ver que el propio marido de Irene se ha personado en la escena que él mismo había ideado. Paul simulará secuestrar a la joven y encierra a Vail y su detective en un armario.

Lo que en principio parece una escena violenta, en realidad será para la nueva pareja el inicio de un romance intenso y aparentemente irreal –en pocas horas afianzan una relación que parece haber fraguado en un largo espacio de tiempo-, que Irene tendrá que interrumpir bruscamente tras escuchar las amenazas de su marido. Este, en un ataque de paranoia, mata de un golpe al chofer al que había contratado, para con ello poder culpar a ese hombre que sospecha ha estado flirteando con su esposa desde hace mucho tiempo. El matrimonio abandona Paris con destino a New York y Paul logra hablar telefónicamente con su enamorada, quien apenas puede decirle indicios de las razones de su huída. En un impetuoso arranque, Paul viajará hasta New York –acompañado de su fiel amigo Cesare (Leo Carrillo)-, con la certeza –no la esperanza, él está seguro de reencontrarla; una vez más la certeza de amor borzagiana- de encontrarse muy pronto con ella. Para ello no hará más que adentrarse en un restaurante, en el que con habilidad se hará con el puesto de maitre –su profesión habitual-, logrando rápidamente poner de moda el local –la secuencia en la que convence al dueño del mismo de su necesidad de ocupar el cargo y contraponer a ello la dejadez de los empleados del recinto, es una de las páginas más brillantes de la comedia norteamericana de los años treinta-. Como su intuición le anunciaba, allí se encontrará durante una noche con Irene, a la cual acompaña su esposo, tras forzar a esta a viajar hasta Paris. Las circunstancias folletinescas se sucederán, pero la protagonista ya tiene la suficiente seguridad y felicidad de saber que Paul no es la persona detenida acusada del asesinato del chofer. Por ello retorna con su enamorado y juntos deciden viajar hasta la ciudad del Sena, sabiendo en ello su amado que se ha acusado a otra persona de un crimen que él no ha cometido. Viajará, por tanto, con el motivo de entregarse a la justicia. Sin embargo, los azares del amor –y la insidia de Vail, propietario del barco en el que viajan los dos amantes-, permitirán que el trasatlántico choque con un iceberg, lo cual condena inicialmente a la tripulación a una muerte segura. Consciente Vail de lo que ha provocado con sus deseos, se suicidará no sin antes hacer una confesión escrita de su culpabilidad en la muerte del chofer. Pero lo que no sabía el ya muerto esposo –las noticias no tenían el suficiente contacto con el trasatlántico-, es que los marinos lograron detener el avance del agua mediante el uso de compuertas. Ello permitirá la salvación de los tripulantes que quedan en tierra y, por ello, de la pareja de amantes, que ya se habían resignado a una intensa y breve experiencia reumática.

Como se puede deducir de esta enumeración de incidencias, HISTORY IS… es una propuesta que entra de lleno en lo folletinesco de sus lances. Sin embargo, es tal la destreza de Borzage y su entrega en aprovechar al máximo los tonos y géneros en que se depositan cada una de las secuencias, que la película constituye todo un placer para ser degustado. El espectador se ve casi de inmediato integrado en los lances de una historia que les sobrepasa, y que va sellada por la inmediata atracción que se manifiestan los dos protagonistas. Alrededor de esa instintiva relación se describe una película en la que los momentos de comedia se alternan con otros de notable intensidad dramática. Los modos de Borzage tienen suficientes recursos para planificar secuencias en función de un diseño escenográfico de tintes modernistas, incidir en su personalísimo estilo de dirección de actores –por allí ya pululaba Joshua Logan, futuro maestro de la materia, en calidad de ayudante- acentuar el carácter sombrío en la iluminación de otras –la que se desarrolla con la llegada de Vail y su detective en la habitación del hotel, donde las sombras y la utilización de la luz serán determinantes-. Pero, sobre todo, lo que finalmente nos queda es la intensidad de los primeros planos, la elegancia con la que se muestran sentimientos descarnados, o la dicha que se ofrece al ver retornar al amado o la amada, por encima de cualquier circunstancia en la que estos han de quedar ocultos. Todo ello se describe en los fotogramas de HISTORY IS… con la ligereza de un ballet de las emociones, con lances peligrosos –todas aquellas cortapisas que pone el marido-, pero finalmente con la necesaria llegada de esa ascesis espiritual, que en esta película tendrá lugar tras la eclosión del trasatlántico con un iceberg –expresado en unas secuencias espléndidas, que al mismo tiempo otorgan otro nuevo giro al film-. Será al entender que ya todo casi parece perdido, cuando los dos amantes se muestren más felices que nunca en sus miradas, mientras tras ellos se escuchan los cánticos desesperados de los supervivientes que saben cercano su fin. Pero sin embargo, el milagro se produce, y los rostros en primer plano de los tripulantes jubilosos –que personalmente me llegaron a conmover-, serán el fondo adecuado para la inmensa felicidad lograda por un hombre y una mujer que se encontraron en una situación apurada e insólita, y que en otra crítica situación verán afianzadas sus expectativas en el mañana.

Calificación: 3’5