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CINEMA DE PERRA GORDA

MANNEQUÍN (1937, Frank Borzage) Maniquí

MANNEQUÍN (1937, Frank Borzage) Maniquí

Según tengo la oportunidad de ir accediendo de forma parcial a la producción de ese gran director que fue Frank Borzage –especialmente en los títulos que rodó, enclavados en la década de los años 30-, hay dos rasgos que me llaman poderosamente la atención. De un lado destacaremos el experto manejo de los resortes del lenguaje cinematográfico –que en aquellos años aún se encontraba dominado por la teatralidad o la ampulosidad-. De otro, queda claro que el mundo temático de Borzage estaba absolutamente delimitado. Daba igual que rodara bajo un estudio u otro. En todas sus películas, esa querencia a la sublimación del amor por encima de cualquier otro condicionante, es la que le llevará a ser considerado uno de los grandes cineastas románticos de la historia del cine, aunque lamentablemente en nuestros días, el nombre del director norteamericano diga bien poco a las nuevas generaciones. Eso que se pierden.

Todos estas consideraciones vienen a mi mente al contemplar un título tan aparentemente atípico, como coherente en la filmografía de su realizador. Me estoy refiriendo a MANNEQUIN (Maniquí, 1937), que analizada en sí misma pueda parecer una extraña mezcla de alta comedia, melodrama y crónica de las oscilaciones provocadas por la “gran depresión” norteamericana. Sin embargo, integrada en el seno de la filmografía del realizador, no deja de suponer otro exponente más de esa inserción del cine del realizador en un entorno social –ya lo había hecho previamente en LITTLE MAN, WHAT NOW? (¿Y ahora, qué?, 1934)-, en algunos momentos deja entrever las formas visuales de sus mejores títulos en el cine mudo, y en cierta medida su estilo se acerca a otros cercanos del director, como HISTORY IS MADE AT NIGHT (Cine de medianoche, 1937), emparentándose incluso con una visión del melodrama, que quizá solo tuvo otro ilustre compañero de filas; Leo McCarey –un realizador que por otro lado siempre admiró profundamente a Borzage-.

MANNEQUÍN se inicia en el entorno vital de uno de los barrios pobre newyorkinos –Hester Street-. Allí vive y trabaja como costurera en una fábrica Jessie (Joan Crawford). Se trata de una joven emprendedora, que se encuentra dominada por el conjunto de su familia, formada por sus ancianos y derrotados padres y un hermano joven abocado a la vida ociosa. Para ella, tan solo existe un elemento de consuelo; se trata de su novio, el poco recomendable Eddie Miller (Alan Curtis). Extenuada ante el escasamente estimulante panorama que se le avecina, finalmente ruega a Curtis que se case con él, iniciando ambos su vida en común. Muy pronto, y cuando aún viven su modesta luna de miel, conocerán al millonario John L. Hennessey (un Spencer Tracy magnífico y lleno de frescura). Desde el primer momento, surgirá entre ellos un flechazo, aunque Jessie se mantenga en todo momento fiel a su marido. Este muy pronto dará a conocer a su esposa la amoralidad de su personalidad, que finalmente le obligará a separarse de él e iniciar una vida en solitario. De todos modos, y antes de llevar a efecto esta separación, Eddie había propuesto a su esposa que se casara con Hennessey para posteriormente separarse de él y lograr mediante el divorcio una considerable cantidad de dinero. Será ese sin embargo el motivo principal para que ella lo abandone, pese a que con el paso del tiempo y de forma accidental ella se acerque al naviero. Aunque desde el primer momento manifiesta no quererla, finalmente ambos se casarán, y tras una romántica luna de miel en Irlanda ambos quedarán perdidamente enamorados. A su regreso a New York se planteará un enorme problema laboral a Hennessey, que finalmente le llevará a una ruina total. Poco antes, Jessie había decidido abandonarlo para evitar que este creyera que se había casado con él por interés, pero al conocer su actual situación, muy pronto tomará la iniciativa en la pareja y animará a su ahora pobre esposo a reiniciar su vida, ya en común.

Quizá sería muy fácil condenar un título de las cualidades del comentado, haciendo mención a su ingenuo planteamiento social –la eterna cantinela indicando que el dinero no da la felicidad-. Creo que sería un error discurrir por ese sendero, ya que incluso en el seguimiento de dicha vertiente, el film de Borzage queda definido por una enorme sutileza en su desarrollo, poco frecuente en el cine de aquellos años –no hay más que observar el tratamiento de la asamblea de Hennessey con los obreros, a los que se define sin caer en clichés fáciles de revolucionarios, y que resuelve con ese momento en el que se recuerda la relación que siempre ha unido al patrón con todos ellos-. El realizador desde el primer momento opta por la descripción de las miserias del periodo narrado, sin subrayados ni maniqueísmos. Con no ser este el principal objetivo de la película, no es menos cierto que su plasmación dramática es brillante y responde a los intereses de la misma. Una narración que desde sus primeros fotogramas revela la destreza que Borzage mantenía con la cámara, y que lo distancia sobremanera con la utilización de estas temáticas de índole social más ancladas en el ámbito teatral –como la que, por ejemplo, reiteraba el sobrevalorado Gregory La Cava-. Por el contrario, y sin olvidar el contexto, Borzage se detiene en las personas, ofreciendo el retrato de una joven llena de entusiasmo, que se encuentra realmente ahogada en un contexto vital en el que no parece más que una pieza de continuidad en la mediocridad y la rutina. Los primeros minutos del film resultan enormemente descriptivos a este respecto, a través de unas imágenes llenas de fuerza y dinamismo, que muy pronto nos describirán la tabla de salvación que para la protagonista supone Eddie. Un viaje de ambos a Connie Island –tan recurrente en tantas grandes películas desde finales del periodo mudo-, nos llevará a uno de los instantes más memorables de la película. Aquel en que Jessie va a subir de noche a su casa tras la velada de sábado noche con su novio. La bombilla de la escalera del edificio se funde, y la muchacha retrocede asustada en la búsqueda de un apoyo moral que le permita huir de su mediocridad. Se trata de una pincelada llena de sensibilidad, que tendrá nuevos exponentes a lo largo de su desarrollo –la reveladora conversación de Jessie con su madre, en la que esta le señala que no recaiga en la misma rutina vital que está viviendo ya anciana; el primer contacto entre la protagonista y Hennessey, o la magnífica secuencia en una cabaña en Irlanda, donde definitivamente se plasma por vez primera el amor entre ambos, aún cuando ya se encuentran casados-.

Una vez más, Borzage logra ser romántico e intenso y al mismo tiempo demuestra su mano experta en la alta comedia. Logra trascender el discurso social en beneficio de la humanidad de sus personajes –y en ellos hay que incluir al despreciable Eddie, que en un momento determinado demostrará lucidez al describir su comportamiento amoral-, y se muestra original y emotivo, diestro en el manejo de la gramática del lenguaje cinematográfico -elipsis, fundidos- unido a un constante y fluir de la cámara. Un rasgo este al que hay que unir la agudeza y pertinencia de sus diálogos, una espléndida dirección de actores, y la sensación probada de asistir a un título de considerable modernidad. Es tal es dinamismo, que prácticamente no se tiene conciencia de asistir a una producción de la Metro Goldwyn Mayer, generalmente definida aquellos años en productos ampulosos y pesados. Solo le podría oponer una objeción; la escasa garra melodramática y un quizá demasiado ligero tratamiento de la presión final del triángulo formado por Eddie, Jessie y Hennessey. Es algo que da la impresión en sus minutos de conclusión, de desarrollarse con escasa entidad dramática, pero en modo alguno impide valorar el alcance de esta olvidada y estupenda propuesta de un director tan brillante como poco evocado.

Calificación: 3

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