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CINEMA DE PERRA GORDA

John Brahm

THE LODGER (1944, John Brahm) Jack, el destripador

THE LODGER (1944, John Brahm) Jack, el destripador

Cuando John Brahm asume la realización de THE LODGER (Jack, el destripador, 1944) ya atesora más de diez largometrajes en Hollywood y, lo que es más importante, pese a encontrarse en el seno de la 20th Century Fox desde hace pocos años, ya se ha fogueado en dicho contexto. Será en dicho ámbito donde dará la primera prueba de su innata personalidad como creador de unas atmósferas claramente trasplantadas de su herencia europea, y que por otro lado de manera paralela -aunque con otra configuración- se encontraban explotadas desde años atrás en las producciones de terror de la Universal. En la oposición de dicha égida, Brahm ofrece en la Fox la intensa The Undying Monster (1942), de cuyos atractivos en la incorporación de una intensa y oscura atmósfera, considero se beneficiaría el título que nos ocupa, rodado apenas dos años después.

Adaptación de la novela de Marie Belloc Lowndes -ya utilizada por Hitchcock en su silente y magnífica THE LODGER (El enemigo de las rubias, 1926), destaca en ella el rasgo que a mi modo de ver realza su conjunto; la apuesta por un aura numinosa que se expresa ya en su secuencia de apertura. En ella, junto a la elegancia de sus panorámicas en grúa, capaces de describir los contrastes sociales de la noche londinense -los mendigos y los policías que se alternan en el entorno de Whitechapel- aparecerán extraordinariamente potenciadas por la iluminación en blanco y negro de Lucien Ballard, en donde la presencia omnipresente de la niebla proporcionará una aureola de inquietante duermevela a un ámbito en el que se verificará, entre sombras, un nuevo crimen del denominado Jack, el destripador.

A partir de esta presentación, el relato auspiciado por el guionista y dramaturgo Barré Lyndon alternará la crónica de cumbres con la presencia, impactante, del patólogo Slade -ha asumido el nombre al contemplar el rótulo de un comercio-, al que Laird Cregar proporciona una ambivalente prestancia en su magnífica interpretación, convenientemente potenciada por la cámara de Brahm al encuadrarlo frecuentemente en contrapicado, y en la que la extraña vulnerabilidad de su personalidad se percibe esencialmente no solo a través de la gestualidad del intérprete sino, de manera esencial, por la modulación de su dicción. En buena medida, la configuración de su personaje puede decirse que abrió la puerta a la configuración de una serie de seres torturados que enriquecieron la iconografía de los villanos que hasta entonces frecuentaron Hollywood, y que en aquellos mismos años desplegaba la producción de Universal. No es difícil concluir, a este respecto, como el protagonista de la película inspiraría de manera poderosa al posterior Vincent Price de la cercana producción del estudio DRAGONWICK (El castillo de Dragonwich, 1947. Joseph L. Mankiewicz). Es más, dichas premisas favorecerán que al año siguiente, bajo la propia realización de Brahm y con una premisas bastante semejantes -entre ellas, el indispensable protagonismo de Cregar- el estudio de Zanuck produjera la magnífica HANGOVER SQUARE (Concierto macabro, 1945), que considero se encuentra ligeramente por encima en cualidades al título que nos ocupa.

Sea como fuere, THE LODGER discurre bajo tres premisas complementarias, no siempre bien armonizadas, lo cual impide a mi juicio que nos encontremos ante un logro absoluto. Por un lado, el adecuado tratamiento del atormentado protagonista. Por otro, la ambientación y el tratamiento de costumbres -la tendencia de los habitantes para linchar a quien porte un maletín negro, atenazados por la histeria que provocan las descripciones publicadas en la prensa-. Y, en última instancia, la extraña relación que el protagonista mantendrá con la cantante Kitty Langley (Merle Oberon), sobrina del matrimonio que lo ha acogido como huésped en su vivienda. Y entre estas dos últimas vertientes se insertará la presencia del inspector John Warwick (George Sanders) -lo que permitirá una singular secuencia en la que el agente utilizará las muestras de crímenes que mantiene ordenadas en un curioso recinto, para intentar llamar la atención amorosa de la joven. En medio de una amalgama de intenciones, en la que su apuesta por la densidad no siempre alberga el resultado deseado, nos encontramos ante un conjunto en última instancia revestido de brillantez y convicción, y que en buena medida adelanta las premisas de la posterior versión firmada en 1953 por Hugo Fregonese, quizá más caracterizada por su ambivalencia, y por la mayor permisividad y fisicidad que le proporciona estar rodada una década después.

THE LODGER está dominada por ráfagas de excelente cine. Es algo que manifiestan todos aquellos momentos descritos en el ático donde Slade muestra su lado más inquietante, siempre entre sombras, bien quitando los cuadros con rostros femeninos, quemando de noche el maletín que podría implicarle, o incluso haciendo lo mismo con ese abrigo manchado de sangre con el que Kitty le sorprenderá. O la terrible garra que revestirá el crimen contra la desvencijada mujer que ha recogido una concertina que piensa utilizar y, con ella, obtener propinas, y que será asesinada en su propia y lúgubre habitación. También, el perturbador instante en el que el oscuro protagonista se encuentra solo, en una pequeña barca, intentando lavar su sangre con las aguas oscuras del Támesis durante la noche. Y mucho antes, la triste historia de la actriz en decadencia que será asesinada -elípticamente- tras encontrarse con Kitty el que había sido su antiguo camerino. Será relevante al mismo tiempo como en el interior de los Bonting, el inicialmente receloso Robert (Cedric Hardwidcle) sea el que poco a poco muestre mayor confianza ante el extraño comportamiento de Salde, en contra de la creciente inquietud de su esposa, que inicialmente lo hospedó. Y dentro de esa vertiente psicoanalítica, considero especialmente relevante, por lo insólita y por las ocultas derivaciones homosexuales que revelan, aquella secuencia en la que el protagonista, en unos instantes de intensa confidencialidad ante Kitty, le muestre el pequeño autorretrato pintado de su hermano -que presenta a un joven de casi byroniana belleza- mientras este invoca que las mujeres los pervirtieron…

El film de Brahm atesorará unos minutos finales espléndidos, dominados a partir del estreno de Kitty en el reputado teatro, donde de entrada asistiremos a un lujoso diseño de producción brillantemente mostrado por la cámara de Brahm, que poco a poco se irá acercando al creciente riesgo de que la cantante sea asesinada por un Slade cada vez más obsesionado en ella. Todo ello confluirá en un clímax perfectamente modulado en su intensidad, que tendrá su primer plato fuerte en la desasosegadora secuencia del acoso de este, ya totalmente ido y encaminado a un nuevo crimen en la persona de la protagonista, escondiéndose en su camerino. Allí ella intentará disuadirle de su intención de asesinarla, intentando inútilmente hacer reaccionar a quien ya tiene la intención marcada en su mente. Kitty conseguirá escapar de una muerte segura, mientras que Slade se esconderá entre la escenografía del teatro, hasta que inesperadamente pueda tener de nuevo la ocasión para asesinarla. Será momentos espléndidos que retrotraen la ascendencia del Gaston Leroux de ‘El fantasma de la ópera’, o el Victor Hugo de ‘El jorobado de Notre Dame’ y, de manera inesperada, y pese a lo terrible de la situación, se inserte en esas imágenes un cierto grado de patetismo ante alguien que, esta vez sí, se verá acorralado y sin salida. E incluso herido bajo el impacto de las balas. Una extraña sensación de conmiseración se brindará ante un asesino antes de su desaparición en las aguas del río londinense que, para él, y tal y como señalará en off Kitty, siempre había supuesto una metáfora de liberación.

Calificación: 3’5

THE BRASHER DOUBLOON (1947, John Brahm)

THE BRASHER DOUBLOON (1947, John Brahm)

No voy a negar que me sorprende apreciar, y al mismo tiempo reconocer los elementos que enturbian el devenir de THE BRASHER DOUBLOON (1947), inesperada incursión de John Brahm, en el universo del principal personaje surgido de la pluma del escritor noir Raymond Chandler; Philiph Marlowe. De hecho, sería esta la última ocasión en que dicho detective llegaría a la pantalla en lo que podríamos definir el periodo clásico, hasta que dicha recreación literaria se recuperara en el denominado neonoir de los años setenta. Y a partir de dicha premisa. A partir también de suponer una de las adaptaciones menos comentadas, lo cierto es que la propuesta de Brahm no solo funciona bien, sino que ante todo aporta singularidad propia. Es algo que percibiremos ya en sus primeros instantes, desarrollados en el exterior de la mansión de los Murdock, acariciado por un cálido viento que parece dotar de un aura misteriosa y fabulesca la historia, siempre punteada con la voz en off del detective –al que por cierto, un intérprete tan opaco como George Montgomery, proporciona a su encarnación una singular personalidad, entre escéptica e irónica-.

La llegada a dicho entorno, que visualmente adquiere una tersura aterciopelada, muy propia de determinados modos de la 20th Century Fox –el que podría ejemplificar el mismísimo LAURA (1944) de Preminger-, que sirve para sumergirnos en un entorno que muy pronto revela su malignidad y oscura faz. Marlowe conocerá de inmediato a la joven Merle Davis (Nancy Guild), secretaria de la autoritaria Elizabeth Murdock (Florence Bates), dueña y matriarca del entorno, que acarrea a su joven, atractivo y malcriado hijo Leslie (Conrad Janis). Dentro de un áspero dominio de ese microcosmos, Mrs. Murdock encargará al detective –que ha sido elegido por Merle casi al azar-, la búsqueda de un valioso doblón, una moneda antigua valorada en diez mil dólares, que ha sido robada de la colección que le legara su difunto marido, con la condición de que no denuncie a nadie. Simplemente, apela a que se limite en recuperar la pieza. Será el inicio de unas pesquisas, que Marlowe desarrollará en un reducido espacio de tiempo, que le servirá por un lado para profundizar en el oscuro ámbito que realmente le interesa, como es la resolución del caso que le ha sido encargado. Para ello, incluso desatenderá el llamamiento posterior de la joven secretaria, para que haga caso omiso del mismo, con la vaga escusa de que la pieza ha sido recuperada, entre otras cosas, al haber vislumbrado el detective una extraña atracción hacia ella, aún siendo consciente de que algo oculto y turbio se oculta en su personalidad.

Así pues, THE BRASHER DOUBLOON muy pronto orilla la resolución del encargo –de manera muy prosaica, Marlowe recupera la monedad, que se encuentra depositada en un establecimiento-, y se inserta en el porque, adentrándose para ello en una marejada coral, que esconde la extraña dependencia que Merle exteriorizaba con su jefa, y la oscura relación incestuosa que Mrs. Murdock mantiene con su joven hijo. Unido a ello, en el entorno del detective aparecerán una serie de extraños personajes, algunos de elos caracterizados por su siniestro aspecto –ese gangster que intenta disuadirle de su encargo, caracterizado por un párpado mal cosido quizá en una apresurada operación, o el viejo coleccionista de monedas, que en su apariencia esconde mucho más de lo que habla-. Así pues, entre una mirada irónica y al mismo tiempo desoladora, sobre una sociedad urbana totalmente en descomposición, Brahm articula una atractiva propuesta noir, que sabe superar sus propias limitaciones, con su capacidad para la plasmación de personajes sórdidos, de una mirada en la que el escepticismo va unido a una visión casi existencial por momentos. Y una película que culmina su ajustado desarrollo, con una curiosa resolución, que justo es reconocer se aleja por completo de esa ambigüedad que la ha hecho discurrir hasta entonces, pero que en su propia singularidad aparece como toda una rareza dentro de la producción del género de su tiempo. Una rareza dominada al mismo tiempo por la ironía de la mirada del detective, rareza también por la extraña combinación de ámbitos de actuación, y por la propia personalidad que emanan de unos fotogramas intensos y sugerentes en no pocas ocasiones, forzados en algunos, pero casi siempre, atractivos.

Calificación: 3

LET US LIVE (1939, John Brahm)

LET US LIVE (1939, John Brahm)

En muchas ocasiones se ha hablado de la capacidad que albergaba la serie B norteamericana para sintetizar por medio de metrajes muy limitados –frutos de las condiciones de producción que les definieron-, propuestas caracterizadas por su densidad. Sin embargo, no siempre fue ello posible. Hubo ocasiones en las que películas enmarcadas en dichos parámetros, se caracterizaron por esa limitación, impidiendo por un lado alcanzar esa máxima de revertir un caracterizado marco de producción, hasta lograr con inventiva y talento ese grado de inspiración que definió una de las corrientes más estimulantes del cine norteamericano. LET US LIVE (1939) aparece, bajo mi punto de vista, como uno de dichos ejemplos. No se trata de producciones seriales de cortos vuelos. Por el contrario, asistimos a una producción de la Columbia, que contaba con el protagonismo de un actor, ya entonces definido por un notable prestigio, a punto de encarnar el que quizá fuera el papel de su vida –el Tom Joad de THE GRAPES OF WRATH (Las uvas de la ira, 1940. John Ford)-. Es por ello que nos encontramos con una película que define su condición de serie B en base a una ajustada duración, dotado de un notable sentido del ritmo, y en la que se aprecia constantemente la raíz expresionista alemana de su director, John Brahm, en el que sería el quinto exponente de su atractiva filmografía. La película se encuentra inmersa en un relato –con la participación de Anthony Veiller- centrado en la creciente angustia vivida por su protagonista, el taxista –Brick Tennant (Fonda)-, al ser detenido junto a un viejo amigo que ha acudido casualmente a su vivienda, cuando la casualidad implique a ambos en los crímenes cometidos por un grupo de asaltantes. Lo que inicialmente aparecía como la oportunidad de un hombre medio, para poder establecer un futuro profesional estable junto a su joven prometida Mary (la tarzanesca Maureen O’Sullivan), con la que horas después va a contraer matrimonio, casi de la noche a la mañana, aparecerá como el inicio de una pesadilla de angustiosas proporciones, que abocarán a Tennant y su amigo a las puertas de su ejecución a la silla eléctrica, mientras que su prometida apura desesperadamente el escaso tiempo disponible, para intentar encontrar pruebas y evidencias que invaliden la condena, teniendo la certeza de su inocencia, y contando para ello con la única ayuda del teniente Everett (Ralph Bellamy), quien en un momento determinado apreciará en una prueba balística aportada por Mary, el indicio de la existencia de una banda de asaltadores, al margen del condenado.

Es decir, que LET US LIVE se describe en tres aspectos, que personalmente considero no se articulan con la necesaria armonía, para confluir en ese relato fatalista que, a fin de cuentas, aparece como aspecto más valioso. Por un lado encontramos esa vertiente de comedia de costumbres, que justo es reconocer permite a Brahm describir con cierta precisión, el ámbito urbano de la Gran Depresión, en el que se enmarca el deseo de la joven pareja de buscar una mínima prosperidad. Por otro lado, la película articula en su segunda mitad una trama detectivesca, centrada en el anhelo de Mary por certificar pruebas que liberen a su prometido. Entre ambas vertientes, se entrecruzará la mirada más certera del conjunto, como es la crónica de esa injusta condena, y la angustia mantenida por Brick y su compañero, a la hora de ver cercana la hora de su ejecución. No cabe duda que este elemento, sin duda retomado del admirable YOU ONLY LIVE ONCE (Solo se vive una vez, 1937. Fritz Lang) –no es nada casual retomar el protagonismo del siempre magnifico Fonda en el film de Brahm-, funciona considerablemente bien en este último apartado. Es más, incluso logra mantener su alcance transgresor, por encima de la recurrencia a un impostado happy end en el último minuto. La actitud de Brick, manteniendo la dignidad en el desprecio final hacia el fiscal, prolonga ese aspecto de alegato en contra de la pena de muerte que articula el conjunto del relato. Es algo que se manifestará en la segunda mitad con una intensidad creciente, aprovechando el realizador para incidir en su querencia expresionista, que en no pocos momentos aparecerá como el mejor aliado del realizador, para transmitir visualmente la creciente angustia de los condenados. La presencia de los barrotes de la celda. La propia utilización de los contrastes en la fotografía de Lucien Ballard, y su percutante montaje, transmiten el creciente desasosiego, de dos hombres condenados injustamente, primero por las casualidades del destino, y segundo por las coladuras de un sistema que permite dar por válidos testimonios de testigos, o las argucias judiciales, que en teoría han de servir como salvaguarda de los derechos de cualquier acusado.

¿Qué es lo que, a mi modo de ver, impide que LET US LIVE pueda ser considerada una gran película? Sin duda la ausencia de ese necesario equilibrio, a la hora de articular esa crónica de costumbres en tono de comedia, con la que se inicia la película, y la apresurada investigación de la prometida que se describe en el tramo final, dentro de la severidad y angustia que percibimos, en la asfixiante odisea del joven taxista y su desafortunado amigo. Esa carencia de la necesaria densidad, lo previsible de una investigación que tenía que aparecer como soporte de la tensión, y que en realidad supone una ruptura con aquellos pasajes que sí devienen percutantes en la terrible cercanía de Brick y su amigo con la silla eléctrica. Esa mirada en torno a la deshumanización del funcionamiento de la Justicia. Esa comprensión con los desfavorecidos. Son todo ello elementos que adquieren suficiente importancia en una película pequeña y atractiva, a la que desborda esa aura trágica que engrandece su tercio final, pero que al mismo tiempo impide que alcance cotas tan altas, debido a la carencia de ambición de su planteamiento de partida. Una curiosa paradoja, no muy habitual en la producción media del cine norteamericano, pero que curiosamente está muy presente en esta pequeña y singular obra del siempre reivindicable John Brahm.

Calificación: 2’5

THE MIRACLE OF OUR LADY OF FATIMA (1952, John Brahm) El mensaje de Fátima

THE MIRACLE OF OUR LADY OF FATIMA (1952, John Brahm) El mensaje de Fátima

Aunque extendido en una filmografía en la que había puesto en práctica exponentes de estudio pertenecientes a diferentes géneros, no cabe duda que la obra del brillante y aún poco reconocido realizador que fue John Brahm, encontró un especial caldo de cultivo en propuestas que se insertaban en vertientes que iban desde el terror hasta el noir, pasando por el suspense o el drama psicológico. Fueron unas fronteras que brindaron resultados magníficos, configurando el corpus de una filmografía aún digna de ser resaltada, y que en España tan solo ha sido valorada en su conjunto en un apasionado estudio insertado en las páginas de “Dirigido Por…” de la mano de Antonio José Navarro. Esa visión sombría y numinosa que desprendía su cine, tuvo su oportuna continuidad en una amplia andadura televisiva, que le llevó a series tan míticas como la mismísima The Twlight Zone. Dicho esto, no me cabe duda que tuvo que asumir el encargo de la Warner de rodar THE MIRACLE OF OUR LADY OF FATIMA (El mensaje de Fátima, 1952) sin gran entusiasmo, y con la única intención de aportar su profesionalidad a una propuesta con una base casi insalvable. Y es que aunque contara en su guión con una figura tan atractiva como la del guionista e incluso director Crane Wilbur –digno de un estudio en ambas facetas-, lo cierto es que THE MIRACLE… deviene casi desde sus primeros instantes –en los que se proyecta una visión maniqueísta de la revolución portuguesa de 1910, descrita como un suceso sectario en el que el mundo católico es sometido a una cruel persecución-, en un producto que hay que acoger con muchos anteojeras, si no se quiere asumir con desprecio.

Y es que dentro del cine más o menos “milagrero” o “de curas y monjas”, brindado por el cine norteamericano, se encuentran tres joyas como son –de una parte- el díptico realizado por Leo McCarey –GOING MY WAY (Siguiendo mi camino, 1944) y THE BELLS OF ST. MARY’S (Las campanas de Santa María, 1945)- y, de forma más cercana al título que comentamos, THE SONG OF BERNADETTE (La canción de Bernadette, 1943), bajo mi punto de vista una de las cimas de la filmografía de Henry King, y bajo cuya base argumental en el relato de las apariciones de Lourdes-, se establecía no solo una película extraordinariamente narrada, sino todo un tratado de sociología política. Unamos a ello otros títulos como THE KEYS OF THE KINGDOM (Las llaves del Reino, 1944. John M. Stahl), y entenderemos que incluso partiendo de una base religiosa –que se puede o no compartir-, podían surgir títulos perdurables por su tratamiento o complejidad narrativa y argumental. Por desgracia, no es el caso del que comentamos, que se acerca mucho más al panegírico nacional catolicista de LA SEÑORA DE FÁTIMA (1951, Rafael Gil) que a cualquiera de los referentes citados. Lo peor de todo, en este caso, es la asepsia con la que Brahm asume una propuesta de la que solo cabe destacar el cromatismo típico del WarnerColor de la época, y que se desarrolla siguiendo todos los tópicos posibles, a la hora de relatar la conocida historia de la joven Lucia y sus dos pequeños amigos, los tres testigos de la inesperada aparición de una misteriosa figura femenina, que en tono solemne y candoroso al mismo tiempo, les hablará de los desagravios hacia Dios, el temor ante la llegada de otra guerra, y el intento de reparación de esos pecados, nada menos que “rezando el rosario” –nunca he entendido que poderes podía tener para el seguidor del catolicismo reiterar una serie de recitados siguiendo las cuentas del susodicho rosario, en vez de entender la oración como algo personal e íntimo, u ofrecer acciones positivas hacia tus semejantes-.

A partir de ese primer encuentro, cada mes se producirán otros, alterando la aldea y el entorno en donde se producen, que contarán cada vez con más espectadores, y alertando al mismo tiempo a las autoridades anticlericales que, pese a todo, han tolerado la labor de las parroquias. Y en medio de dichas características, no se sabe si lo peor del film de Brahm viene dado por el servilismo al discurso sermoenador que propugnan sus imágenes o a la indefinición genérica que determina la presencia del personaje que encarna Gilbert Roland –que aporta un poco afortunado matiz de comedia-, la nula entidad que ofrecen los pseudopersonajes que encarnan a la autoridad, que por momentos parecen caricaturas surgidas de un film policíaco, o la sensación de dèja vú que nos brinda una historia que conocemos, y que la película no se preocupa de enriquecer con matices que la hagan atractiva, más allá que para los frecuentadores de la doctrina católica de la época.

Partiendo de la decepción y la mediocridad que emana del conjunto aportado por un realizador en muchas ocasiones brillante, cabe salvar la relativa fuerza que adquiere el episodio final, en donde la reunión de miles de personas bajo la lluvia es realzada con fuerza por Brahm mostrando la magnificencia de esa cita en la que la misteriosa señora había prometido una señal para todo aquel que acudiera pudiera aceptar la veracidad de la visión de los tres pequeños ¿Y por qué no la hizo antes para evitar que estos sufrieran innecesariamente? Se trata de un fenómeno solar que realmente sucedió, provocando algunas milagrosas curaciones, y a partir del cual aquel lugar de Fátima fue el epicentro de un santuario, cuya inauguración en el inicio de la década de los cincuenta, es mostrado en imágenes documentales, y que quizá supusiera el eje central para la puesta en marcha por parte del estudio de una película, que en realidad a seis décadas vista, no hace más que exponer argumentos para los no creyentes –entre los que me encuentro, a pesar mío-, del desfase de una liturgia y unos condicionamientos que la Iglesia Católica mantuvo durante décadas, a la hora de exteriorizar el seguimiento de sus mandamientos. Y es que una cosa es responder a una ética personal dominada por un comportamiento basado en el respeto y el intento de ayudar a tus semejantes, y otra muy distinta seguir una serie de reglas y condicionamientos estériles, inocuos, y basados en un rancio sentido de la fe religiosa. Con sinceridad, y sin llegar a ser un film detestable, THE MIRACLE OF OUR LADY OF FATIMA se me aparece con diferencia, como el título más endeble de cuantos he contemplado en la atractiva filmografía de John Brahm, e intuyo que aún quedándome no pocos por contemplar, ninguno de ellos ostentará la mengua de interés de esta olvidable muestra de cine milagrero, que si no estuviera firmada por quien está, apenas percibiría más que el olvido más piadoso –nunca mejor dicho- que en realidad merece.

Calificación. 1

THE MAD MAGICIAN (1954. John Brahm)

THE MAD MAGICIAN (1954. John Brahm)

Soy consciente de la menguada fama que goza THE MAD MAGICIAN (1954), incluso por ese reducido pero creciente grupo de aficionados que van considerando la aportación cinematográfica del director alemán John Brahm tras su exilio a Estados Unidos. Fue uno más de los emigrados que desarrolló una filmografía centrada en producciones de moderada serie B, en las que por lo general supo plasmar una personalidad peculiar, integrando la mayor parte de su producción en géneros como el suspense, el thriller o el mismo cine de terror. En todos ellos dejó la estela de sus influencias expresionistas, el vigoroso trazado de una escritura que no se detuvo en el reino de la sombras, lo siniestro e incluso lo bizarro, y que en ocasiones planteó retos narrativos de notable calado –THE LOCKET (La huella de un recuerdo, 1946)-, mientras que en otras logró extraer oro de argumentos que en manos menos diestras no hubieran dado lugar más que a discreciones –THE UNDYING MONSTER (1942)-. Es cierto que no todo su cine –al menos el que he tenido ocasión de visionar- se encontraba al mismo nivel, pero es indudable que Brahm se encontraba muy a gusto desarrollando su producción al amparo de una visión escéptica y tenebrosa de la existencia, en una filmografía que a inicios de los cincuenta se inserta en  el formato televisivo, donde se extendió durante muchos años –participando en series ligadas al mundo del misterio y el fantastique –entre ellas la mítica The Twlight Zone-. Precisamente, cuando Brahm decide firmar en 1954 el título que comentamos, este surge de manera decidida como la respuesta de la Columbia al éxito de la Warner con HOUSE OF WAX (Los crímenes del museo de cera, 1953. André De Toth), lo que de entrada se objeta en contra de la misma. Pero es que al mismo tiempo en las imágenes de esta –digámoslo ya- entrañable producción, se atisban aspectos y detalles que definieron los primeros pasos de la televisión de la época –bastante reivindicables, por cierto-.

Así pues, THE MAD MAGICIAN retoma del citado –y sobrevalorado- film de De Toth, el uso de las tres dimensiones –en este caso de manera menos molesta, todo hay que decirlo-, y la figura de Vincent Price en la cabecera del reparto –aunque en esta ocasión su protagonista se caracterice por rasgos divergentes al del profesor Jarrod precedente de HOUSE OF WAX. En esta ocasión, Price encarna a Don Gallido –de nombre artístico “El gran Gallico”-, un mago de cierto relieve que al mismo tiempo trabaja junto con otro empresario, creando complejos y sofisticados aparatos destinados a desarrollar con ellos espectaculares trucos en la materia. Cuando este se dispone a estrenar uno definido en una peligrosa sierra mecánica, su actuación será anulada legalmente a partir de una orden judicial expedida por el que ha sido su compañero en la empresa –Ross Ormond (Donald Randolph)-. Surgida esta creciente reticencia entre los que han sido compañeros durante tiempo –y en la que tendrá no poco que ver la ingerencia que ofrece otro pomposo mago “El gran Rinaldy” (John Emery) en la mente de Gallico se instaurará un instinto criminal que le dirigirá a asesinar al que ha sido su compañero, precisamente estrenando con él esa gigantesca sierra que se disponía a llevar al protagonista a la élite de su profesión. El primer crimen cometido por un hombre hasta entonces de intachable conducta, y llevado a cabo en un arrebato incontenible, no supondrá más que la escalada de otros de índole similar, escapándose de las pesquisas policiales merced a su capacidad para maquillarse y utilizar diversas personalidades. En esta huída y modificación de identidades, Gallico en su identidad real contará –sin saber esta sus actividades criminales- con el apoyo de la joven Karen Lee (Mary Murphy), una muchacha que iba a actuar en su espectáculo inicial, cuyo novio es el teniente Alan Bruce (un jovencísimo Patrick O’Neil), encargado de las pesquisas de los crímenes, en los que incorporará la nueva técnica de las huellas dactilares.

En realidad, tres son los principales atractivos que permiten otorgar un determinado grado de simpatía a la película. El primero el ya señalado de su nada oculta condición de humilde aprovechamiento de un éxito cercano. El segundo lo supone la presencia del especialista en argumentos y guiones de misterio Crane Wilbur –también presente en el citado HOUSE OF WAX e incluso ocasionalmente valioso director de títulos de temática criminal-. En este aspecto concreto, hay elementos realmente jugosos que logran distanciar THE MAD MAGICIAN del ya mencionado referente. Uno de ellos lo ofrece esa sugerente incorporación en la vida norteamericana de la nueva técnica de las huellas dactilares –que en un principio no serán aceptadas por los superiores de Bruce-, mientras que por otra parte se introduce un interesante matiz de parte de esa casera de Gallico convertido en un falso Ormond, reputada escritora de novelas de misterio –aunque resulte algo difícil creer que alguien que vende cien mil ejemplares de una novela se disponga a alquilar una habitación-, que plantea en una de sus obras la teoría personal de que el criminal siempre reincide en dicho ámbito una vez se ha producido su primer asesinato –ratificando de alguna manera el comportamiento de este, obligado por las circunstancias a asesinar a su mago rival e incluso a su esposa –que se separó de él, casándose con Ormond por puro interés-. Esa condición de víctima propiciatoria que tan bien representa Price en su personaje, es la que permite que podamos pasar por alto no pocos convencionalismos de guión, e incluso lo previsible del devenir de su narración. Y es precisamente en este último aspecto donde se encuentra el último aliciente de esta modesta película que tan entroncada se encuentra con el pulp. Esta no es otra que la competencia narrativa que demuestra Brahm en todo momento, por un lado mitigando en la medida de sus posibilidades el molesto impacto de instantes destinados al lucimiento de las 3 D –apenas en cuatro ocasiones estas tienen acto de presencia, sin que supongan una ruptura con la narración-. Pero fundamentalmente, la escritura de THE MAD MAGICIAN se basa en una adecuada planificación, el acertado uso de las grúas, y la sensación consciente en todo momento que asume su artífice de tener simple y llanamente que articular un artefacto destinado al consumo del público de la época. Un juguete que sabe administrar en sus diferentes resortes, sin que haya lugar para la sorpresa, pero al mismo tiempo desarrollando su metraje con ajustada eficacia y algunos instantes de auténtica inspiración. Es más, pese a sus limitaciones, me resulta más atractivo el personaje que Price encarna en esta película, que el celebérrimo Jarrod que le llevó muy poco tiempo antes a la fama. Hay en ese Gallico la extraña definición de un hombre frustrado por las circunstancias personales que le han rodeado, y que prácticamente no solo le empujan a la reiterada práctica del crimen sino, sobre todo, a un aspecto autodestructivo que se culminará -era previsible- en sus instantes finales. De alguna manera, y no soy el primer en apreciarlo, THE MAD MAGICIAN podría proponerse como un precedente del THEATER OF BLOOD (Matar o no matar, ese es el problema, 1973. Douglas Hickox) que encarnara casi dos décadas después aunque, eso sí, dentro de un ámbito narrativo bastante más cuestionable, pese a los múltiples fans generados por este último título.

Calificación: 2’5

SINGAPORE (1947, John Brahm) Una vida y un amor

SINGAPORE (1947, John Brahm) Una vida y un amor

Como sucediera en más ocasiones de las deseadas en la filmografía de John Brahm, también en SINGAPORE (Una vida y un amor, 1947) este tuvo que asumir su continuidad laboral al servicio de propuestas cinematográficas no solo enmarcadas dentro de los límites del cine de géneros, sino fundamentalmente al servicio de historias que suponían reediciones más o menos confesas de éxitos precedentes. Fue sin duda una situación con la que tuvieron que apechugar numerosos de sus compañeros, y que de alguna manera condicionó la repercusión o valoración de su cine. Dentro de ese contexto, no cabe duda que el título que comentamos tiene su marco de referencia no solo en un título tan paradigmático y, permítaseme decirlo, sobrevalorado como CASABLANCA (1942, Michael Curtiz) y otros referentes –a mi juicio más valiosos-, como el representado en TO HAVE AND HAVE NOT (Tener o no tener, 1944. Howard Hawks). Como en aquellos casos nos encontramos con un marco de desarrollo situado en una ciudad más o menos exótica, definida por un contexto bélico, dos personajes que se aman, combinar elementos de aventura, rasgo irónico en el personaje masculino, un contexto de personajes secundarios más o menos similares al del film de Curtiz… De forma más o menos pertinente, todo ello se da cita en esta simpática producción de la Universal Internacional, en la que además se introduce uno de los estilemas reconocidos en el cine de Brahm; el peso del pasado, el atavismo de la memoria proyectada en el presente. Un rasgo que, quien lo sabe, quizá fuera introducido por el propio realizador o puede que se encontrara ya presente en la propuesta argumental de Seton I. Miller –artífice de la historia original y el propio guión cinematográfico-. Sea de una forma u otra, lo cierto es que su pertinencia lo liga a uno de los temas más recurrentes del director, proporcionando además un grado de singularidad dentro del conjunto de referencias brindado por la película.

 

De regreso a Singapur tras varios años ausente de la ciudad asiática, Matt Gordon (Fred MacMurray) tiene demasiados recuerdos prendidos en su memoria. Inicialmente regresa a una tierra que para él ha sido su campo de operaciones, intentando recuperar un importante cargamento de perlas que quedó escondido en la habitación de un hotel. A su llegada se sucederán los recuerdos, gratos unos –la recepción que recibe en el establecimiento-, menos gratos otros –el encuentro con el comisionado Hewitt (Richard Haydn)-. Pero por encima de todos ellos se intuye en Gordon un poso de añoranza, la mirada perdida delante de una mesita del hotel con dos sillas, será la señal que permitirá que conozcamos la relación que cinco años atrás, mantuvo con la joven Linda Grahame (una Ava Gardner más primitiva en su belleza). En apenas pocos días, ambos jóvenes se enamoraron e incluso decidieron casarse. Llegada la jornada de la sencilla ceremonia, un bombardeo destrozará las ilusiones de ambos, dejando perdida a Linda ante Matt. La realidad volverá al atribulado contrabandista, quien pretende alcanzar el valioso botín, y que una noche en un salón contempla a su amada bailando con un hombre de mediana edad. Interpelada por este, Linda afirma no conocerle. Será sin duda esta circunstancia, el inicio de un nuevo anhelo en nuestro protagonista, quien no dudará en descubrir la identidad de la joven, e incluso acudir hasta su residencia para hablar con ella. Pronto sabrá que se trata de su amada, pero en su bombardeo perdió la memoria, siendo ayudada por Michael Van Leyden (Roland Culver), con quien más adelante se casará, convirtiéndose en Ann Van Leyden. Pese a esta contrariedad, Gordon no dejará de facilitar a Linda una serie de indicios que confirmarían su pasado –en el fondo, ella y su marido eran conscientes de que un día u otro se produciría este reencuentro con su antigua identidad-.

 

Pero esta situación irá acompañada para el contrabandista, con el seguimiento que tanto Hewitt como el gangster Mauribus (Thomas Gomez) efectúan de cara a obtener las perlas que –saben- tiene escondidas este. En el caso del segundo, la situación alcanzará tintes dramáticos con el secuestro de Linda –con ello pretende hacerse con las joyas, intuyendo que esta conoce el paradero de las mismas-, hecho este que motivará la acción directa de Gordon, quien no dudará en actuar violentamente para librar a su amada de cualquier peligro físico.

 

A tenor por lo comentado, el discurrir de SINGAPORE deviene ágil en todo momento, dominando su desarrollo por la intermitente sucesión de las andanzas más o menos aventureras que propone argumentalmente, y los ecos melodramáticos y evocadores de la historia de amor descrita por la pareja protagonista. A mi juicio, el principal elemento objetable de la función estriba precisamente en no haber sabido lograr un equilibrio más adecuado en ambas vertientes, quizá debido a que nos encontramos ante un título que no alcanza los ochenta minutos de duración. Existe en este sentido un contraste muy abrupto en las secuencias que se adscriben a una u otra tendencia, sin encontrar nunca un justo punto de coexistencia. Es más, creo que ese apunte de la pérdida de memoria de la protagonista no está demasiado bien aprovechado, y queda como un simple truco dramático de cara a intentar ahondar en la historia amorosa de los protagonistas, que por otro lado se resolverá con una sorprendente ineficacia dramática. Ello no debería dejar de revestir su conjunto con una mirada simpática, y en la que sorprendentemente destaca la delicadeza y fuerza que alcanzan los momentos decididamente románticos del film –la visita a la casa del pastor metodista-. Unamos a ello la acertada decisión de que los elementos incidentales y folklóricos de la película tengan una incidencia meramente episódica, y la presencia de una galería de secundarios francamente valiosa, preciso es reconocerlo, imitando los patrones marcados en la mencionada CASABLANCA. En este sentido, de destacar es la aportación del mencionado Richard Haydn –retomando el rol encarnado por Claude Rains en el film de Curtiz- o la singular descripción del sicario de Mauribus –Sascha (George Lloyd)-, de inequívoca filiación homosexual, y que el protagonista detectará en una secuencia de la película por su fuerte inclinación a los perfumes –un genial detalle de guión-. Es más, se volverá a recordar esta circunstancia, lo que servirá para revelar en off la visita de este a la habitación donde desde hace varios años se encuentran las perlas escondidas; la esposa de la veterana pareja de turistas que se encuentran hospedados en la misma, comentará que ha desaparecido su frasco de perfume.

 

SINGAPORE concluirá –como sucedía en el mitificado film de Curtiz, con la ayuda y complicidad brindada por el hasta entonces riguroso Hewitt, conmovido por la sinceridad y entrega ofrecidas por Gordon –finalmente ha entregado a las autoridades las perlas buscadas y previamente ha eliminado a Mauribus-. En esta ocasión, el fatalismo romántico de la historia protagonizada por Bogart y la Bergman, quedará matizado por una conclusión sorprendente y convencional a partes iguales; el avión que ya porta a Matt como pasajero, regresará al aeropuerto para unir finalmente a los dos amantes –previamente, Linda dejará a su hasta entonces esposo, sabiendo que su amor con el contrabandista ha logrado sobrepasar las barreras del tiempo y la memoria-. Una conclusión atractiva aunque no suficientemente intensa, para un título que además de resultar muy ameno, sirve para comprobar como John Brahm sabía desenvolverse en terrenos aparentemente ajenos a sus géneros preferidos. La destreza en el manejo de la cámara, la apuesta por la iluminación en sombras, la apuesta por el flash-back o el papel del montaje, serán en esta ocasión una prueba clara de ello.

 

Calificación: 2’5

THE UNDYING MONSTER (1942, John Brahm)

THE UNDYING MONSTER (1942, John Brahm)

Ejemplos como el que nos ofrece THE UNDYING MONSTER (1942, John Brahm), deberían plantear ante cualquier aficionado, la necesidad existente de una visión suficientemente profunda de las implicaciones y extensión del cine fantástico y de terror de la Norteamérica de la década de los años cuarenta. Es común en este sentido ceñirse cómodamente a la producción generada por la Universal, dominada por un progresivo desinterés y que pronto culminó en títulos cada vez menos interesantes. Al margen de la aportación de dicho estudio, son numerosas las producciones –y no es cuestión ahora de citar títulos ni realizadores en concreto-, que sí nos permitirían confluir en un periodo quizá no tan definido en su esplendor como el logrado la década precedente, pero personalmente creo dominado por un interés global comparable. Evidentemente, se trata de un ejemplo más de esa pereza crítica que se ha acomodado en las historias y manuales, y que siempre he pensado debería revisarse convenientemente. En primer lugar, porque considero que se trata de algo de justicia, y en segundo lugar, tomando como base la popularidad que el género genera en las generaciones más jóvenes, lo cual al menos permitiría a este sector de aficionados adentrarse en un periodo –reitero- lleno de valía cinematográfica.

 

Dicho esto, tenía bastante interés en poder visionar THE UNDYING... del revalorizado John Brahm, en la medida del interés que en mí han venido despertando los títulos de su filmografía que he podido contemplar hasta la fecha. Uniré a ello las palabras elogiosas que el comentarista Antonio José Navarro ofrecía sobre su resultado, en el valioso estudio que sobre la obra del realizador se insertó en el nº 331 de la revista “Dirigido Por…”. En este sentido, he de reconocer que sin compartir el entusiasmo que Navarro expresaba por la película –la define como una auténtica obra maestra-, me ha permitido acercarme ante un título francamente interesante, que demuestra bien a las claras las capacidades visuales de un Brahm, que encuentra en esta serie B de la 20th Century Fox, una ocasión perfecta para desplegar su talento cinematográfico. Unos rasgos expresivos dominados por su tardía herencia expresionista, el dominio de la iluminación y una destreza con la cámara que, en algunos momentos, llega a alcanzar tintes deslumbrantes. Todo ello en una pequeña película de poco más de una hora de duración, en la que pese a su previsible limitación de medios no deja de lograr una extraña suntuosidad en sus escenarios –especialmente en los que se desarrollan en el interior de la mansión de la familia protagonista-, con un reparto de nombres poco conocidos pero sumamente eficaces, y en donde la fuerza de su blanco y negro fotográfico y la ocasional incidencia de su banda sonora –creada por un primerizo David Raksin-, contribuyen a dar fuerza a un relato que fue planteado como respuesta a la apuesta de la Universal con THE WOLF MAN (El hombre lobo, 1941. George Waggner). En ese sentido, justo es reconocer que la réplica indirecta de Brahm y la Fox alcanza un nivel bastante más interesante que el –con todo- apreciable título de Waggner. Sin embargo, esa pereza crítica a la que antes aludía, es la que ha llevado a otorgar a la película protagonizada por el tan limitado Lon Chaney Jr. de una aureola que indudablemente no merece, mientras que el título que comentamos sigue gozando de un desconocimiento casi generalizado.

 

Nunca es tarde para intentar romper esa inercia, cuando THE UNDYING… se defiende por si solo, desde el primer momento, y con el torrente visual de sus minutos iniciales, que bastarían para demostrar la personalidad y fuerza cinematográfica de su artífice. Con unos pocos planos de la mansión de los Hammond, situada junto a un acantilado en la costa de Inglaterra, una voz en off nos previene de la maldición existente entre sus propietarios, que se ha mantenido hasta inicios del siglo XX. Muy pronto la cámara del realizador se enmarcará en el interior de la mansión, desplegando un asombroso plano secuencia que –en consonancia con el sonido de las campanadas de su reloj-, nos irá describiendo diferentes elementos dispuesto a lo largo de su salón. Una elección formal de extraordinaria efectividad, que culminará de manera sorprendente al dejar entrever un marco definido en una situación dramática; se nos muestra una persona tumbada y un perro inerte, sugiriendo un marco de horror, que de inmediato es solapado por un giro escorado a la comedia. Personalmente, quizá sea precisamente esa puntual presencia de contrapuntos de pretendida comicidad, el único elemento que opondría en el conjunto de esta homogénea y, por momentos, casi arrebatadora película, extraña aportación a la mitología de la licantropía, pero que en el fondo se interna en el sendero de la intriga terrorífica, casi internándose en el terreno de las aventuras detectivescas al estilo de las adaptaciones cinematográficas de Sherlock Holmes –de hecho, en este caso nos encontramos con ecos muy claros de The Hound of the Baskervilles, de la que al parecer se aprovecharon los escenarios utilizados en su versión cinematográfica de 1939-. En cualquier caso, todo este cúmulo de referentes, en modo alguno pueden servir como atenuante de la fuerza, la eficacia y la garra que alcanza esta película, en la que nos dejaremos llevar por todo un amplio y variado recorridos por lugares y situaciones familiares dentro del cine de terror gótico. Desde la presencia de exteriores terroríficos, la presencia de acantilados rocosos dominados por la fuerza de las olas, subterráneos y criptas de oscuro pasado, presagio en las cuidadas estancias de la mansión de los Hammond, la constante oposición entre el racionalismo que en todo momento estará presente en las investigaciones del joven detective de Scotland Yard Bob Curtis (James Ellison), y la sobrecogedora realidad a la que han de hacer frente por medio de unos crímenes cada vez más definidos en un horror abominable.

 

Será en ese contraste entre la intriga detectivesca y el propio relato terrorífico, dominado por una atmósfera lograda por Brahm mediante un dominio maestro de los recursos de la puesta en escena, y en perfecta compenetración con una espectacular iluminación en blanco y negro del entonces principiante Lucien Ballard, donde la garra de THE UNDYING MONSTER logre traspasar las limitaciones de su punto de partida, erigiéndose en un relato oscuro y amenazador, siniestramente suntuoso, ágil en el devenir de sus lances detectivescos, quizá no tan acertado en sus pequeños contrapuntos de relajación humorística pero, en su conjunto –y sobre todo en los episodios que dan inicio y conclusión a la película; olvidemos su apostilla final, insertada en los márgenes antes señalados de poco lograda comedia-, deudora de una necesaria revisión. Una mirada que sirva para intentar dignificar la trayectoria de un director que lo merece –Brahm-, y también para penetrar en los claroscuros cinematográficos de los vericuetos de la fantasía y el horror, en una década aún no suficientemente vindicada dentro de sus logros dentro del cine USA.

 

Calificación: 3