SINGAPORE (1947, John Brahm) Una vida y un amor
Como sucediera en más ocasiones de las deseadas en la filmografía de John Brahm, también en SINGAPORE (Una vida y un amor, 1947) este tuvo que asumir su continuidad laboral al servicio de propuestas cinematográficas no solo enmarcadas dentro de los límites del cine de géneros, sino fundamentalmente al servicio de historias que suponían reediciones más o menos confesas de éxitos precedentes. Fue sin duda una situación con la que tuvieron que apechugar numerosos de sus compañeros, y que de alguna manera condicionó la repercusión o valoración de su cine. Dentro de ese contexto, no cabe duda que el título que comentamos tiene su marco de referencia no solo en un título tan paradigmático y, permítaseme decirlo, sobrevalorado como CASABLANCA (1942, Michael Curtiz) y otros referentes –a mi juicio más valiosos-, como el representado en TO HAVE AND HAVE NOT (Tener o no tener, 1944. Howard Hawks). Como en aquellos casos nos encontramos con un marco de desarrollo situado en una ciudad más o menos exótica, definida por un contexto bélico, dos personajes que se aman, combinar elementos de aventura, rasgo irónico en el personaje masculino, un contexto de personajes secundarios más o menos similares al del film de Curtiz… De forma más o menos pertinente, todo ello se da cita en esta simpática producción de la Universal Internacional, en la que además se introduce uno de los estilemas reconocidos en el cine de Brahm; el peso del pasado, el atavismo de la memoria proyectada en el presente. Un rasgo que, quien lo sabe, quizá fuera introducido por el propio realizador o puede que se encontrara ya presente en la propuesta argumental de Seton I. Miller –artífice de la historia original y el propio guión cinematográfico-. Sea de una forma u otra, lo cierto es que su pertinencia lo liga a uno de los temas más recurrentes del director, proporcionando además un grado de singularidad dentro del conjunto de referencias brindado por la película.
De regreso a Singapur tras varios años ausente de la ciudad asiática, Matt Gordon (Fred MacMurray) tiene demasiados recuerdos prendidos en su memoria. Inicialmente regresa a una tierra que para él ha sido su campo de operaciones, intentando recuperar un importante cargamento de perlas que quedó escondido en la habitación de un hotel. A su llegada se sucederán los recuerdos, gratos unos –la recepción que recibe en el establecimiento-, menos gratos otros –el encuentro con el comisionado Hewitt (Richard Haydn)-. Pero por encima de todos ellos se intuye en Gordon un poso de añoranza, la mirada perdida delante de una mesita del hotel con dos sillas, será la señal que permitirá que conozcamos la relación que cinco años atrás, mantuvo con la joven Linda Grahame (una Ava Gardner más primitiva en su belleza). En apenas pocos días, ambos jóvenes se enamoraron e incluso decidieron casarse. Llegada la jornada de la sencilla ceremonia, un bombardeo destrozará las ilusiones de ambos, dejando perdida a Linda ante Matt. La realidad volverá al atribulado contrabandista, quien pretende alcanzar el valioso botín, y que una noche en un salón contempla a su amada bailando con un hombre de mediana edad. Interpelada por este, Linda afirma no conocerle. Será sin duda esta circunstancia, el inicio de un nuevo anhelo en nuestro protagonista, quien no dudará en descubrir la identidad de la joven, e incluso acudir hasta su residencia para hablar con ella. Pronto sabrá que se trata de su amada, pero en su bombardeo perdió la memoria, siendo ayudada por Michael Van Leyden (Roland Culver), con quien más adelante se casará, convirtiéndose en Ann Van Leyden. Pese a esta contrariedad, Gordon no dejará de facilitar a Linda una serie de indicios que confirmarían su pasado –en el fondo, ella y su marido eran conscientes de que un día u otro se produciría este reencuentro con su antigua identidad-.
Pero esta situación irá acompañada para el contrabandista, con el seguimiento que tanto Hewitt como el gangster Mauribus (Thomas Gomez) efectúan de cara a obtener las perlas que –saben- tiene escondidas este. En el caso del segundo, la situación alcanzará tintes dramáticos con el secuestro de Linda –con ello pretende hacerse con las joyas, intuyendo que esta conoce el paradero de las mismas-, hecho este que motivará la acción directa de Gordon, quien no dudará en actuar violentamente para librar a su amada de cualquier peligro físico.
A tenor por lo comentado, el discurrir de SINGAPORE deviene ágil en todo momento, dominando su desarrollo por la intermitente sucesión de las andanzas más o menos aventureras que propone argumentalmente, y los ecos melodramáticos y evocadores de la historia de amor descrita por la pareja protagonista. A mi juicio, el principal elemento objetable de la función estriba precisamente en no haber sabido lograr un equilibrio más adecuado en ambas vertientes, quizá debido a que nos encontramos ante un título que no alcanza los ochenta minutos de duración. Existe en este sentido un contraste muy abrupto en las secuencias que se adscriben a una u otra tendencia, sin encontrar nunca un justo punto de coexistencia. Es más, creo que ese apunte de la pérdida de memoria de la protagonista no está demasiado bien aprovechado, y queda como un simple truco dramático de cara a intentar ahondar en la historia amorosa de los protagonistas, que por otro lado se resolverá con una sorprendente ineficacia dramática. Ello no debería dejar de revestir su conjunto con una mirada simpática, y en la que sorprendentemente destaca la delicadeza y fuerza que alcanzan los momentos decididamente románticos del film –la visita a la casa del pastor metodista-. Unamos a ello la acertada decisión de que los elementos incidentales y folklóricos de la película tengan una incidencia meramente episódica, y la presencia de una galería de secundarios francamente valiosa, preciso es reconocerlo, imitando los patrones marcados en la mencionada CASABLANCA. En este sentido, de destacar es la aportación del mencionado Richard Haydn –retomando el rol encarnado por Claude Rains en el film de Curtiz- o la singular descripción del sicario de Mauribus –Sascha (George Lloyd)-, de inequívoca filiación homosexual, y que el protagonista detectará en una secuencia de la película por su fuerte inclinación a los perfumes –un genial detalle de guión-. Es más, se volverá a recordar esta circunstancia, lo que servirá para revelar en off la visita de este a la habitación donde desde hace varios años se encuentran las perlas escondidas; la esposa de la veterana pareja de turistas que se encuentran hospedados en la misma, comentará que ha desaparecido su frasco de perfume.
SINGAPORE concluirá –como sucedía en el mitificado film de Curtiz, con la ayuda y complicidad brindada por el hasta entonces riguroso Hewitt, conmovido por la sinceridad y entrega ofrecidas por Gordon –finalmente ha entregado a las autoridades las perlas buscadas y previamente ha eliminado a Mauribus-. En esta ocasión, el fatalismo romántico de la historia protagonizada por Bogart y la Bergman, quedará matizado por una conclusión sorprendente y convencional a partes iguales; el avión que ya porta a Matt como pasajero, regresará al aeropuerto para unir finalmente a los dos amantes –previamente, Linda dejará a su hasta entonces esposo, sabiendo que su amor con el contrabandista ha logrado sobrepasar las barreras del tiempo y la memoria-. Una conclusión atractiva aunque no suficientemente intensa, para un título que además de resultar muy ameno, sirve para comprobar como John Brahm sabía desenvolverse en terrenos aparentemente ajenos a sus géneros preferidos. La destreza en el manejo de la cámara, la apuesta por la iluminación en sombras, la apuesta por el flash-back o el papel del montaje, serán en esta ocasión una prueba clara de ello.
Calificación: 2’5
0 comentarios