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CINEMA DE PERRA GORDA

John Frankenheimer

THE MANCHURIAN CANDIDATE (1962, John Frankenheimer) El mensajero del miedo

THE MANCHURIAN CANDIDATE (1962, John Frankenheimer) El mensajero del miedo

Cuando en mayo de 1962 se estrena en el Festival de Cannes la excepcional ADVISE & CONSENT (Tempestad sobre Washington), además de presentar la que a mi juicio es la cima de su filmografía, y una de mis películas preferidas en la Historia del Cine, una vez más el siempre precursor Otto Preminger daba carta de naturaleza a un subgénero cinematográfico, que alcanzaría un especial predicamento en el cine norteamericano, imbuida como se encontraba su sociedad en la efímera era kennediana, con la vivencia de la crisis de Bahía de Cochinos y el terrible magnicidio de Kennedy en noviembre de 1963. Es decir, que con insospechada celeridad lo que Preminger propuso como una suprema -y nunca superada- muestra de cine político, en pocos meses derivó en la mutación de sus exponentes hacia un cine de paranoia, puesto en práctica de manera especial por los cineastas surgidos en la denominada ‘Generación de la Televisión’ -Lumet, Schaffner, Frankenheimer-. Sin embargo, hay una película que, de manera paradójica, se vio imbuida de la tragedia del asesinato de Kennedy, ya que su premisa argumental, de manera inesperada adelantaba varios de las circunstancias del citado magnicidio. Hasta tal punto llegó el shock que suscitó dicha coincidencia, que el propio protagonista, y productor encubierto de la película, decidió retirar de la circulación THE MANCHURIAN CANDIDATE (El mensajero del miedo, 1962. John Frankenheimer). Es cierto que la misma ya había realizado su carrera comercial, pero esa retirada impidió que la película fuera revisada durante más de dos décadas, hasta que en la segunda mitad de los 80 fuera exhibida de nuevo -en España se repuso en 1989-. Esta circunstancia, quizá favoreció la consolidación de un determinado culto hacia una propuesta tan extraña como atrevida. Tan arriesgada como irregular. Es más que probable que esa aureola de malditismo, y ese buscado caos que envuelve todos y cada uno de sus fotogramas, sean los que hayan elevado la consideración de una película interesante, que duda cabe, con momentos magníficos también, pero en la que no siempre se consigue acertar en las intenciones apuntadas y en la que, ante todo, en más momentos de los deseables se tiene la sensación de que discurren dos películas paralelas. Una será la plasmación de un relato de suspense, y la otra el intento de ofrecer una comedia negra. No olvidemos a este respecto, la presencia de George Axelrod en calidad de coproductor junto al propio Frankenheimer, al tiempo que guionista en solitario de esta adaptación de la novela de Richard Condon. Tengo a Axelrod como el más valioso escritor que tuvo la comedia americana de los sesenta, y en esta ocasión apostó decididamente por insuflar a la base dramática de la película esos toques incluso bizarros que, justo es reconocerlo, proporcionan al conjunto una extraña personalidad.

Nos encontramos en plena Guerra de Corea. Una secuencia nocturna pregenérico nos introduce en un ámbito sombrío, y en una traición donde recaerán como víctimas, los dos protagonistas del relato en plena contienda. Tras unos inquietantes títulos de crédito, punteados por el no menos oscuro tema musical de David Amram, la acción se traslada varios meses después, a la llegada de uno de los protagonistas, el joven sargento Raymond Shaw (Lawrence Harvey), quien va a ser condecorado por el presidente de los Estados Unidos. Shaw es un hombre arrogante y adusto, hastiado por el domino que sobre él ejerce su influyente y dominante madre, Eleanor Shaw (Angela Lansbury), casada en segundas nupcias con un tan torpe como populista y despreciable senador -Iselin (James Gregory)-, al que su esposa desea promocionar a una candidatura para vicepresidente de los Estados Unidos -en la versión de Demme, esta intención de Eleanor se destinaba a su propio hijo-. La aparente normalidad del retorno de los combatientes no dejará de ofrecer un inquietante contrapunto, en las pesadillas que sufrirá otro de los componentes del comando -el mayor Bennett Marco (Frank Sinatra)- y que también sufrirá alguno de los combatientes. Mientras tanto, iremos comprobando ese lado oscuro de Shaw, un joven de intachable apariencia, que se encuentra dominado por una serie de extraños síntomas, y que en realidad esconde el lavado de cerebro al que fue sometido en Corea, fruto de una conspiración que, en última instancia, pretende una conquista del poder norteamericano, por parte de elementos del bloque soviético.

Es por ello que, pese a su deseo de huir de la égida de su madre y viajar a Nuevas York al objeto de trabajar en un periódico, desconocerá que, en realidad, se trata de alguien por completo sometido a unos designios superiores a su propia voluntad. Será algo que irá percibiendo Marco, obteniendo de sus superiores la orden de seguir a Shaw y, con ello, intentar encontrar las raíces de esa inquietante evidencia que se irá imponiendo, y que llevará a su lado, un reguero de muerte, al tiempo que la conclusión de la película plantee un doble y sorprendente giro final.

Comprendo el impacto que pudo provocar en su momento THE MANCHURIAN CANDIDATE -aunque me gustaría traer a colación, como ya en 1957, la única y brillante tentativa de Karl Malden como director; TIME LIMIT (Labios sellados, 1957), abordaba la problemática de hechos oscuros vividos en situaciones límite en dicha guerra-. Y comprendo que ello se produjera más en la forma que en el fondo de esta mezcla de thriller paranoico, con una mirada revestida de mordacidad de aquella sociedad aún con ecos de la pesadilla del maccarthismo. Es una película que en ocasiones alterna de una secuencia a otra lo mejor y lo peor de su enunciado, en una sucesión de logros y elementos irregulares e incluso fallidos que, de manera paradójica, no impiden que se alcance un conjunto más o menos atractivo, aunque considero que por debajo de ese culto generado. Entre lo primero, no se puede dejar de destacar la plasmación de una atmósfera pesadillesca, en la que tendrá notable importancia la iluminación en blanco y negro de Lionel Lindon, la escenificación de las pesadillas y, del mismo modo, la escenificación de las secuencias en las que los soldados fueron sometidos a lavado de cerebro, donde se incorporará con acierto esa aura satírica, al hacer creer a estos que se encuentran como asistentes, a una pacífica reunión de damas de mediana edad -metáfora de esa aura misógina que encierra la película, centrada en la auténtica demiurga del plan y que nos retrotrae a la querencia misógina de la obra cinematográfica y escénica de Axelrod como comediógrafo-. Unamos a la nómina de aciertos, el aura melancólica que albergarán, esas secuencias en flashback, en las que Shaw se sincerará a Marco, evocando con nostalgia el romance mantenido antes de alistarse con Jocelyn Jordan (Leslie Parrish) y su cercanía con el senador Jordan, padre de esta, enfrentado de manera abierta a su madre. Destacaremos igualmente, la acertada utilización de un lenguaje documental en las escenas que describen la convención, la presencia de televisiones en no pocas de sus secuencias, el aspecto siempre numinoso que le brindará el uso de sobreimpresiones al relato, la secuencia de la persecución de Marco a un alienado Shaw, que acabará metiéndose en un lago o, como no podría ser de otra manera, la angustia que presiden sus minutos finales, sin olvidar el espeluznante y frio momento del ajusticiamiento de Jocelyn -ya coinvertida es esposa de Shaw- y su padre -impagable el detalle de agujerear un envase de leche- por parte del atormentado y dirigido protagonista, en una breve y percutante escena que considero el mejor momento de la película, y que estoy seguro tuvo que tener muy en cuenta Peter Bogdanovich al rodar su excelente debut con TARGETS (El héroe anda suelto, 1968).

Lamentablemente, junto a estos y otros aciertos, el film de Frankenheimer se resiente de no pocos altibajos y desatinos, empobreciendo un conjunto que, es cierto que debería ser caótico en su entraña dramática, pero en ocasiones ese caos casi llega a devorar algunos de sus planteamientos. Podemos hablar de la desafortunada elección de Lawrence Harvey en un rol necesitado de un intérprete dotado de una especial versatilidad. De la escasa importancia que asume el personaje de Janeth Leigh, hasta el punto de resultar por completo prescindible en la trama. Incluso me atrevería a decir que ciertos aspectos relativos a la exteriorización del comportamiento político del senador Iselin, siempre dominado por su absorbente esposa, en no pocos momentos se insertan de lleno en un ámbito de chirriante caricatura. Sin embargo, existe en la película un tramo central, en el que el reencuentro entre Marco y Shaw aparece desprovisto de credibilidad. Y lo hará previamente el reencuentro entre Chunjin, el soldado coreano que aparece en la función sin el menor atisbo de credibilidad, protagonizando junto a Marco la peor secuencia de la película, en la pelea que ambos vivirán en el interior del apartamento de Shaw que, por momentos, parecen preludiar las cómicas peleas de Clouseau y Kato, en las desventuras dirigidas por Blake Edwards, dos décadas después. Dichas insuficiencias, y ese innecesario corolario final pronunciado por Marco conforman ese pequeño pero contundente lastre, que impiden, siendo como es una buena película, que THE MANCHURIAN CANDIDATE alcance ese estatus generalmente reconocido y que sí lograría, el posterior título de Frankenheimer, SEVEN DAYS IN MAY (Siete días de mayo, 1964).

Calificación: 3

THE HOLCROFT COVENANT (1985, John Frankenheimer) El pacto de Berlín

THE HOLCROFT COVENANT (1985, John Frankenheimer) El pacto de Berlín

Cuando John Frankenheimer retorna a la realización cinematográfica en 1985 tras tres años de ausencia tras la cámara, puede decirse que su prestigio se encontraba por los suelos. Más allá de ciertas irregularidades sobrellevadas, al igual que otros de sus compañeros de generación, como Sidney Lumet -recordemos la tibieza con la que fueron recibidas en 1982 sus magistrales PRINCE OF THE CITY (El príncipe de la ciudad, 1982) o la posterior y aún ninguneada DANIEL (Daniel, 1983)- o aún más si cabe, Franklin J. Schaffner. La perspectiva que actualmente albergamos de sus respectivas obras, por fortuna se ha modificado al alza, en buena medida por la propia andadura ulterior de sus propios protagonistas. Y en parte también, por la favorable perspectiva que nos brindan el paso de varias décadas.

Es por ello que recuerdo que cuando se estrenó THE HOLCROFT COVENANT (El pacto de Berlín, 1985), la película -de producción británica- pasó totalmente desapercibida. Hasta cierto punto no era de extrañar. En aquel entonces Frankenheimer aparecía como un auténtico anacronismo cinematográfico, ni se encontraban de moda exponentes de un subgénero del cine de misterio que habían tenido un notable predicamento bastantes años atrás… y lo tuvieron después. De entrada, partimos de la adaptación de una novela de Robert Ludlum quien, bastantes años más adelante alcanzaría una relativa y póstuma popularidad, al ver como sus relatos sobre el agente Jason Bourne alcanzaban una enorme popularidad encarnados por Matt Damon. Pero en 1985, como sucedió con otras tantas producciones de misterio, este tipo de cine carecía de prestigio, aspecto por el cual la película pronto quedó orillada al olvido.

En el asedio final contra el III Reich, tres generales hitlerianos se conjuran para rubricar un pacto, que transmitirá a sus hijos, cuatro décadas después, una enorme fortuna proyectada inicialmente para revertir las maldades del nazismo, y ser revertidas en acciones contra sus víctimas. La acción se trasladará hasta mediados de los 80, dirigiéndose a la figura del arquitecto newyorkino Noel Holcroft (Michael Caine) reclamado inesperadamente por el banquero Ernst Manfredi (Michael Lonsdale), quien le anunciará la deslumbrante herencia que le ha legado su padre -cuatro billones y medio de dólares- uno de los tres generales nazis conjurados, de la que resultará administrador, junto a los hijos de los otros dos militares unidos en el pasado, e intentando con ello revertir el daño que en vida ejerció el régimen de Hitler. Pese a los recelos iniciales de Holcroft, que durante su vida se ha despegado por completo de la figura de su parte, finalmente aceptará la atractiva propuesta viviendo ya casi desde el momento que conoce dicha novedad un atentado contra su vida. Su propia madre -Althene Holcroft (Lilli Palmer)- desconfiará desde el primer momento del ofrecimiento. Noel pronto se trasladará a Londres, donde articulará una situación que le sobrepasará al intentar aguantar la compostura ante una variopinta y poco confiable galería de personajes que ocultan elementos sombríos. Entre ellos conocerá a los que serán sus dos compañeros de aventura. Por un lado, el periodista inglés Johann von Tioebolt (Anthony Andrews) y el director de orquesta Erich Kessler (Mario Adorf). Sin embargo, será la hermana del primero -Helden (Victoria Tennant)- la que rompa el escepticismo que mantiene en esta inesperada y peligrosa aventura, al enamorarse ambos en medio de situaciones que incluso pondrán en peligro sus vidas. Lo que quedará claro es que nada es lo que parece en el planteamiento recibido, ya que las buenas intenciones iniciales, en el fondo esconden una siniestra operación para sentar las bases de un nuevo régimen totalitario, que tomaría como referente el nazismo.

Si tuviera que definir en pocas palabras THE HOLCROFT COVENANT, lo haría señalando que supone una atractiva mixtura entre CHARADE (Charada, 1963. Stanley Donen), las adaptaciones en terreno inglés de las novelas de John le Carré dirigidas por Sidney Lumet o Martin Ritt, pasando por aquellas siniestras aventuras antinazis filmadas en los años setenta por John Schlesinger -MARATHON MAN (Marathon Man, 1976)-, o Franklin J. Schaffner -THE BOYS FROM BRAZIL (Los niños del Brasil, 1978)-. Ello conformará un conjunto atractivo y siempre envolvente en la plasmación de su base argumental, en el que se contará con el aporte de dos figuras en el ámbito del guion cinematográfico -Edward Anhalt y George Axelrod-. Dos talentos contrapuestos, en cuya incardinación se establecerá la precisión en el tratamiento de personajes, propia de Anhalt, y la soterrada ironía que se establece en el conjunto del metraje, cosecha del talento para la comedia de Axelrod.

A partir de dichas premisas, Frankenheimer logra un resultado con personalidad propia, acertando al crear un atractivo thriller que bebe de manera directa de los referentes antes señalados y algunos otros, pero que consigue interesar desde el primer momento. La experiencia atesorada por el realizador le permite ir al grano, a partir de esa secuencia rodada en blanco y negro, mientras discurren los títulos de crédito, en la que se describe ese pacto firmado por los militares alemanes poco antes de suicidarse. De inmediato se nos trasladará al presente, en una aventura que gozará de una precisa planificación, demostrando que nuestro realizador tenía perfectamente engrasados unos modos narrativos que hicieron célebres algunos de sus mejores títulos de la década de los sesenta, o la capacidad de introspección psicológica para los personajes de buena parte de su cine. Es algo que percibiremos ya en el encuentro en un barco entre Holcroft y el banquero, donde dicha planificación reforzará esa incipiente sensación de amenaza. Será algo que se escenificará de manera magnífica en la secuencia del hotel londinense, cuando nuestro protagonista identifique a ese cadáver que ha visto en el hall como un enviado que se iba a encontrar con él. La modulación de la cámara y el uso de los espejos en el interior de su habitación introducirá con elegancia una atmósfera casi pesadillesca. O en el largo episodio del encuentro con ese veterano e inquietante militar que pondrá a prueba su antinazismo. A partir de esos momentos se irá instaurando una sucesión de episodios que pondrán en duda todo lo anteriormente vivido. En donde lo absurdo irá abriéndose a crecientes sospechas de un plan de tintes oscuros. Y en la que sus episodios de acción, por lo general, brillantemente ejecutados, irán dando paso al principal elemento dramático de la película, centrado en la casi inmediata atracción registrada entre Noel y Helden. Una atracción que estará en todo momento envuelta por la ambivalencia -ese impagable detalle de la peluca que oculta en un momento determinado el pelo rubio de esta- y en la que el espectador en todo momento dudará en si lo que ve responde a los sentimientos auténticos de sus personajes o, por el contrario, no suponen más que mascaradas ejecutadas a la perfección por estos.

Y en un relato que se devora con interés, caracterizado por su ausencia de baches de ritmo, que alterna el dramatismo con una nada solapada vertiente irónica, y que por momentos abunda en su auto referencia como cierto anacronismo genérico, podemos destacar algunos de sus episodios, dando buena prueba del talento de un cineasta con plenas facultades. Prueba de ello lo plasmará la creciente tensión establecida en el larguísimo, casi extenuante plano secuencia, que se describirá en torno a la larga disertación de un cada vez más inquietante Johann, quien exteriorizará todo lo que de inquietante alberga la hasta entonces oculta realidad de este proyecto, y dejando entrever una trágica resolución para las dos personas que le escuchan. Más fuerza albergará incluso su secuencia final, en la que se desmoronará cualquier atisbo de relación amorosa entre Noel y la hermana de Johann, culminando la película con un largo y sostenido primer plano sobre un demudado rostro de Michael Caine, que cabe considerar como uno de los set pièces interpretativos más intensos de su carrera.

Calificación: 3

BLACK SUNDAY (1977, John Frankenheimer) Domingo negro

BLACK SUNDAY (1977, John Frankenheimer) Domingo negro

Al igual que sucediera con tantos otros exponentes de aquel tiempo -en buena medida rodados por los directores de la ‘Generación de la televisión’- en el momento de su estreno BLACK SUNDAY (Domingo negro, 1977. John Frankenheimer), gozó de una pobre acogida por parte de la crítica. Fue algo bastante extendido en propuestas que aunaban en aquellos años el cine espectáculo, con reflexiones de mayor o menor calado en su propuesta argumental o discursiva pero que, en líneas generales, han cobrado una nueva mirada con el paso del tiempo, siendo reivindicadas o revalorizadas de manera contundente. En este caso, la temática que aborda la novela del posteriormente popular Thomas Harris -transformada como guion por un grupo de profesionales, entre los que se encuentra el excelente Ernest Lehman- en la que se basa la película, supone una visión sobre el conflicto israelí y palestino, lo que, de entrada, llevó a que cierta determinada y pacata crítica de izquierdas del momento, reaccionara de manera furibunda en contra de una propuesta que, de manera paradójica, alberga una mirada desencantada en torno a la propia condición humana, centrada en torno a una serie de personajes desarraigados del mundo y de la vida, a las que el destino ha ubicado en distintos ámbitos y contextos, y a las que el destino del mismo modo, les hará enfrentarse. En realidad, esta será la entraña de este brillante relato, que aúna con notable acierto el thriller de acción, el relato de tesis política, la reflexión existencial y, del mismo modo -y es esta su vertiente menos perdurable-, el cine de catástrofes.

BLACK SUNDAY se inicia en Beirut, describiendo la actividad oculta de la joven Dahlia (Marthe Keller), destacada componente de un comando de los Septiembre Negro, grupo terrorista palestino. Mujer de segura personalidad y claros objetivos, auspiciará un plan de ataque el pueblo norteamericano, siendo sorprendidos sus componentes por un ataque al margen de toda legalidad, de un comando terrorista israelí encabezado por el veterano oficial Kabakov (Robert Shaw). El asalto, de enorme contundencia, llevará a este hasta Dahlia -a quien sorprenderá en la ducha-, pero, en un momento de extraña debilidad, no la ametrallará. La terrorista logrará sobrevivir junto a otros componentes del comando, prolongando los últimos pasos de un atentado terrorista que van a cometer en tierras norteamericanas, en protesta por el apoyo USA a Israel. A partir de ese momento, la película articulará una dualidad argumental, describiendo por un lado las pesquisas del FBI -encabezado por Sam Corley (un fantástico Fred Weaber)-, ayudados por Kabakov en tierras norteamericanas. En su oposición, iremos conociendo los detalles del plan urdido por el grupo terrorista, en el que Dahlia contará con la inapreciable ayuda del norteamericano Lander (Bruce Dern), antiguo combatiente del Vietnam donde fue hecho preso durante un largo periodo, y que en su retorno a la sociedad fue despreciado por las autoridades serpenteando sobre dicha deriva -lo dejarán su esposa e hijos-, al ejercer como piloto, asumiendo una personalidad psicótica e inestable. Desde ese momento, el film de Frankenheimer se irá describiendo a partir de la alternancia de bloques narrativos, avanzando en una espiral que nos irá mostrando la magnitud del atentado terrorista que pretenden cometer los Septiembre Negro, centrada en un apocalíptico ataque en el partido de futbol de final de la super bowl que se va a celebrar en el estadio de Miami, a través del disparo simultáneo de decenas de miles de balas, desde el dirigible que discurre por el exterior de dicho estadio y que ha de conducir Lander.

Producida por el agudo Robert Evans para Paramount, desde sus primeros compases BLACK SUNDAY percibe la personalidad de su director, un John Frankenheimer que en todo momento se empeña en una puesta en escena afilada, con un perfecto uso del formato panorámico, ayudado por las excelentes tonalidades de la iluminación de John A. Alonzo, o la brillantez de la partitura brindada por una ya consolidado John Wiliams, capaz de puntear con acierto la deriva de tensión presente en el relato. En cualquier caso, bajo mi punto de vista, dos son los rasgos que mayor interés proporcionan a una película que se extiende a casi dos horas de duración, sin registrarse prácticamente baches de ritmo en su desarrollo. Por un lado, el especial cuidado incorporado por su realizador en la progresión dramática y la creciente densidad de su trazado, merced a una puesta en escena sobria y sin fisuras. Su otro gran acierto residirá en la mirada desencantada que brinda, en torno a sus tres personajes principales. Tres outsiders. Tres perdedores, situados cada uno de ellos en ámbitos diferentes, a los que su propia sociedad ha ubicado prácticamente fuera del mundo. Por un lado, la mesurada y calculadora Dahlia, una joven de pasado tormentoso dominada por vivencias violentas, y que ha gestado en su educación occidental, la manera de vengarse por un pasado injusto para ella. Pero al mismo tiempo utilizará para llevar a cabo sus planos a un pobre desahuciado americano -Lander-, al que manejará como un títere manejando psicológicamente el triste desarraigo que este sobrelleva en su desequilibrio emocional. Pero por otro lado, el israelí Kabakov es un experto en temas de seguridad que atesora en su pasado múltiples asesinatos y actuaciones violentas, llegando a confesar que en el fondo desea ya abandonar el mundo -es lo que se expresará en la mejor secuencia de la película, descrita en su habitación del hospital, donde se confesará amargamente ante su amigo y guardaespaldas Robert Moshevsky (Steven Keats).

Esa capacidad para plasmar un relato de tono sombrío y voz callada. De combinar la mirada desencantada y la hondura de sus personajes con la pericia de un thriller. O de brindar un acercamiento de notable calado al conflicto palestino israelí, despojado al mismo tiempo de maniqueísmo y de una vertiente discursiva, es lo que quizá despistó a la obtusa crítica ideologizada del momento. Esos personajes desarraigados e incluso desesperanzados ligarán la pequeña galería humana protagonista, planteando en la prolongación de esas miradas, algunos de los mejores aciertos plasmados una década atrás, a través de las célebres adaptaciones de novelas de John Le Carré, auspiciadas en suelo británico por realizadores como Sidney Lumet o Martin Ritt. Es cierto que esa alternancia en el seguimiento de las dos subtramas que jalonan la película permite algunos desequilibrios -personalmente, me resulta más atractivo en ciertos momentos, la visión ‘institucional’ norteamericana, más cercana al ámbito del thriller-. No obstante, el relato adquiere un adecuado engranaje, al incorporar con pertinencia episodios violentos o ligados al cine espectáculo insertos con un notable sentido del equilibrio. Junto a ello, justo es reconocer que BLACK SUNDAY destaca por esa mirada comprensiva en torno al mundo árabe, centrada fundamentalmente en ese pasado traumático que atesora a sus espaldas Dahlia -y que conoceremos en el segundo encuentro de Kabakov con el veterano espía palestino, descrito teniendo como fondo el Capitolio-. Así pues, en no pocas ocasiones la película elegirá la plasmación de varios de sus episodios violentos optando con una narrativa mesurada, y planteando secuencias de gran violencia descritas con frialdad -la bomba que estallará mediante un mecanismo telefónico asesinando al capitán del barco, que estaba interrogando el mercenario israelí; el asesinato del piloto que iba a conducir el dirigible en su habitación de hotel; el tenso episodio previo, en el que Lander y Dahlia ensayan su artefacto explosivo en un viejo hangar situado en una alejada zona rural-. Sin embargo, en ocasiones Frankenheimer apuesta por complejas soluciones narrativas, como la enorme tensión que describirá la secuencia del encuentro de Dahlia y Moshevsky en el hospital, en la que el espectador es consciente del enorme peligro que este corre, por más que la misma se encuentre revestida de tranquilidad, culminando con una deslumbrante -y trágica- utilización del off visual.

Al tratarse de una película realizada por un hombre especialmente dotado para el cine de acción, la película desplegará algunas formidables set pièces. Entre ellas, cabe destacar el deslumbrante y complejo episodio del acoso por parte del FBI, al líder del comando terrorista -Mohammed Fasil (Bekim Fehmiu)-, que se erige en una de las cimas de su conjunto. Esa querencia por el espectáculo de acción, alcanzará su cenit en su brillante tramo final, que plasmará el preludio en la ejecución del temible atentado terrorista, capaz de provocar más de 80.000 víctimas incluyendo entre ellas al propio presidente USA, dentro de la multitudinaria celebración de la final de beisbol. Será un bloque caracterizado por una notable precisión, brillante montaje, y modulada escalada de tensión. Faceta esta de la que me gustaría destacar por un lado esa mirada desencantada que -de manera sutil-, se plasma sobre la alienación de esa sociedad, acrítica, embrutecida e idiotizada, que encuentra en esos espectáculos de masa todo un rito celebrado y esperado. Creo que esa mirada transgresora se encuentra presente en esa visión documental de los prolegómenos e incluso el ambiente de la disputa del encuentro, insertando de manera paralela brillantes soluciones visuales, capaces de ligar la cercanía del multitudinario atentado -esa panorámica aérea que describe el avance del coche que tripula Dahlia, hasta conectar con el estadio abarrotado de público-.

Lástima que esa apuesta por la tensión física plasmada de manera magnífica en esa parte final, en última instancia derive hacia un servilismo por el cine de catástrofes. Ello nos propondrá un aparatoso -e impactante- choque del dirigible en el estadio. Una apuesta esta por lo espectacular -a mi modo de ver errónea-, que propiciará una inesperada huida del estudio de personajes, inclinándose por una tensión física ejecutada con precisión, pero que personalmente me deja una cierta insatisfacción. Como si ese repliegue a la comercialidad impidiera extraer las últimas consecuencias de un relato lleno de atractivo, que logra explorar un microcosmos de desarraigo en el seno de una sociedad alienada y masificada.

Calificación: 3

ALL FALL DOWN (1961, John Frankenheimer) Su propio infierno

ALL FALL DOWN (1961, John Frankenheimer) Su propio infierno

Transcurrida una década desde su muerte –a la edad de setenta y dos años-, una visión más o menos superficial de la obra del norteamericano John Frankenheimer, ha forzado a que su valoración se centre ante todo en su demostrada capacitación para el thriller -tanto en su vertiente específica como en la lindante a la ciencia-ficción, a través de aquellas célebres paranoias que hoy día se erigen quizá como los títulos más reputados de su producción-, creo que una mirada más certera a la misma nos permite descubrir otra faceta en la misma; la del cineasta sensible, capaz en su cine de tratar conflictos humanos dentro de contextos adversos. No solo lo podemos encontrar en exponentes situados en la década de los setenta, que van de THE FIXER (El hombre de Kiev, 1968), hasta I WALK THE LINE  (Yo vigilo el camino, 1970) o THE HORSEMEN (Orgullo de estirpe, 1971). Ya en su filmografía precedente, títulos como el que supuso su debut –THE YOUNG STRANGER (1957)- o el más conocido BIRDMAN OF ALCATRAZ (El hombre de Alcatráz, 1962) ratifican este enunciado. Sin embargo, a la hora de plasmar una visión en conjunto de las más de treinta películas que componen su filmografía, pocos se detienen en una pequeña pieza de cámara. Una tragicomedia que, en voz callada, nadie suele tener en cuenta, pero que personalmente considero el fruto más memorable de su obra. Ha pasado ya el tiempo suficiente como para haber reivindicado ALL FALL DOWN (Su propio infierno, 1961) excelente producción de la Metro Goldwyn Mayer, que se ofrece como una muestra modélica en la transición de un determinado clasicismo cinematográfico, en su conjunción con la llegada del progreso a la sociedad norteamericana. Tal y como planteaban –con un sesgo más dramático-, títulos como LONELY ARE THE BRAVE (Los valientes andan solos, 1962. David Miller), HUD (Hud, el más valiente entre mil, 1963, Martin Ritt) o THE MISFITS (Vidas rebeldes, 1961. John Huston), con mucho menos prestigio –y a mi modo de ver albergando superiores cualidades que todos ellos-, Frankenheimer logró dar vida a un auténtico poema visual, dejando de lado la tendencia a una puesta en escena crispada que caracterizó sus primeros films. En su lugar apostaría por unos modos mesurados y sensibles, destinados sobre todo a extraer las posibilidades que podrían emanar de la novela de James Leo Herlihy, convertido en guión de la mano del experto William Inge. Esa incardinación de talentos, se verá aunada con la intensa aportación de su reparto, o la presencia de Alex North como autor de la banda sonora y de Lionel Lindon como operador de fotografía. Todo ello confluye en un relato íntimo y pudoroso, que articula en su interior diversas líneas vectoras, a través de una penetrante y pequeña galería de personajes, entre los cuales la ingerencia de uno que no podríamos denominar externo, aunque si extraño a su cotidianeidad, supondrá un elemento de enfrentamiento dramático, alterando la frágil convivencia de todos ellos.

 

 

ALL FALL DOWN se inicia casi diríamos como un cuento, en una sucesión de planos punteados por la presencia del joven Clinton Willart (Brandon de Wilde), que ha estado ahorrando durante un tiempo trabajando, para alcanzar doscientos dólares y entregárselos a su hermano Berry-Berry (Warren Beatty) para que este cumpla su sueño; un pequeño barco que le permita ser libre. La voz en off del muchacho, punteada por el bellísimo tema musical de North, unido a la propia disposición del grafismo del título del film –ubicando las palabras de forma inconexa, aparentando ser una comedia-, en realidad nos da una pista de ese grado de mezcla de ámbitos en los que se va a desarrollar la película. Esos planos aéreos del larguísimo puente en Florida acercándose a Key Florida, contrastará con la relativa decepción que recibirá el muchacho al tener que recorrer cierto lugares poco recomendables hasta dar con su hermano en la cárcel, pagando una fianza que los policías han elevado aprovechándose de la inocencia de Clint.

 

 

Será el inicio de una andadura en la que el tono sencillo que domina el protagonismo del joven Clinton –que bien podría adelantarse al de SAMMY GOING SOUTH (Sammy, huída hacia el sur, 1963) de Mackendrick, sustituyendo la infancia cruel del film del británico por la americana inocencia del adolescente de esta película-. Pese al rescate que le ofrece en la celda –en donde se brindará el descubrimiento de la turbia y casi insultante belleza que rezuma Berry-Berrry-, los dos hermanos discurrirán por esos largos puentes de Florida, como si en ellos se adelantara de alguna manera el compañerismo de los protagonistas de la sobrevalorada MIDNIGHT COWBOY (Cowboy de medianoche, 1969. John Schlesinger) –que curiosamente o quizá no tanto, también partía de una novela de Herlihy-. Será un fragmento en el que la planificación y el montaje de esos momentos, alternado por unos diálogos distendidos y cómplices, nos revelarán la admiración de Clinton hacia su hermano mayor, los recuerdos de este, y la facilidad que Berry demostrará con las mujeres –muy pronto se hará con el dominio de un coche haciendo autostop, tripulado por dos jóvenes que caerán rendidas ante él-.

 

 

Poco después el más joven de los Willart regresará a la casa familiar de Clevelant, en donde se encuentran sus veteranos padres. Son una familia extraña, que habita en una vivienda de rasgos anacrónicos y anticuados –oportuno detalle de escenografía- en la que destaca el alcance dominante de la madre –Annabell (Angela Lansbury)-, que tiene siempre en mente la figura de su hijo mayor. Los componentes de la familia se llamarán por sus nombres –incluso los hijos hacia sus padres-, quizá debido al aire liberal que manifiesta el padre –Ralph (Karl Malden)-, un ser casi, casi acabado y dado a la bebida, aspectos ambos que su esposa le reprocha en determinadas ocasiones ¡llegando a aludir que los vecinos los llaman comunistas! Por su parte el muchacho dedicará el tiempo ocioso y provinciano que vive junto a sus padres, anotando en cuadernos cuantas conversaciones escucha. Será todo ello, un ambiente opresivo, ejemplarmente descrito tanto por la prosa de Inge –que trascendió en no pocas de sus aportaciones cinematográficas, entre las que estaba muy cercana la extraordinaria de SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1961. Elia Kazan)-, junto a un Frankenheimer sorprendido en un estado de especial inspiración y contención narrativa. En esta ocasión abandonó cualquier tentación por el efectismo, inclinándose ante todo por el juego de actores y la presencia de una cámara que sabe situarse y potenciar en todo momento la interacción de sus cinco personajes principales. Y digo bien al señalar cinco, cuando en el contexto de la familia Willard se introducirá un personaje femenino; Echoe O’Brien (Eva Marie Saint) -¡Que hermosa es la descripción que Clinton ofrece de esta mujer de poco más de treinta años, anotando en cu cuaderno lo que para él supone el despertar en su sexualidad!- Poco a poco se establecerá entre ellos una relación de complicidad hasta que esta abandone la vivienda de los Willart, con la promesa de un pronto regreso.

 

 

Dicho retorno se producirá una vez llegue de forma sorpresiva Berry-Berry –tras haber vivido otra de sus azarosas andaduras con una profesora de mediana edad a la que llegará a agredir-. Y como era de prever, el contacto entre este y Echoe supondrá un nuevo punto de conflicto. El director mostrará de manera ejemplar el encuentro, sin modificar la construcción del plano y situando al joven de espaldas, mientras vemos a Echoe descendiendo de las escaleras y mostrando su turbación al contemplarlo. El bello narciso que, según sus propias palabras, odia la vida, muy pronto quedará enamorado de la amiga de la familia, al igual que esta de él –los atinados y breves primeros planos de ambos, sobre todo el de Beatty-, que describen un extraño pudor a la hora de expresar ese sentimiento que de pronto ha anidado en Berry. Casi de inmediato se establecerá entre ellos una relación formal, pero en el joven y hermoso rebelde, autodestructivo, anidará el germen de la imposibilidad de un amor sincero, aunque ese breve romance se exprese cinematográficamente con una de las secuencias románticas más hermosas del cine de los primeros años sesenta. Me refiero a ese largo travelling lateral en el que ambos discurren tras un conjunto de espectadores que, pareciendo alienados, contemplan un concierto al aire libre en un parque, hasta llegar en grúa a un jardín que exhibe unos cisnes en un pequeño lago, donde nuestros personajes se fundirán en la exteriorización de su amor mediante una sucesión de fundidos encadenados, progresivamente más cercanos a la pareja.

 

 

 

 

No serán esas las únicas virtudes que se encuentran en esta pequeña maravilla cinematográfica, carente del reconocimiento que merece, y ubicada en el contexto de un cine norteamericano que se encontraba a punto de decir a dios a su clasicismo fílmico. La presencia de Inge como guionista y el protagonismo de Beatty, nos traen a la mente la cercanía de títulos que van desde PICNIC (1955, Joshua Logan) al citado SPLENDOR IN THE GRASS. Mucho más sincera, honda y pudorosa que otros exponentes más lejanos –e histriónicos- como EAST OF EDEN (Al este del edén, 1955. Elia Kazan), el film de Frankenheimer acierta al ofrecer una magnífica descripción de personajes y comportamientos entrelazados. Todo ello dentro de una historia en la que el incesto de Annabell por su hijo mayor queda aunado por la personalidad oculta de un padre venido a menos, y el despertar a la edad adulta del más pequeño, que tendrá que sufrir la dura prueba de la profunda decepción que le brindará ese hermano que hasta entonces ejercía como el mito de la familia. Es admirable como el director sabe manifestar el instante en el que Berry percibe la imposibilidad de la normalización de su relación con Echoe –ambos juegan a los bolos, y dos oportunos zooms a los tiros de ambos, marcarán un punto de inflexión al reconocer implícitamente ambos el fracaso de la misma-. Pero entre ellos se habrá producido un elemento de especial importancia; el dejar a la joven embarazada, lo que supondrá la esperada pero dolorosa ruptura de la pareja y, en última instancia, su muerte accidental en un accidente de circulación bajo la lluvia.

 

 

 

La tragedia una vez más rodeará el aura destructiva de este bello “rinoceronte” –apelativo formulado por su padre-, quien huirá llorando y estando a punto de ser asesinado por Clinton, quien llegará hasta su rincón y empuñará la pistola que este mantiene guardada. Sin embargo, esta traumática circunstancia permitirá al muchacho proclamar su apuesta por la vida, distanciándose de manera definitiva de ese ser al que hasta entonces ha adorado por encima de todo, y al que la ficción dejará abandonado definitivamente. Pudorosa en sus formas fílmicas, honda en el entramado dramático que la sustenta, provista de una expresión visual dominada por unas tonalidades sombrías que solo se transformarán en sus compases finales –coincidiendo con esa señalada apuesta vital de Clinton-, sostenida por el melancólico fondo sonoro de North, quizá el paso de medio siglo todavía no ha hecho justicia con esta extraordinaria película, aunque cierto es que –en una medida limitada- ha generado un culto que, estoy convencido de ello, irá creciendo con el paso del tiempo y que, por una vez, quedará justificado.

 

 

Calificación: 4

THE GYPSY MOTHS (1969, John Frankenheimer) Los temerarios del aire

THE GYPSY MOTHS (1969, John Frankenheimer) Los temerarios del aire

Aunque su obra sea más conocida y reconocida por el dominio que dispuso en el cine de acción, lo cierto es que ello no deja de resultar injusto a la hora de valorar la andadura de la filmografía de John Frankenheimer, en donde en más ocasiones de las valoradas ha destacado su sensibilidad a la hora del tratamiento no solo de sus personajes, sino del planteamiento dramático general de diversos de sus títulos. Nunca ocultaré que si tuviera que elegir uno solo, de entre los exponentes que forjan su notable andadura fílmica, no dudaría en elegir el excelente y poco conocido ALL FALL DOWN (Su propio infierno, 1962) –además una de sus primeras obras-. Es curioso como esa capacidad para ofrecer relatos dramáticos caracterizados por un entramado revestido de extraña trizteza, tuviera quizá su más destacado campo de cultivo en el periodo que abarca desde finales de los sesenta e inicios del decenio siguiente. Dentro de dicho ámbito temporal, la presencia de THE GYPSY MOTHS (Los temerarios del aire, 1969) supone –como la inmediatamente posterior I WALK THE LINE (Yo vigilo el camino, 1970)- un curioso, personalísimo y melancólico díptico, destacado en historias ambientadas en localizaciones sureñas, y pobladas por seres aburridos, alienados e incapaces de sobresalir de las telas de araña en las que han encerrado su andadura vital. Si en aquella ocasión se nos narraba un insólito romance entre un maduro policía casado y una joven procedente de una familia conflictiva, en el film precedente nos centramos en la andadura que protagonizarán tres paracaidistas, que recorren de pueblo en pueblo ofreciendo un espectáculo que tiene tanto de arriesgado como de decadente, ganándose la vida poniendo en cada una de sus actualizaciones la suya en juego.

En esta ocasión, y coincidiendo con la celebración del 4 de julio, los paracaidistas –a los que hemos visto en acción antes de los título de crédito- recalarán en una pequeña localidad del medio Oeste. Ellos se encuentran comandados por Mike Retting (Burt Lancaster), y formados además por Joe Browdy (Gene Hackman) y el más joven Malcolm Webson (Scott Wilson) –que sustituyó al inicialmente previsto John Philiph Law; creó que se salió ganando con el cambio-. Los tres se hospedarán en la vivienda de los tíos de Malcolm –Elizabeth y John Brandon (Deborah Kerr y William Windom)-, con las que el joven apenas ha estado relacionado –más adelante descubriremos las circunstancias de dicha ausencia de familiaridad-, pero muy pronto advertiremos que el en apariencia idílico hogar de los Brandon –en el que se encuentra una joven hospedada- en realidad encubre a una pareja frustrada y carente del más mínimo impulso amoroso-. Será algo que detectará casi con intuición animal Mike, que buscará muy pronto una casi invisible complicidad con Elizabeth, a la que acompañará a una exhibición de paracaidismo. Casi de manera inmediata se establecerá entre ellos una tan rápida como fugaz pasión, ya que en realidad nos encontramos con dos seres frustrados que, quizá por azares del destino, se han encontrado y podrían tener una nueva oportunidad de vivir sus vidas, esta vez juntos.

A través de un excelente juego de primeros planos, poniendo sobre el tapete una sensible capacidad de observación centrada en una planificación limpia y centrada en el juego de actores, y sabiendo extraer del excelente plantel de profesionales que tuvo a su alrededor, para recrear esa extraña mezcla elegíaca que, en última instancia, propone THE GYPSY MOTHS. Una mirada centrada en una serie de personajes perdidos en su andadura existencial, y que en el fondo no han sabido encontrar en su peregrinaje por la vida ese elemento, esa chispa que les haga sentirse como tales seres humanos. Y en ese contexto, la fauna que nos brinda la cámara de Frankenheimer, basándose para ello en la novela de James Drought, adaptada por William Hanley, se verá enriquecida por la excelente fotografía de Philiph Latrop, intentando brindar un punto de esperanza a una imágenes de trasfondo sombrío, tal y como del mismo modo nos lo transmite la melodía de Elmer Bernstein. En ese curioso, atrevido y en ocasiones doloroso contraste, se ofrece una narración que en realidad se extenderá en poco más de un día, que para el cinéfilo de la época permitiría unir de nuevo a Burt Lancaster y Deborah Kerr dieciséis años después de la célebre FROM HERE TO ETERNITY (De aquí a la eternidad, 1953. Fred Zinnemann) –además mostrando una atrevida secuencia amorosa entre ambos en la que contemplaremos a la veterana y magnífica actriz con los pechos al descubierto-, y en realidad no supone más que un pequeño pero contundente espejo para tantos y tantos seres que han encontrado un determinado acomodo en sus vidas, aunque en realidad en lo más hondo de sus almas se encuentre depositado el germen oculto de la insatisfacción. La mostrará Mike en su aparente desapego, el contraste del juerguista Joe, quien sin embargo, acudirá el domingo a la iglesia tras haberse pegado un desahogo de diversión la noche anterior y, en definitiva, la indefinición dominará el comportamiento del más joven de los tres paracaidistas, para quien el retorno a su localidad natal y el encuentro con esa joven huesped, podría permitirle un punto de partida que finalmente rechazará.

Sin embargo, el epicentro del relato se centra en esa inesperada atracción establecida entre Mike y Elizabeth -¡Que magnífica es la performance de la Kerr, demostrando además una carnalidad sorprendente!-, a cuyo alrededor discurrirá una acción casi minimalista, en el que el peso de las miradas parecen esconder sentimientos o actitudes contenidas –la pasiva que muestra el esposo de esta, consciente de que su esposa le ha sido infiel en algunas ocasiones-. THE GYPSY MOTHS en realidad propone una visión desencantada de la vida norteamericana de provincias, aliándose con no pocos exponentes realizados en aquellos años, en algunos casos por cineastas provenientes como Frankenheimer por la denominada “generación de la televisión, o en otros por debutantes, como el Paul Newmann de RACHEL, RACHEL (Raquel, Raquel, 1968). Así pues, logrando ofrecer un relato en el que la sensibilidad y la sensación de cotidianeidad se convierte en algo casi opresivo, el ya experimentado director logra en la película atrapar bajo sus imágenes en apariencia suaves y casi elegíacas, un fragmento de la vida de unos seres inestables pero incapaces de salir de ese círculo vicioso en el que se han introducido, aunque en algún momento se establezca un grito agónico para revelarse contra ello –la proposición de Mike a Elizabeth de que se vaya junto a ella-. Sin embargo, en la película tendrán gran importancia los detalles –la ausencia de los aplausos de John en la actuación de los paracaidistas; la ausencia de su esposa como espectadora del anacrónico espectáculo; la presencia previa de la lluvia; esa imperceptible mirada de Mike advirtiendo un viento –para mi el instante más brillante del film-, y quizá de alguna manera sirviéndole como base para su inmolación final.

Y pese a ello, en la pequeña localidad, para poder pagara el funeral de Mike, se realizará otra exhibición en pleno 4 de julio, en la que Malcolm arriesgará su vida ejercitando el número en el que la perdió Mike. Todo ello es mostrado con pinceladas suaves, describiendo una colectividad que parecen autómatas en vida. Un conjunto de seres que simplemente existen, pero de los que apenas se atisba el más mínimo alcance reflexivo, y a los cuales espectáculos de esta índole suponen quizá sus máximas posibilidades de esparcimiento. La manera con la que descrita esa colectividad, la ausencia de efectismos propios del cine de aquella época –quizá solo se produzca ello en la secuencia de la correría nocturna jugada por Joe-, optando en su lugar por unos modos narrativos en los que parece observarse una mirada añorante a un clasicismo fílmico ya perdido, permiten conjuntar este fragmento de la existencia de un reducido colectivo de seres muertos en vida, uno de los cuales consumará su hastío de la existencia, mientras que otro aún tendrá una oportunidad para la esperanza, mientras que ese matrimonio que ejercerá como catalizador del drama central, en el fondo asumirá de nuevo, y tras la tragedia vivida, su imposibilidad de salir de una prisión revestida de una aparente y pacífica convivencia.

Poco recordada a la hora de valorar la andadura de Frankenheimer, sin duda THE GYPSY MOTHS supone una muestra más de la delicadeza con la que su artífice sabía tratar a sus personajes, revelando en ellos una serie de matices y capacidad de compresión, en su complejidad y sus propias contradicciones, que a mi modo de ver sobrepasan con mucho sus innegables capacidades como director para el cine de acción.

Calificación: 3

52 PICK-UP (1986, John Frankenheimer) 52 vive o muere

52 PICK-UP (1986, John Frankenheimer) 52 vive o muere

No puede decirse que cuando John Frankenheimer asume el rodaje de 52 PICK-UP (52 vive o muere, 1986) se encontrara en el mejor momento de su carrera. Hacía tiempo que el fulgor de su reconocimiento como uno de los grandes nombres de la denominada “generación de la televisión” –en aquellos años aún no había llegado una revalorización en la importancia de aquel conjunto de realizadores- había quedado en el olvido, teniendo que encontrar el acomodo profesional al servicio de diversos estudios, dentro de un contexto bien diferente al que se había adscrito en los años sesenta y primeros setenta, en donde se encuentra lo más recordado de su obra. Sin embargo, y aún reconociendo de entrada ese peregrinaje que tanto a Frankenheimer como a Lumet –este en menor medida- les llevó a buscar el amparo o continuidad laboral al servicio de contextos de producción de entrada poco halagüeños, no cabe duda que en títulos como el que comentamos se pone a prueba la lucha de ambos enunciados, ya que nos encontramos ante una producción de la temible Cannon Group –Menahem Golam y Yoram Globus-, terreno abonado para el mayor de los engendros. Sin embargo nuestro realizador –ayudado por un atractivo material de base, obra del novelista Elmore Leonard, artífice también del guión cinematográfico junto a John Steppling-, consigue llevarlo a buen puerto, conformando un atractivo thriller, en mi opinión más valioso que otras muestras del género que en su momento gozaron de un excesivo predicamento –pienso por ejemplo en BODY HEAT (Fuego en el cuerpo, 1981. Lawrence Kasdan)-. En el film que nos ocupa advertimos muy pronto el interés que el ya avezado realizador puso en práctica, para aportar intensidad a una historia que, si bien contaba con una base con posibilidades, con facilidad podría haber caído por el sendero de la vulgaridad o el sensacionalismo. En su oposición, nos encontramos con un producto bien elaborado, que sabe jugar con destreza las cartas del género, aunando la sencillez y la experiencia que Frankenheimer ya había puesto en práctica en numerosos títulos precedentes de su obra, y que juega ante todo con la baza de una tensión interna y la suciedad en la descripción de personajes, por fortuna inserta dentro de esa vertiente implícita en el mundo literario de Leonard, pero al mismo tiempo expresada a través de una puesta en escena acertada dentro de su sobriedad.

Harry Mitchel (un Roy Scheider en uno de sus mejores trabajos), es el acaudalado propietario de una empresa de patentes, que tras más de veinte años de matrimonio con Barbara (estupenda y madura Ann Margret), ha cedido a la tentación de la infidelidad. No cabe duda que en la descripción que se nos ofrece de este, se percibe una voluntad de huir de esa segunda edad que expresa su aspecto, tomando como amante a la joven Cini, sacada de un garito de chicas que realizan strep-tease. La debilidad de Mitchell no será más que el inicio de un auténtico descenso a los infiernos para Mitchell y también para su esposa –que ha decidido presentarse para la campaña para concejal, acompañando al candidato a fiscal Mark Arveson (Doug McCloure)-. El conflicto se iniciará a partir del intento de chantaje propuesto a este a través de unas grabaciones en las que se desvela dicha infidelidad, y que este desafiará de manera airada –les entregará unos papeles que simularán ser billetes en medio de un estadio deportivo-. Sin embargo, el rechazo del pago de ese chantaje de ciento veinte mil euros, soliviantará los ánimos de los tres artífices de la extorsión. En especial del cabeza de la operación, el despreciable Alan Raimi (John Glover), director y propietario de una sala de exhibición de cine porno, quien no dudará en asesinar a la aterrorizada joven, aportando pruebas que implicaran al chantajeado para que haga el pago del importe generado, que finalmente se rebajará a cincuenta y dos mil dólares –cifra que dará título al film-. Con lo que no contarán será con la astucia del sujeto de la extorsión, quien revertirá en contra de la codicia de los tres chantajistas sus conocimientos, para lograr que entre ellos se enfrenten y liquiden.

52 PICK-UP supone el enésimo ejemplo de la profesionalidad puesta a punto en su máxima expresión, para lograr llevar a buen término una historia que si bien daba para el tratamiento al que fue sometido por el realizador, cierto es que en manos menos diestras se hubiera quedado en un thriller más o menos moralizante y de transfondo reaccionario. En su lugar, este ofrece desde el primer momento un retrato desmoralizador de la sociedad norteamericana de los ochenta, presa de una serie de condicionantes en las que la carencia de todo asidero moral, va unida a una radiografía precisa, que logra trascender una mirada en primer plano. Con ello se adentrará en la entraña de un marco social que podría emerger como epígono de ese mundo urbano mostrado en la segunda mitad de la década precedente, por personalidades fílmicas como Martin Scorsese o, esencialmente, Paul Scharader. Como si se erigiera en un epígono dentro de los márgenes de una propuesta narrativa inicialmente destinada a un público poco exigente, Frankenheimer sabe ofrecer una película que funciona a dos niveles. El primero es el puramente emanado por un relato provisto de la suficiente tensión y fisicidad propia de una década que se tiene como la menos exigente a nivel fílmico. Sobresaliendo de tantos y olvidables compañeros de género, lo cierto es que el veterano realizador deviene no solo experimentado, sino incluso inspirado, ofreciendo episodios que llegan a deslumbrar, como la manera con la que se expone el asesinato del homosexual administrados del negocio de nudie girls por parte de Bobby, así como el inmediatamente precedente de su presunto amante –en mi opinión el instante más asombroso de la película-, o los dos encuentros del protagonista con sus chantajistas que, con unos pasamontañas, le explican los pormenores del chantaje. Llegados a este punto, es evidente que la segunda de ellas se erige en uno de los fragmentos más brillantes del conjunto, con la mostración en imágenes del asesinato de Cini, sin que Harry pueda hacer nada por evitar algo que contempla y ya ha sido ejecutado, en una extraña –y aterradora- metáfora meta cinematográfica.

En medio de una historia en la que se entremezclan crímenes, la hipocresía de unos políticos, chantajes, adulterios y arrepentimientos, 52 PICK-UP culmina de forma percutante y al mismo tiempo previsible –uno no deja de acordarse un poco de la conclusión de CHARLEY VARRICK (La gran estafa, 1973. Don Siegel)-, tras una necesaria catarsis. Pero esta no deja de suponer la culminación de ese punto y aparte. De esa crisis en un matrimonio acomodado que ha sido violentada, y que a su través ha permitido destapar las entrañas de una sociedad la norteamericana de los años ochenta, que quizá no ha variado tanto desde entonces, y que un cineasta sometido al dictado de unos productores tan poco recomendables, supo llevar a buen puerto, demostrando la raza de un cineasta experimentado y, ante todo, honesto con su trabajo.

Calificación: 3

I WALK THE LINE (1970, John Frankenheimer) Yo vigilo el camino

I WALK THE LINE (1970, John Frankenheimer) Yo vigilo el camino

Nos encontramos en la frontera de las décadas de los 60 y 70, un periodo que como es bien conocido, se erigió como uno de los más traumáticos del cine norteamericano –y mundial, me atrevería a señalar-. En aquellos años se dio cita de forma paralela una visión desmitificadora de los elementos que se habían considerado como clásicos en el cine de géneros. Fue el momento en el que el western se pobló con películas que con bastante simplonería narrativa mostraban “la otra cara” de hechos mitificados décadas atrás en la andadura de Hollywood. Pero al mismo tiempo que sucedía esto también se mostraban otro tipo de historias –generalmente ubicadas en su propio tiempo- que tenían ciertos ecos del cine del Oeste y se ambientaban en lugares de la denominada “América profunda”. Quizá como obra cumbre de este tipo de cine citaría por mi particular veneración THE LAST PICTURE SHOW (La última película, 1971. Peter Bogdanovich), pero no es menos cierto que abundaron películas definidas en estos rasgos y por mostrar los conflictos, la hipocresía, el puritanismo y la falsa moralidad de comunidades cerradas en las que estaba totalmente ausente un auténtico “soplo de libertad vital”. Es curioso además señalar como varios de esos títulos fueron firmados por algunos de los componentes de la denominada “generación de la televisión”, que en aquellos momentos se encontraban ante una amplia desorientación en el rumbo de sus carreras, tras unos años de trayectoria triunfal pocos años atrás.

Creo que por derecho propio hay que incluir I WALK THE LINE (Yo vigilo el camino, 1970) en este conjunto de propuestas. La película fue realizada por un John Frankenheimer que en aquel tiempo se manifestaba en un extraño periodo de su filmografía. Quizá por ello se implicó a fondo y con un claro sentido de la observación  en este relato intimista que parte de la novela de Madison Jones y trasladada como guión cinematográfico por Alvin Sargent, conocido especialista en este tipo de relatos trasladados a la pantalla.

Estamos a finales de los sesenta en una lejana y perdida localidad de Tenesse. Una población en la que la rutina, la mediocridad y la represión respira con sus poros y en donde la presencia de una gran presa sea aparentemente la única señal de progreso en un lugar perdido en el que quizá este no llegó jamás y hasta aquí llegan los ecos de aquel brillante título de Elia Kazan de principios de los sesenta –WILD RIVER (Río salvaje, 1960. Elia Kazan)-. En la localidad ejerce como sheriff un hombre caracterizado por su integridad. Se trata de Henry Tawes (Gregory Peck), un hombre que quizá en el plano inicial de la película –encuadrado de espaldas mirando esa gran presa- anhele una oportunidad para vivir una nueva vida, y que el entorno que le rodea y su condición de hombre casado y con una hija le niega. Sin embargo un destello se le brinda con el encuentro con la hermosa Alma (Tuesday Weld). Alma es la hija de un fabricante clandestino de licores, con dos hermanos, y que igualmente queda atraída por el íntegro funcionario de la ley. Muy pronto ese encuentro se convertirá en una relación casi desesperada. Para Henry al abrirle la luz del modo de huir de su entorno, y para Alma igualmente para deshacerse de esa vida al margen de la ley y los instintos casi incestuosos que su padre mantiene con ella.

La esposa del sheriff es una mujer de hogar que desde el primer momento sospecha la infidelidad de su marido pero intenta comprender su actitud. Pese a ello Tawes se encuentra incómodo y deseoso de huir de ese auténtico “pozo sin fondo” moral que para él define la población que mantiene en los márgenes de la ley. Para complicar la situación llegará hasta la misma un agente federal encargado de descubrir los lugares donde se fabrican bebidas alcohólicas, y por otro lado se destacan las pesquisas que viene realizado su ayudante  -Wylie Hunnicutt (Charles Durning)- que sospecha de los devaneos de su jefe con la joven. Unas pesquisas que le llevarán al encuentro con ella y que finalmente sea matado por disparos del padre de la muchacha.

Será ese el detonante de un desenlace en el que todos los componentes de la familia McCain huyen de la localidad, siendo perseguidos con desesperación por Henry, hasta iniciarse una pelea que perderá el Sheriff –Alma le clava un gancho en un hombro-, y darse cuenta que la idea que tenía, el anhelo de abandonar aquel colectivo puritano y asfixiante, debe de admitir que quedará como una autentica utopía. El sheriff seguirá mirando los rostros casi deformados, alienados, encallecidos y cansados de ese vecindario que contempla todos los días.

Con ser muy interesante la historia que nos relata, lo mejor de I WALK THE LINE proviene de la intensa, asumida, sentida incluso, puesta en escena aplicada por un Frankenheimer que solo en momentos contados incurre en algunos de los efectismos visuales de la época, pero al mismo tiempo apuesta claramente por un clasicismo a la hora de filmar sus secuencias. Junto a ello es notable la utilización del formato panorámico y los planos / contraplanos adquieren generalmente en este película una sensación de dolorosa veracidad, un carácter confesional, y en todo momento definen el interés de su realizador a la hora de mostrar el cariño que le merecen, pese a todo, el conjunto de sus personajes.

En voz callada, Frankenheimer logra uno de sus más interesantes títulos de toda su carrera –ciertamente abundante en ellos pese a su irregularidad-, y para ello además cuanta con la inestimable prestación de un Gregory Peck que asume en su personaje la que quizá sea una de las mejores interpretaciones de toda su carrera. Las miradas en primer plano que expresan claramente la angustia del personaje, o la petición encima de la escalera a Alma; “vente conmigo” (la expresión de Peck en ese momento es memorable) son muestras perfecta de ello, como lo es ese desarrollo de un personaje con una mayor sensibilidad, pero que en el fondo tiene los mismos atavismos machistas que sus convecinos –en un momento determinado le dice a Alma: “no te pegaré”, pero posteriormente contradice su intención-. Por su parte Tuesday Weld se ofrece como el otro polo de atracción, y hay que señalar que aporta su carismática belleza y una sensibilidad muy especial, quizá como condición de partida al haber atraído al aparentemente rudo sheriff.

En cualquier caso, creo que I WALK THE LINE, punteada en todo momento con las canciones de Johnny Cash –es una pena que no se reflejaran subtítulos a las letras de dichas canciones-, queda como una película sincera, hecha con el corazón, de argumento sencillo y que define a partir de una historia de creación, elementos de una sociedad que vivía en la opulencia del progreso, pero que en lugares como este, están absolutamente al margen de la modernidad, y aún utilizan códigos de comportamiento tan lejanos a las tendencias más actuales pero difíciles de erradicar en unas sociedades rurales. Un marco en el que nuestro protagonista poco margen tenía para haber logrado triunfar en sus planes.

Calificación: 3