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CINEMA DE PERRA GORDA

Julien Duvivier

MARIANNE DE MA JEUNESSE (1955, Julien Duvivier)

MARIANNE DE MA JEUNESSE (1955, Julien Duvivier)

El caso de Julien Duvivier, es realmente desconcertante. Artífice de una amplísima filmografía -cerca de 70 largometrajes-, iniciada en el periodo silente, y prolongada hasta la segunda mitad de los 50, lo cierto es que la misma se ha visto caracterizada por constantes altibajos. En su trayectoria se suceden títulos llenos de gran interés, con otros decididamente prescindibles, en medio de una andadura de desigual calado, que alberga títulos de la categoría de PANIQUE (1944), o la prescindible sucesión de títulos, que trasladaban a la pantalla el personaje de Giovanni Guareschi, ‘Don Camilo’. En cualquier caso, lo que es innegable, que el progresivo revisionismo de su filmografía, nos puede permitir pequeñas delicatessen como LA FÊTE À HENRIETTE (1952) -de la que Richard Quine filmó una admirable nueva versión, con PARIS WHEN A SIZZLE (Encuentro en París, 1963), a partir de un guion de George Axelrod-. O como MARIANNE DE MA JEUNESSE (1955), una deliciosa mixtura de relato coming on age, y propuesta fantastique que, de maneras inexplicable, se encuentra absolutamente ignota, y de la que cabe intuir, que el hecho de ubicarse en el periodo de rodaje, casi en la víspera del florecimiento de la Nouvelle Vague, y el aura decididamente anacrónica de su enunciado, favorecieron que muy pronto desapareciera de cualquier referencia.

Lo cierto es que resulta incomprensible que ello sucediera, ya que a mi modo de ver, y antes de entrar en un análisis más profundo de su enunciado, entiendo que Duvivier alcanza en esta adaptación de la novela de Peter von Mendelssohn ‘Douloureuse Arcadie’, un nivel, y una fuerza telúrica, a la hora de introducirse en un universo cercano al cuento de hadas, que uno, por ejemplo, no encuentra en ninguno de los exponentes de la obra cinematográfica, del a mi juicio sobrevalorado Jean Cocteau. MARIANNE DE MA JEUNESSE -de la que Duvivier realizó dos versiones, una francesa, que es la que he podido contemplar, y otra alemana, sustituyendo al protagonista por el joven Horst Buchholz-, se inicia con una serie de sugerentes travellings laterales, describiendo la frondosidad del bosque de Bavaria en donde se va a focalizar la acción, en medio de la niebla, y punteada por la voz en off de joven Manfred (Gil Vidal). Esta, nos introducirá manera melancólica, en el pasado de ese vieja y espaciosa residencia de estudiantes, ubicada en el castillo de Heiligenstadt y centrará su evocación, desde el momento en que se incorporó en dicho internado, el joven Vincent Loringer (Pierre Maneck). Oriundo de Argentina, e internado en el castillo por orden de su madre, muy pronto Vincent exteriorizará su extraña sensibilidad y, sobre todo, una capacidad de liderazgo, que no solo se manifestará a sus jóvenes compañeros, sino que el influjo se extenderá a los animales, que parecerán quedar hechizados ante su presencia. Casi de inmediato, en un entorno juvenil, dominado por unas determinadas rutinas, que intentan soslayar el conjunto de chavales que forman el denominado grupo de ‘los bandidos’, este destacará por la capacidad de fascinación demostrada hacia sus compañeros, relatando las andanzas de su país natal, siempre rodeado en grandes extensiones de terreno, dominado por la pasión por los caballos salvajes.

En medio de dicho contexto, Vincent será invitado a formar parte del grupo de fantasiosos y crueles estudiantes, trasladándose junto a ellos a un castillo, presumiblemente abandonado, que se encuentra en la otra parte del lago que preside aquel entorno, y del que circulan historias que avalan su encantamiento. Aquella extraña aventura juvenil, servirá de manera inesperada, para que nuestro protagonista se introduzca en el interior de la suntuosa edificación, contemplando un entorno casi paralizado por el tiempo, y conociendo a la joven Marianne (Marianne Hold), que aparece allí casi como un ser fantasmal, aunque dominada por su belleza juvenil. Todo ello supondrá el inicio de una irrefrenable pasión de adolescente, por parte del elegante y refinado Vincent, en torno a una muchacha de la que apenas conoce nada, pero que se ha adueñado de sus sentimientos, prácticamente desde el primer momento en que la contemplara, lo que le llevará a vivir situaciones extrañas, fruto de un estadio de la pubertad, que irá acompañado por un influjo dominado por la fantasía, en el que también tendrá acto de presencia la joven Liselotte (Isabelle Pla), familiar del director de la residencia de estudiantes, que se encuentra allí interna durante un tiempo, y que desde el primer momento quedará prendada por Vicent, llegando a ofrecerse en su abierta sexualidad, y aunque de este no encuentre más que rechazo.

Todo ello, conformará una extraña y, en la mayor parte de las ocasiones, fascinante amalgama argumental, de la que quizá cabría cuestionar, un cierto abuso, en determinados momentos, de la voz en off de Manfred. Dejando al margen esta circunstancia concreta, Julien Duvivier nos lleva a vivir con una extraña fisicidad, esa aventura colectiva, que tendrá en la figura de su joven protagonista una especial incidencia, sirviendo para una rápida transformación de su personalidad. Un relato que acertará casi plenamente, a la hora de oscilar en su crónica de un universo infantil y juvenil -sin obviar en ello su vertiente de crueldad que, por momentos, parecemos acercarnos al ‘Lord of the Flies’ de William Golding-, incardinándolo con ese relato neblinoso y fantastique, dominado por su atmósfera feérica, muy cercana en este caso a los confines del cuento de hadas.

Todo ello, tendrá un especial ámbito de incidencia, en aquellas secuencias descritas en el interior del castillo donde se encuentra Marianne, dominadas por una escenografía recargada -extraordinario el diseño de producción de Jean d’Eaubonne y Willy Schatz-, en la que contrastará la fisicidad de la belleza de su moradora, o la sensación de fantasmagoría que ofrece ese criado, descrito por esa extraña configuración física, que le hacen asimilar a los clásicos ogros de los cuentos. Todo ello, delimitará un relato, en el que lo evocador, la fuerza de una sexualidad latente, o la propia efectividad de las elecciones narrativas marcadas por el propio Duvivier, nos permitirá que dejemos de lado ciertas incongruencias -ese final de la malvada Liselotte, atropellada por una manada de ciervos, que aparecerá de manera elíptica, sin incidencia dramática alguna-, en beneficio de ese auténtico estallido de febrilidad que ofrece casi plano a plano su desarrollo. Todo ello, permitiendo secuencias de extraordinaria fuerza, como la que describe ese inesperado recital de guitarra de Vincent, ante el grueso de estudiantes extasiados, en el gran salón del castillo, describiendo la cámara como incluso un ciervo del exterior del mismo, contempla embelesado la actuación del muchacho. O el extraordinario episodio, de la tremenda tormenta desatada, con sus consecuencias en el interior del castillo de Heiligenstadt, en medio de la noche -en mi opinión, el más memorable de la película-, que llegará a tener su incidencia con la caída de un enorme árbol, destrozando algunas dependencias del mismo. Dentro de esa aterradora circunstancia, Vicent regresará de su primera aventura en el castillo ‘encantado’, viéndose herido, y al mismo tiempo, entre sombras, contemplando como Liselotte se desnuda entre sombras y se ofrece a él. O, como no podía ser de otra manera, la breve secuencia en las fiestas del pueblo, donde Vincent contemplará el coche donde se encuentra Marienne, plasmando Duvivier al muchacho, intentando avanzar entre los gigantes y cabezudos que le rodean, a cámara lenta. O el casi suicida desplazamiento a nado de Vincent, al objeto de reencontrarse con Marianne, cuando conozca que le ha pedido ayuda por escrito, siendo seguido también a nado por varios de sus compañeros, o incluso por un perro.

Esa desaforada mezcla entre fantasía y realidad. Esa manera de plasmar con tanta originalidad, las pulsiones sexuales de la adolescencia. La melancolía que describen sus instantes finales, cuando Vincent abandone la residencia de estudiantes, con un destino tan intenso como incierto -encontrar a esa Marienne de sus sueños-. La tristeza de ese pequeño, al que siempre ha acompañado Vincent, cuando este se ha ido alejando de él. Esa capacidad de detalle -las botas del ayudante de su madre, que ha acudido al castillo para hablar con el protagonista, señalándole que esta se encuentra residiendo en Zurich para esperarlo. Esa extraña subtrama latente, en la que el peso de la madre de Vincent, a la que nunca veremos, quizá tuvo una plasmación física en la figura de esa Marienne, que nunca sabremos a ciencia cierta, si es real, o fruto de la fantasía del muchacho. Todo ello, definirá un conjunto que, por momentos, rozará lo delirante pero que, precisamente por ello, nos atrae de manera irresistible, determinando esa extraña sensación, de concluir si la realidad y la fantasía, se encuentra ligada, en una extraña simbiosis, sorteando la percepción de nuestros sentidos.

Calificación: 3’5

PANIQUE (1946, Julien Duvivier)

PANIQUE (1946, Julien Duvivier)

Dentro de una filmografía tan extensa como la del francés Julien Duvivier -unos 70 largometrajes-, expandida además desde pleno periodo silente, y hasta finales de los sesenta, resulta casi imposible apostar por la que podría ser su obra cumbre. En mi caso además, sería imposible cualquier afirmación, ya que mi conocimiento de la obra de Duvivier es escaso y fragmentado -no más de una quincena de sus realizaciones-. Y es que,  por otra parte, en el francés se da cita una circunstancia, que quizá ha impedido una mirada conjunta sobre su aportación en la pantalla; la versatilidad que demostró, al apostar por diferentes ámbitos de producción -incluyendo en ella películas rodadas en Hollywood e incluso bajo producción británica-, lo cual en sus últimos años de carrera, quizá le pasara factura, al ser incluido dentro de esas ‘viejas glorias’ que el cahierismo francés ametralló con sus comentarios, al objeto de asaltar la primacía en dicha cinematografía.

Dicho esto, y asumiendo las oscilaciones registradas por Duvivier en su larga andadura como director, he de reconocer que considero PANIQUE (1946), no solo el mejor de los títulos suyos que he contemplado hasta la fecha y, considerado en sí mismo, una obra excelente, que conecta de manera certera, con ese malestar que plasmó en la pantalla el cine francés de posguerra, una vez concluida la ocupación alemana, y que tendría sus exponentes más valiosos, en las figuras y estilos contrapuestos -curiosamente ambos, acusados de colaboracionistas con los nazis-, de Henri-George Clouzot y Sacha Guitry. Estamos ante un tipo de cine que, dentro de los modos de la metáfora social y, por lo general, utilizando los márgenes del drama psicológico y el thriller -hagamos excepción de las aportaciones del gran Guitry, tan ligadas a su mundo creativo escenográfico e historicista-, para describir historias sombrías, ligadas al momento contemporáneo de rodaje, que describían una realidad dura y áspera. Fueron, por lo general, títulos que fueron recibidos con hostilidad, y que solo con el paso del tiempo, han sido reconocidos tanto en su valía como tales propuestas, como a través de la valentía que demostraron en sus intenciones metafóricas.

Punto por punto, se cumple esto en esta adaptación de la novela de George Simenon -de la que Patrick Leconte formularía un remake con MONSIEUR HIRE (Idem, 1989)-, llevada a cabo por el propio Duvivier y Charles Spaak, que centrará su radio de acción en una gran plaza de un barrio popular de Paris donde, desde el primer momento, se respira el aroma de una forzada normalidad. Entre una ciudadanía en apariencia cotidiana, surge la figura de un hombre extraño, de suaves modales, vestido de negro, y bastante retraído al entorno que le rodea. Ello delata una extraña cultura, como si no quisiera mezclarse con un populacho, que incluso le vende carne de escasas calidades -la conversación con el carnicero-. Se trata de Mr. Hire (soberbio Michel Simon), un hombre distante, caracterizado por su pasión por la fotografía -ese inesperado zoom cuando fotografía a una niña-, que discurrirá por el marco de la película, mientras inesperadamente se descubre el cadáver de una mujer, que pronto se conocerá ha sido estrangulada. Se trataba de una persona ya de edad, soltera, que residía en la pensión establecida en la zona. Antes ya de llegar la policía, destacará la celeridad que ofrecerá el carismático Albert (Paul Bernard), a la hora de canalizar la colaboración de la ciudadanía, para facilitar la tarea de los agentes. En esos momentos, Hire se mostrará al margen del ímpetu de la muchedumbre, pero poco después no dejará de llamarle la atención la llegada de la bella Alice (fascinante Viviane Romance), a quien además tiene como vecina, en el edificio que se encuentra frente al suyo. Sin embargo, desconoce el pasado de esta, que acaba de salir de la cárcel, por haber protegido a Albert de un delito, ya que lo ama desaforadamente, viajando hasta este nuevo rincón, para con ello reanudar dicha relación, haciendo ver a los vecinos que esta se ha producido casualmente.

Muy pronto se formulará en Hire algo que romperá su habitual distanciación existencial; la pasión que ha inoculado en él Alice, lo que le llevará a prevenirla, e incluso confesarle que sabe que Albert fue el asesino, e incluso señalándole que tiene guardado el bolso de la fallecida, con los siete mil francos que esta guardaba. Es más, admite conservar una prueba irrefutable que inculparía a este del crimen. Ello suscitará, inicialmente, la desconfianza de la joven quien, en su rápido encuentro con su amante, lo someterá a prueba, intentando confirmar en ello las sospechas que Hire le ha formulado. Será algo que Albert inicialmente le hará desestimar, afianzando su ciego amor hacia él.No obstante, poco después admitirá con frialdad ser el asesino, poniendo el dinero del botín a disposición de ambos, e incluso forzando una estrategia para lograr que, sobre el veterano y enigmático hombre, se cierna la animadversión de sus vecinos y, con ello, logrando que se cierre la investigación policial, que incomoda a Albert, unido al hecho del temor que siente por esa prueba que sabe conserva Hire. Mientras tanto, este último desnudará su alma a Alice, mostrándole esa mansión oculta de su propiedad que se encuentra en una pequeña isla, e incluso relatándole su triste pasado. Nada podrá, sin embargo, eliminar la turbulencia emocional que esta mantiene en su interior, conmovida por la sensibilidad que este ha expresado ante ella, pero sin ser capaz de desligarse de un hombre dañino que, por otro lado, sabe explotar en ella sus pasiones.

PANIQUE se inicia con letra pequeña, con caminar descriptivo. Pero muy pronto enseña sus cartas mostrando el crimen que catalizará su devenir, al tiempo que, trazando los perfiles, tanto de sus protagonistas, como de esa vetusta y poco grata fauna humana que, a la larga, se erigirá como auténtico elemento motor de su conclusión. Con ello, se logrará transmitir al espectador ese clima malsano. Esos ciudadanos en apariencia sumisos, pero en realidad apáticos y descontentos, que viven y se enraciman en unas viviendas y habitaciones, en las que el moho casi parece traspasar la pantalla -muy bien descrito con la iluminación de Nicolas Hayer, y el hábil uso de la grúa por parte de Duvivier-. La película destaca en su pintura de personajes, y en una articulación dramática de creciente intensidad. Su discurrir, propone una sociedad revestida de seres mezquinos, guiados por sus espúreos intereses, en los que reina la desconfianza, pero que no dudan en aliarse, incluso de manera violenta y agresiva, cuando sienten que se socaba ese entorno putrefacto, que para todos ellos se convierte en norma de convivencia.

No cabe duda que en PANIQUE, encontramos una clara metáfora, en torno a esa muy cercana convivencia en la Francia del régimen de Vichy. Esa sensación de vivir en una sociedad presidida por la desconfianza y el resentimiento, que afilará sus uñas en torno a un hombre tan educado como distante, que aparece como blanco fácil para la demonización del diferente o, quizá de manera inconsciente, exorcizar su complejo de inferioridad, ante alguien que demuestra una distinción y un poder económico, del que ellos carecen. Sea como fuere, la película va creciendo como un perfecto artefacto de relojería, en donde la pasión y el amor, la sensibilidad y la pulsión malsana, se entrelazan de manera admirable, en un relato lleno de fuerza dramática, en el que poco a poco iremos llegando a un doble pathos, en uno de los episodios más desasosegadores del cine francés de su tiempo.

La admirable obra de Duvivier, alberga en su seno pasajes de enorme fuerza. Uno de los más memorables es, sin duda, el plano medio que encuadra a Alice en plano fijo, mientras Albert le confiesa con absoluta frialdad, haber sido del autor del asesinato, transmitiéndose en su rostro la equívoca turbulencia emocional que alberga en su interior. Pero la película está trufada de grandes instantes, como esos planos en los que Hire observa desde su ventana en la noche, adornada con una extraña y zigzagueante iluminación, al objeto de su fascinación emocional. O el primer episodio en el que se manifestará la hostilidad de su entorno hacia Hire, en medio de una pista de coches de choque. También la visita de Alice y Albert a la adivinadora, o la conmovedora e inesperada secuencia, en la que Hire le muestra a su amada esa acomodada propiedad que desea compartir con ella, y que revela el pasado de un hombre delicado y refinado.

No obstante, la catarsis de PANIQUE aparece en su magistral y doloroso tramo final, que describirá la histeria de la población, cuando caigan en la trampa que Albert les ha tendido, en una deriva destructiva que apenas podrán contener las fuerzas dl orden. Hire, humillado finalmente, no tendrá más opción que intentar huir por el tejado de una de las viviendas, en unos minutos donde la angustia y el paroxismo, se transmite al espectador, casi sin tregua posible, en medio de una coralidad embrutecida, que protagoniza una ceremonia de linchamiento, contra alguien que simplemente les resulta molesto, ante la mirada acechante de Albert, y la actitud hundida y arrepentida de Alice, siendo observador por ese inspector de policía, que sospecha que algo se oculta en el primero de ellos. La respuesta la tendrá ya, sin haber podido salvar la vida de Hire, en una conclusión que escamotea la captura del asesino, para introducir los sones de una canción que clama por la humanización del individuo. Doloroso contraste, en la película de extrema dureza en aquel tiempo y que, a ojos de nuestros días, no solo sigue manteniendo la vigencia de su mensaje sino, sobre todo, la excelencia y extrema convicción de su enunciado dramático.

Calificación: 4

ANNA KARENINA (1948, Julien Duvivier) Ana Karenina

ANNA KARENINA (1948, Julien Duvivier) Ana Karenina

Auspiciada con un cuidado diseño de producción por el británico Alexander Korda, contando asimismo con un magnífico reparto también de origen inglés, y tomando como referente la obra de Leon Tolstoy, ANNA KARENINA (Ana Karenina, 1948) contó sin embargo con la realización del francés Julien Duvivier –que ya rodara al amparo de Korda la más atractiva LYDIA (1941)-, quien en esos años también practicó incursiones en el cine norteamericano. Artesano dotado para las atmósferas románticas, fue elegido en esta ocasión para dar vida a este vehículo, destinado especialmente al lucimiento de Vivien Leigh, en aquellos tiempos la máxima estrella del estudio. A partir de esas premisas, nos encontramos ante un competente más no especialmente memorable drama, en el que se describirá la andadura de la acomodada Anna (Leigh), esposa de un prestigioso hombre de estado –Karenin (Ralph Richardson)-, quien sin embargo no tiene entre sus premisas la atención debida a su esposa. La película se centra en una cuidada reconstrucción de la Rusia zarista, ámbito en el que se desarrollará la acción, fundamentalmente entre los viajes de San Petersburgo a Moscú, por parte de la protagonista, una mujer provista de una acusada personalidad, ansiosa en su interior de vivir en carne propia esa sensualidad que pide a gritos su interior, y que su esposo es incapaz de ofrecerle. Sin embargo, en ese viaje inicial en tren hasta la capital rusa, se producirá de entrada el encuentro con la condesa Vronski (Helen Haye), quien involuntariamente le proporcionará el primer indicio de lo que posteriormente será el encuentro con su hijo, el conde Vronski (Kieron Moore). Será al mostrarle una fotografía de este, donde atisbará su atractivo. Poco después, el hálito romántico del `primer encuentro en vivo se producirá al contemplar a este desde el interior de la ventanilla del tren una vez llega a Moscú. El encuadre mostrará la apostura de su rostro realzado por el vaho de la nieve, proporcionando al instante un aura ensoñadora para la protagonista. Poco a poco se establecerá una inmediata conexión entre Anna y Vronski. Algo que esta en principio rechazará, temerosa de violentar las convenciones de la época, pese a los constantes y sinceros galanteos del prestigioso militar. Sin embargo, el estallido pasional se establecerá entre ambos, provocando poco a poco los comentarios de la alta sociedad de San Petersburgo, y llegando estos hasta oídos del esposo de Anna. Este, en el fondo se sentirá humillado, viendo como se pone en peligro su condición de hombre de estado, y poniendo de manera paulatina todo tipo de trabas. Cuando en una conversación con su esposa, esta reconozca la relación que mantiene con Vrosnki, este esté dispuesto de concederle el divorcio, pero no la custodia de su hijo.

A partir de ese momento, el relato irá desprendiéndose por una vertiente trágica. Anna estará a punto de caer presa de la locura, Vronski contemplará la situación de su amada y, tras conversar con su esposo, se retirará de la vida militar, y a punto estará de poner fin a su vida en un intento de suicidio. Sin embargo, y cuando todo parecía que iba a desembocar en la tragedia, se desarrollará un gesto valiente por parte de Karenina, fugándose de su vivienda y abandonando su mundo, para irse a vivir con su amado en una casa que tendrán dispuesta en Venecia. No será sin embargo más que un interludio de paz, en el que pronto se manifestará la incomodidad de Vronski al vivir sintiéndose un ser sin futuro –la presencia de unas tropas rusas en la ciudad italiana nos dará una pista al respecto-. Por ello, ambos regresarán a la ciudad rusa, donde comprobarán el rechazo que sobre todo ella vivirá en sus propias carnes, como mujer que implícitamente ha puesto en jaque la rígida moral zarista. La madre de Vronski impelirá a su hijo a que la abandone, mientras que Anna solo podrá ver a su pequeño visitando a escondidas su antiguo domicilio conyugal, en donde será descubierta por su esposo, que le negará el divorcio, aunque ello lleve aparejada la pérdida de la custodia de este. En un panorama tan hostil, los resentimientos y celos por parte de Anna irán creciendo ante las peticiones de Vrosnki de consumar el divorcio –sin saber que ya ha obtenido la negativa por parte de su esposo-, o los devaneos de este con una aristócrata con la que desea casarlo su madre. Dentro de un contexto de creciente hostilidad hacia nuestra protagonista, su determinación se verá minada con creciente fuerza, hasta que la tragedia se cierna casi como su única salida.

Sin erigirse como una muestra especialmente distinguida del género –como lo podría ser en aquella época LETHER FROM A UNKNOWN WOMAN (Carta de una desconocida, 1948. Max Ophüls)-, ANNA KARENINA destaca en el cuidado de su ambientación, en la señalada competencia de su cast y, en la intensidad que adquieren algunas de sus secuencias. Por destacar episodios concretos, no se puede olvidar el desarrollado en las carreras de caballos, en donde Vrosnki sufrirá un accidente en off, contemplando el espectador el juego de miradas a través de los prismáticos por parte de la protagonista, la complicidad de sus amigas, y los recelos de su esposo. Destaquemos igualmente el fragmento en el que esta es presa de un ataque de ansiedad, sufriendo un primer conato de esa locura que le empujará finalmente a poner fin a su vida, en donde la reacción de su esposo y amante serán cruciales, provocando ese intento de suicidio resuelto de manera tan dramática y elíptica como elegante. Sin embargo, se echa de menos más arrojo en este relato, una mayor capacidad de crítica del entorno social que describe, cuyos apuntes aparecen diluidos de manera demasiado simplista y convencional. Solo en algunos instantes –esa ocasional aparición casi fantasmagórica de un anciano con largas barbas en determinados pasajes del film, preludiando instantes de especial dramatismo-, se percibe esa sensación de auténtica tragedia que subyace en la obra de Tolstoy, y que quizá en esta ocasión –no sería la única dentro de sus adaptaciones cinematográficas-, quedó diluida en los bordes de un melodrama tan competente en su efectividad como tal, como carente de la hondura que pedía a gritos su entramado dramático.

Calificación: 2’5

LYDIA (1941, Julien Duvivier)

LYDIA (1941, Julien Duvivier)

Muchas veces no hay más ciego que el que no quiere ver. Me viene a la mente este aforismo al comentar LYDIA (1941), la primera película que firmó el realizador Julien Duvivier tras su exilio de una Francia a punto de ser ocupada por los nazis. Sería un título auspiciado por la productora de Alexander Korda en Inglaterra, como paso previo a su inmediata y no muy extensa trayectoria en el cine norteamericano, tras la cual retornó a su Francia natal. Como quiera que Korda tenía entre sus estrellas a la que al mismo tiempo era su esposa –Merle Oberon-, dispuso que LYDIA se convirtiera en un vehículo dedicado a su mayor lucimiento. Nada habría que objetar a tal condicionante, en la medida que la Oberon fue siempre una intérprete de exquisita formación, y que quizá hubiera merecido una mayor proyección que la que finalmente configuró su andadura en la pantalla. Pero, ciñéndonos a lo que nos ofrece el film de Duvivier, lo cierto es que ese servilismo a su personalidad fílmica, por fortuna va acompañado por el talento y la sensibilidad que la actriz despliega en todo momento en su complejo personaje, mientras que el realizador francés logra componer un relato romántico, con ciertas connotaciones fantastiques que, aunque quizá pocos lo hayan advertido, se podrían situar como punto de partida de títulos –varios de ellos de superior calado en dicha vertiente-, que se fueron sucediendo a partir de la existencia de esta película. Todos sabemos que en el mundo del cine es casi imposible poder establecer cuando se produjo el primer exponente de cualquier corriente o incluso un elemento plástico o estético. Sin embargo, cierto es que LYDIA deja entrever la presencia de posteriores títulos que se irían sucediendo según vaya discurriendo la década, que van desde el muy conocido PORTRAIT OF JENNIE (Jennie, 1948. William Dieterle) el ya mítico THE GHOST AND MRS. MUIR (El fantasma y la Sra. Muir, 1947. Joseph L. Mankiewicz), o el aún ausente de la necesaria valoración THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947. Martín Gabel). Es más, ya en su breve periodo americano, Duvivier incidiría en esta faceta más o menos fantastique, incorporando en su filmografía el relato en forma de tres sketchs FLESH AND FANTASY (Al margen de la vida, 1943). Dicho esto, el título que comentamos no se inserta de lleno en dicha vertiente, aunque su disposición visual y algunos de sus episodios más intensos, sí que abrigan de forma abierta esa corriente que poco después ofrecería no pocos títulos de relieve al cine de habla inglesa.

Ya envejecida y tras haber recibido un multitudinario homenaje, en función de su inmensa labor humanitaria en pro de los niños ciegos e inválidos –para quienes creó un hospital- la aún coqueta Lydia McMillan (Merle Oberon) no podrá abstraerse a la encerrona que le brindará su viejo amigo Michael Fitzpatrick (Josseph Cotten), reuniendo en un rascacielos a los que han sido los hombres de su vida. Uno de ellos fue él –un médico hijo del mayordomo de la familia-, otro un joven de adinerada familia y escasa inteligencia –Bob Willard (George Reeves)-, y el tercero un sensible pianista ciego –Frank Andre (Hans Jaray)-. Será el momento perfecto para que todos ellos, ya bastante envejecidos, se remonten al peso de sus recuerdos en relación con la entonces joven protagon. Con el relato de la protagonista en off, LYDIA se estructurará en una serie de flash-backs, que nos mostrarán el devenir existencial de una muchacha alegre y vitalista, que casi a pesar suyo va provocando la admiración en un Boston de principios de siglo, pese a la férrea tutela que le brinda su abuela –Sara (la inconmensurable Edna May Oliver)-. A partir de una belleza que va acompañada de una personalidad casi inocente, irá provocando desde el primer momento la pasión de Richard, quien pese a vivirla en carne propia siempre se mostrará introvertido en cuanto a su sentimiento. Mucho más superficial será la mantenida con Willard, mientras que la relación con el pianista invidente adquirirá un carácter casi platónico. Sin embargo, lo más singular de sus recuerdos, residirá en el hecho de que el único objeto de verdadero amor por parte de esa chiquilla que casi sin pretenderlo se convierte en mujer, será ese Richard con el que sentirá la intensidad –y brevedad- de la auténtica relación amorosa, aunque ello suponga al mismo tiempo la imposibilidad de establecerla con cualquier otro de sus eternos pretendientes, desarrollando su capacidad de afecto y amor a los niños minusválidos y ciegos, pero entendiendo en su retorno a la realidad de su vida ya casi culminada, el fracaso de esa espera que ha supuesto para una vida que se ha desarrollado en el deseo que tan solo se pudo vivir en muy escasos momentos, quedando con el paso de los años como un recuerdo, intenso para ella, y ausente para Richard.

Son diversas las virtudes que adornan este relato fantasmagórico por momentos, ligado a la crónica de costumbres en otros, romántico en algunos, y en su conjunto casi, casi, inclasificable. La propia y caprichosa configuración del relato permite que su degustación se ofrezca atrayente ya desde ese inicio tan inusual –el premio que es concedido a la protagonista por su labor filantrópica, que muy pronto da un giro, uniendo en torno a ella a esos viejos pretendientes que se han unido en una velada para evocar recuerdos quizá poco gratos –por fallidos- para ellos. Será precisamente esa estructura caprichosa la que quizá haya permitido que el film de Duvivier se conserve tan bien con el paso de los años. Hay en sus imágenes una viveza tanto en el desarrollo de su argumento como, sobre todo, en su resolución fílmica. Esa capacidad para alternar registros, permite destacar su conjunto como un nada despreciable precedente de diversas tendencias melodramáticas, que no tardarían en plasmar cineastas como el mismo Orson Welles o William Dieterle, entre otros, configurando un modo de abordar el género, cercano el fantastique en muchas de sus acepciones. Unamos a ello la capacidad para sorprender al espectador con giros insospechados –esa introducción del personaje del niño ciego que cambiará el rumbo de la vida de la protagonista, rompiendo con el sesgo que hasta entonces brindaba el film-, la capacidad que brindará el cineasta para alcanzar una intensidad romántica del más alto octanaje –la estancia de Lydia y Richard en una casa de sorprendente diseño en plena costa nevada-, o la sensación de asumida pero dolorosa infelicidad que la envejecida protagonista vivirá al comprender como esa espera de un amor, en realidad no ha servido para nada. Una tristeza compartida por su fiel Richard, quien quizá ha sido la persona que más ha comprendido la singular personalidad de la persona a la que ha amado sin reserva, culminando una película que destaca del mismo modo por la vigorosa atmósfera que se describe en su cuidado diseño de época, la elegante planificación de Duvivier, y la fuerza contrastada que ofrece la iluminación de Lee Garmes.

Unamos a ello la brillantez en la labor de sus actores, los apuntes que su argumento brinda en torno a los conflictos de clase –Richard es el hijo del criado de los McMillan, y este último será aceptado como un miembro de la familia, momentos antes del inesperado fallecimiento de la dueña de la mansión, que en sus orígenes era de clase obrera, adquiriendo su nobleza por un golpe de fortuna a la hora de encontrar marido. Sorprendente y apasionada en sus mejores momentos –atención a ese inusual ralenti que servirá para contraponer el punto de vista de Lydia y otro personaje, a la hora de describir una fiesta, y en el fondo mostrando con ello sus propias personalidades a la hora de enfocar dicho acto-, provista de un notable sentido de la progresión dramática, delicada e incluso dominada por una asumida tristeza en sus instantes finales, LYDIA destacará asimismo por mostrar un retrato femenino lleno de personalidad, que decidirá sobrellevar un modo de vida diferente y, sobre todo, libre de todo convencionalismo.

Calificación: 3

TALES OF MANHATTAN (1943, Julien Duvivier) 6 destinos

TALES OF MANHATTAN (1943, Julien Duvivier) 6 destinos

TALES OF MANHATTAN (6 Destinos, 1943. Julien Duvivier) supone la primera apuesta de la 20th Century Fox en el terreno del cine de episodios, faceta que prolongó algunos años después con la más ambiciosa FULL HOUSE (Cuatro páginas de la vida, 1952) –para la que además de un considerable reparto, contó con una magnífica nómina de realizadores-. En esta ocasión, se eligió la dirección de un Duvivier que llegaba a Estados Unidos exiliado de la Francia ocupada, desarrollando una andadura en Hollywood que muy poco después le haría recaer de nuevo en este formato cinematográfico –esta vez producido por la Universal- con la, a mi juicio más lograda FLESH AND FANTASY (Al margen de la vida, 1943) –para la que recuperó algunos de los componentes del fantástico reparto del film que comentamos-. Esta preferencia, no quiere en modo alguno inducir a pensar que TALES OF... carezca de interés. Nos encontramos con una propuesta planteada con inteligencia, que buscaba ante todo la posibilidad de aunar en base a diversas historias, la confluencia de un reparto estelar dividido en pequeños roles distribuidos en sendos episodios, que quedaban unidos por medio de un leiv motiv que -es algo bastante curioso-, se alejaba un poco del contexto que marcaba su título original. Y es que si bien en algunos de los seis episodios de que consta la película, sí se respira esa personalidad newyorkina que manifestaron en sus obras escritores como Damon Runyon, no es menos cierto que en otros invitan a pensar que esa analogía que sirve de punto de partida se encuentra un tanto pillada por los pelos.

 

No se trata, en todo caso, de un reproche que quepa acentuar a una propuesta que aúna un olfato comercial siempre visto este desde un prisma de respeto a la inteligencia del espectador de la época, al que brinda un conjunto de historias que se erigen como pequeños cuentos morales, centrando su hilo conductor en torno al eterno debate entre la sinceridad y cualquier tipo de representación o fingimiento. Es decir, que entre el actor del primer episodio y los afortunados y pobres negros del capítulo final, puede establecerse toda una gama de comportamientos urdidos y trasladados a la pantalla con indudable sentido de la amenidad, una gran profesional y ocasional grado de intensidad, aunque en ellos –y es una circunstancia difícil de soslayar en un producto de estas características-, en ocasiones acuse una cierta irregularidad, que impida que su conjunto alcance un más alto grado de coherencia.

 

El comienzo e incluso el primer episodio de TALES OF... es bastante atractivo, con la presentación de ese frac que ha de lucir el conocido actor Paul Orman (Charles Boyer). Pese a los augurios que le manifiesta el dueño de la firma de confección, este logrará un sonado estreno en su reaparición en los escenarios, tras varios fracasos consecutivos. El ritmo será ágil a la hora de mostrar el auténtico interés de Orman; el reencuentro con su amante, Ethel (Rita Haywarth), casada con un hombre de mayor edad y poderosa posición económica –John (Thomas Mitchell), siempre al borde la sobreactuación-. Este último intuirá la infidelidad de su esposa y, cual moderno Conde Zaroff, someterá a la pareja y, en especial al intérprete a un juego de humillaciones en el que se pondrá en juego su prpia vida. Sin embargo, será la propia capacidad histriónica de Orman, la que dará un vuelco a la acción, sirviendo la tensa situación para que vislumbre la realidad de los sentimientos que se encontraban presentes en ella. El episodio es trepidante, dominado por un montaje magnífico, una estupenda descripción de ambientes y tipologías, y contando además con una duración suficiente para que pueda extender su alcance psicológico. Será sin duda en esa segunda mitad desarrollada en el siniestro pabellón de caza del esposo de Ethel, donde la acción adquirirá una mayor hondura, dentro de un enfrentamiento a tres bandas en el que la sinceridad, las impostura y los buenos modales, conformarán un atractivo relato de entrada a la película.

 

Será algo que, lamentablemente, no tiene su adecuada continuidad con el siguiente segmento, a mi modo de ver el más endeble de todos ellos, y a demás introducido con una pirueta de guión nada creíble –el mayordomo del actor pide un préstamo de diez dólares dejando el smoking en prenda-. El fragmento se centra en el descubrimiento del verdadero amor por parte de una novia que va a casarse y descubre la infidelidad de su novio, quien recurrirá a su mejor amigo para intentar solventar la delicada situación. Dejando aparte el buen juego de actores entre Henry Fonda y Ginger Rogers, todo se diluye en un pequeño juguete de comedia, sin mayor trascendencia en sus postulados.

 

Más interés adquirirá el episodio que protagonizará Charles Laughton –es curioso como en sus apariciones en este tipo de cine, sus personajes poseían siempre un trasunto megalómano y al mismo tiempo vulnerable-, dando vida a un músico de escasas posibilidades, quien finalmente verá colmado su deseo de realizar una audición ante un conocido y exigente director de orquesta –encarnado con seguridad por Victor Francen-. Este accederá a sus deseos tras mil demoras, apoyando en su debut en un gran concierto –una argucia de guión un tanto artificiosa-, donde las intenciones y la fuerza de la música se verán frustradas por la inesperada rotura del smoking que su esposa ha adquirido, provocando las carcajadas del auditórium. Una situación que llegará a hacerse dolorosa, hasta que la actitud del director que le ha apadrinado llegará a revertir, permitiendo que el estreno del músico resulte triunfal. Ligero como un cartoon en sus primeros minutos, irregular y genialoide por momentos, lo cierto es que el fragmento expone en su desarrollo momentos que llegan a calar hondo –sobre todo aquellos centrados en la evolución de las reacciones de su personaje central en el concierto, junto a otros en los que se echa de menos un mayor grado de convicción –la difícil plasmación de ese cambio en la actitud de burla generalizada del auditorio, reconvertida en un respeto generalizado a su labor, por encima de las convenciones que emanan de la convocatoria-.

 

Aún superior resulta en su atractivo el capítulo protagonizado por un magnífico Edward G. Robinson –probablemente el intérprete más brillante de todo el reparto-, encarnando a un antiguo abogado que vive en la miseria de las calles de los bajos fondos de Manhattan –magnífica la labor de dirección artística en su plasmación física-. De repente y gracias a la ayuda que le ofrece el encargado de una misión de caridad, recibirá una carta que le invita a una fiesta de sus antiguos compañeros de promoción –todos ellos situados en el ámbito social y profesional-. Aunque reticente, la nostalgia y la ayuda que le proporcionan los miembros de dicha misión le harán aceptar el envite acudiendo a la lujosa celebración, donde logrará hacerse pasar por un miembro de la sociedad acomodada, hasta que la ausencia de la cartera de uno de ellos sea el detonante de un simulacro de juicio en el que el acusador será un antiguo rival de nuestro protagonista –encarnado por George Sanders-, y a este le servirá para revelar la realidad de su situación. Pese a ciertos instantes molestos –aquellos en los que se introduce dicho juicio en una fiesta en la que algunos de sus asistentes se encuentran bebidos-, es en esta ocasión donde nos encontramos más cerca que nunca del cine de Frank Capra. Aquel que se inclinó al mundo del ya mencionado Damon Runyon, y le permitió la que sigue siendo para mi su mejor película LADY FOR A DAY (Dama por un día, 1933), y el muy posterior y brillantísimo remake que propuso POCKETFUL OF MIRACLES (Un gangster para un milagro, 1961), que cerró su dilatada trayectoria. Centrado en el modulado trabajo de Robinson, es probable que nos encontremos con el capítulo más logrado de la película en su condición de apólogo moral, que llega a ofrecerse con una sinceridad dolorosa y lacerante.

 

La gran sorpresa de TALES OF MANHATTAN, supone encontrarse en su edición videográfica con un episodio que jamás fue exhibido en su estreno comercial, e incluso se ausenta en la obligada referencia de los títulos de crédito. Se trata de un fragmento de corta duración, protagonizado por el singularísimo W. C. Fields, acompañado por la presencia de Margaret Dumont y el cómico Phil Silvers. Un pequeño sketch ligado al contexto de Fields, que en esta ocasión proporciona al conjunto un contrapunto cómico irresistible, con esa subversión de un grupo de burgueses que asisten a la degustación de un producto que se contrapone como oposición a las bebidas alcohólicas, promocionado por el profesor que encarna Fields, sin saber que en su interior estos tienen licores del más alto voltaje. Como si fuera un precedente de EL ÁNGEL EXTERMINADOR (1962. Luis Buñuel), la brevedad del relato no impide que nos encontremos ante un fragmento muy divertido, que al parecer no fue incluido en el conjunto de la película por problemas en el salario del singular intérprete, en contraste con el del resto del reparto.

 

TALES OF MANHATTAN se cierra con un episodio que, bajo mi punto de vista, se pierde en la blandura de su contenido, y que tiene como principal atractivo contemplar en pantalla al singular actor negro Paul Robeson, un intérprete que poco después conocería el exilio por su reconocida filiación progresista. Este encarna a un agricultor que ha recogido junto a su mujer el smoking lleno de dinero, fruto de un atraco que ha llegado hasta allí de manera rocambolesca –una situación, esta sí, bastante ingeniosa-. La inesperada aparición del mismo será considerada un milagro, revolucionándose toda la colonia negra, caracterizada por su pobreza. Un episodio amable pero blando, del que solo cabría destacar, una vez más, el atractivo de su convincente dirección artística, cerrando un conjunto nada desdeñable, pero al cual quizá un superior grado de coherencia en su enunciado, le hubiera permitido alcanzar un superior grado de interés.

 

Calificación: 2’5