LYDIA (1941, Julien Duvivier)
Muchas veces no hay más ciego que el que no quiere ver. Me viene a la mente este aforismo al comentar LYDIA (1941), la primera película que firmó el realizador Julien Duvivier tras su exilio de una Francia a punto de ser ocupada por los nazis. Sería un título auspiciado por la productora de Alexander Korda en Inglaterra, como paso previo a su inmediata y no muy extensa trayectoria en el cine norteamericano, tras la cual retornó a su Francia natal. Como quiera que Korda tenía entre sus estrellas a la que al mismo tiempo era su esposa –Merle Oberon-, dispuso que LYDIA se convirtiera en un vehículo dedicado a su mayor lucimiento. Nada habría que objetar a tal condicionante, en la medida que la Oberon fue siempre una intérprete de exquisita formación, y que quizá hubiera merecido una mayor proyección que la que finalmente configuró su andadura en la pantalla. Pero, ciñéndonos a lo que nos ofrece el film de Duvivier, lo cierto es que ese servilismo a su personalidad fílmica, por fortuna va acompañado por el talento y la sensibilidad que la actriz despliega en todo momento en su complejo personaje, mientras que el realizador francés logra componer un relato romántico, con ciertas connotaciones fantastiques que, aunque quizá pocos lo hayan advertido, se podrían situar como punto de partida de títulos –varios de ellos de superior calado en dicha vertiente-, que se fueron sucediendo a partir de la existencia de esta película. Todos sabemos que en el mundo del cine es casi imposible poder establecer cuando se produjo el primer exponente de cualquier corriente o incluso un elemento plástico o estético. Sin embargo, cierto es que LYDIA deja entrever la presencia de posteriores títulos que se irían sucediendo según vaya discurriendo la década, que van desde el muy conocido PORTRAIT OF JENNIE (Jennie, 1948. William Dieterle) el ya mítico THE GHOST AND MRS. MUIR (El fantasma y la Sra. Muir, 1947. Joseph L. Mankiewicz), o el aún ausente de la necesaria valoración THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947. Martín Gabel). Es más, ya en su breve periodo americano, Duvivier incidiría en esta faceta más o menos fantastique, incorporando en su filmografía el relato en forma de tres sketchs FLESH AND FANTASY (Al margen de la vida, 1943). Dicho esto, el título que comentamos no se inserta de lleno en dicha vertiente, aunque su disposición visual y algunos de sus episodios más intensos, sí que abrigan de forma abierta esa corriente que poco después ofrecería no pocos títulos de relieve al cine de habla inglesa.
Ya envejecida y tras haber recibido un multitudinario homenaje, en función de su inmensa labor humanitaria en pro de los niños ciegos e inválidos –para quienes creó un hospital- la aún coqueta Lydia McMillan (Merle Oberon) no podrá abstraerse a la encerrona que le brindará su viejo amigo Michael Fitzpatrick (Josseph Cotten), reuniendo en un rascacielos a los que han sido los hombres de su vida. Uno de ellos fue él –un médico hijo del mayordomo de la familia-, otro un joven de adinerada familia y escasa inteligencia –Bob Willard (George Reeves)-, y el tercero un sensible pianista ciego –Frank Andre (Hans Jaray)-. Será el momento perfecto para que todos ellos, ya bastante envejecidos, se remonten al peso de sus recuerdos en relación con la entonces joven protagon. Con el relato de la protagonista en off, LYDIA se estructurará en una serie de flash-backs, que nos mostrarán el devenir existencial de una muchacha alegre y vitalista, que casi a pesar suyo va provocando la admiración en un Boston de principios de siglo, pese a la férrea tutela que le brinda su abuela –Sara (la inconmensurable Edna May Oliver)-. A partir de una belleza que va acompañada de una personalidad casi inocente, irá provocando desde el primer momento la pasión de Richard, quien pese a vivirla en carne propia siempre se mostrará introvertido en cuanto a su sentimiento. Mucho más superficial será la mantenida con Willard, mientras que la relación con el pianista invidente adquirirá un carácter casi platónico. Sin embargo, lo más singular de sus recuerdos, residirá en el hecho de que el único objeto de verdadero amor por parte de esa chiquilla que casi sin pretenderlo se convierte en mujer, será ese Richard con el que sentirá la intensidad –y brevedad- de la auténtica relación amorosa, aunque ello suponga al mismo tiempo la imposibilidad de establecerla con cualquier otro de sus eternos pretendientes, desarrollando su capacidad de afecto y amor a los niños minusválidos y ciegos, pero entendiendo en su retorno a la realidad de su vida ya casi culminada, el fracaso de esa espera que ha supuesto para una vida que se ha desarrollado en el deseo que tan solo se pudo vivir en muy escasos momentos, quedando con el paso de los años como un recuerdo, intenso para ella, y ausente para Richard.
Son diversas las virtudes que adornan este relato fantasmagórico por momentos, ligado a la crónica de costumbres en otros, romántico en algunos, y en su conjunto casi, casi, inclasificable. La propia y caprichosa configuración del relato permite que su degustación se ofrezca atrayente ya desde ese inicio tan inusual –el premio que es concedido a la protagonista por su labor filantrópica, que muy pronto da un giro, uniendo en torno a ella a esos viejos pretendientes que se han unido en una velada para evocar recuerdos quizá poco gratos –por fallidos- para ellos. Será precisamente esa estructura caprichosa la que quizá haya permitido que el film de Duvivier se conserve tan bien con el paso de los años. Hay en sus imágenes una viveza tanto en el desarrollo de su argumento como, sobre todo, en su resolución fílmica. Esa capacidad para alternar registros, permite destacar su conjunto como un nada despreciable precedente de diversas tendencias melodramáticas, que no tardarían en plasmar cineastas como el mismo Orson Welles o William Dieterle, entre otros, configurando un modo de abordar el género, cercano el fantastique en muchas de sus acepciones. Unamos a ello la capacidad para sorprender al espectador con giros insospechados –esa introducción del personaje del niño ciego que cambiará el rumbo de la vida de la protagonista, rompiendo con el sesgo que hasta entonces brindaba el film-, la capacidad que brindará el cineasta para alcanzar una intensidad romántica del más alto octanaje –la estancia de Lydia y Richard en una casa de sorprendente diseño en plena costa nevada-, o la sensación de asumida pero dolorosa infelicidad que la envejecida protagonista vivirá al comprender como esa espera de un amor, en realidad no ha servido para nada. Una tristeza compartida por su fiel Richard, quien quizá ha sido la persona que más ha comprendido la singular personalidad de la persona a la que ha amado sin reserva, culminando una película que destaca del mismo modo por la vigorosa atmósfera que se describe en su cuidado diseño de época, la elegante planificación de Duvivier, y la fuerza contrastada que ofrece la iluminación de Lee Garmes.
Unamos a ello la brillantez en la labor de sus actores, los apuntes que su argumento brinda en torno a los conflictos de clase –Richard es el hijo del criado de los McMillan, y este último será aceptado como un miembro de la familia, momentos antes del inesperado fallecimiento de la dueña de la mansión, que en sus orígenes era de clase obrera, adquiriendo su nobleza por un golpe de fortuna a la hora de encontrar marido. Sorprendente y apasionada en sus mejores momentos –atención a ese inusual ralenti que servirá para contraponer el punto de vista de Lydia y otro personaje, a la hora de describir una fiesta, y en el fondo mostrando con ello sus propias personalidades a la hora de enfocar dicho acto-, provista de un notable sentido de la progresión dramática, delicada e incluso dominada por una asumida tristeza en sus instantes finales, LYDIA destacará asimismo por mostrar un retrato femenino lleno de personalidad, que decidirá sobrellevar un modo de vida diferente y, sobre todo, libre de todo convencionalismo.
Calificación: 3
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