MARIANNE DE MA JEUNESSE (1955, Julien Duvivier)
El caso de Julien Duvivier, es realmente desconcertante. Artífice de una amplísima filmografía -cerca de 70 largometrajes-, iniciada en el periodo silente, y prolongada hasta la segunda mitad de los 50, lo cierto es que la misma se ha visto caracterizada por constantes altibajos. En su trayectoria se suceden títulos llenos de gran interés, con otros decididamente prescindibles, en medio de una andadura de desigual calado, que alberga títulos de la categoría de PANIQUE (1944), o la prescindible sucesión de títulos, que trasladaban a la pantalla el personaje de Giovanni Guareschi, ‘Don Camilo’. En cualquier caso, lo que es innegable, que el progresivo revisionismo de su filmografía, nos puede permitir pequeñas delicatessen como LA FÊTE À HENRIETTE (1952) -de la que Richard Quine filmó una admirable nueva versión, con PARIS WHEN A SIZZLE (Encuentro en París, 1963), a partir de un guion de George Axelrod-. O como MARIANNE DE MA JEUNESSE (1955), una deliciosa mixtura de relato coming on age, y propuesta fantastique que, de maneras inexplicable, se encuentra absolutamente ignota, y de la que cabe intuir, que el hecho de ubicarse en el periodo de rodaje, casi en la víspera del florecimiento de la Nouvelle Vague, y el aura decididamente anacrónica de su enunciado, favorecieron que muy pronto desapareciera de cualquier referencia.
Lo cierto es que resulta incomprensible que ello sucediera, ya que a mi modo de ver, y antes de entrar en un análisis más profundo de su enunciado, entiendo que Duvivier alcanza en esta adaptación de la novela de Peter von Mendelssohn ‘Douloureuse Arcadie’, un nivel, y una fuerza telúrica, a la hora de introducirse en un universo cercano al cuento de hadas, que uno, por ejemplo, no encuentra en ninguno de los exponentes de la obra cinematográfica, del a mi juicio sobrevalorado Jean Cocteau. MARIANNE DE MA JEUNESSE -de la que Duvivier realizó dos versiones, una francesa, que es la que he podido contemplar, y otra alemana, sustituyendo al protagonista por el joven Horst Buchholz-, se inicia con una serie de sugerentes travellings laterales, describiendo la frondosidad del bosque de Bavaria en donde se va a focalizar la acción, en medio de la niebla, y punteada por la voz en off de joven Manfred (Gil Vidal). Esta, nos introducirá manera melancólica, en el pasado de ese vieja y espaciosa residencia de estudiantes, ubicada en el castillo de Heiligenstadt y centrará su evocación, desde el momento en que se incorporó en dicho internado, el joven Vincent Loringer (Pierre Maneck). Oriundo de Argentina, e internado en el castillo por orden de su madre, muy pronto Vincent exteriorizará su extraña sensibilidad y, sobre todo, una capacidad de liderazgo, que no solo se manifestará a sus jóvenes compañeros, sino que el influjo se extenderá a los animales, que parecerán quedar hechizados ante su presencia. Casi de inmediato, en un entorno juvenil, dominado por unas determinadas rutinas, que intentan soslayar el conjunto de chavales que forman el denominado grupo de ‘los bandidos’, este destacará por la capacidad de fascinación demostrada hacia sus compañeros, relatando las andanzas de su país natal, siempre rodeado en grandes extensiones de terreno, dominado por la pasión por los caballos salvajes.
En medio de dicho contexto, Vincent será invitado a formar parte del grupo de fantasiosos y crueles estudiantes, trasladándose junto a ellos a un castillo, presumiblemente abandonado, que se encuentra en la otra parte del lago que preside aquel entorno, y del que circulan historias que avalan su encantamiento. Aquella extraña aventura juvenil, servirá de manera inesperada, para que nuestro protagonista se introduzca en el interior de la suntuosa edificación, contemplando un entorno casi paralizado por el tiempo, y conociendo a la joven Marianne (Marianne Hold), que aparece allí casi como un ser fantasmal, aunque dominada por su belleza juvenil. Todo ello supondrá el inicio de una irrefrenable pasión de adolescente, por parte del elegante y refinado Vincent, en torno a una muchacha de la que apenas conoce nada, pero que se ha adueñado de sus sentimientos, prácticamente desde el primer momento en que la contemplara, lo que le llevará a vivir situaciones extrañas, fruto de un estadio de la pubertad, que irá acompañado por un influjo dominado por la fantasía, en el que también tendrá acto de presencia la joven Liselotte (Isabelle Pla), familiar del director de la residencia de estudiantes, que se encuentra allí interna durante un tiempo, y que desde el primer momento quedará prendada por Vicent, llegando a ofrecerse en su abierta sexualidad, y aunque de este no encuentre más que rechazo.
Todo ello, conformará una extraña y, en la mayor parte de las ocasiones, fascinante amalgama argumental, de la que quizá cabría cuestionar, un cierto abuso, en determinados momentos, de la voz en off de Manfred. Dejando al margen esta circunstancia concreta, Julien Duvivier nos lleva a vivir con una extraña fisicidad, esa aventura colectiva, que tendrá en la figura de su joven protagonista una especial incidencia, sirviendo para una rápida transformación de su personalidad. Un relato que acertará casi plenamente, a la hora de oscilar en su crónica de un universo infantil y juvenil -sin obviar en ello su vertiente de crueldad que, por momentos, parecemos acercarnos al ‘Lord of the Flies’ de William Golding-, incardinándolo con ese relato neblinoso y fantastique, dominado por su atmósfera feérica, muy cercana en este caso a los confines del cuento de hadas.
Todo ello, tendrá un especial ámbito de incidencia, en aquellas secuencias descritas en el interior del castillo donde se encuentra Marianne, dominadas por una escenografía recargada -extraordinario el diseño de producción de Jean d’Eaubonne y Willy Schatz-, en la que contrastará la fisicidad de la belleza de su moradora, o la sensación de fantasmagoría que ofrece ese criado, descrito por esa extraña configuración física, que le hacen asimilar a los clásicos ogros de los cuentos. Todo ello, delimitará un relato, en el que lo evocador, la fuerza de una sexualidad latente, o la propia efectividad de las elecciones narrativas marcadas por el propio Duvivier, nos permitirá que dejemos de lado ciertas incongruencias -ese final de la malvada Liselotte, atropellada por una manada de ciervos, que aparecerá de manera elíptica, sin incidencia dramática alguna-, en beneficio de ese auténtico estallido de febrilidad que ofrece casi plano a plano su desarrollo. Todo ello, permitiendo secuencias de extraordinaria fuerza, como la que describe ese inesperado recital de guitarra de Vincent, ante el grueso de estudiantes extasiados, en el gran salón del castillo, describiendo la cámara como incluso un ciervo del exterior del mismo, contempla embelesado la actuación del muchacho. O el extraordinario episodio, de la tremenda tormenta desatada, con sus consecuencias en el interior del castillo de Heiligenstadt, en medio de la noche -en mi opinión, el más memorable de la película-, que llegará a tener su incidencia con la caída de un enorme árbol, destrozando algunas dependencias del mismo. Dentro de esa aterradora circunstancia, Vicent regresará de su primera aventura en el castillo ‘encantado’, viéndose herido, y al mismo tiempo, entre sombras, contemplando como Liselotte se desnuda entre sombras y se ofrece a él. O, como no podía ser de otra manera, la breve secuencia en las fiestas del pueblo, donde Vincent contemplará el coche donde se encuentra Marienne, plasmando Duvivier al muchacho, intentando avanzar entre los gigantes y cabezudos que le rodean, a cámara lenta. O el casi suicida desplazamiento a nado de Vincent, al objeto de reencontrarse con Marianne, cuando conozca que le ha pedido ayuda por escrito, siendo seguido también a nado por varios de sus compañeros, o incluso por un perro.
Esa desaforada mezcla entre fantasía y realidad. Esa manera de plasmar con tanta originalidad, las pulsiones sexuales de la adolescencia. La melancolía que describen sus instantes finales, cuando Vincent abandone la residencia de estudiantes, con un destino tan intenso como incierto -encontrar a esa Marienne de sus sueños-. La tristeza de ese pequeño, al que siempre ha acompañado Vincent, cuando este se ha ido alejando de él. Esa capacidad de detalle -las botas del ayudante de su madre, que ha acudido al castillo para hablar con el protagonista, señalándole que esta se encuentra residiendo en Zurich para esperarlo. Esa extraña subtrama latente, en la que el peso de la madre de Vincent, a la que nunca veremos, quizá tuvo una plasmación física en la figura de esa Marienne, que nunca sabremos a ciencia cierta, si es real, o fruto de la fantasía del muchacho. Todo ello, definirá un conjunto que, por momentos, rozará lo delirante pero que, precisamente por ello, nos atrae de manera irresistible, determinando esa extraña sensación, de concluir si la realidad y la fantasía, se encuentra ligada, en una extraña simbiosis, sorteando la percepción de nuestros sentidos.
Calificación: 3’5
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