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CINEMA DE PERRA GORDA

Leo McCarey

A 27 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (X) DIRECTED BY... Leo McCarey

A 27 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (X) DIRECTED BY... Leo McCarey

Foto: Leo McCarey (dcha.), junto a Robert Walker y Helen Hayes, en plenos ensayos del rodaje de la discutida y, para mi, admirable MY SON JOHN (Mi hijo John, 1952)

 

LEO McCAREY... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(8 títulos comentados)

ONCE UPON A HONEYMOON (1942, Leo McCarey) [Hubo una luna de miel]

ONCE UPON A HONEYMOON (1942, Leo McCarey) [Hubo una luna de miel]

Siendo como es, una de las más grandes obras de McCarey -al tiempo que una de las menos conocidas-. ONCE UPON A HONEYMOON (1942) entronca, incluso con ventaja, dentro del círculo de comedias antinazis, que ese mismo año pusieron en practica nombres tan reputados, como Charles Chaplin o Ernst Lubitsch. Pero al igual que las mismas, nos encontramos con una película valiente, inclasificable, atrevida y sorprendente que, bajo el marchamo de la comedia, articula una deslumbrante estructura narrativa, a modo de diferentes capas, que funcionan en la pantalla con una sorprendente precisión. Todo ello, hasta el punto de conformar una densa estructura, repleta de giros, matices, insinuaciones, dobles sentidos, combinación de elementos cómicos y dramáticos, articulados con absoluta perfección. Pero en realidad, como en el conjunto de la producción de este admirable cineasta, nos encontramos con una más de las ascesis amorosas que protagonizaron su cine. En realidad, el mundo del autor de GOING MY AWAY (Siguiendo mi camino, 1944), va en busca de la verdad, de la esencia, despojando sus estructuras narrativas de una serie de situaciones -por más dramáticas que estas sean-, que en realidad aparecen en su mundo, a modo de pruebas que se han de superar, para lograr ese punto de no retorno, que supone el anhelo de la felicidad.

ONCE UPON A HONEYMOON se inicia de la misma manera cotidiana y desenfada de tantas otras películas suyas -podría ser el inicio de MAKE WAY OF TOMORROW (1937)-. Una criada atiende en una lujosa mansión en tierras vienesas, una equívoca llamada telefónica. Ya podemos observar ese peculiar y deliberadamente distanciado modo de dirección de actores, que McCarey imprime a su cine, y que le permitirá conectar de inmediato con el espectador, dentro de un marco de relajación y cotidianeidad, que transmite humanidad desde el primer momento. Será el ámbito que nos trasladará a la lujosa residencia del siniestro barón Franz Von Luber (Walter Slezak). En sus dependencias se encuentra la que pronto va a ser su esposa -Kathie O’Hara (Ginger Rogers)-, que ha enviado una llamada a su madre. Una conferencia a un marco rural norteamericano, que servirá para mostrarnos el contraste de su actual y rutilante vida -en la que esta, una corista de baja estofa-, ha caído sin resistencia -ese instante en el que, encuadrando a su progenitora, la cámara gira a una gran foto de esta, luciendo uniforme de miss, resulta demoledora-. En ese marco de llamadas, en donde esta espera la llegada de un modisto que se retrasa, McCarey introduce al otro vértice del relato. Se trata del Pat O’Toole (Cary Grant), un periodista sin grandes laureles, que busca hacer una entrevista al barón, del que se sospechan sus filiaciones nazis. Un divertido equívoco, hará que este se presente en las dependencias simulando ser ese modismo. Una sucesión de planos cortos, cada vez más cercanos a ellos -insólitos en la película-, avanzan ese flechazo que se ha producido entre ambos, sin que ninguno de los dos lo reconozca.

Será la señal que McCarey nos inserta, de esa relación, bajo la cual va a vehicularse una intrincada historia, en la que con acierto se ha querido ver un preludio de la posterior NOTORIOUS (Encadenados, 1946. Alfred Hitchcock) -a mi juicio emparangonable en excelencias-, y en la que el alegato antinazi, es plasmado con tanta crueldad como lucidez, y al mismo tiempo con tanto sentido de la distanciación. Es por ello, que nos encontramos ante una de las obras más complejas del cineasta, en donde este juega con un pasmoso sentido del equilibrio, mirando cara a cara una situación de terrible incidencia mundial en aquel periodo, pero haciéndolo desde una mirada personalísima y, lo que es más importante, situando ese marco, como elemento primordial, a la hora de servir como referente de esa ascesis que vivirá la pareja protagonista. Así pues, el vertiginoso devenir narrativo de ONCE UPON A HONEYMOON, se articula en una asombrosa oposición de ambos vértices, combinando secuencias en donde el montaje se brinda con una pertinencia admirable, con esas largas secuencias, en las que McCarey ratifica, por si a alguien le quedaba la menor duda, que fue uno de los grandes humanistas que dio el cine, plasmando en todo momento una extraordinaria capacidad, para imbricarse en los recovecos del alma humana.

Ese contraste, marca por lo general una puesta en escena marcada en momentos en ocasiones casi vertiginosos -y para ello, nada mejor que ese reloj con la esvástica, sobre el cual se van describiendo las distintas invasiones nazis, que coincidirán con los diferentes e “inocentes” traslados de Von Luber-. Dentro de esta creciente anatomía del nazismo, la película incorporará instantes documentales de la presencia de los nazis invadiendo las ciudades, pero junto a ello, destacará por la audacia a la hora de aportar pequeños y explosivos instantes de puesta en escena. Pienso en la aterradora secuencia del ametrallamiento de general polaco, junto a un asistente alemán, en uno de los momentos más terribles y violentos del cine americano de los cuarenta. O en ese instante, tan fugaz como escalofriante, en el que O’Toole contempla en el balcón de al lado, como el barón y sus acólitos, exteriorizan su identificación con el III Reich. O el pavoroso “gag”, en el que la baronesa se encuentra junto a O’Toole huyendo en una pequeña barca, y busca en el agua las joyas que se le han caído. O el dramatismo, de repente revestido de alivio, en el que O’Toole y Katie, se encuentran ante la puerta de lo que parece ser un tribunal de esterilización, pronto transmutado en otro despacho donde los atiente el agregado de la embajada americana. Es tal la densidad, llegados a este punto, de sugerencias, matices y elementos que se incorporan con extraordinaria precisión, que la película precisaría de varias revisiones para captar todos ellos.

No obstante, el film de McCarey se degusta con extraordinaria placidez, aunque quizá su arriesgada configuración, fuera la cauda de que en su momento fuera un fracaso de público -como ha sucedido con otras de las grandes obras del cineasta-. Se puede disfrutar en la misma, de esa capacidad innata de tratar los roles secundarios con cariño y cercanía, apelando a ellos como portadores de buenos sentimientos. Lo mostrará esa vieja sirvienta en sus primeros minutos, la primera que vislumbrará en su actitud el hecho de que O’Toole va a ser el hombre que conectará con los sentimientos de su ama. Lo expresará con delicada y divertida actitud, ese camarero alemán que inicialmente se sorprenderá de la borrachera de los dos protagonistas, pero más adelante, el destino hará que pueda servir como ayuda de ambos, cuando se encuentran hospedados en un hotel casi en ruinas. O lo manifestará la joven sirvienta judía de los Von Luber, que servirá definitivamente para que Katie tome conciencia activa en la lucha contra el nazismo, brindándole su pasaporte para que pueda huir de la invasión nazi. La despedida de ambas, en plano medio fijo, adquirirá un carácter desolador, en uno de los momentos más memorables de la película. Pero una vez más, la apuesta por los buenos sentimientos, permitirá que un inesperado reencuentro con esta, permita huir a Katie de la vigilancia nazi.

Pero estamos hablando de una comedia, y de una comedia de McCarey, uno de los hombres de cine que aplicó una mirada más personal y, al mismo tiempo, relajada, sobre el género. Y es algo que tendrá múltiples expresiones, en esa secuencia inicial, en la que O’Toole finge ser el amanerado modisto, con un impecable juego de gestos y actitudes, jugando con la cinta métrica, que por sí solo debería servir como modelo para cualquier analista del género, y en el que se articulará la naciente relación entre ambos. O en esa señalada borrachera entre los dos, en la que finalmente Kathie asuma que está enamorara de él -un plano que muestra su rostro iluminado, lo delata sin precisar cualquier subrayado-. O se demostrará en el off narrativo, cuando en el viaje en tren de bodas en tren de los barones. Ella escuche el recital de trompeta de O’Toole, lo cual le provocará un irresistible ataque de risa ante su marido. Pero es que incluso, en otros personajes, se activará esa pasmosa sensación de “verdad” que expresó lo mejor del cine de McCarey. Me refiero, sobre todo, a ese maravilloso episodio entre Kathie y el espía Gaston Le Blanc (Albert Decker), una vez esta acude con O’Toole para hacerse unas fotos, y el segundo se marche a hacer unas compras. Será el momento en que ambos empiecen una conversación impersonal y divertida, evocando su vida en Norteamérica, hasta que, de manera inesperada, Le Blanc haga entender en ella la importancia para que haga de agente activa por su país, volviendo al regazo del barón, del que se ha separado, simulando haber muerto.

Son momentos casi imposibles de explicar, pero que el espectador vive con una extraña sensación de cercanía. De sentirse casi en medio de dos seres que hasta ese momento ni se conocían, pero que revelan un alma compartida en una situación de emergencia, convirtiéndola en un anhelo casi existencial. Ni que decir tiene que, como en todo el cine de McCarey, la importancia de los actores resulta imprescindible. Será el elemento que el director utilizará con una receta única, en la que la libertad y un manejo del timming, les permitirá una rara sensación de autenticidad, y que en esta película permitirá unos Cary Grant y Ginger Rogers absolutamente admirables. Logrará aplicar una extraña humanidad al terrible malvado que encarna Walter Slezak, o adquirir una pasmosa hondura espiritual al ya citado Albert Dekker. Pero esa maestría en el manejo del intérprete, se extenderá a todos y cada uno de los roles secundarios de la misma, en una articulación donde se encontrará esa sensación en ocasiones, de encontrarnos con actualizaciones de algunos de los célebres cómicos que el cineasta moldeó en el periodo silente.

En alguna entrevista, el director señaló que él no filmó el sorprendente plano final, con el boque girando en 180 grados para rescatar -infructuosamente- al barón -impactante y sorprendente el instante en el que el cuerpo de este cae por la borda-. Supondrá la conclusión de una película, que alberga esa secuencia final, sorprendente por la mezcla de crueldad y sentido del humor que manifiesta, al intentar comunicar O’Toole, desde la distancia, al capitán del barco, la caída del pasajero al océano. Una sorpresa más, en una obra de desconcertante e imperecedera vigencia.

Calificación: 4’5

MY SON JOHN (1952, Leo McCarey) Mi hijo John

MY SON JOHN (1952, Leo McCarey) Mi hijo John

De entrada, hacía muchos años que deseaba contemplar MY SON JOHN (Mi hijo John, 1952). Mi creciente fascinación hacia la obra de Leo McCarey, me hacía imaginar como podía resultar la que quizá se haya convertido en la película más polémica de su carrera. La más denostada por muchos que quizá la han valorado con anteojeras o, lo que es peor, quizá se han atrevido a calificarla sin siquiera haberla visto. Hasta la calificación de “delirante engendro” se la definió por parte de un célebre crítico, o incluso en analistas bastantes abiertos a la dignificación de la figura de McCarey como Tavernier o Coursodon, no dudaron en calificarla como film “McCarthysta”. Tan solo quedaba, en ese sendero, la entusiasta y profunda disección de la película –estoy seguro que la más honda que sobre la misma se haya efectuado en cualquier parte del mundo-  realizada por Miguel Marías en su por otra parte excelente libro sobre el cineasta, editado en 1999. y he reconocer que fue aquel el asidero más profundo y que mayores esperanzas me podía proporcionar, ya que en mi fuero interno no podía haber lugar al temor a una claudicación de McCarey a la historia anticomunista de la época. Por otro lado, los propios testimonios de algunos de sus colaboradores en la película –Helen Hayes, el guionista John Lee Mahin, avalaban precisamente el peor de los presagios-.

Y una vez contemplada, con la sorpresa, la emoción, el rigor y el arrojo incluso que ofrece no solo su magnífico resultado, sino la satisfacción de haber podido disfrutar de una de las propuestas más singulares y menos complacientes del cine norteamericano de su tiempo, lo cierto es que MY SON JOHN no solo se erige como una espléndida película, que sin temor a duda cabe insertar dentro del abundante capítulo de grandes exponentes de su realizador. Es más, me atrevería a señalar que se trata del más arriesgado de toda su obra. El más audaz y, quizá por ello, fue tan mal recibido en el momento de su estreno, llevando aparejado una calificación, que sinceramente solo entiendo han podido poner en practica todos aquellos que hayan visto otra película que no es esta, o simplemente solo hayan tenido noticias de la misma de oídas. Y es que lo normal es señalar que nos encontramos con un panfleto anticomunista, cuando lo que el espectador minimamente avezado o sensible puede percibir desde los pocos minutos del relato, es una de las visiones más demoledoras que el cine americano mostró en torno al enfrentamiento generacional establecido dentro de los márgenes de lo que se denominó el American Way of Life. Cierto es que Marías señalaba en su extraordinario análisis de la película, que McCarey lo plasma años antes que el Nicholas Ray de REBEL WITHOUT A CAUSE (Rebelde sin causa, 1955) y, a mi modo de ver, lo manifiesta de manera más sutil que la expuesta por el autor de JOHNNY GUITAR (1954) –permítaseme esta digresión-.

Su discurrir se inicia con tintes amables, casi como si fuera una continuación de su previa GOOD SAM (El buen Sam, 1949) –que sigo considerando la obra cumbre de su filmografía, siendo aquella la primera experiencia de su propia compañía productora Rainbow Pictures, que cerró con tan escaso resultado económico como en el presente, con el título que comentamos-, dentro del contexto de una pequeña población de un lugar innombrado de Estados Unidos. En un escenario por el que bien podría pasear el mismísimo Cary Grant, dentro de una dramaturgia caracterizada por su atonalidad, en apenas unos minutos nos es descrita la familia protagonista –los Jefferson-, formada por la madre –Lucille (Helen Hayes)-, el padre –Dan (Dean Jaegger)-, y sus tres hijos. Dos de ellos –Chuck (Richard Jaeckel), y Beau (James Young), parten como combatientes en la guerra de Corea-. Sin embargo, el hijo mayor –John (Robert Walker)-, ha marchado hasta Wasinhgton donde, tras unos brillantes estudios universitarios, trabaja para el gobierno. Y aunque la película en teoría se centra en el conflicto creado en el hogar de los Jefferson cuando, tras el regreso fugaz de John, van percibiendo detalles que irán confirmando su filiación comunista, lo cierto es que una mirada desprejuiciada de la misma, nos revela en el fondo un drama que se podría acercar en sus momentos más intensos –sobre todo aquellos que se desarrollan en el interior de la sombría, aunque en apariencia habitual y representativa vivienda de los Jefferson, estimo que la nomenclatura de la familia no resulta en absoluto baladí-, a una versión cercana del mundo del dramaturgo Eugene O’Neill. Sin embargo, Leo McCarey induce que la primera mitad del largometraje, con una textura relativamente cotidiana, en la línea habitual de ese supuesto estilo invisible de su autor, en el que siempre se encuentran insertos a la comedia. El hecho de que de manera paulatina, el director se dirija a unos terrenos que podrían invadir el drama psicológico –hay instantes en que por su intensidad, uno parece encontrarse ante un drama nórdico- indica a mi juicio su voluntariedad e implicación en esta película que, antes que incidir en su alcance anticomunista –que queda en el conjunto del metraje diluido en su auténtica significación, e incluso por lo general descrito en el off narrativo- se centra de manera esencial en el conflicto establecido entre los padres de John, a quien la mirada del director no deja precisamente en el mejor de .los lugares. Desde las inclinaciones monolíticas, la endeblez en el razonamiento –precisamente en una persona que es maestro de niños-, y lo monolítico en los planteamientos de un padre cuyas aspiraciones son las de erigirse como líder local de la Legión Americana –organización ciudadana de extrema derecha-, para lo cual no se le dejará de mostrar de manera chirriante ataviado con un gorro que lo ridiculiza aún más si cabe. Y en el caso de la madre, la película oscilará entre mostrarnos su creciente tendencia a desequilibrios emocionales, al indudable alcance posesivo que esgrime en una relación edípica con su hijo, que se erigirá en unos de los aspectos más ostentosos del relato.

En consecuencia, la columna vertebral de MY SON JOHN no consiste en mostrarnos una paranoia anticomunista sino, por el contrario, el enfrentamiento generacional entre unos padres por completo deformados en sus posiciones regresivas en una sociedad puritana y represiva como la norteamericana, siendo la consecuencia la rebelión de un hijo, cuando este asume en su educación una visión del mundo más abierta que le proporciona otro marco que el casi rural evidenciado en sus orígenes. Es decir, hay una causa y efecto en unos marcos familiares estrictos y casi mormónicos como el descrito en el film de McCarey, como base de cara a la rebelión de unos hijos que en buena lógica se opondrán contra aquello que han vivido. Con ello nuestro director incomodó a todos los públicos en aquellos años tan convulsos, siendo más arriesgado que nunca en el resto de su obra, y ofreciendo de alguna manera una reversión en los planteamientos que presidían la admirable MAKE WAY FOR TOMORROW (1937), o incluso atreviéndose a ofrecer por vez primera una visión crítica sobre aquellos tradicionales sacerdotes que poblaron de forma bondadosa su cine. Esa mirada crítica se extiende incluso en la descripción del funcionamiento de los agentes del FBI –en este caso representada en Stedman (Van Heflin)-, de quienes se nos ofrecerá una mirada antipática y poco halagüeña. En medio de dicho ámbito, la figura de John aparece revestida por un cierto grado de lucidez. Por una superioridad en su argumentación, en su ironía, si bien es cierto que poco a poco se irá percibiendo el aspecto estratégico y de ausencia de sinceridad.

En cualquier caso, con arrojo y la desmesura que manifiesta esa secuencia final en la que la voz de John –ya muerto acribillado-, aleccionará a los alumnos de la universidad en la que se acababa de nombrar doctor honoris causa, de los peligros del comunismo –que me recordó en su alcance delirante y casi místico a ciertos aspectos del estupendo y también controvertido GABRIEL OVER THE WHITE HOUSE (El despertar de una nación, 1933) de Gregory La Cava-, lo cierto es que atacar una película del rigor dramático y la fuerza narrativa de MY SON JOHN deviene, a estas alturas, como seguir condenando dos títulos como TORN CURTAIN (Cortina rasgada, 1966) o TOPAZ (Topaz, 1969) de Alfred Hitchcock. Y es cierto que, llegados a este punto, el resultado final del film de McCarey, se resintió de la trágica e inesperada muerte de Robert Walker, cuando el rodaje no había finalizado. Baste decir que la posibilidad de incorporar esa charla final de John ante los alumnos, pudo producirse por la casual grabación de la misma ante un ensayo solicitado por el actor en un ensayo ante el realizador. Esta circunstancia obligó a la paralización del rodaje durante tres meses, a que aparezcan un par de conversaciones telefónicas en las que el contraplano de Walker aparezca sin sonido, a que se modificara el auténtico final previsto, o a que se recurriera a insertos no utilizados del rodaje de STRANGERS ON A TRAIN (Extraños en un tren, 1951. Alfred Hitchcock) –lo que revela antes que nada la generosidad del maestro británico-.

Pero más allá del análisis de un producto revestido de densidad y asombrosa complejidad, que abrió unos nuevos terrenos dentro del cine de su autor que no tuvieron continuidad –aunque su obra posterior albergara títulos de la categoría de AN AFFAIR TO REMEMBER (Tu y yo, 1957), e incluso los dos últimos, con más interés del generalmente consensuado-, dado su fracaso de público y, lo que es más significativo, de crítica en la sociedad norteamericana, lo importante es asistir a momentos cinematográficos tan pasmosos, como esa secuencia en la que los agentes del FBI y, con ellos, el espectador, asisten a la grabación del instante en el que la madre de John descubre que esa llave que llevaba escondida en el pantalón, es la que abría la puerta de una espía comunista detenida –lo que al mismo tiempo puede suponer de “infidelidad” en torno a los sentimientos que ella piensa debe mantener su hijo. Momentos como uno de los últimos enfrentamientos entre madre e hijo en la vivienda familiar, en la que parece que asistimos al enfrentamiento entre Dracula y Van Helsing que encarnaron Lee y Cushing en el film de Fisher, esgrimiendo la madre un rosario en la mano como defensa moral, y representando con ello el integrismo de su comportamiento. O en definitiva, ese largo y casi abrasador plano medio fijo, en el que en medio de su hijo y del agente Stedman, Lucille exteriorice de manera definitiva su deterioro psicológico.

Desequilibrada sin duda por las circunstancias antes señaladas, provista de un planteamiento mucho más ambicioso del que se le ha venido otorgando, hondo en el análisis del comportamiento de sus principales personajes, devastador en la representación de una sociedad dominada por la paranoia. Puedo entender que en el momento de su estreno, fuera recibida desconcertando a tirios y a troyanos. Puedo entender incluso que durante décadas apenas haya sido referenciada y accesible a las nuevas generaciones –posibilitando la continuidad de definiciones en absoluto acertadas-. Solo espero que la posibilidad en nuestros días de contemplarla –aunque en una edición digital bastante mejorable-, nos permita apreciar y valorar a MY SON JOHN, como prueba de fuego para valorar el auténtico alcance de unos de los grandes realizadores americanos; Leo McCarey, quien además en esta ocasión, y contra lo que pudiera parecer, dado su pensamiento, en absoluto brindó un producto complaciente sino, por el contrario, incómodo de asimilar, incluso en nuestros días.

Calificación: 4

SATAN NEVER SLEEPS (1962, Leo McCarey) Satanás nunca duerme

SATAN NEVER SLEEPS (1962, Leo McCarey) Satanás nunca duerme

No creo ser el único aficionado al cine al que su propia experiencia como espectador le guíe antes por valorizar títulos que puedan considerarse imperfectos en su conjunto, pero que en su brillo parcial destaquen de manera poderosa, antes que otros dominados por la corrección, aunados del mismo modo por su medianía o grisura. Aún partiendo de esta base, cierto es que algunas películas resultan difíciles de degustar, catalogar o inclinarse a valorar, en la medida que ofrecen pocos asideros o, por el contrario, los elementos que en ellas devienen atractivos, van demasiado unidos de la mano con otros que provocan hasta rechazo. Pues bien, SATAN NEVER SLEEPS (Satanás nunca duerme, 1962) supone un ejemplo palmario de dicha circunstancia, al que cabe aunar el escaso aprecio que por su resultado final propugnaba su propio realizador, el gran Leo McCarey, ante el que sería su testamento fílmico –falleció en 1969-, dentro de una producción propia para la 20th Century Fox, de la que incluso se desatendió en sus últimos días de rodaje y la propia postproducción. Y todo ello se nota –de forma más transparente de lo que pudiera parecer-, en una película en la que lo mejor y lo peor parecen darse la mano en muchas ocasiones, pero que pese a todo conserva y mantiene la vigencia y personalidad del mejor cine de su artífice. Es evidente que la propia base argumental –debida a una novela de Pearl S. Buck- nos remitía a un contexto tan irreal como maniqueo –la China progresivamente comunista surgida tras la II Guerra Mundial-, y ese mismo maniqueísmo o recreación de irrealidad, se manifestaría en el recurso a las transparencias, o una reconstrucción del entorno oriental de la película deliberadamente artificiosa. Sin embargo, de entrada, el film de McCarey ofrece tres elementos consustanciales a su cine. Dos de ellos ya han sido suficientemente destacados en los escasos análisis de este film; su predominio de la comedia en su primera mitad y el melodrama en la segunda, y el hecho de suponer su último encuentro con dos referentes populares de su obra, como el cine “con curas” y la presencia de niños. Pero hay otro que debería no solo ser entendido en esta película, sino introducirlo en buena parte de la obra de su artífice; la presencia de una pareja protagonista que, en su esencia y oposición, parecen definirse en una sucesión de la gran creación fílmica del director; la canónica pareja cómica formada por Stan Laurel y Oliver Hardy.

Y en esta ocasión esa oposición de caracteres que forjara a los inmortales “el Gordo y el Flaco”, se disponen en los sacerdotes encarnados por Clifton Webb (el padre Bovard) y William Holder (el padre O’Bannion). Este último, mucho más joven que Bovard, acudirá hasta una vetusta misión china para sustituir al veterano misionero, teniendo que asumir la molesta compañía de la joven nativa Siu Lan (France Nuyen), a la que ha salvado la vida en una riada, acarreando con la tradición de vivir con ella el resto de su vida. Esta circunstancia posibilitará el retraso en su llegada a la misión y, con ello, el enojo mal disimulado de Bovard, quien desea abandonar el lugar donde ha ejercido su misión durante muchos años, seguro de su inminente invasión por las tropas comunistas. Será algo que en última instancia le afectará cuando ha abandonado el recinto, siendo retornado a él por un comando que dirige un ex alumno suyo, el joven oficial comunista Ho San (Weaver Lee), convertido en furibundo detractor del catolicismo. A partir de dicha premisa, justo es reconocer que la peripecia argumental del film de McCarey –autor de su guión junto al experto en la comedia Claude Binyon- puede resultar en no pocos momentos un tanto inverosímil, como en otros estomacante. Pero del mismo modo, y aún reconociendo que en la película en no pocas ocasiones se echa de menos ese equilibrio interno del que siempre hizo gala la obra del cineasta, está trufado de momentos magníficos –fundamentalmente de comedia, pero también entroncados con el melodrama-, que permiten que unido a su adscripción a ese estilo forjado a modo de capítulos propios de su artífice, nos permitan un resultado lleno de atractivos, e incluso sorprendente en su propia configuración.

Es evidente que buena parte de esos valiosos momentos, se centran en la señalada oposición de caracteres de los sacerdotes protagonistas, a partir del recelo que desde el primer momento esgrime Bovard hacia el pupilo más joven, y que encuentra en la figura del magnífico Clinton Webb un intérprete a su medida. A partir de una planificación que juega en su mayor parte con planos en donde los dos intérpretes se ubican entro de la ancha pantalla del formato CinemaScope, lo cierto es que el duelo entre el veterano y altanero misionero y el más joven pastor americano –bien encarnado por Wiliam Holden-, permite un constante reguero de dobles sentidos –Bovard nunca sabrá la verdadera razón de la presencia de Siu Lan, creyendo que se trata de una debilidad de su joven sucesor-, diálogos afilados, escrutando McCarey ese juego de miradas, tiempos muertos e intuiciones cinematográficas, que supusieron la piedra angular de su cine, y que en esta ocasión también se manifiestan de manera más que ocasional, aunque bien es cierto lo ofrezcan de manera abrupta en más de un momento. Esa delicadeza, ese sentido de que apenas nada sucede, inherente el mejor cine de su autor, solo se da cita en esta ocasión a través de esos episodios, esos “apuntes” ofrecidos en medio de una trama argumental más –presuntamente- trascendente, aunque en realidad más discutible. Y he aquí donde, a mi juicio, se encuentra el elemento de choque más discutible y, al mismo tiempo, fascinante, en la estructura interna de esta película tan incómoda de analizar e incluso defender, pero en la que si se sabe mirar con detenimiento, hay suficientes motivos para su valiosa vindicación, siempre que se reconozca en ella no solo su desequilibrio sino, sobre todo, la presencia de elementos que pueden resultar casi, casi increíbles, que en su mayor parte se encuentran encerrados en su filiación anticomunista y lo que ello conlleva en la plasmación fílmica de dicho enunciado.

Desde el maniqueísmo que preside la labor de los militares que comanda Ho San, hasta la presencia de un enviado ruso que deja su propia labor en tela de juicio, la delirante transformación de la capilla de la misión en un santuario en torno a la figura del lider comunista chino, la reunión de los comunistas en las que han llegaodoa torturar a los dos sacerdotes, para que Bovard fuerce ante los habitantes de la población su renuncia al catolicismo. Todo ello acabando por ese retorno al cristianismo de ese Ho San que no ha dudado en violar a Siu Lan –en una elipsis por lo demás magnífica-, dejándola embarazada, aunque finalmente decida casarse con ella, asumir su paternidad y bautizar a la criatura ¡con el nombre del sacerdote americano! dentro de la ortodoxia católica. Hay tal conjunto de incidencias melodramáticas de tan torpe calado, que creo que el propio realizador se tomó las mismas con el suficiente desapego, prefiriendo desarrollar lo mejor de la película en esos constantes y al mismo tiempo pacíficos enfrentamientos –basados en diálogos y miradas irónicas- forjados entre los dos sacerdotes, que en sí mismo encierran una visión divergente del mundo y la existencia. A su lado, la presencia de Siu Lan parece prefigurar la Paula Prentiss de MAN’S FAVORITE SPORT? (Su juego favorito, 1964. Howard Hawks), al ofrecer el retrato femenino de uan joven persistente en grado extremo a la hora de lograr su objetivo. Sin embargo, en torno a este personale, el film de McCarey brindará tres espléndidos momentos –dos de ellos dramáticos-. Uno de ellos será la ya mencionada secuencia elíptica de la violación, otro la despedida previa que se efectuará ante O’Bannion en una casa en ruinas que ejerce como estación en pleno campo chino –y en donde las transparencias ejercerán como singular refuerzo dramático-, y ya en un registro cómico, la impagable secuencia de la campana que ejercerá como elemento de tentación ante el joven sacerdote –sirviendo como reclamo para que la muchacha acuda a servirle-. La secuencia se brindará en un largo plano fijo en el que la tentación de este –que intenta leer la Biblia-, finalmente culminará con la caída accidental de dicha campana, la presencia inmediata de la muchacha, y también la de Bovard, vislumbrando una nueva situación equívoca realmente hilarante.

Provisto de una notable banda sonora a cargo del compositor británico Richard Rodney Bennett –transcrita a la orquesta de la mano del imprescindible Muir Mathieson-, y encontrándonos en su producción con otro técnico británico en la aportación como operador de fotografía del gran Oswald Morris, lo cierto es que SATAN NEVER SLEEPS no es un film redondo, pero ofrece a lo largo de su desarrollo constantes y suficientes motivos de interés, estando de acuerdo con la apreciación de Miguel Marías, quizá el mejor conocedor que existe en España de la obra del gran director, a la hora de matizar que son los últimos veinte minutos del film –planificados además de manera más convencional-, los que desmerecen de un metraje de algo más de dos horas, en donde el aficionado a uno de los más grandes directores generados por Hollywood, encontrará no pocas referencias a su obra precedente, sino sobre todo elementos disfrutables de un estilo tan invisible y sobrio, como lleno de verdad en la vida interior de sus personajes.

Calificación: 3

INDISCREET (1931, Leo McCarey) Indiscreta

INDISCREET (1931, Leo McCarey) Indiscreta

Contaba Leo McCarey en una entrevista concedida a la revista francesa Cahiers du Cinena, que INDISCREET (Indiscreta, 1931) se planteó inicialmente como una comedia musical, hasta que poco tiempo antes de su rodaje hubo que modificar radicalmente el guión, y en diez días se planteó un nuevo proyecto para su protagonista, Gloria Swanson, ligado más de cerca con la comedia. El propio director señalaba que su resultado final no es que fuera un desastre, pero que no respondió a su juicio a las expectativas planteadas. En cualquier caso, partiendo de antemano del carácter excesivamente autocrítico mostrado por el gran realizador –que le llevaba a detestar una película tan admirable como ONCE UPON A HONEYMOON (1942)-, lo más razonable en estos casos es intentar dejar en un segundo término estas apreciaciones, y sentarse a ver y disfrutar cualquier obra de McCarey incluso, como sucede en este periodo, nos encontramos con los que quizá sean los dos títulos más prescindibles de toda su filmografía –me refiero a THE KID FROM SPAIN (Torero a la fuerza, 1932) y BELLE OF THE NINETIES (No es pecado. 1934).

 

No se puede decir lo mismo de INDISCREET –que no tiene nada que ver con la película del mismo título, rodada por Stanley Donen en 1958, y protagonizada por Cary Grant e Ingrid Bergman-, en la que probablemente solo quepa oponer lo extremadamente liviano de su planteamiento –probablemente es ahí en donde las afirmaciones de McCarey podrían tener una cierta justificación-, que en sí mismo no plantea más que una aventura sentimental que se desestima y la ocultación de dicha circunstancia por parte de su protagonista –Gerry Trent (Gloria Swanson)-, a la hora de iniciar un nuevo episodio amoroso con el amable escritor Tony Blake (Ben Lyon). Se trata, sencillamente, de una tenue línea argumental que, por fortuna, permite desplegar la esencia del estilo de su realizador, hasta formular un relato notable por la modernidad de su construcción y desarrollo –podríamos definirlo como un estilizado precedente de la Screewall Comedy-, y en el que se ausenta cualquier rasgo teatral, algo habitual en el cine de los primeros años del sonoro. En su oposición, ya desde su secuencia inicial, el film de McCarey describe la ruptura de la relación entre la protagonista y el poco fiable Jim Woodward (Monroe Owsley). Y lo hará mostrando esa despreocupación por la dramatización de la misma, prefiriendo por el contrario la composición de una larga secuencia, elemento primordial del cine del realizador, que le permitirá describir a través de miradas, detalles –el pelo rubio que se quita Woodward ante las alusiones de Gerry, y que servirá para revelar que ha descubierto una infidelidad de este, base de la situación que vivimos-, y la propia ubicación de los actores, los auténticos sentimientos de sus protagonistas. No era muy habitual en el cine de aquellos años encontrarse con situaciones como la presente, en una producción dominado en la comedia por su ascendencia teatral. Por el contrario, McCarey aporta puro cine, y puro cine además delimitado por una personalidad artística que ya entonces se había manifestado, y que se prolongaría en toda su andadura posterior como realizador. Será esta misma secuencia de apertura, un marco en el que incluso no faltará el equilibrio del melodrama –predominante- con la comedia, con esa inesperada llamada de Gerry a Jim cuando este finalmente desiste en sus intentos para que ella olvide esta infidelidad y pueda prolongar su relación, este se atusará satisfecho y orgulloso, hasta darse cuenta que lo ha hecho para devolverle su equipo de golf. Resulta a este respecto inevitable recordar en ese gesto por parte del petulante galán, los modos de un Oliver Hardy, como tampoco se pueden olvidar las semejanzas que ofrece el joven Buster (Arthur Lake) –joven pretendiente de Joan, la hermana de Gerry- con el inolvidable Stan Laurel.

 

Sería, no obstante, bastante reductor, limitar las virtudes de INDISCREET al citar esos ecos del cine de Laurel & Hardy, ya que el gran aliento de la película reside precisamente en esa construcción basada en el intenso tratamiento de unas secuencias que se erigen como auténtico eje vector de su cine. Viendo la aparentemente liviana e inofensiva anécdota de la película, uno no puede por menos que apreciar en sus mejores momentos la génesis que marcaba la divertida crisis matrimonial expuesta en la posterior THE AWFUL TRUTH (La pícara puritana, 1937), o incluso los ecos románticos del primer LOVE AFFAIR (Tu y yo, 1939). Será una semejanza que a mi modo de ver ejemplificará de manera delicada, la larga secuencia de la llegada de Tony portando en brazos a Gerry a su apartamento. Por las ventanas se escucha la lluvia –la presencia o ausencia de las gotas será determinante para modular la secuencia-, y en un encuentro revestido por el romanticismo se plantea la –finalmente- inevitable confesión de la joven, de la antigua relación que mantuvo con Woodward. Una escena magnífica, en la que la sensación de sinceridad de sus protagonistas llega a resultar casi absoluta, contagiando de esos sentimientos al espectador y, una vez más, dando buena prueba de esa maestría del realizador para oscilar del drama a la comedia de una manera pasmosa. En esta ocasión quedará expresado por esa nueva dedicatoria que Tony le añade al libro que entrega a Gerry, en la que esta intuye una actitud negativa tras haberle revelado esa relación anterior. El temor de esta –revestido de gravedad-, y la alegría posterior al comprobar que se trata de un añadido que ratifica el amor que siente por ella, supondrá quizá el instante más hermoso de una película pródiga en aciertos cinematográficos.

 

Entre ellos, habría que incluir la divertida secuencia en la fiesta de Woodward, en la que el padre de este contempla con horror a Gerry en su lucha infructuosa con las tostadas durante la cena, al haber escuchado previamente el infundio de que la familia de este tiene tendencia a la locura –resulta impagable en esa situación la labor de una Gloria Swanson tan alejada de la imagen que tenemos de ella-. Será esa inclinación a la comedia la que se prolongará en los instantes finales del film, con los intentos de la protagonista por acceder al crucero en el que pretendidamente viaja Tony, que le llevarán a integrarse como polizonte en un coche, y que finalmente provocará un divertido equívoco al confundir a este con el capitán a la hora de darle un beso, en medio de la hilaridad del público.

 

Son algunos de los constantes aciertos de una película de escueta duración, modélica en su plasmación visual, reveladora de las mejores armas del cine de su realizador, que quizá cabria proponer como puente entre el slapstick hasta muy poco antes vigente en el cine USA, y una estructura de comedia más elaborada, en la que incluso no faltará un impetuoso travelling de retroceso que sigue a Tony cuando abandona a Gerry tras descubrirla en su inesperado reencuentro con Woodward. Una audaz decisión visual, que logra su efecto dramático precisamente por insertarse en un conjunto cinematográfico tan dominado por su sincera relajación de formas.

 

Calificación: 3

GOOD SAM (1947, Leo McCarey) El buen Sam

GOOD SAM (1947, Leo McCarey) El buen Sam

Convendría de entrada tomar partido. A pesar del –hasta cierto punto comprensible- fracaso que recibió en el momento de su estreno, considero GOOD SAM (El buen Sam, 1947) no solo como una de las grandes obras de su realizador sino, de manera muy especial, una de las comedias más atrevidas, singulares y al mismo tiempo representativas del cine norteamericano en la década de los cuarenta. El persistente ostracismo que su resultado ha venido recibiendo durante décadas –solo roto en ocasiones tan valientes como la reivindicación que Miguel Marías ofreció hace algunos años en el magnífico libro que dedicó a su director-, no es más que un ejemplo palpable de esa pereza crítica que tantas injusticias ha proporcionado al análisis del cine clásico, y que siempre ha tenido un aliado de primera en las escasas posibilidades existentes a la hora de poder acceder a la propia existencia de tantos y tantos títulos necesitados de una nueva y esclarecedora mirada. Afortunadamente, gracias a la labor y la apuesta de verdaderos apasionados por el séptimo arte, poder acceder a películas de esta talla nos permite, por un lado disfrutar de las propias excelencias del material visionado, y al mismo tiempo sentirnos orgullosos de sentir, vivir, emocionarnos y amar el arte de un entertainer –como a él le gustaba denominarse- de primera. Un hombre al cual la sencillez de su cine iba aparejada de una receta mágica que le permitía ser profundo y clarividente en la condición humana, llegar a penetrar con dolorosa hondura en el alma de sus personajes, y al mismo tiempo, dentro de esa desesperanza revestida de modales amables, confiar en el instinto humano, por más que sus perfiles se revelen incluso con destellos de sordidez. Es algo que su cine había demostrado sobradamente una vez había abandonado la excelencia del burlesco mudo, y se había erigido inesperadamente como piedra angular de la screewall comedy. Lo cierto es que será a partir de MAKE WAY FOR TOMORROW (1937), cuando una visión tan amable como desencantada de la existencia se impregnó de su cine. Al tiempo que con las carcajadas, con esa capacidad para ofrecer sinceridad pasmosa en su aparentemente sencilla planificación, con esa capacidad para mostrar un cine que transpiraba verdad y espontaneidad en sus mejores momentos, un grado de escepticismo fue penetrando en su cada vez más espaciada producción.

 

El éxito acompañó sus aparentemente serviles comedias melodramáticas de “curas y monjas”. Dos títulos como GOING MY WAY (Siguiendo mi camino, 1945) y THE BELLS OS ST. MARY’S (Las campanas de Santa María, 1945), dos maravillosas películas, delicadas, sensibles, divertidas y hondas, que rebuscaban en su ascendencia con el slapstick mudo, que jugaban con nobleza cinematográfica y humanística con las emociones y la verdad, y que al mismo tiempo llevaron a McCarey a apostar por una estructura narrativa discontinua basada en secuencias autónomas en las que dejaba de lado la aparente acumulación, que solo sería retomada en el cine norteamericano con la llegada del cine de Frank Tashlin y Jerry Lewis. Dentro de este perímetro cabe situar la presencia de GOOD SAM, una de las perlas en su momento despreciadas, largo tiempo olvidadas, y aún pendiente de su definitiva reivindicación, que queda para el disfrute de los auténticos seguidores de este verdadero humanista de la pantalla. Y lo que cuenta esta película –que tiene un arranque que engancha con el espectador prácticamente desde sus primeros segundos-, es la sencilla historia de Samuel A. Clayton (un supremo Gary Cooper), esposo y cabeza de una familia media norteamericana, casado con Lu (sensacional Anne Sheridan) y padre de dos hijos, que sobrellevará durante su existencia algo que aparentemente ennoblecería a todo ser humano; el hecho de ser una persona solidaria –esa palabra que está tan de moda en nuestros días, aunque quizá con más superficialidad en su planteamiento de lo que cabría desear-. Pero la agudeza del film de McCarey –que parte de una historia del propio director y John Klorer, y en la que actuó como guionista Ken Englund-, estriba en vislumbrar más allá de la aparente ejemplaridad de su comportamiento y, en líneas generales, comprobar como lo que bien pudiera ser un referente, en realidad no supone más que un lastre molesto y persistente para poder disfrutar moderadamente de la existencia. Profundo observador del comportamiento humano, McCarey una vez más apuesta por una vida sin ataduras, vislumbra la incomodidad de mostrarse persistente en el aparente ejemplarismo, y una vez más valora las contradicciones, virtudes y miserias de una condición humana imperfecta, capaz de mostrar lo mejor y lo peor de sí misma en apenas unos instantes, y cuando por medio se insertan circunstancias y situaciones que motivan la variación de nuestro comportamiento. Es lo que sucederá constantemente en el entorno de la familia Clayon, que en realidad no puede vivir un momento de descanso, dominado por la molesta presencia del ocioso hermano de Lu –un combatiente que muestra escaso interés por reintegrarse en la sociedad civil-, y al que interrumpen constantemente personajes aprovechados y vampirizadotes de la generosidad casi enfermiza de Sam. Anticipándose bastante a esa mirada clarividente sobre la falsa caridad tan reiterada en el cine de Buñuel, el aparentemente conformista Leo McCarey muestra una galería de seres con tal capacidad para diseccionar lo ruin de sus comportamientos, llevando a que la película resulte hasta incómoda de ver, en la medida que los situaciones planteadas, todos hemos podido vivirlas o protagonizarlas en una u otra medida. En ese sentido, cierto es que esa misma capacidad de penetración en modo alguno apuesta por el moralismo. McCarey nos viene a decir que los seres humanos somos así, con nuestras mezquindades y egoísmos, pero al mismo tiempo capaces de actos de nobleza. Quizá para algún espectador poco avezado, la conclusión de la película podría inducir a una mirada optimista. Sin embargo, no creo que sea el caso. La propia apuesta narrativa mostrada en su estructura formal discontinua, es la que nos permite valorar que su metraje podría haber variado unos minutos antes o después, y lo que en sus compases finales es una apuesta por la esperanza, podría haber finalizado con insólita sordidez.

 

Pero más allá del profundo alcance de su discurso, si realmente GOOD SAM es prácticamente una obra maestra, lo ofrece fundamentalmente por la serenidad y al propio tiempo complejidad que muestra su desarrollo. Esas secuencias casi en plano fijo, dosificando de forma muy suave el montaje, muestran a las claras esa capacidad del norteamericano para pasar de la risa a la emoción, para mostrar como un comportamiento egoísta y envalentonado puede dejar paso en apenas un instante a un sincero arrepentimiento. En pocos títulos de su obra, McCarey pudo darse a sí mismo con tanta sinceridad y hondura. Se nota que el material que barajaba le era muy grato, que conectaba con su visión de las cosas, y ello se demuestra en una película que discurre con placidez y paso firme, en la que se combina la herencia del slapstick –ese conductor impertinente que parece un heredero natural de Oliver Hardy, la manera que tiene de ofrecer secuencias alargadas hasta el límite de su efectividad cómica, que en ocasiones inciden en esa incomodidad de su plasmación-, y en la que el elemento melodramático insertado con tintes nobles, está aplicado con tanta perfección. Son muchos los matices que se pueden saborear en esa auténtica radiografía social que ofrece el gran cineasta en una película que al mismo tiempo, en su propia singularidad, queda como un auténtico referente de cómo discurrían los caminos de la comedia norteamericana de aquellos años. Ecos de Hawks –la presencia de Ann Sheridan, protagonista de I WAS A MALE WAR BRIDE (La novia era él, 1949)-, Preston Sturges –las secuencias de la borrachera de Cooper en el restaurante durante la navidad, tienen inequívocos ecos del Joel McCrea de SULLIVAN’S TRAVELS (Los viajes de Sullivan, 1941)-, e incluso de comedias domésticas estimables como MR. BLANDINGS BUILDS HIS DREAM HOUSE (Los Blanding tienen casa, 1948. Harry C. Potter) –que también abordaban el cambio de casa, sintomático de esa sociedad que tras la II Guerra Mundial, fue vislumbrando la luz del aparente progreso-, lo cierto es que en su aparente modestia de planteamiento, GOOD SAM debería ser insertada como un título clave en la comedia USA. Por singularidad, profundidad y capacidad de asimilar referentes cinematográficos de su época..

 

Muchos serían los momentos a destacar en su metraje, centrados fundamentalmente en esa manera de mirar las cosas con aparente distanciamiento –la secuencia en la que Cooper intenta ser galante con su esposa, que se está tronchando de risa, sin saber que tras él se encuentra ese matrimonio vecino tan molesto, al que por haberles dejado su coche se han metido en un auténtico berenjenal de incalculables consecuencias; la ridiculez con la que se muestra en los momentos finales ese anacrónico ejército de salvación-, pero me gustaría destacar el arrojo, la valentía y la contundencia de una larga secuencia, que podría calificarse como una de las set piéces más gloriosas del cine de su autor. Me estoy refiriendo a la larga –y por momentos dolorosa- situación que se plantea cuando el matrimonio Clayton regresa tras el baile de caridad. A la sensación de ridiculez que proporcionan sus disfraces –ella va vestida de adivina-, se unirá la conversación sincera que se establece entre ellos, que poco a poco irá elevándose de tono, criticando ella la presencia en su hogar de una joven de incierta andadura, y él sobre el hermano de esta –sin saber que los dos jóvenes se encuentran escuchándoles-, apareciendo ambos ante ellos con intención de marcharse. A la sensación incómoda de todos ellos, llegará la oportuna presencia del joven matrimonio al que Sam había ayudado poniendo en peligro sus propios ahorros, y que le devolverá lo prestado con una gratificación posterior. El joven confiesa venir un tanto bebido, iniciando un forzado baile que llevará a Lo –sensacional momento de la Sheridan- a reflexionar sobre lo que ha vivido. La secuencia concluirá con un largo fundido en negro sobre el rostro de la esposa de Sam, tras un momento que ha contribuido a forjar una determinada transformación en su personalidad, siempre crítica con el comportamiento de su marido. Una escena como esta, con sus constantes giros y su medida dosificación de la emoción, bastaría por sí sola para avalar la talla como realizador de McCarey, al tiempo que recordar ese plus que aportaba como auténtico humanista.

 

Admiro desde hace ya bastantes años la obra de McCarey, en la que se encuentran alojadas un buen lote de obras maestras, pero lo cierto es que este extraño y admirable GOOD SAM, me ha permitido incluir su figura entre ese reducido y heterogéneo conjunto de personalidades de la historia del cine con la que me hubiera gustado mantener una tarde de tertulia. En mi caso lo que en mi caso equivaldría a decir que se ha convertido en una de las figuras cinematográficas ya inexistentes que, en el fondo de mi corazón, puedo decir que quiero. Es el mejor halago que podría señalar en estos momentos

 

Calificación: 4’5

RUGGLES OF RED GAP (1935, Leo McCarey) Nobleza obliga

RUGGLES OF RED GAP (1935, Leo McCarey) Nobleza obliga

Resulta indudable incluir RUGGLES OF RED GAP (Nobleza obliga, 1935), dentro de ese periodo en la década de los años treinta en el que Leo McCarey lleva el ritmo de su cine hacia un sendero más directamente ligado con el slapstick, adaptando los ecos del burlesco mudo hacia la ya consolidada presencia del sonido. Un terreno en el que se desenvolverá con destreza, aportando títulos tan conocidos y valiosos como DUCK SOUP (Sopa de ganso, 1933) o la interesante y poco valorada THE MILKY WAY (La vía láctea, 1936), pero también los dos únicos títulos a mi juicio prescindibles de cuantos he vistos firmados por el realizador. Me estoy refiriendo a THE KID FROM SPAIN (Torero a la fuerza, 1932) y BELLE OF THE NINETIES (No somos pecado, 1934), quizá en buena medida debidos a la escasa valía de las estrellas a las que está servido su conjunto; Eddie Cantor y la chulesca Maes West-. En este sentido, lamento no haber podido acceder hasta la fecha a INDISCREET (Indiscreta, 1931) –de la que tengo buenas referencias- y SIX OF A KIND (1934), entre otras, que me permitirían un perfil más amplio de lo legado por el norteamericano en este periodo. Un fragmento parcial de obra, del que creo que el título que nos ocupa participa en un lugar de cierta relevancia, y que nos abriría a la auténtica especialidad de McCarey; su inclinación por la comedia sentimental. Un ámbito en el que se encuentra buena parte de su andadura posterior, y que en algunos momentos de RUGGLES… se llega a atisbar.

La película inicia su discurrir en el París de 1908. Hasta allí se ha desplazado una pareja de mediana edad procedente del Oeste americano, quizá con la vana intención –luego tendremos ocasión de comprobarlo- de sobrepasar lo ordinario de su cultura. Tal circunstancia les llevará a un logro insólito; en una apuesta –que se atisbará de manera elíptica-, ganarán los servicios de un atildado mayordomo –Ruggles (Charles Laughton)-, que hasta entonces ha servido a un mayor inglés. Contrariado, pero con un semblante imperturbable, Ruggles realizará ese largo viaje, integrándose en una sociedad que le resultará inicialmente tan ajena, pero en donde poco a poco logrará alcanzar algo que quizá en su país nunca había vivido en carne propia; el hecho y el derecho de resultar un ciudadano respetable. Es así como calibrando y conociendo las costumbres del entorno en el que se insertado, logrará por un lado hacerse respetar –aunque en ocasiones siendo confundido como un falso militar inglés-, ejercerá como elemento revelador de las hipocresías que se muestran en un entorno –especialmente por el matriarcado expresado en el mismo-, al tiempo que finalmente logrará revertir estas circunstancias en su beneficio, montando un restaurante que servirá para que las parejas aparentemente “distinguidas” de la localidad, puedan exteriorizar los deseos de refinar artificialmente sus costumbres.

Combinando el contraste de culturas y el alcance satírico de sus propuestas, el film de McCarey tiene un magnífico aliado en la imponente labor de un sorprendente Charles Laughton. Oponiéndose a su habitual histrionismo, el conocido intérprete británico ofrece un retrato admirablemente medido de ese Ruggles –es imprescindible escuchar su medida dicción inglesa- que, de la noche a la mañana, se verá modificado en sus hábitos por culpa de una estúpida apuesta de su hasta entonces propietario. Toda una metáfora de esa sensación que más tarde hará mella en él una vez en territorio americano, de haber sido hasta entonces un auténtico esclavo, y que permite en la película ofrecer uno de los retratos más memorables que el cine ha brindado sobre esta profesión –a la altura, en otro registro, del Dirk Bogarde de THE SERVANT (El sirviente, 1963. Joseph Losey) o el Anthony Hopkins de THE REMAINS OF THE DAY (Lo que queda del día, 1993. James Ivory)-. Sin embargo, mas allá de este valioso elemento de partida, es innegable encontrar en la película esa manera mesurada de expresar la comicidad habitual en McCarey, que mostrará sus cartas en esa secuencia inicial, revestida de absurdo, en la que ese mayordomo verá sin comerlo ni beberlo modificar sus cuadriculadas normas de vida. Gracias a la mesura de sus actitudes, Ruggles asumirá la condición que recibe inesperadamente –y en este sentido, hay que señalar que la película no ofrece demasiados esfuerzos a la hora de hacer creíble esta insólita circunstancia-. El encuentro con la familia Floud llevará a nuestro protagonista a hacer habitual sus servicios con una mujer atildada y con vocación de sofisticación, pero que tiene acarrear con un marido de modales y vestuarios totalmente pueblerinos. Es impagable en este sentido la secuencia en las que los tres personajes acuden a una boutique para que el marido -Egbert (Charles Ruggles)-, modifique su estridente vestuario. A partir de ahí, la película girará su devenir en el contraste que ofrecerá la presencia de Ruggles en tierras de la “América profunda”, mostrando McCarey su destreza dentro del terreno cómico con secuencias que apuestan claramente dentro de esta vertiente, y que llevan a momentos tan sorprendentes como ese recitado de Ruggles del célebre discurso de Lincoln, en medio de la taberna del pueblo, en donde ninguno de los lugareños saben ni de lejos su contenido. Una set pièce estupenda, que sabe aprovechar hasta el límite sus posibilidades cómicas –está rodada en muy pocos planos largos, que escrutan literalmente la reacción de los actores-, y que ha quedado como el fragmento más recordado de la película. Sin embargo, de la misma me quedo con el anticipo que McCarey brinda de su querencia por la vertiente melodramática. Una vertiente, que muy poco después manejaría con pasmosa sinceridad, y que a ciencia cierta constituye la base de su estilo. Un estilo basado una capacidad de improvisación, de dejar que los actores se sinceraran y se mostrasen llenos de libertad en sus intervenciones, y que en esta película se manifiesta en bastantes de sus momentos, trascendiendo con ello el look del film y culminando con la cima de esa tendencia que se manifiesta en sus instantes finales. Ese cántico compartido en torno a la figura del protagonista en la noche que inaugura su restaurante, que casi podría ofrecerse como auténtico preludio de la esencia del cine de McCarey. Esa tendencia a emocionarnos y casi al instante hacernos sonreír, es algo que muy pocos directores estaban facultados para transmitir a través de su obra cinematográfica –otro experto en la materia sería John Ford-, supuso una de las manifestaciones más claras de esa capacidad del autodenominado entertainer McCarey para mostrar su facilidad en la profundización y humanidad de sus personajes. Una cualidad que en este divertido, atractivo y semiolvidado RUGGLES OF RED GAP, nos permite atisbar en sus mejores momentos. Una película además, que nos permite contemplar a una de las más populares actrices cómicas de su época, Zasu Pitts, encarnando a la previsible compañera sentimental del protagonista.

Calificación: 3

MAKE WAY FOR TOMORROW (1937, Leo McCarey) [Dejad paso al mañana]

MAKE WAY FOR TOMORROW (1937, Leo McCarey) [Dejad paso al mañana]

Es bastante probable que a la hora de realizar una mirada retrospectiva en torno a la producción que el melodrama proyectó al cine de Hollywood en la década de los años treinta, MAKE WAY FOR TOMORROW (1937, Leo McCarey) sea uno de sus exponentes más insólitos, atrevidos, transgresores y lúdicos. Del mismo modo, y pese al poco éxito del que gozó en el momento de su estreno –algo que por otro lado es hasta cierto punto comprensible, dada la dureza bañada de sensibilidad que inundan sus imágenes-, creo que queda al mismo tiempo no solo como uno de los más admirables exponentes del género, sino fundamentalmente como una de las grandes obras del norteamericano Leo McCarey. El paso de los años, lentamente, y merced al interés que a los aficionados al cine clásico viene ofreciendo el acceso a su filmografía, es probable que vaya asentando –como en el caso de Frank Borzage o Henry King- a la definitiva consideración de McCarey como uno de los grandes cineastas del cine norteamericano. Más allá de dicha consideración, creo que en su figura habría que definir a un artista que demostró un profundo conocimiento del alma humana, alcanzando a plantear esa clarividencia humanística en películas revestidas de una sencillez narrativa sorprendente, provistas de una sensación de verdad, sinceridad y cotidianeidad, dominadas por la incorporación pudorosa de rasgos procedentes del melodrama, junto a otros elementos no solo de la comedia, sino del más puro slapstick mudo, del cual fue uno de sus referentes más valiosos. Esa combinación de elementos, delimitada en una puesta en escena siempre revestida de absoluta sencillez, centrando sus esfuerzos en la hondura de la labor de los actores, pudieran ser los rasgos definitorios de algo tan difícil de describir con palabaras; la emoción que provocan los mejores momentos –y son muchos- de las películas de McCarey. Algo a lo que habría que sumar lo insospechado y hasta cierto punto sorprendente que definió el devenir de una filmografía que, siendo siempre fiel a sus modos y obsesiones, ofreció una obra de sorprendente variedad y capacidad de riesgo.

 

Todas estas disgresiones definen a la perfección el título que comentamos, que se inicia con el plano de unas nubes, mientras un rótulo habla de la ausencia de compenetración existente entre los jóvenes y aquellos de mayor edad –una situación de creciente actualidad-  que fueron quienes los criaron, amaron y formaron, en medio de un valle de sentimientos muy difícil de poder sortear plenamente, y que culmina con el definitorio recuerdo al mandamiento cristiano “honrarás a tu padre y a tu madre”. De inmediato, la cámara de McCarey nos traslada a la historia del anciano matrimonio formado por Lucy (Beulah Bondi) y Bark Cooper (Victor Moore). Ambos han reunido a sus hijos en su vieja casa –faltará uno de ellos-, para comunicarles que por una mala gestión de sus recursos –unido por el hecho de haber estado varios años sin trabajar-, han perdido la casa en la que han vivido durante décadas, teniendo que quedar a expensas de la colaboración de sus hijos. Hijos todos ellos para los que esta circunstancia no supone más que un quebradero de cabeza –en algunos casos por ellos mismos, en otros por lo que pudieran opinar sus cónyuges respectivos-, resolviendo separar a ambos para que cada uno de ellos resida con los dos hijos más proclives en esta situación. Por ello, Lucy acudirá hasta New York, donde se instala con su hijo George (Thomas Mitchell) –el más comprensivo de todos ellos-, su nuera y su joven hija, mientras que el padre residirá con Rhoda (Barbara Read), una mujer adusta, teniendo únicamente Bark el consuelo del buen amigo kioskero, con el que mantendrá innumerables tertulias. Por su parte su esposa no dejará de provocar pequeñas molestias en el entorno familiar comandado por su hijo George. Interrumpe con su locuacidad la presencia de jóvenes amigos de la hija, y también molesta cuando en uno de los salones, la esposa de este ofrece clases de bridge.

 

A este respecto, hay un rasgo que de forma muy sutil envuelve toda la película. Este no es otro que integrar su desarrollo dentro de las consecuencias que para la sociedad norteamericana urbana supuso la Gran Depresión. En este sentido, el film de McCarey resulta de una sorprendente originalidad en las formas, al tiempo que clarividente en esa mirada transversal a una colectividad traumatizada por una crisis económica de gran calado. Nunca mostrará en ellas ambientes miserabilistas, por el contrario, la práctica totalidad de la película se inserta en entornos acomodados e incluso lujosos. Sin embargo, en todo momento se tiene la sensación de que a los personajes de MAKE WAY… les pilló con el pie cambiado una circunstancia económica y social que tienen que sobrellevar de la mejor manera que pueden.

 

Ni que decir tiene que dicha situación, en la que el fantasma de las limitaciones económicas se encuentra siempre presente, será la que potencie el protagonismo del que bajo mi punto de vista supone el rasgo negativo más consustancial –y, por ello, más perdurable- del ser humano; el egoísmo. La situación a la que se enfrenta el veterano matrimonio Cooper, dejará bien a las claras las debilidades de todos los componentes de la familia. En este sentido, el planteamiento es tan devastador como paralelamente revestido de humanidad. McCarey en ningún momento carga las tintas. Antes al contrario, aquellas situaciones que podrían ser proclives a excesos melodramáticos, son resueltas de forma pasmosa por medio de elipsis, miradas o tamizando el dramatismo de las situaciones con una sutil introducción de elementos de comedia, una de las facetas que conforman la “receta mágica” del mundo personal del director norteamericano. Esa extraña combinación, es la que al tiempo que permite que la película discurra con aparente serenidad, dominada por la sucesión calmada de diversas secuencias separadas por sencillos fundidos en negro, poco a poco, en progresión creciente y de forma apabullante, se erija en un discurso realmente demoledor sobre la fugacidad de la existencia, la falsedad de la vigencia de la familia, y el egoísmo consustancial que el ser humano ha venido demostrando a la hora de mirar hacia atrás y otorgar el debido reconocimiento a los que nos llevaron hasta donde estamos. Una sensación que en todo momento McCarey mira con tanta sinceridad como distancia, ya que el desarrollo de su película nos vaticina, que será es algo que también nosotros viviremos si llega el instante de nuestra vejez, y que el egoísmo es algo extensible a todo ser humano –los ancianos protagonistas tampoco se libran, por activa o por pasiva, de esta definición-. De todos modos, no hay que llamarse a engaño; no era habitual encontrarse en el contexto del cine norteamericano y, más aún, en el mundo expresado por quien entonces estaba especializado en el terreno de la comedia screewall –ese mismo año, McCarey recibió el Oscar al mejor director, por su excelente y canónica THE AWFUL TRUTH (La picara puritana, 1937)-, con una película que a cualquier espectador podía sacarle los colores, y que en su aparente amabilidad llegaba muy lejos en la profundización de unas constantes universales de comportamiento, llegando a provocar una sensación de incomodidad, como en su propio devenir lo ofrecían esos clientes de las clases de bridge, que no saben donde mirar al soportar los comentarios de la anciana y pesada Lucy o, lo que es peor, conmoverse ante sus comentarios cuando su marido la llama por teléfono.

 

Esa sensación de mirar a las cosas por su frente, de lanzar un dardo en la diana del alma humana, es algo que el sensible realizador norteamericano logró antes y después de esta película en numerosas ocasiones –personalmente, situaría este como uno de los ocho grandes largometrajes suyos que recuerdo-, y bajo planteamientos argumentales en apariencia dispersos, pero unidos por esa misma profundidad revestida de ligereza. Sin embargo, quizá es cierto que la radicalidad que revisten los planteamientos de MAKE WAY… -pese a ser probablemente los más humanos de todo su cine-, son los que en su momento facilitaron el fracaso comercial del film –no me veo a mucho público ya afectado de alguna manera por la Gran Depresión, noqueado ante una película tan directa en sus pretensiones-, pero el paso de los años ha permitido una especial perdurabilidad a esta película, no solo como testimonio social de su época –un elemento que queda en muy segundo grado, pero que con el paso del tiempo emerge con fuerza- sino, fundamentalmente, como una de las visiones más directas que el cine ha formulado sobre la dureza que el mundo moderno y el progreso ha planteado de cara a la convivencia humana.

 

La película finalizará con la vivencia de esas cinco horas de felicidad, de ese matrimonio Cooper que finalmente se tendrán que separar, muy probablemente de forma definitiva ambos vivirán en los mejores rincones de New York los que quizá sean los últimos momentos de felicidad de su existencia, para lo cual una serie de ciudadanos ejercerán como improvisados vectores de esa íntima celebración, mientras sus hijos tendrán que quedarse esperando, al comprobar que sus padres no acuden a la cena –que se presumía tensa-, que les habían preparado antes de marcharse ambos –Lucy a un asilo, destino este del que no desea se entere jamás su marido-. Y el primer plano sostenido sobre ella, cuando se enfrenta sola a la soledad y, probablemente en su pensamiento más íntimo, a su extinción como ser humano, además de sublimar la extraordinaria composición de Beulah Bondi –que tenía cuarenta y nueve años en el momento de rodar la película-, quizá pueda situar entre los planos finales más conmovedores que ofreció el cine norteamericano en la fértil década de los años treinta.

 

Finalmente, una acotación. Se suele citar con bastante pertinencia MAKE WAY… a la hora de situarla como una referencia de cara al extraordinario film de Yasujiro Ozu TÔKYÔ MONOGATARI (Cuentos de Tokio, 1953). En algún caso incluso en el intento de superponer las calidades del film de McCarey sobre el de Ozu. No me sumo a esta aseveración; TÔKYÔ… me parece una de las cimas del cine mundial, aunque ello jamás pueda ir en detrimento de la sinceridad y hondura del título que comentamos, que se defiende por sí solo, y sin necesidad de comparaciones se erige como un título tan anticonvencional como excelente.

 

Calificación: 4