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CINEMA DE PERRA GORDA

Michael Anderson

THE SHOES OF THE FISHERMAN (1968, Michael Anderson) Las sandalias del pescador

THE SHOES OF THE FISHERMAN (1968, Michael Anderson) Las sandalias del pescador

Cuando me encaminé a la contemplación de THE SHOES OF THE FISHERMAN (Las sandalias del pescador, 1968. Michael Anderson), no especulé con encontrarme con un film de especial relevancia –una intuición que se me confirmó certera-, sino por el mero hecho de ejercer de inesperado vouyeur de las interioridades del proceso vaticano para elegir a su máxima autoridad. En definitiva, y más que ofrecer la adaptación de una novela de Morris West que planteaba –y de alguna manera adelantaba- la elección de un sumo pontífice de los países del Este, la película hay que tomarla como lo que es. Es decir, como si cotilleáramos una revista del corazón protagonizada por un amplísimo reportaje sobre dicho proceso. Es decir, que para lo bueno y para lo malo, conviene dejar de lado cualquier digresión o subtrama planteada en el conjunto de esta producción de la Metro Goldwyn Mayer de dos horas y media de duración –dispuesta de entreacto e intermedio, a la antigua usanza-, que se plantea como un singular kolossal, llegando por momento a invocar un clasicismo perdido, que quizá tuvo en la figura de David Lean su máximo valedor. Algo de ello se percibe en los primeros instantes del film, con ese majestuoso plano general en medio de la inmensidad de la nieve, del que emergerá la diminuta figuras de un carro que discurre a duras penas, dispuesto a recuperar la figura del preso Kiril Lakota (magnífica prestación de un contenido Anthony Quinn). Se trata de un sacerdote que ha soportado con estoicismo veinte años de trabajos forzados, y que de repente es liberado por orden del primer ministro ruso Piotr Ilyich Kamenev (un inesperado Lawrence Olivier). Nuestro protagonista será convertido en ciudadano de El Vaticano, llegando hasta el entorno eclesial por excelencia del catolicismo, siendo investido cardenal por parte del pontífice (John Gielgud), quien inesperadamente fallecerá. En apenas pocos días, la figura de Lakota cobrará un creciente protagonismo, viviendo por vez primera el cónclave que sucederá al fallecido sucesor de San Pedro, del que de la forma más inesperada saldrá investido Sumo Pontífice.

Hasta llegar a ese momento, habrá transcurrido prácticamente el ecuador de la película, viviendo el espectador lo que realmente le interesa de esta –en última instancia- anacrónica e inane producción auspiciada por el escasamente inspirado artesano Michael Anderson. En realidad, la película podría haber acabado en esos momentos, al producirse la elección del pontífice, ya que lo que realmente nos puede interesar reside en asistir con mirada curiosa a un proceso electoral revestido de tanta innecesaria pompa como misteriosa fascinación, cuya teatralidad y puesta en escena se erige su principal valedor. La cámara de Anderson –bien ayudado por la imponente banda sonora de Alex North- se recrea por las estancias vaticanas, como anteriormente lo ha hecho con los exteriores de la Basílica de San Pedro, extendiéndose sin sentido de la síntesis en la delectación de un ritual para el que no parece haberse detenido el tiempo. Llegados a este punto, aparece con un cierto grado de interés descubrir el proceso de elección, e incluso la aparición de la iniciativa del Cardenal Rinaldi (impecable Vittorio De Sica), para proponer a Lakota como pontífice, llegándose a la aclamación pese el deseo de este de no aceptar la misma –curiosamente, en esos momentos, parece preludiarse el planteamiento del muy posterior y magnífico HABEMUS PAPAM (2011) de Nanni Moretti-. Con ser menguado, es evidente que el interés de THE SHOES OF THE FISHERMAN se detiene ahí, ya que su segunda mitad se articula en un auténtico compendio de política ficción, en el que la capacidad de arbitraje del pontífice ante una cercana guerra atómica, debida a la hambruna que azota a China, irá unido a la prescindible historia sobre la infidelidad cometida por un periodista americano acreditado en el Vaticano –George Faber (el imposible David Janssen)-. Será en esta segunda parte, donde se plantee la censura practicada a un sacerdote amigo del recién elegido pontífice –el Padre David Telemond (Oskar Werner)-, caracterizado por una visión más avanzada y de carácter panteísta del hecho divino. Al mismo tiempo, podremos constatar la posibilidad del pontífice para fugarse del Vaticano, practicar el ecumenismo, y concluir la función con una llamada al desprendimiento de los bienes terrenales de la Iglesia, para poder dar ayuda a los necesitados, en una improbable petición y cabriola de alta política, solicitada por el mandatario militar chino.

Sinceramente, para poder apreciar los escasos valores que desprende esta película que nació caduca ya en el momento de su estreno, partamos de la base de que su larga duración  va acompañada de una considerable amenidad, unido a la profusión de lugares comunes. Dentro de ese capítulo, o de las cuestiones que orilla dentro de un metraje tan generoso, sorprende ver como se deja de lado todo lo concerniente a los funerales del Papa difunto, lo ridículas que son todas las apariciones del periodista americano –intentando insuflar de trascendencia a todo lo que se está narrando- y, en general, todo lo que conlleva este lamentable personaje, que ni siquiera tiene dispuestos sus perfiles dramáticos con contundencia. Dos ejemplos citados al azar; cuando va a renunciar a su amante italiana queda con ella en un zoológico, y allí se topará con el coche de su esposa. Poco después, cuando habla con la segunda relatándole la realidad de aquel encuentro, se ha de marchar a Paris con todos los corresponsales de la cadena ¿Para qué?, aunque poco después regrese al Vaticano a la coronación del Pontífice. Ese tipo de anacronismos se dan cita en determinadas situaciones, como aquella en la que el Pontífice es reclamado a acudir a una farmacia para pedir un medicamento urgente para un enfermo grave. Curiosamente, la receta corresponde al medicamento que se encuentra más a la vista del mostrador, y ante la carencia de dinero de Kiril I, este se comprometerá a entregarle las tres mil quinientas liras del importe. Dentro de un metraje tan amplio, no hubiera costado nada aportar un inserto más o menos ingenioso que plasmara el detalle del pago.

Pero por encima de estos enormes inconvenientes. Por encima incluso de la inverosimilitud que plantea el débil entramado dramático del film, hay dos cuestiones que planean sobre el mismo una vez este ha concluido. Una de ellas se erige, a mi juicio, en la más valiosa del relato, como es la relación que se establecerá entre el cardenal Leone (soberbio Leo Mckern) y el Pontífice, partiendo de un recelo inicial, hasta derivar a un apoyo incondicional, tras esa secuencia confesional –quizá la más valiosa de la película-, en la que el purpurado confesaba tener celos de no merecer la atención del recién llegado mandatario. La otra, sin duda totalmente desaprovechada, vendrá dada por la percepción existente desde los primeros pasajes del film, del hecho de haberse urdido el relevo del supuestamente enfermo Papa –aunque de manera totalmente secreta-, a partir de una serie de maniobras planteadas por parte de Rinaldi –quizá con la anuencia del propio pontífice, consciente de la cercanía de su muerte-. La coincidencia de la liberación de Lakota, y el encuentro entre Rinaldi y el periodista norteamericano, vendiéndole una historia sin darle más detalles y opción a elegir, plantean dichos parámetros de forma clara y meridiana, por más que posteriormente dicha circunstancia quede diluida en los vericuetos de una película, tan plácida de contemplar para una tarde sabatina, como escasamente estimulante en sus resultados fílmicos.

Calificación: 1’5

OPERATION CROSSBOW (1965, Michael Anderson) Operación Crossbow

OPERATION CROSSBOW (1965, Michael Anderson) Operación Crossbow

Cuando Carlo Ponti produce OPERATION CROSSBOW (Operación Crossbow, 1965) el cine europeo está decidiendo contraatacar las grandes superproducciones norteamericanas  y, más aún si cabe, responder con métodos tradicionales un concepto de gran espectáculo que la propia evolución del hecho cinematográfico estaba dejando poco menos que anacrónicos. Es por ello que resulta comprensible que un drama bélico como este y tantos otros, en el momento de su estreno fueran recibidos con un casi total desdén por parte de la crítica de la época. Cuando aún nos encontrábamos en unos tiempos en los que se proyectaban obras avanzadas de grandes realizadores, cuando las corrientes vanguardistas surgidas en Europa seguían poseyendo cierto apogeo, era hasta cierto punto previsible que una propuesta de estas características, puesta en marcha con un claro objetivo comercial y sin otra ambición que su legitima  explotación en la taquillas, sonara a anticuada y cosechara el rechazo de la crítica del momento. No era de extrañar además, estando firmada por un artesano británico, capaz de productos competentes pero nunca demasiado inspirados, pero también de mediocridades de grueso calado, la película pronto recibiera un rápido olvido. Pero sucede que la historia del cine sigue su curso, y lo que décadas atrás bien pudiera ser considerado rechazable, la propia y no muy afortunada evolución del lenguaje fílmico –unido a ciertas virtudes que en su momento no se supieron o quisieron encontrar en sus imágenes-, son las que permiten que cerca de medio siglo después de su realización, OPERATION CROSSBOW emerja con un moderado interés, como un producto en el que la degradación del lenguaje del cine comercial nos permite apreciar en una mayor medida el esmero y la dedicación que ofrecían propuestas de este calado, que pese a estar basadas en estereotipos más o menos fáciles de detectar, uno puede apreciar el esfuerzo de un buen trabajo profesional, y degustar una narrativa clásica en la que por fortuna se ausenta la hipertrofia de planos sucedidos casi como una ametralladora en los últimos tiempos, aunque con una clara intención comercial, podemos atisbar en esta discreta pero no desdeñable propuesta.

Estamos situados en la Gran Bretaña del último año del III Reich, el Primer Ministro británico Winston Churchill (Patrick Wymark), encarga a Duncan Sandys (Richard Johnson) la responsabilidad y reclutamiento de una serie de voluntarios que puedan infiltrarse entre los ingenieros que se encuentran en terreno francés colaborando con los alemanes para el perfeccionamiento de una bomba destinada a desviar el ya casi inevitable derrocamiento del nazismo. La misión, de alta complejidad, se centrará en la elección de una serie de voluntarios que destaquen por facetas como el conocimiento de idiomas, así como en aspectos técnicos en los que van a lograr infiltrarse. En ellas suplantarán a colaboracionistas desaparecidos o muertos, siendo conscientes de que sus vidas se encuentran en juego, pero también sabiendo que con su sacrificio se puede dar el pistoletazo de cierre a uno de los regímenes más monstruosos de la historia moderna. Y esta selección se encontrará capitaneada por el arrogante teniente John Curtis (George Peppard, en los mejores momentos de una carrera prematuramente truncada), Robert Henshaw (un Tom Courtenay ya alejado de los fulgores del Free Cinema) y Phil Bradley (Jeremy Kemp), el más cercano por su tipología física al estereotipo alemán. Ambos lograrán aterrizar en tierras francesas, hospedándose en una pensión que se encuentra comandada por contactos británicos, que ayudarán a los voluntarios en el cumplimiento inicial de su misión; poder infiltrarse dentro del personal de la base subterránea que se encuentra ubicada cerca de dicha población, y en donde los ocupantes nazis se encuentran avanzados en su proyecto de encontrar una nueva y destructiva arma. Pero para desgracia de ambos, dicha infiltración no será tan facil como se vislumbraba en sus inicios, en parte por la traición efectuada por un falso colaborador británico en realidad adicto al Reich –Bamford (Anthony Quayle)-, y en parte por la inesperada aparición de Nora, la esposa del auténtico oficial alemán que suplanta Curtis –un papel que encarnará por Sophia Loren en una aparición de escasa entidad y, sobre todo, duración-. En el primero de los casos tendrá consecuencias trágicas para Henshaw –quien en los postreros instantes de su vida demostrará un extraordinario valor, hasta el momento poco acorde con su timorata personalidad-, y en el segundo aunque no llegará a poner en apuros a Nora, en un momento determinado tendrá que ser sacrificada para no poner en riesgo la importancia colectiva de la misión.

En realidad, lo que cuenta OPERATION CROSSBOW no difiere en demasía de otras propuestas de similares características, puestos en marcha en la década de los sesenta; el relato de una misión heroica realizada por personas anónimas, con cuyo sacrificio la historia ha llegado hasta nuestros días enalteciendo con ello los valores de la libertad. Pero, si más no, el film de Anderson goza de un notable sentido del ritmo –es de destacar el montaje ofrecido por Ernest Walter, que combina algunos instantes en donde destaca lo abrupto de su presencia, con otros en donde el uso de la elipsis se integra con notable pertinencia-. Junto a ello, no cabe duda que la experta mano de Duilio Coletti y Vittoriano Petrilli en el dominio de estos temas y en calidad de argumentistas, tiene un peso de singular calado a la hora de dotar de una especial credibilidad un marco bélico en el que sobresalen las aventuras de un grupo de hombres, sin que en ningún momento olvide el espectador la importancia que estas tuvieron, ni el riesgo que el pueblo británico vivió en esas horas cruciales –y en ello, las escenas de bombardeos, en las que se incorporan planos documentales, tienen una especial pertinencia-. Cierto es que el film de Anderson puede parecer algo formulario e incluso tópico a la hora de plantearse como drama bélico, pero ¿Creen Vds. que hemos ganado con el paso de los años? Me atrevo a afirmar que la respuestas sería negativa, y es precisamente el discurrir de estas décadas, las que han permitido que una propuesta convencional en su momento, hoy nos aparezca con una patina de frescura y credibilidad que quizá no tuvo en el momento de su estreno. Ese sentido del ritmo, de la inmediatez, esa frialdad con la que es narrado un sacrificio humano ofrecido a la colectividad, esa apuesta por un ideales, el preciso uno de un cast en el que casi nadie sobra y falta –hagamos excepción de la poco adecuada Loren, pero el marido pagaba-, son elementos suficientes para que dentro de las convenciones del relato, este se nos aparezca ágil y casi centelleante. En definitiva, y pese a sus limitaciones, se puede decir que esta modesta propuesta bélica –sin poder situarla entre las más valiosas de aquella época, con referentes de mayor calado como ANZIO (la batalla de Anzio, 1968, Edward Dmytryk), TOO LATE THE HERO (Comando en el mar de China, 1970. Robert Aldrich)….- ha logrado superar la barrera del paso del tiempo con un nada menguado sentido de la inmediatez.

Calificación: 2

THE WRECK OF THE MARY DEARE (1959, Michael Anderson) Misterio en el barco perdido

THE WRECK OF THE MARY DEARE (1959, Michael Anderson) Misterio en el barco perdido

Sobre THE WRECK OF THE MARY DEARE (Misterio en el barco perdido, 1959. Michael Anderson), pesa en su consideración el hecho de ser un proyecto rechazado por Alfred Hitchcock, argumentando las escasas posibilidades dramáticas que permitía la novela de Hammond Innes, aunque su guión estuviera reelaborado de la mano del reconocido escritor Eric Ambler. De alguna manera, y aunque el astuto Hitch supiera poner el dedo en la llaga en las limitaciones que ofrecía para cualquier director una historia como esta, lo cierto es que la Metro Goldwyn Mayer decidió pese a todo acometer el proyecto, que asumió con solvencia el artesano británico Michael Anderson, acaso en el mejor momento de su no muy distinguida filmografía –acababa de filmar la atractiva SHAKE HANDS WITH THE DEVIL (Vientos de rebeldía, 1959), mostrando el conflicto del IRA en aquel tiempo-. La realidad es que THE WRECK ON THE MARY DEARE se erige como una propuesta irregular pero en ocasiones fascinante, mezclando en su metraje –con diferentes grados de acierto e importancia- la conjunción de cine de suspense, drama judicial y propuesta de aventuras. Todo ello, encubriendo quizá de modo excesivo, la auténtica esencia de su propuesta; la progresiva fascinación generacional que se irá estableciendo entre un joven encargado de una firma de rescates marinos, y un veterano hombre de mar sometido a una situación límite, a partir de la cual deseará enfrentarse con todo lo establecido, para lograr no solo rehabilitar la verdad que él conoce, sino de alguna manera realizarse como ser humano, llegó el momento de asumir el último tramo de última madurez de su existencia. Será una base que servirá para el magnífico duelo proporcionado por dos actores tan emblemáticos como el veterano Gary Cooper –que trabajaría con Michael Anderson en la que sería su última película, THE NAKED EDGE (Sombras de sospecha, 1961)- y un Charlton Heston en el mejor momento de su carrera.

Heston encarna a John Sands, quien junto a su compañero fleta un pequeño barco destinado al rescate, y que en plena marejada en alta mar en el Canal de la Mancha, se topará con el carguero Mary Deare, del que percibirán ha sufrido un incendio y se encuentra ausente de tripulación. Sin temor alguno, y con la posibilidad de salvar tanto a posibles supervivientes como al propio buque, Sands accederá al mismo deambulando por sus desvencijadas estancias, que presentan un aspecto desolador. De repente, entre las mismas emergerá la figura de un alterado y veterano oficial, al que muy pronto conoceremos como el capitán Patch (Gary Cooper), superior del barco y conocedor de las extrañas circunstancias que en ella se han producido. Unos hechos que desconcertarán al joven rescatador, a quien sin embargo salvará la vida cuando se dispone a retornar a su pequeña embarcación, teniendo que seguir en el Mary Deane hasta que el barco logre encallar de la mejor forma posible en un entorno rocoso de la costa inglesa. Allí se dejará el barco, implorando Patch a su joven compañero que mantengan en secreto el destino, accediendo este a la justicia inglesa para defender unas posiciones que pronto serán rebatidas, a partir de una turbia conspiración, establecida por la propia compañía naviera y aseguradora, ante la cual el veterano capitán se verá por completo superado. La vista pondrá en tela de juicio sus razones, llegando incluso a ver despreciada la confianza que Sands mantenía en él, hasta que en un esfuerzo último, un regreso clandestino a la nave encallada permita al veterano marino ratificar unos razonamientos en los que nadie creía.

Película que se degusta con relativa placidez, nada hay en THE WRECK OF… que impacte tanto, como ese plano de la mano abierta de un cadáver, que emerge de forma expresiva y siniestra entre una montaña de carbón, anunciando un terrible secreto amparado por Pack en el barco, que se dispone con rapidez a enterrar cuando Sands se acerca hasta allí. Será el instante más impactante de un tercio inicial magnífico, modulado por un excelente uso del espacio escénico que impone el interior del navío accidentado, insertando en él ese grado de misterio e incertidumbre que incorpora de manera progresiva los descubrimientos y las actitudes del oficial del mismo. El uso de la pantalla ancha, el contraste interpretativo de sus dos protagonistas, la siniestra brillantez de la fotografía en color proporcionada por el veterano Joseph Ruttemberg y, por que negarlo, la adecuada puesta en escena de Anderson, proporciona al relato casi una primera mitad modélica, que con probabilidad puede erigirse en el fragmento más valioso de toda la obra de este discreto realizador.

Esa capacidad para imbricar suspense, tensión soterrada y un duelo de caracteres opuestos, que poco a poco irán acercando sus posturas, de alguna manera se diluirá cuando la película se centre en el desarrollo de un proceso judicial, interrumpiendo ese grado de densidad que hasta entonces habían adquirido sus imágenes. No puede decirse con ello que la expresión de este episodio esté carente de interés. Por el contrario, deviene en una resolución judicial cuanto menos aceptable, permitiendo contemplar a intérpretes tan brillantes como Michael Redgrave, Alexander Knox, o incluso al dramaturgo Emylyn Williams –el autor de Night Must Fall-. En cualquier caso, aporta una ruptura en la película de la que esta nunca logrará sobresalir, induciendo en ello el maniqueísmo con que son tratados personajes como el que encarna un poco afortunado Richard Harris (Higgins), capitaneando el equipo de marinos a las órdenes de Patch, que han decidido plantear y testificar una situación bien diferente a la sucedida en realidad. Cierto es que todo esta vertiente dramática no adquiere especial interés, e incluso está desarrollada a trompicones. Pero incluso en esos momentos, la proyección de la ambivalencia que desprende el veterano marino sobre Sands –asistente en la vista-, será un elemento de engarce que aún nos permitirá otra brillante secuencia, como es aquella en la que el segundo –junto a su ayudante- localiza a Patch cargando gasolina para viajar hasta las rocas en las que se encuentra su buque encallado. Será una secuencia modélica, provista de las mejores virtudes del cine de finales de los cincuenta, descrita entre el clasicismo y la modernidad, que permitirá una reconsideración de la desconfianza que el joven rescatador había recibido determinados acontecimientos relatados en la vista. Será un retorno en el que volverá la mutua admiración, aunque vaya seguido de un episodio de regreso a la misma mediante submarinismo, a mi modo de ver desprovisto de cualquier interés, y encaminado a un suspense rutinario. Un fragmento que inclina la función a una cierta mecánica decepcionante, desprovista de la menor densidad, aunque permita la conclusión del metraje con el plano del veterano hombre de mar satisfecho y feliz. Quizá en ese semblante sereno se encuentre la clave para entender una propuesta inclasificable, pero también en esos vaivenes y cohabitación de géneros se encuentre la clave de su fuero interno; la admiración por la experiencia, y la necesidad de otorgar la confianza en el hecho cierto de que la veteranía es un grado.

Calificación: 2’5

1984 (1956, Michael Anderson)

1984 (1956, Michael Anderson)

Más allá de intentar valorar 1984 (1956, Michael Anderson) en función de la mayor o menor fidelidad con la célebre novela de George Orwell –que, como es habitual, no estoy facultado en formular-, quizá convendría integrar esta curiosa, irregular, por momentos morosa, en otros terriblemente pesimista película, como muestra de esa incipiente tendencia en la S/F británica, que en aquellos años y hasta una principios de la siguiente, ofrecería una serie de atractivas aportaciones al género. Y es que, pese a contar en su gestación como un producto de financiación norteamericana, es inequívoco resaltar el aire british de esta película, que en el momento de su estreno se saldó con un estrepitoso fracaso, y que desde entonces ha seguido manteniendo su anonimato. Es por ello que pese a sus intermitentes virtudes y sus notorios desequilibrios, resulta francamente positiva su recuperación en formato DVD, por más que la edición carezca de la calidad exigible, e incluso su transcripción visual esté expresada de forma tan elemental.

 

Una vista aérea de Londres en 1984, tras la conclusión de una hipotética guerra atómica, nos permite adentrarnos acompañado de algunos breves rótulos, en el marco del desarrollo argumental del film. La capital inglesa es el epicentro de Oceanía, una de las tres grandes regiones en las que se ha dividido el planeta tierra, configurando así su dinámica. En dicho contexto, definido por una sociedad férreamente dominada por el entorno dictatorial emanado en la figura del big brother, compartiremos la odisea de Winston Smith  (Edmond O’Brian), trabajador del “Ministerio de la Verdad” en el que ejerce como rectificador de noticias, o reescritor de la historia. Pero junto a esta función que demuestra una aparente adhesión a las consignas del alienante régimen de gobierno que soporta, en realidad nuestro protagonista está dispuesto a ejercer su presión en contra del mismo, inicialmente ejerciendo su pensamiento, infringiendo normas tan aparentemente elementales como es la de llevar un diario, e intentando con su intuición acercarse a la resistencia que, confía, se encuentra integrada en la vida diaria que sobrelleva. De forma paralela trabará contacto con Julia (Jan Sterling), con la que iniciará una relación que les llevará a exteriorizar lazos románticos entre ellos, de nuevo desafiando un entorno dominante y opresivo exteriorizado por permanentes pantallas, vigilancias extremas, y consignas reiteradas en todo lugar y condición, centradas en el dominio del ciudadano y la captura constante de sus más elementales nociones de libertad. Una libertad que intentarán lograr la nueva pareja, para lo cual Smith intuirá que uno de sus superiores –O’Connor (Michael Redgrave)-, es un solapado representante de la resistencia. Será una percepción errónea, y que les costará a ambos ser apresados por las fuerzas dominantes, siendo sometidos a torturas psicológicas. El relato nos mostrará la sufrida por nuestro protagonista, quien pese a sus resistencias quedará finalmente dominado y transformado en un auténtico guiñapo sin personalidad.

 

Antes lo señalaba y me reafirmo en ello. Lo mejor de 1984 –versión Anderson-, estriba en la cotidianeidad y el alcance fatalista del relato. Dentro de la mejor corriente británica –que podría entroncarse desde THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1947. Carol Reed), hasta tantos y tantos exponentes válidos-, el film logra trasladar al espectador una extraña sensación de desasosiego cotidiano por medio de unas imágenes grises, dominadas por seres en apariencia carentes de sentimientos y emociones. Todo ello perfectamente controlado a través de constantes pantallas y referencias emanadas de la consigna gubernamental, exteriorizando el mundo orwelliano a partir de los absolutismos observados en la II Guerra Mundial –desde los totalitarismos fascistas y nazis, hasta el marcado por el comunismo estalinista-. En este sentido, creo que el alcance de su adaptación fílmica logra una mayor eficacia cuando se escora al mero matiz descriptivo, matizado por grises exteriores e interiores urbanos –en donde se entremezclan ecos tardíos del cine noir con componentes cercanos al melodrama bélico-, que cuando se acerca a la plasmación visual de su vertiente más escorada a la ciencia-ficción cinematográfica. En este aspecto, lamento tener que señalarlo, creo que en algunos instantes el aspecto visual y de producción y la propia configuración de su resultado, por momentos acerca la película a cualquier muestra de serie Z del género –en algún momento, me da la impresión de encontrarnos con secuencias que parecen dirigidas por el mismísimo Ed Wood-. Es en ese contraste, acentuado por una intermitente morosidad narrativa, en donde se encuentran los límites –en sentido positivo y negativo-, de una película que observa además una notable limitación de cara a la aceptación del espectador; este ha de conocer de cerca el referente literario en que se basa, para alcanzar una comprensión de su desarrollo. Es a mi juicio una circunstancia –que podría haberse resuelto fácilmente con algunos rótulos explicativos- que es más que probable favoreciera su menguada aceptación en el momento de su estreno.

 

Esta circunstancia, la evidente pobreza que muestra su diseño de producción y una notable morosidad, son indudablemente elementos que pesan bastante a la hora de apreciar el resultado del film. Sin embargo, ello nos compensa con la intensidad de algunas de sus secuencias finales, en donde la dureza y el carácter opresivo revisten caracteres casi asfixiantes. Con ello me refiero a los momentos en los que Smith es confinado a la celda 101, observando este con horror la existencia de esas ratas que tanto le aterrorizan y, sobre todo, la fuerza que alcanzan sus instantes finales, en donde lo que pudo ser una hermosa relación entre la pareja protagonista, queda finalmente expresado en dos seres rotos, destrozados psicológicamente, traicionados entre sí, y totalmente alienados dentro de un contexto de dominación y tiranía que, por encima de todo, busca destruir al individuo. Conclusión contundente y efectiva, dentro de un relato indudablemente limitado en sus logros, intermitente en la definición y fluidez de sus secuencias, definido además en una notable pobreza de medios. Sin embargo, dentro de estos límites alcanza en ocasiones una extraña fuerza cinematográfica, en su mirada, y en un alcance descriptivo que, por momentos, logra sobreponer su forzada condición de adaptación al cine de un relato de prestigio, para alcanzar una rara intensidad como específico producto fílmico. Michael Anderson nunca fue, todos los sabemos, un director dotado de personalidad, pero ello no impide consignarlo como uno de tantos y ocasionalmente eficaces artesanos del cine británico. En esta ocasión, como en otras definidas en títulos como SHAKE HANDS WITH THE DEVIL (Luces de rebeldía, 1959) o THE NAKED EDGE (Sombras de sospecha, 1961), dejó buena prueba de sus facultades y límites.

 

Calificación: 2