THE SHOES OF THE FISHERMAN (1968, Michael Anderson) Las sandalias del pescador
Cuando me encaminé a la contemplación de THE SHOES OF THE FISHERMAN (Las sandalias del pescador, 1968. Michael Anderson), no especulé con encontrarme con un film de especial relevancia –una intuición que se me confirmó certera-, sino por el mero hecho de ejercer de inesperado vouyeur de las interioridades del proceso vaticano para elegir a su máxima autoridad. En definitiva, y más que ofrecer la adaptación de una novela de Morris West que planteaba –y de alguna manera adelantaba- la elección de un sumo pontífice de los países del Este, la película hay que tomarla como lo que es. Es decir, como si cotilleáramos una revista del corazón protagonizada por un amplísimo reportaje sobre dicho proceso. Es decir, que para lo bueno y para lo malo, conviene dejar de lado cualquier digresión o subtrama planteada en el conjunto de esta producción de la Metro Goldwyn Mayer de dos horas y media de duración –dispuesta de entreacto e intermedio, a la antigua usanza-, que se plantea como un singular kolossal, llegando por momento a invocar un clasicismo perdido, que quizá tuvo en la figura de David Lean su máximo valedor. Algo de ello se percibe en los primeros instantes del film, con ese majestuoso plano general en medio de la inmensidad de la nieve, del que emergerá la diminuta figuras de un carro que discurre a duras penas, dispuesto a recuperar la figura del preso Kiril Lakota (magnífica prestación de un contenido Anthony Quinn). Se trata de un sacerdote que ha soportado con estoicismo veinte años de trabajos forzados, y que de repente es liberado por orden del primer ministro ruso Piotr Ilyich Kamenev (un inesperado Lawrence Olivier). Nuestro protagonista será convertido en ciudadano de El Vaticano, llegando hasta el entorno eclesial por excelencia del catolicismo, siendo investido cardenal por parte del pontífice (John Gielgud), quien inesperadamente fallecerá. En apenas pocos días, la figura de Lakota cobrará un creciente protagonismo, viviendo por vez primera el cónclave que sucederá al fallecido sucesor de San Pedro, del que de la forma más inesperada saldrá investido Sumo Pontífice.
Hasta llegar a ese momento, habrá transcurrido prácticamente el ecuador de la película, viviendo el espectador lo que realmente le interesa de esta –en última instancia- anacrónica e inane producción auspiciada por el escasamente inspirado artesano Michael Anderson. En realidad, la película podría haber acabado en esos momentos, al producirse la elección del pontífice, ya que lo que realmente nos puede interesar reside en asistir con mirada curiosa a un proceso electoral revestido de tanta innecesaria pompa como misteriosa fascinación, cuya teatralidad y puesta en escena se erige su principal valedor. La cámara de Anderson –bien ayudado por la imponente banda sonora de Alex North- se recrea por las estancias vaticanas, como anteriormente lo ha hecho con los exteriores de la Basílica de San Pedro, extendiéndose sin sentido de la síntesis en la delectación de un ritual para el que no parece haberse detenido el tiempo. Llegados a este punto, aparece con un cierto grado de interés descubrir el proceso de elección, e incluso la aparición de la iniciativa del Cardenal Rinaldi (impecable Vittorio De Sica), para proponer a Lakota como pontífice, llegándose a la aclamación pese el deseo de este de no aceptar la misma –curiosamente, en esos momentos, parece preludiarse el planteamiento del muy posterior y magnífico HABEMUS PAPAM (2011) de Nanni Moretti-. Con ser menguado, es evidente que el interés de THE SHOES OF THE FISHERMAN se detiene ahí, ya que su segunda mitad se articula en un auténtico compendio de política ficción, en el que la capacidad de arbitraje del pontífice ante una cercana guerra atómica, debida a la hambruna que azota a China, irá unido a la prescindible historia sobre la infidelidad cometida por un periodista americano acreditado en el Vaticano –George Faber (el imposible David Janssen)-. Será en esta segunda parte, donde se plantee la censura practicada a un sacerdote amigo del recién elegido pontífice –el Padre David Telemond (Oskar Werner)-, caracterizado por una visión más avanzada y de carácter panteísta del hecho divino. Al mismo tiempo, podremos constatar la posibilidad del pontífice para fugarse del Vaticano, practicar el ecumenismo, y concluir la función con una llamada al desprendimiento de los bienes terrenales de la Iglesia, para poder dar ayuda a los necesitados, en una improbable petición y cabriola de alta política, solicitada por el mandatario militar chino.
Sinceramente, para poder apreciar los escasos valores que desprende esta película que nació caduca ya en el momento de su estreno, partamos de la base de que su larga duración va acompañada de una considerable amenidad, unido a la profusión de lugares comunes. Dentro de ese capítulo, o de las cuestiones que orilla dentro de un metraje tan generoso, sorprende ver como se deja de lado todo lo concerniente a los funerales del Papa difunto, lo ridículas que son todas las apariciones del periodista americano –intentando insuflar de trascendencia a todo lo que se está narrando- y, en general, todo lo que conlleva este lamentable personaje, que ni siquiera tiene dispuestos sus perfiles dramáticos con contundencia. Dos ejemplos citados al azar; cuando va a renunciar a su amante italiana queda con ella en un zoológico, y allí se topará con el coche de su esposa. Poco después, cuando habla con la segunda relatándole la realidad de aquel encuentro, se ha de marchar a Paris con todos los corresponsales de la cadena ¿Para qué?, aunque poco después regrese al Vaticano a la coronación del Pontífice. Ese tipo de anacronismos se dan cita en determinadas situaciones, como aquella en la que el Pontífice es reclamado a acudir a una farmacia para pedir un medicamento urgente para un enfermo grave. Curiosamente, la receta corresponde al medicamento que se encuentra más a la vista del mostrador, y ante la carencia de dinero de Kiril I, este se comprometerá a entregarle las tres mil quinientas liras del importe. Dentro de un metraje tan amplio, no hubiera costado nada aportar un inserto más o menos ingenioso que plasmara el detalle del pago.
Pero por encima de estos enormes inconvenientes. Por encima incluso de la inverosimilitud que plantea el débil entramado dramático del film, hay dos cuestiones que planean sobre el mismo una vez este ha concluido. Una de ellas se erige, a mi juicio, en la más valiosa del relato, como es la relación que se establecerá entre el cardenal Leone (soberbio Leo Mckern) y el Pontífice, partiendo de un recelo inicial, hasta derivar a un apoyo incondicional, tras esa secuencia confesional –quizá la más valiosa de la película-, en la que el purpurado confesaba tener celos de no merecer la atención del recién llegado mandatario. La otra, sin duda totalmente desaprovechada, vendrá dada por la percepción existente desde los primeros pasajes del film, del hecho de haberse urdido el relevo del supuestamente enfermo Papa –aunque de manera totalmente secreta-, a partir de una serie de maniobras planteadas por parte de Rinaldi –quizá con la anuencia del propio pontífice, consciente de la cercanía de su muerte-. La coincidencia de la liberación de Lakota, y el encuentro entre Rinaldi y el periodista norteamericano, vendiéndole una historia sin darle más detalles y opción a elegir, plantean dichos parámetros de forma clara y meridiana, por más que posteriormente dicha circunstancia quede diluida en los vericuetos de una película, tan plácida de contemplar para una tarde sabatina, como escasamente estimulante en sus resultados fílmicos.
Calificación: 1’5
0 comentarios