1984 (1956, Michael Anderson)
Más allá de intentar valorar 1984 (1956, Michael Anderson) en función de la mayor o menor fidelidad con la célebre novela de George Orwell –que, como es habitual, no estoy facultado en formular-, quizá convendría integrar esta curiosa, irregular, por momentos morosa, en otros terriblemente pesimista película, como muestra de esa incipiente tendencia en la S/F británica, que en aquellos años y hasta una principios de la siguiente, ofrecería una serie de atractivas aportaciones al género. Y es que, pese a contar en su gestación como un producto de financiación norteamericana, es inequívoco resaltar el aire british de esta película, que en el momento de su estreno se saldó con un estrepitoso fracaso, y que desde entonces ha seguido manteniendo su anonimato. Es por ello que pese a sus intermitentes virtudes y sus notorios desequilibrios, resulta francamente positiva su recuperación en formato DVD, por más que la edición carezca de la calidad exigible, e incluso su transcripción visual esté expresada de forma tan elemental.
Una vista aérea de Londres en 1984, tras la conclusión de una hipotética guerra atómica, nos permite adentrarnos acompañado de algunos breves rótulos, en el marco del desarrollo argumental del film. La capital inglesa es el epicentro de Oceanía, una de las tres grandes regiones en las que se ha dividido el planeta tierra, configurando así su dinámica. En dicho contexto, definido por una sociedad férreamente dominada por el entorno dictatorial emanado en la figura del big brother, compartiremos la odisea de Winston Smith (Edmond O’Brian), trabajador del “Ministerio de la Verdad” en el que ejerce como rectificador de noticias, o reescritor de la historia. Pero junto a esta función que demuestra una aparente adhesión a las consignas del alienante régimen de gobierno que soporta, en realidad nuestro protagonista está dispuesto a ejercer su presión en contra del mismo, inicialmente ejerciendo su pensamiento, infringiendo normas tan aparentemente elementales como es la de llevar un diario, e intentando con su intuición acercarse a la resistencia que, confía, se encuentra integrada en la vida diaria que sobrelleva. De forma paralela trabará contacto con Julia (Jan Sterling), con la que iniciará una relación que les llevará a exteriorizar lazos románticos entre ellos, de nuevo desafiando un entorno dominante y opresivo exteriorizado por permanentes pantallas, vigilancias extremas, y consignas reiteradas en todo lugar y condición, centradas en el dominio del ciudadano y la captura constante de sus más elementales nociones de libertad. Una libertad que intentarán lograr la nueva pareja, para lo cual Smith intuirá que uno de sus superiores –O’Connor (Michael Redgrave)-, es un solapado representante de la resistencia. Será una percepción errónea, y que les costará a ambos ser apresados por las fuerzas dominantes, siendo sometidos a torturas psicológicas. El relato nos mostrará la sufrida por nuestro protagonista, quien pese a sus resistencias quedará finalmente dominado y transformado en un auténtico guiñapo sin personalidad.
Antes lo señalaba y me reafirmo en ello. Lo mejor de 1984 –versión Anderson-, estriba en la cotidianeidad y el alcance fatalista del relato. Dentro de la mejor corriente británica –que podría entroncarse desde THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1947. Carol Reed), hasta tantos y tantos exponentes válidos-, el film logra trasladar al espectador una extraña sensación de desasosiego cotidiano por medio de unas imágenes grises, dominadas por seres en apariencia carentes de sentimientos y emociones. Todo ello perfectamente controlado a través de constantes pantallas y referencias emanadas de la consigna gubernamental, exteriorizando el mundo orwelliano a partir de los absolutismos observados en la II Guerra Mundial –desde los totalitarismos fascistas y nazis, hasta el marcado por el comunismo estalinista-. En este sentido, creo que el alcance de su adaptación fílmica logra una mayor eficacia cuando se escora al mero matiz descriptivo, matizado por grises exteriores e interiores urbanos –en donde se entremezclan ecos tardíos del cine noir con componentes cercanos al melodrama bélico-, que cuando se acerca a la plasmación visual de su vertiente más escorada a la ciencia-ficción cinematográfica. En este aspecto, lamento tener que señalarlo, creo que en algunos instantes el aspecto visual y de producción y la propia configuración de su resultado, por momentos acerca la película a cualquier muestra de serie Z del género –en algún momento, me da la impresión de encontrarnos con secuencias que parecen dirigidas por el mismísimo Ed Wood-. Es en ese contraste, acentuado por una intermitente morosidad narrativa, en donde se encuentran los límites –en sentido positivo y negativo-, de una película que observa además una notable limitación de cara a la aceptación del espectador; este ha de conocer de cerca el referente literario en que se basa, para alcanzar una comprensión de su desarrollo. Es a mi juicio una circunstancia –que podría haberse resuelto fácilmente con algunos rótulos explicativos- que es más que probable favoreciera su menguada aceptación en el momento de su estreno.
Esta circunstancia, la evidente pobreza que muestra su diseño de producción y una notable morosidad, son indudablemente elementos que pesan bastante a la hora de apreciar el resultado del film. Sin embargo, ello nos compensa con la intensidad de algunas de sus secuencias finales, en donde la dureza y el carácter opresivo revisten caracteres casi asfixiantes. Con ello me refiero a los momentos en los que Smith es confinado a la celda 101, observando este con horror la existencia de esas ratas que tanto le aterrorizan y, sobre todo, la fuerza que alcanzan sus instantes finales, en donde lo que pudo ser una hermosa relación entre la pareja protagonista, queda finalmente expresado en dos seres rotos, destrozados psicológicamente, traicionados entre sí, y totalmente alienados dentro de un contexto de dominación y tiranía que, por encima de todo, busca destruir al individuo. Conclusión contundente y efectiva, dentro de un relato indudablemente limitado en sus logros, intermitente en la definición y fluidez de sus secuencias, definido además en una notable pobreza de medios. Sin embargo, dentro de estos límites alcanza en ocasiones una extraña fuerza cinematográfica, en su mirada, y en un alcance descriptivo que, por momentos, logra sobreponer su forzada condición de adaptación al cine de un relato de prestigio, para alcanzar una rara intensidad como específico producto fílmico. Michael Anderson nunca fue, todos los sabemos, un director dotado de personalidad, pero ello no impide consignarlo como uno de tantos y ocasionalmente eficaces artesanos del cine británico. En esta ocasión, como en otras definidas en títulos como SHAKE HANDS WITH THE DEVIL (Luces de rebeldía, 1959) o THE NAKED EDGE (Sombras de sospecha, 1961), dejó buena prueba de sus facultades y límites.
Calificación: 2
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Esther -