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CINEMA DE PERRA GORDA

Norman Taurog

GIRL CRAZY (19543, Norman Taurog)

GIRL CRAZY (19543, Norman Taurog)

Más que una película, es muy fácil definir GIRL CRAZY (1943. Norman Taurog) como un producto. De entrada, ofrece la novena y penúltima colaboración del tándem formado por Mickey Rooney y Judy Garland, que en la pantalla mostraba claros síntomas de agotamiento. También un homenaje a la música de los grandes George e Ira Gershwin -quizá su elemento más atractivo-. Unamos a ello que la película aparece como un inesperado remake de una lejana comedia del divertido y poco conocido tándem cómico formado por Bert Wheeler y Robert Whoolsey, basada en el musical de Jack McGowan y Guy Bolton -firmado con el mismo título en 1932 por el especialista en comedia William A. Seiter-. Una base escénica esta que, de nuevo sería llevada a la pantalla en 1965 por Alvin Ganzer, bajo el título WHEN THE BOYS MEET THE GIRLS, en lo que se predispone como una temible comedia juvenil, que cuenta incluso con la presencia del kitsch Liberace.

Pero unamos en su metraje una cierta vertiente de comedia slapstick -faceta en la que su director, Norman Taurog, en ocasiones se movió con solvencia-, la recurrencia -a mi juicio excesiva- a la orquesta de Tommy Dorsey y, como no podía ser de otra manera, la apoteosis con una de las magníficas fantasías ideadas por Busby Berkeley, al parecer encargado de filmar la película, y que por diversas causas -entre las que se encuentran ciertas desavenencias con los arreglistas musicales y la propia Judy Garland- fue sustituido por el citado Taurog. Y hay que decir que este hilvanó como pudo un cocido con ingredientes muy desiguales y, sobre un guion dominado por su insustancialidad, que en no pocas ocasiones avanza en uno u otro sentido a base de abruptos cortes de escenas, forzando incluso a que su conjunto aparezca como una sucesión de episodios, en alguna ocasión escasamente engarzados.

En cualquier caso, GIRL CRAZY se inicia con cierta garra, por medio de la presentación del joven dandy Danny Churchill Jr. (Rooney), a quien veremos juerguear en plena noche acompañado por dos hermosas jóvenes, y acudiendo a un lujoso restaurante donde actuará la orquesta de Dorsey. Allí se iniciará un chispeante número musical, en el que llegaremos a contemplar cantando a una jovencísima June Allyson. La situación enlazará con una serie de portadas de prensa, en las que su padre, el editor Mr. Churchill (el estupendo Henry O’Neill) le hará ver al muchacho la inconsciencia de su comportamiento. Por ello, decidirá enviarlo al colegio masculino Cody, que se encuentra ubicado en medio de la inmensidad del desierto. Será este otro nuevo bloque, francamente divertido, donde la impronta del burlesco silente adquirirá un enorme protagonismo, por medio de la creciente desesperación del joven protagonista para llegar hasta el colegio, mientras una serie de pancartas publicitarias acentuarán la desesperación y el cansancio de este al ver que parece no llegar nunca al mismo. Esa impronta, muy cercana al cartoon, ocupará, con menor fortuna, algunos pasajes posteriores del relato, como la desbandada que sufrirá Danny con el encabritado caballo que le han proporcionado sus nuevos compañeros como novatada, o el retorno vivido en medio de un carruaje del que se le desprenderá una rueda. Será en esa desesperante caminata inicial cuando este conozca, en un divertido equívoco, a Ginger Gray (Garland), la repartidora de cartas de la localidad, a la que encontrará reparando su desvencijado vehículo -en una secuencia que nos evoca el eco de las comedias de Laurel & Hardy, como sucederá en algunas otras secuencias desarrolladas con posterioridad entre ambos en el mismo carromato-.

A partir de ese momento, GIRL CRAZY discurrirá por planteamientos totalmente previsibles. La coralidad de la película se ampliará una vez Danny se incorpore al colegio, aunque en ella pronto choque su diletante comportamiento con las rígidas normas del mismo -a destacar ese cerradísimo primer plano sobre Rooney mientras duerme, la solución visual más sorprendente de la película-. O el soterrado enfrentamiento de este con el larguirucho Henry Lathrop (Robert E. Strickland), uno de los líderes del colegio, y novio de Ginger, cuando entre la pareja protagonista se vaya registrando cierta complicidad. Como no podría de ser otra manera se producirá una situación de urgencia en el internado, ya que el veterano Dean Phineas Armour (el excelente característico Guy Kibbee) sobrelleva bajo sus espaldas la amenaza del cierre de la instalación bajo un decreto que ha de firmar el gobernador, dada la ausencia de solicitudes para ingresar en él. Una vez más, el personaje encarnado por Rooney empezará a demostrar su sentido de la responsabilidad, dado que el veterano director es al mismo tiempo el abuelo de Ginger.

Como se puede deducir en breve recorrido argumental, la fórmula de la pareja ya desprendía una considerable sensación de déjà vu, quizá en buena medida por esa sensación de producto mancomunado del estudio que deprende un conjunto de escasa armonía, y carente en líneas generales de la chispa que albergarían otros exponentes previos de este peculiar exponente de entertaintment, fruto del estudio más encaminado al mismo, y contando una vez más con la producción de un Arthur Freed aún lejano de su impronta renovadora en el género. Veremos, por ejemplo, como en la visita de la pareja al gobernador, aunque Danny utilizará con astucia el nombre de su padre, la cámara le permitirá un cargante y fallido episodio en el que Rooney sobreactuará imitando a los locutores de la época, casi apareciendo como un inesperado -y cargante- precedente de un Danny Kaye que aún no había exteriorizado su excéntrica personalidad artística.

GIRL CRAZY alberga algunos números musicales y canciones dominados por el kitsch en su puesta en escena -esa combinaciones de jóvenes cowboys bailarines-, pero no es menos cierto que en ocasiones la coreografía del posterior director Charles Walters logra proporcionar un cierto grado de feeling en el número que celebra el cumpleaños del personaje de la Garland, que poco a poco irá adquiriendo una considerable elegancia en la pista de baile rodeada de jóvenes atildados, y en un episodio que pocos minutos después dará paso al primer acceso de sinceridad entre la pareja protagonista, una vez Ginger rechaza la poco romántica declaración que le ha formulado Lathrop. Todo ello, se desarrollará en unos exteriores rurales en estudio, en los que la ajustada planificación de Taurog y la química establecida entre Rooney y Garland se elevará a su máxima cuota.

En cualquier caso, y como sucedería en tanto títulos precedentes, la fantasía de conclusión llevada a cabo por Busby Berkeley, al compás de “I Got Rhythm”, una vez más superará cualquier coqueteo con el kitsch para erigirse como una casi imposible sinfonía de fantasía y vitalismo. Y es que, si en algunos de los números precedentes dicha rémora no se pudo superar, el veteranísimo Berkeley, a punto de rodar THE GANG’S ALL HERE (Toda la banda está aquí, 1943), se sobraba y se bastaba con esta apoteosis creativa y musical, para insuflar vida propia a un conjunto caracterizado por una fórmulas solo pensadas como efímero divertimento.

Calificación: 1’5

DON’T GIVE UP THE SHIP (1959, Norman Taurog) Adiós mi luna de miel

DON’T GIVE UP THE SHIP (1959, Norman Taurog) Adiós mi luna de miel

Antes de entrar en su valoración, de entrada, DON’T GIVE UP THE SHIP (Adiós mi luna de miel, 1959. Norman Taurog), ha sido una de las películas más ocultas de la filmografía de Jerry Lewis en nuestro país. Puede decirse que ha estado más de un cuarto de siglo ausente de cualquier emisión televisiva o edición digital, siendo una pieza codiciada, por aquellos que hemos seguido la filmografía del gran cómico y cineasta, y de la que tan solo podríamos mantener un muy lejano recuerdo de la misma. Y hay que decir, que probablemente, se erija como la más valiosa película cómica que Lewis protagonizó en solitario -junto a otra comedia olvidada, dirigida por George Marshall en 1969; HOOK, LINE AND SINKER (Pescador pescado)-. Todo ello, por supuesto, haciendo excepción de las que protagonizó a las órdenes del gran Frank Tashlin, e incluso de su propia égida como cineasta. Cuando Lewis protagoniza esta película, ya ha interpretado en solitario THE GEISHA BOY (Tu, Kimi y yo, 1957) -en mi opinión, la obra maestra de su andadura como figura cómica, opinión poco compartida-, y ROCK A BYE BABY (Yo soy el padre y la madre, 1958), ambas de Frank Tashlin. Y, al mismo tiempo, se encontraba a punto de dar el paso adelante, con su excelente debut como cineasta, con la tan modesta como magnífica THE BELLBOY (El botones, 1960). Quizá por ello, por encontrarse Lewis ya con ganas de entrenarse como autor cinematográfico, esta película adquiera ese valor suplementario. El cómico señaló, que incluso había codirigido la previa YOU’RE NEVER TOO YOUNG (Un fresco en apuros, 1955. Norman Taurog), y restaría por protagonizar, la inmediatamente posterior -y bastante menos interesante- VISIT TO A SMALL PLANET (Un marciano en california, 1960), también de Taurog.

Lo cierto, es que nos encontramos dentro de un ámbito especialmente creativo en la evolución del cómico, tres años ya separado del tándem que le ligaba a Dean Martin, y prolongando su estatus de estrella taquillera de Paramount, al tiempo de mostrar -sobre todo en sus dos títulos previos a las órdenes de Tashlin-, una personalidad ya bien definida en su habitual personaje. En esta ocasión, encarnará a John Paul Steckler VII, atolondrado descendiente de una saga de marinos, de los cuales se nos mostrará al inicio de la película, divertidas remembranzas de su consustancial torpeza -un poco, como lo que años después, propondría en el preámbulo de la extraordinaria THE DISORDELY ORDELY (Caso clínico en la clínica, 1964. Frank Tashlin)-. Casi de inmediato, se nos trasladará al alto mando norteamericano donde, por petición de uno de los senadores del país, se reclama -como petición imprescindible, para conceder una importante dotación económica de presupuesto- el lugar donde se encuentra un buque de guerra, del cual se hizo responsable Steckler, pero del que no se sabe dónde se encuentra. La búsqueda se hará inmediata en torno al atribulado protagonista, sin saber que este, al mismo tiempo, se encuentra celebrando su matrimonio con la joven Prudence (Diana Spencer), con la cual no podrá, ni siquiera, vivir su propia noche de boda, puesto que unos oficiales demandarán su presencia, proporcionándole escasos días para que encuentre como sea, una embarcación que se encuentra perdida desde la conclusión de la II Guerra Mundial, y que él firmó inadvertidamente, cuando gestionó el retiro de dicha nave. Para intentar ayudar a un oficial que se encuentra superado por las circunstancias, se le brindará la ayuda de la psicóloga del ejército Rita Benson (Dina Merrill), iniciándose una serie de vivencias entre ambos, que se iniciarán con una sesión de diván, que servirá para que el atribulado oficial, pueda recordar el penoso -y muy divertido- episodio, vivido en una isla japonesa, donde los oficiales nipones apresarán a Lewis, sin saber que ya ha concluido la contienda. A partir de ese buceo en el pasado, el oficial y la psicóloga, seguirán indagando, en la búsqueda de pruebas, encaminadas en traer luz sobre una situación tan kafkiana como, en apariencia, irresoluble. Y lo harán, manteniéndose de manera reiterada, la imposibilidad de consumar el matrimonio entre los recién casados, e incluso efectuándose un viaje en tren entre Steckler y Rita, teniendo ambos que compartir un camarote, y creando dicha situación el recelo de su esposa y, también, el de su furibunda madre.

Dentro de un contexto, en el que buena parte de la filmografía previa de Lewis -con o sin Dean Martin a su lado-, se configurada en un paseo por diferentes miradas en tono cómico, en torno a los diferentes géneros cinematográficos, la presencia de DON’T GIVE UP THE SHIP, cabe ligarla a una visión en torno irónico, en función a un cine bélico que, en aquellos años, tuvo especial importancia en el cine norteamericano. Junto a ello, aparecerían títulos destinados a ofrecer un desmonte de sus ligares comunes, brindándonos exponentes valiosos, como OPERATION MAD BALL (1957, Richard Quine), u OPERATION PETTICOAT (Operación Pacífico, 1959. Blake Edwards). A dicha no muy frecuentada corriente, podemos incorporar una comedia, que se centra en el protagonismo cómico de Lewis, pero que, al mismo tiempo, ofrece un look visual, muy ligado al marco genérico del que brinda su reverso humorístico. En cualquier caso, y aun siguiendo la medida de un guion más o menos consistente, es evidente que en la película se articulan secuencias, que revelan destellos de lo que, muy poco después, configuraría el mundo del que muy pronto se convertiría en brillante realizador. Es algo que podremos percibir en la manera de presentar a su protagonista, tras una mirada a cámara del viceadministrador Bludde (Robert Middleton), fundiendo con un primer plano de Lewis, en su propia fiesta de boda, iniciando una serie de catastróficas y muy divertidas incidencias. Será el inicio de una serie de episodios, en los que se entrelazan alguna fugas cinematográficas, que van de la querencia por el slowburn -esa secuencia en las que los oficiales quedan detenidos, en segundo término del encuadre, contemplando el infantil comportamiento del protagonista-, a la decidida apuesta por el nonsense, plasmada en el divertido episodio en el que Stecker y Stan Wychinski (Michael Shaguhnessy), antiguo colaborador suyo durante sus tareas militares en aguas japonesas, buceando ambos en el fondo del océano, al objeto de buscar los restos del barco perdido, en cuyo fondo se les aparecerán unas inesperadas sirenas. Precisamente, en la búsqueda de información de este último, nuestro sobrepasado protagonista y su psicóloga ayudante, acudirán a un combate de boxeo, en donde Stan es uno de los contenientes, buscando afanosamente Lewis que este recupere su memoria, que le llega o se disipa, a cada golpe que recibe.

Esa tendencia a la inclusión de episodios de gran eficacia cómica, nos llevará incluso a la inclusión de un divertido private joke sobre THE CAINE MUTINY (El motín del Caine, 1954, Edward Dmytryk), en la secuencia de la vista a que se ve sometido el protagonista, y dos pasajes ciertamente estupendos. Uno ya ha sido comentado; el apresamiento a que es sometido Lewis en una lista aislada del Pacífico, donde sus soldados no tienen aún noticia de que ha acabado la guerra. El otro quizá más complejo en su plasmación cinematográfica -en mi opinión, el mejor bloque de la película-, es la resolución del viaje de vuelta realizado por Stecker y Rita, en la que tendrán que compartir el camarote, y en donde el primero, no dejará de vivir hilarantes situaciones, mientras la psicóloga no cejará en sus abiertas y cómplices carcajadas, dentro de una ejemplar utilización del limitado espacio escénico disponible.

Calificación: 3

BUNDLE OF JOY (1956, Norman Taurog) Los líos de Susana

BUNDLE OF JOY (1956, Norman Taurog) Los líos de Susana

1956 fue un año determinante, a la hora de analizar la creciente importancia que la renovada comedia americana, iba alcanzando en el Hollywood de aquel tiempo. Consecuencia directa de la disolución del musical, aparecían ese mismo año, obras del interés de THE GIRL CAN’T HELP IT y HOLLYWOOD OR BUST (Loco por Anita), ambos de Frank Tashlin, THE SOLID GOLD CADILLAC (Un cadillac de oro macizo) y la injustamente ignorada FULL OF LIFE, dirigidas por Richard Quine. Incluso comedias firmadas por realizadores menos prestigiados, como la divertida THAT CERTAIN FEELING, de Norman Panama. Es decir, que nos encontramos ante una frontera, que al año siguiente permitiría una autentica explosión del género, iniciando un periodo que se prolongaría durante prácticamente una década, en el que el aporte de nombres como el de los mencionados Tashlin y Quine, unido a otros como Lewis, Wilder, Minnelli, Edwards o Donen, brindaría un corpus en verdad extraordinario.

Por todo ello, y cuando el propio Taurog había filmado comedias nada desdeñables al servicio del tandem formado por Jerry Lewis y Dean Martin –lo haría posteriormente con el primero de ellos,, sorprende encontrarse con una comedia tan blanda, caduca y acomodaticia como BUNDLE OF JOY (Los líos de Susana), que constituye por un lado, un intento casi agónico por parte de una RKO a punto de su desaparición, por apostar por dicho género –tuvo más acierto con la posterior THE GIRL MOST LIKELY (Eligiendo novio, 1958. Mitchell Leisen), que paradójicamente fue el título que clausuró el estudio-. Remake de la conocida comedia de Garson Kanin, BACHELOR MOTHER (Mamá a la fuerza, 1939), BUNDLE OF JOY tiene la particularidad de que se inicia y culmina de similar manera, con sendas y aborrecibles canciones de Eddie Fisher, descritas en el interior de los grandes almacenes que dirige su padre. Unos pasajes cursis a más no poder, rodeadas de empleados y clientes, todos envueltos en exageradas sonrisas y modales caballerosos que, en el primero de los casos, predisponen al espectador a lo peor, y a la conclusión de la película, nos recuerdan esa ascesis de cursilería con que se ha iniciado su metraje.

Sorprenden esos contextos, que pese a sus limitaciones, pudieron ser subvertidos por un realizador como Frank Tashlin, en esta ocasión den pie a una comedia blanda, inocua, aunque provista en sus mejores momentos de cierta efectividad. Son esos instantes en los que el equívoco central inserto en esta ficción en la que participa el experto comediógrafo Norman Krasna, consigue transmitir ese “gramo de locura”, del que se encuentra carente el conjunto de la función. Y todo ello partirá de la azarosa circunstancia vivida por la joven dependienta Polly Parish (Debbie Reynolds), pese a resultar ser la mayor vendedora del establecimiento, curiosamente la dia siguiente dichas ventas se ven transformadas en devoluciones, aspecto por el cual será despedida. Desolada, retornará hasta su apartamento, encontrándose en el camino con un bebe que se ha depositado en la puerta de una institución de acogida. Cuando se interna para llevarlo a sus responsables, estos sospecharán que el niño es suyo y no quiere responsabilizarse del mismo. Por ello, y como tienen sus datos, los responsables se dirigirán hasta los responsables de los almacenes, siendo recibidos por Dan Merlin (Eddie Fisher), el hijo del dueño, quien atenderá la demanda del responsable del hogar de acogida, readmitiendo a la mucha, e incluso ofreciéndole un aumento de sueldo. Ello forzará a Polly acoger de nuevo el bebe pero, sobre todo, enfrentará a la muchacha en una nueva situación, donde se adentrará en su vida de manera definitiva este niño que ha llegado en su vida de manera inesperada.

Evidentemente, se trata de un punto de partida transgresor y de enormes posibilidades –es algo que Frank Tashlin exploraría de manera delirante en la posterior ROCK A BYE BABY (Yo soy el padre y la madre, 1958)-. Sin embargo, en esta ocasión se convierte en un elemento no solo desaprovechado, sino incluso poco convincente ¿Nadie del entorno de Polly decide investigar sobre cuando en teoría ella estuvo supuestamente embarazada? A partir de ese momento, el film de Taurog explora dicho punto de partida, como la excusa para el acercamiento que se brindará entre la muchacha y el adinerado y civilizado Dan. Una variación deslavazada del cuento de Cenicienta, que dentro de su blandura –sin duda Kanin supo extraer un partido más solvente, en su versión previa de 1939-, al menos brinda algunos pequeños alicientes, que son los que finalmente permiten que dentro de su mediocridad, el conjunto pueda hacerse llevadero.

Es evidente que la más atractiva de todas ellas, reside en la presencia y el personaje del gruñón y expeditivo J. B. Merlin, padre de Dan, que permitirá reencontrarnos con una de las figuras legendarias de la comedia décadas atrás, como fue Adolphe Menjou. A él se deberá el que quizá sea el mejor momento de la película, en la secuencia del enfrentamiento entre padre e hijo con la excusa del pequeño, al que por causas equívocas considera su nieto, y que en pleno desayuno motivará un constante lanzamiento de cucharillas, para desesperación del mayordomo –impagable rol secundario, por otra parte-. Todo ello, hasta que a la marcha del hijo, y comprobando J. B. la ausencia de cubiertos, no dude en exclamar “¿Es que no hay cubiertos en esta casa?”. La presencia y el ímpetu del magnate, propiciará una aceptable y creciente base de comedia, que, aunque no se encuentra debidamente aprovechada, al menos servirá para elevar el nivel de la función. Me refiero a esa presencia de varios supuestos padres, surgidos casi de la nada para, a diferentes niveles, intentar solventar la incomodidad provocada por la situación.

Antes de ello, no faltará otro episodio eficaz; la celebración de la fiesta de fin de año, en la que Dan invitará a Polly, y en un número musical deliciosamente kitschdesarrollado en los grandes almacenes, la vestirá para la ocasión. Sin embargo, será en la fiesta, donde esta tendrá que asumir una falsa identidad sueca, donde se producirá un divertido contraste entre su naturalidad, y los apergaminados rasgos de los amigos de Dan allí congregados. En definitiva, BUNDLE OF JOY aparece como una comedia antigua, rectada, inocua, incapaz de extraer de su base argumental, ese timing que se insertaría en una nueva manera de concebir el género. Y la prueba, una vez más, de la sorprendente incapacidad de Norman Taurog, efectivo cuando dirigía a un Lewis que, poco a poco, fue forzándole a reconducir sus comedias, y totalmente vendido a la postal turística de olvidables productos juveniles, o productos al servicio de Elvis Presley.

Calificación: 1’5

THE BEGINNING OR THE END (1947, Norman Taurog) ¿Principio o fin?

THE BEGINNING OR THE END (1947, Norman Taurog) ¿Principio o fin?

Algún día habrá que plantearse, efectuar una especie de recopilación de títulos, entre los que se estableciera el corpus de las obras más extrañas del cine americano. Extravagancias de Sternberg –THE SCARLET EXPRESS (Capricho imperial, 1934), ANATHAN (1954)-, rarezas de William A. Wellman –THE NEXT VOICE YOU HEAR … (1950), TRACK OF THE CAT (1954)-, de Frank Borzage –STRANGE CARGO (1940)-… En realidad, ese recorrido aparece definido por dos referencias muy concretas. De un lado películas que se definen por su extrema libertad en la utilización de recursos cinematográficos, y por otro propuestas que abordan senderos argumentales y temáticos escasamente tratados. En esta última vertiente cabe introducir un extrañísimo y, mucho que temo que olvidado proyecto, con el que Metro Goldwyn Mayer introdujo una especie de justificación, de uno de los episodios más decisivos, y al mismo tiempo cuestionados, de la II Guerra Mundial. Precisamente la narración del proceso que culminó con el disparo de la bomba de Hiroshima –curiosamente, la película deja de lado la inmediatamente posterior de Nagasaki-, el 6 de agosto de 1945, que costó decenas de miles de víctimas –las cifras hablan de entre setenta y ochenta mil muertos-, ordenada por el presidente Harry Truman, y que más de siete décadas después del traumático hecho, todavía sigue generando controversia, en torno a una tragedia para miles de familias, que no pocos siguen considerando fue innecesaria.

Era evidente que solo el estudio más conservador de Hollywood, la Metro Goldwyn Mayer, se podía ofrecer una versión más o menos justificativa de una decisión tan cruenta, que intuyo se mantendría muy de cerca en las malas conciencias de una parte considerable de la opinión pública norteamericana. Lo insólito, sin embargo, es que dicha justificación, se planteara a través de una extrañísima producción, que aúna en su seno los más conocidos clichés de dicho estudio en su vertiente de crónica bélica y de estilema romántico, embridando con ello una infrecuente propuesta, que casi de un plano a otro, oscila entre la retórica más pueril y la sensibilidad cinematográfica. Lo cierto es que THE BEGINNING OR THE END (¿Principio o fin?, 1947. Norman Taurog), aparece sobre todo como una propuesta “de estudio”, en el que la firma de ese discreto artesano que fue Norman Taurog, aparece casi como una nota a pie de página. Es curioso señalarlo, pero en el extenso aunque demoledor recorrido que Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon dedicaron al cineasta en su imprescindible “50 años de cine norteamericano”, ni siquiera se cita esta película, que intuyo en su momento no logró la más mínima repercusión, aunque en ella se aunaran buena parte de los más significativos profesionales del estudio –tanto técnicos como a nivel de reparto-. En cualquier caso, es oportuno señalar que, tanto a nivel de su representatividad dentro de la historiografía, como en la singularidad que brindan, tanto sus instantes más estereotipados, como aquellos que, de manera sorprendente, destilan una rara sensación de autenticidad, nos encontramos con un título que intuyo no contentó a nadie.

El primer detalle que nos revela lo insólito de la película, es su propia condición como relato de la carrera atómica norteamericana, destinada a ser contemplada por los habitantes de la tierra dentro de cinco siglos… si todavía estos siguieran existiendo. Así pues, la secuencia de apertura se iniciará con una panorámica descendente sobre un árbol de extraordinarias proporciones, deteniéndose en una capsula conmemorativa introducida dentro de un receptáculo, creado para ubicar esa película que relatara el proceso de la obtención de la energía atómica, mientras en Alemania los nazis pretendían similar objetivo. La secuencia servirá para presentarnos a los protagonistas del proceso, que posteriormente iremos identificando en el devenir de la filmación. Una vez introducida en el recinto que se cubrirá con una placa conmemorativa, se iniciará la que en realidad será la película creada para el futuro, y que centrará el resto de la propuesta –títulos de crédito incluidos, el pasaje anterior es mostrado con los modos de un documental-. Y a partir de ese momento, con una combinación en la narración de hechos y situaciones, utilizando para ello elementos del cine de intriga y crónica bélica, se describirá ese proceso por el cual, a partir de los deseos de Roosevelt, los Estados Unidos se encaminaron en una carrera atómica de trágico y buscado desenlace, que su sucesor Truman –a quien curiosamente solo de mostrará de espaldas y entre sombras, probablemente queriendo evitar su personalización, al ser el mandatario en activo, en el momento de realización del film- decidió finalmente el lanzamiento de la primera bomba atómica, cara lo que en teoría sería una conclusión más próxima de la lucha mantenida con el ejército japonés, evitando con ello la supuesta pérdida de miles de víctimas del ejército americano.

Desde entonces, el film de Taurog oscila en ese intento de inmediatez, utilizando para ello con cierta presteza, recursos tan eficaces como el montaje y la sobreimpresión, que contribuyen a esa sensación de crónica documental, ayudados por una voz en off, que en no pocos instantes interpreta los acontecimientos narrados, buscando en ellos la oportuna interpretación. Es evidente, por otro lado, que en ese recorrido en torno a la carrera atómica, mostrado de manera coral por las diferentes vertientes que aglutinaron el proceso –científicas, militares y gubernamentales-, Taurog utiliza no pocos tópicos y estereotipos, sobre todo a la hora de la presencia de diálogos bastante previsibles, y algunos de ellos enojosos, empeñados en subrayar la oportunidad que alberga el espectador, de asistir a instantes supuestamente “importantes”, que son mostrados en su aparente intimidad. Pero pese a todo ello, THE BEGINNING OR THE END  integra un extraño elemento romántico, en el que se da cita a mi modo de ver, lo mejor y lo peor de la película. Lo formará la presencia del joven físico Matt Cochran (Tom Drake, blando galán entonces de moda en el estudio), en todo momento unido a su joven esposa Anne (Beverly Tyler). Será este el personaje sobre el que se formularán en la pantalla, el prejuicio del científico, a la hora de implicar su talento y saber en una escalada militar. Todo ello, dentro de un relato, que se ofrecerá con los modos del Reader’s Digest, permitiendo al espectador asistir a momentos íntimos y de supuesta importancia posterior en el devenir de la historia.

Es así como veremos los consejos de Albert Einstein a la hora de facilitar el indicio de esa carrera para adelantar la escalada nazi. Las dudas de Roosevelt a la hora de dar las órdenes oportunas para llevar a cabo el proyecto en secreto. Las instrucciones militares, la disposición de las grandes empresas del país, las pruebas… Todo un catálogo de lugares comunes que, justo es reconocerlo, oscilan en su expresión fílmica, entre lo absolutamente convencional, e incluso lo chirriante –la sobreimpresión de la figura de Matt junto a su mujer, ante el monumento a Lincoln, que cerrará la película-. Sin embargo, junto a ese recurso a las convenciones tan propias de un estudio como la Metro, no sería justo omitir la presencia de momentos definidos en su sensibilidad e incluso su fuerza dramática. Lo hará dentro de la extraña mixtura que preside THE BEGINNING OR THE END, en la que se plantea un relato metacinematográfico, y en el que en algún momento podemos atisbar ciertas influencias del policíaco de raíz documentalista, que tanto éxito tenía en aquel tiempo en la 20th Century Fox. Todo ello englobará un relato, en el que en todo momento se tiene la sensación de incomodidad y de intentar lavar la conciencia, en torno a un suceso de sobrecogedoras consecuencias.

Así pues, integrado un cúmulo de situaciones estereotipadas, y no pocos diálogos dominados por el convencionalismo más ramplón, no es menos cierto que en bastantes ocasiones, despunta esa otra película que por momentos eleva su conjunto, y en la que se deja de lado la convención y la mala conciencia, para dejar entrever ese drama que, perfectamente, podría haber llevado a cabo el gran Frank Borzage, quizá el cineasta ideal, para haber trascendido esta curiosa extravagancia a una altura inusitada. Retengamos secuencias tan hermosas, como la que describe en el over narrativo la muerte de Roosevelt –probablemente el pasaje más logrado del conjunto-, la secuencia en la que, tras una inesperada radiación, Mark asume con lágrimas en los ojos, su casi inminente muerte, o el dolor que se describe cuando Anne intuye en el aeropuerto que su esposo ha muerto. Es evidente que el aporte en torno al joven y finalmente truncado matrimonio Cochran –por más que permita su supervivencia, por medio del embarazo de la esposa, que ella no habrá anunciado al físico, pero que este intuirá sutilmente-, es el que aportará un rasgo de romanticismo, a ratos bastante periclitado, pero en otros momentos, brindando un contrapunto a ese enfoque físico y realista que domina sus instantes más duros. Y entre ellos, no podemos dejar de destacar la tensión que se vive en la prueba, presidida por una extraña pirámide de ladrillos, a la hora de obtener átomos de plutonio. La presteza en el montaje del episodio en que se describe el proceso de construcción de un poblado para realizar la bomba atómica. La enorme fuerza que preside el fragmento en el que se realiza dentro de una zona desierta, en Alburquerque, el ensayo de un disparo atómico –que tuvo lugar el 16 de julio de aquel año-, en medio de una noche que inicialmente despliega una peligrosa tormenta, y que obligará a postergar el disparo, con el previo desalojo de la población más cercana, sin ofrecerles explicaciones. O, como no podía ser de otra manera, el dantesco espectáculo del disparo de la propia bomba desde el avión Enola Gay, minutos después de celebrarse un fantasmagórico oficio religioso matinal, dominado por velones que anticipan el alcance fúnebre de su objetivo.

Sería fácil cuestionar THE BEGINNING OR THE END, atendiendo a un sesgo ideológico prefijado de antemano, o a la retórica que desprenden algunos de sus instantes en apariencia cumbres. Sin embargo, como sucede tantas ocasiones en el cine, hay que saber separar el trigo de la paja, y sin encontrarnos ante un título especialmente memorable, más allá de su propia singularidad como tal propuesta, esconde entre el engolamiento y el convencionalismo de sus momentos más olvidables, oportunas pepitas de buen cine.

Calificación: 2’5

VISIT TO A SMALL PLANET (1960, Norman Taurog) Un Marciano en California

VISIT TO A SMALL PLANET (1960, Norman Taurog) Un Marciano en California

No soy el primero en apreciar la extrañeza que proporciona el visionado de VISIT TO A SMALL PLANET (Un Marciano en California, 1960. Norman Taurog), a la hora de ser inserta dentro de la filmografía de Jerry Lewis, máxime cuando su personalidad cómica ya se encontraba consolidada y delimitada con anterioridad. En el notable libro escrito por Ferrán Alberich, dedicado a su trayectoria, y publicado con motivo de la retrospectiva protagonizada por Lewis en el Imagfic de 1987, el crítico señalaba la condición de rareza que producía esta realización de Taurog, unida a uno de los pocos títulos interpretados por Lewis que no he podido contemplar –DON’T GIVE THE SHIP (Adiós mi luna de miel, 1959. Norman Taurog) y las muy cercanas y previas THE SAD SACK (El recluta, 1957. George Marshall) y THE DELICATE DELINQUENT (Delicado delincuente, 1957. Don Maguire). Todas ellas se caracterizarían por ser exponentes cercanos a una mirada paródica en torno a géneros o temáticas populares en su tiempo, estar rodadas en blanco y negro –algo que se echa de menos en una figura como la de Lewis, para la cual su mundo expresivo y visual está dominado por un fuerte cromatismo-. Ello propicia la sensación, bastante evidente, de asistir a comedias caracterizadas por unos modos de producción bastante limitados. Enb definitiva, de esa cercanía a la serie B señalada por Alberich, sin impedir en este caso, que de manera sorprendente VISIT TO A SMALL PLANET obtuviera una nominación en los premios Oscars de su año, en la parcela relativa a la mejor decoración en blanco y negro.

Otro elemento que coincido en la apreciación de Ferrán Alberich, es en la cercanía con la denominada comedia de situación que define con claridad el enunciado de esta extraña producción, rompiendo por completo con los rasgos que definían el mundo cómico de Lewis, ya en aquellos años cercano a una soltura narrativa que, poco a poco, le haría cada vez menos dependientes de férreos guiones. La película tomó como base un original de Gore Vidal que tuvo con anterioridad una traslación televisiva. Se trata, a mi modo de ver, de un corsé, que limita no poco, el alcance de esta comedia que tiene tanto de extraña como de áspera, en la que ante todo se vehicula una mirada revestida de ácido, sobre el contexto del American Way of Life, centrado en la familia Spelding. Un ámbito al que llegará el torpe Kreton (Lewis), alienígena procedente del espacio exterior, que desea viajar a la tierra para poder convivir con los humanos. Lo hará en primer lugar equivocando el contexto temporal elegido en casi un siglo –vestido con ropas propias de la Guerra de Secesión, mientras que confundirá las mismas entre los componentes de dicha familia, dado que estos se encuentran disfrazados para acudir a una fiesta-. Una película ambientada inicialmente en un contexto espacial, podría haber brindado una mirada divertida en torno al contraste de mundos. Sin embargo, esta producción de la Paramount aparece, sorprendentemente, como una actualización de uno de los grandes títulos del estudio en los primeros años treinta. Me estoy refiriendo a DEATH TAKES A HOLIDAY (La muerte en vacaciones, 1934. Mitchell Leisen), donde un joven Fredrick March asumía la sobrenatural encarnación de la muerte, subvirtiendo con su presencia la normalidad del contexto visitado. Un cuarto de siglo después, Jerry Lewis aparece en esta película más como un extraño ángel que como un alienígena. Desde el reconocimiento de la inmortalidad de la que disfruta, hasta el hecho de haber abandonado sus compañeros de raza el sentimiento amoroso –que descubrirá en la tierra según se vaya haciendo vulnerable-, en realidad su presencia en el entorno de la acomodada familia protagonista, aparecerá para subvertir un ámbito dominado por la ruindad, los falsos sentimientos, y la hipocresía.

Será una semejanza que finalizará ahí, puesto que VISIT TO A SMALL PLANET aparece desprovista de la necesaria eficacia como tal comedia, a la hora de superar esa barrera de discreción que solo sobrepasa en contados momentos. Es algo que a la hora de describir las miserias de los Spelding nunca llega a alcanzar la más mínima calidez. Se echa de menos un cierto grado de ternura a la hora de describir un entorno familiar, pese a proyectar sobre él un componente satírico. Con la sola excepción de Joan Blackman, que encarna a Ellen, la hija de la que por un momento se enamorará el alienígena encarnado por Lewis, se echa de menos una dirección de actores más atinada y menos tendente a la caricatura, que mostrará al habitualmente espléndido Fred Clark sobreactuado, o a un totalmente inadecuado Earl Holliman, interpretando a Conrad, el prometido de la hija y, por tanto, competidor amoroso de Lewis. Por momentos, parece que Taurog intentó acercarse a modos de comedia planteados en aquellos años en el propio estudio, de la mano de modestos cineastas como Joseph Anthony o Daniel Mann, todo hay que decirlo con mayor grado de acierto y experta mano en la dirección de actores.

En su oposición, lo más defendible de esta película reside, que duda cabe, en aquellos elementos que prolongan el personaje de Lewis, y en la curiosidad que proporciona entrelazarlos con unos modos de comedia en los que no era habitual insertarlo. Este contraste, si bien contribuye a la sensación de extrañeza e irregularidad que preside su conjunto, al mismo tiempo permite que su comicidad tenga especial realce, por más que su aplicación no sea la más afortunada, cuando el cómico había protagonizado títulos de la categoría de THE GEISHA BOY (Tu, Kimi y yo, 1957. Frank Tashlin). Así pues, veremos como ensaya con un gag que reutilizará mejorado en otra cinta dirigida por Tashlin; IT’S ONLY MONEY (¿Que me importa el dinero?, 1962) –la inesperada y divertida manera de aparcar el vehículo que conduce-, o como una vez más utiliza la humanización de los animales –el perro de la familia, al que dotará de voz, y enfrentará y enamorará con una gata de la vecindad-. VISIT TO A SMALL PLANET adolece de una conclusión abrupta, echándose de menos ese caos tradicional de los últimos minutos presente no solo en sus mejores títulos, y tendrá que sufrir la pincelada moralista que le proporcionará el encuentro final con le veterano Delton (John Williams), líder de los alienígenas, que ha acudido a rescatarle, cuanto en la Tierra ha perdido ya todos sus poderes.

En cualquier caso, y pese a dichas reservas, hay especio para un cierto regocijo en el film de Taurog. Detalles divertidos que en ocasiones se diluyen en la cierta antipatía de su conjunto, pero no por ellos dejan de permitirnos esbozar la sonrisa. Como lo supone esa extraña barrera que impide a los humanos tener contacto carnal con Kreton –y que en un momento dado se volverá en contra del propio alienígena, cuando intenta besar a Ellen-. Como sus facultades para elevarse en la cama, dejando al perro con el que ha familiarizado, que se acueste sobre la misma, o en los propios devaneos con su conducción, que provocará divertidas situaciones con los guardias de tráfico, levitándolos de sus puestos o, en un caso, dejando que se le caigan los pantalones. O incluso provocando que una inesperada lluvia, violente la actividad de parejas de novios concentradas en automóviles, realizando sus escarceos amorosos. Pero a la hora de destacar los instantes más hilarantes de la función, no dudaré en la manera que practicar un castigo de corto calado a un humano, consistente en forzarle a levantar y permanecer inmóvil una pierna. Pero sucederá para todos aquellos que intenten mediante la palabra difundir los secretos de la presencia de dicho alienígena. Para ello, contrarrestará dicha locuacidad, obligándoles a recitar mecánicamente unas ridículas afirmaciones en torno a una supuesta vaca, que siempre invitarán a la carcajada. No faltará una secuencia, poco afortunada, de visita a un club beatnick, de especial significación en diversas películas de aquellos años. O, finalmente, el episodio en el que Kreton tenga que refugiarse en el piso superior de un granero, logrando echar al exterior los gases lacrimógenos que le han lanzado.

Película tan extraña como modesta, tan discreta como, por momentos, divertida VISIT TO A SMALL PLANET, ante todo cabe ser evocada, ante el hecho de suponer una propuesta de evolución del personaje lewisiano, que el propio intérprete supo, con enorme inteligencia, dejar de lado. Muy poco después de su rodaje, y con unos medios limitados, Jerry Lewis daba el campanazo debutando oficialmente como director –ya lo había hecho parcialmente en algunos de sus títulos con anterioridad-, con la excelente y arriesgada THE BELLBOY (El botones, 1960. Jerry Lewis).

Calificación: 2