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CINEMA DE PERRA GORDA

Preston Sturges

CHRISTMAS IN JULY (1940, Preston Sturges) Navidades en julio

CHRISTMAS IN JULY (1940, Preston Sturges) Navidades en julio

Suele señalarse que fue Orson Welles quien dinamitó las convenciones de Hollywood, a partir de su mítico debut en 1942 con CITIZEN KANE (Ciudadano Kane). Sin embargo, no faltan las voces que señalan -y en ello estoy bastante de acuerdo- que realmente quienes dinamitaron dicho contexto fueron, por un lado, las producciones de Val Lewton, especialmente las dirigidas por Jacques Tourneur, sin olvidar las valiosas aportaciones de Mark Robson y, en menor medida, Robert Wise. Por otro, y siguiendo la estela de Welles, en 1940, se producía el debut de Preston Sturges con dos comedias de diferentes características, y alcanzando con la que supuso su debut -THE GREAT McGUINTY- el Oscar el mejor guion. Caracterizado por ser él mismo artífice de sus propias historias, es probable que el aparente convencionalismo de CHRISTMAS IN JULY (Navidades en julio, 1940) le relegara a un segundo término, ante la virulenta sátira que supuso su debut como cineasta. Sin embargo, el tiempo no solo no ha afectado las costuras del cine de Sturges, sino que la intrincada complejidad de sus propuestas aparece hoy día, a más de ocho décadas de su realización, con insospechada modernidad. Está claro que nos encontramos con un auténtico cohete que, en algunos momentos, fue más allá de los más distinguidos colegas de género -McCarey, Leisen, al que proporcionó libretos, y al que tan injustamente menospreció-. La capacidad en sus argumentos de conectar con las diferentes corrientes que el género había legado hasta entonces, de alternar drama, melodrama, comedia, e incluso ‘slapstick` de una manera extraordinariamente armoniosa, sin rupturas, fue fruto de una densa articulación cinematográfica, que Preston Sturges puso al servido de la Paramount y que, pese a su breve producción en títulos, configuración de una de las cimas del género en toda su historia, al tiempo que dejaría el sendero abierto, para que posteriores figuras del mismo -pienso en un Frank Tashlin- siguieran su estela.

Todo ello, punto por punto, se cumple en la admirable y aparentemente sencilla CHRISTMAS IN JULY que, con una duración propia de una serie B, ofrece en realidad, una mirada dura y realista, sobre la relatividad de los comportamientos en la sociedad norteamericana urbana de aquel tiempo. Partiendo de un argumento que, con el paso de los años, sería tomado como referencia en conocidos títulos firmados por Jacques Becker o el tándem formado por nuestros Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga, la película se inicia partiendo de dos marcos completamente opuestos. El primero de ellos, en realidad, el central del relato, nos muestra las reflexiones, en la nocturnidad de la terraza de un muy modesto edificio de apartamentos, que intercambian la joven pareja formada por Jimmy (Dick Powell) y Betty (Ellen Drew), dos jóvenes proletarios, en los que parece extenderse una especie de tácita sucesión del inolvidable matrimonio Sims de THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928. King Vidor). Voluntariosos y emprendedores, confían en una esperanza de futuro, aspecto en el que el primero, más escéptico, verá con desapego, mientras se muestra renuente a mostrar su cariño hacia su prometida. Por su parte, la acción se traslada a una emisión radiofónica, que está a punto de anunciar el importante premio de 25.000 dólares otorgado por el industrial del café dr. Maxford (Raymond Walburn). El fallo del jurado se irá postergando, para desespero del patrocinador, y las casi inabarcables excusas del locutor -encarnado por el impagable Franklin Pangborn- bajando el primero iracundo al salón donde se reúne el jurado, quien sigue deliberando el resultado con la oposición hercúlea del insolente Bildoker (William Demarest, liderando el elenco de secundarios del cineasta, que se extenderá al conjunto de su obra).

En medio de la expectación por la demora en el anuncio del fallo, unos compañeros de trabajo de Jimmy, escuchándole hablar con pasión sobre dicho concurso y su participación en él le gastarán una broma al falsear un telegrama que anuncia la concesión del galardón a su propuesta de eslogan -la música que rodeará el momento, y el plano subjetivo que nos muestra el telegrama temblando al leer Jimmy su contenido, es admirable-. La falsa noticia, modificará por completo el hasta entonces gris panorama existencial del joven, viendo que se le abren todas las puertas de futuro a nivel profesional, al tiempo que entrará hasta la empuñadura -junto a esa novia con la que se prometerá formalmente- en el ámbito del consumismo, que incluso compartirán con generosidad con sus modestos vecinos de barriada.

Preston Sturges orquesta, casi a ritmo de metralleta, una mirada que no deja de asumir referencias con el pasado del género. Es obvia la referencia al cine de Capra, al que a mi juicio supera, sobre todo por la mayor modulación que presenta en el ámbito sentimental. En su oposición, podríamos señalar que Sturges incorpora de manera puntual, esa manera relajada que Leo McCarey brindaba en su manera de combinar la comedia y el melodrama. Pero en el ajustado metraje de CHRISTMAS IN JULY no faltarán ecos del slapstick silente -la batalla campal que se vivirá en el exterior de la calle donde vive la pareja protagonista- al tiempo que no daremos de contemplar instantes y sugerencias, que tendrían una prolongación en el futuro de la comedia americana. Apunto dos de ellas. La primera, esa extraña poesía cotidiana que revestirá el ya señalado episodio inicial nocturno protagonizado en la terraza del edificio de apartamentos, que a mi modo de ver tendría una prolongación en la secuencia inicial -esta diurna- que describía la estupenda ARTISTS ANS MODELS (1955, Frank Tashlin). También, la breve visita a la joyería de los grandes almacenes, en la que no cuesta ver un ensayo de la muy posterior y célebre descrita en la maravillosa BREAKFAST AT TIFFANY’S (Desayuno con diamantes, 1961. Blake Edwards).

Con todo ello, uno de los grandes méritos del film de Sturges, es su asombrosa habilidad para oscilar en su tono -fundamentalmente en el contraste entre su mirada humanista, y su incorporación de elementos de comedia-. Será ello, quizá, una de las recetas esenciales de un cineasta, que utiliza con precisión la dirección de actores como palanca de especial alcance para la efectividad de su articulación cinematográfica. Será ello una receta infalible a la hora de complementar y dotar de humanidad, personajes que, de entrada, puedan resultar definidos en el esquematismo. Es algo que describe a la perfección la encantadora secuencia en las oficinas donde trabaja Jimmy, al observar su superior -Mr. Waterbury (extraordinario Harry Hayden)- el enorme despiste que el joven manifiesta en su tarea, llamándolo a su despacho, y teniendo ambos una breve charla, en la que surgirá una extraña complicidad en este. O en el cambio de actitud que manifestará el iracundo jefe de la empresa -J. B. Baxter (impagable Ernest Truer)- que cambiará de opinión al conocer la llegada de ese supuesto premio a Jimmy. Será precisamente este propio jefe, ante el cual Sturges brindará un cambio en su personalidad hipócrita e interesada -se ha dejado seducir por el talento publicitario del protagonista, pero al mismo tiempo consciente del tirón mediático de su premio- mostrándose desdeñoso cuando Jimmy le confiese la falsedad de su premio. Sin embargo, será un inesperado llamamiento de Betty, apelando al intrínseco talento de su novio, el que haga reflexionar a su superior, brindándole una oportunidad de futuro descrita en un intenso primer plano sobre el rostro de este. Y es que dentro de un conjunto tan armonioso como repleto de sugerencias, uno no deja de regocijarse ante esa mirada cáustica en torno a la condición humana. En esa capacidad descriptiva de los responsables de los grandes almacenes, dominados por su hipocresía y mercantilismo. En la visión compasiva que brinda de ese barrio obrero en el que la pareja protagonista aparecerá como inesperados ‘Papa Noel’ ante el vecindario, que es descrito siguiendo las corrientes realistas del cine de la Warner -recordemos como Sturges evocaría dicho marco, en la inmediatamente posterior SULLIVAN’S TRAVELS (Los viajes de Sullivan, 1941)- adelantándose en unos años a los postulados del Neorrealismo. En ese hermoso plano, en medio de la multitud, en el que una niña proletaria descubre que se le ha regalado una muñeca y la abraza amorosamente… En suma, dentro de una película repleta de contrastes, de riesgo argumental y cinematográfico. De un ritmo trepidante. De una ruptura con las convenciones -su rupturista conclusión- uno optaría por quedarse con una de las muestras de la sensibilidad del cineasta. Ese momento casi imperceptible, centrado en un primer plano emocionado de Betty (maravillosa Ellen Drew aquí), cuando su novio sale con el cheque de los 25.000 dólares siendo vistos casi con reverencia, por parte de las empleadas de la oficina de Maxford. Una seña definitoria en un cineasta valiente, rupturista y transgresor y, en último término, caracterizado por el cariño hacia sus personajes.

Calificación: 4

SULLIVAN’S TRAVELS (1941, Preston Sturges) Los viajes de Sullivan

SULLIVAN’S TRAVELS (1941, Preston Sturges) Los viajes de Sullivan

 “La risa es poca cosa, pero es mejor que nada en este mundo de locos”. Esa será la lúcida conclusión que el director de cine John Lloyd Sullivan (Joel McCrea) manifestará ante todo su equipo humano y de producción, cuando decida renunciar a la intención inicial de rodar un film que denuncie las desigualdades de la sociedad, dejando de lado su exitosa carrera como director de comedias. El proceso que marcará la evolución en el pensamiento e intención de nuestro protagonista –en el que de manera cristalina se identifica el propio Preston Sturges-, conformará el eje central de SULLIVAN’S TRAVELS (Los viajes de Sullivan, 1941), quizá no solo quizá la obra cumbre de su realizador –y, por ende, de la comedia cinematográfica de la década de los cuarenta- sino, sobre todo, uno de los films más originales y personales de su tiempo. Acostumbrado ya en aquellos tiempos a una desusada maestría en el manejo de los resortes espacio-temporales del guión cinematográfico, Sturges no dudó en la que sería su cuarta obra como director, asumir en ella un fuerte componente de reflexión personal en torno a la justificación que la necesidad de la risa, la comedia, la diversión en suma, como auténtica y necesaria terapia para combatir y sobrellevar con ella el caos del mundo cotidiano. Nos encontramos con una premisa revestida de enorme lucidez, pero el gran mérito de SULLIVAN’S... se centra, a mi modo de ver, en el equilibrio que tal propuesta alcanza en su articulación cinematográfica, en la capacidad de integrar en ella un alcance metalingüístico en el proceso de la propia creación, y la manera con la que se desarrolla su discurso, sin dejar que dicha vertiente ahogue en modo alguno la enorme capacidad inventiva que despliegan los matices de la propuesta.

 

Tras un inicio de asombrosa efectividad –la escenificación de una cruel pelea de dos individuos que se sitúan en la parte superior de un tren en pleno viaje-, muy pronto advertiremos de alguna manera el juego a que nos somete Sturges. En un primer término –y la secuencia posterior en la que se escenifica, en un único plano, la disputa de Sullivan con sus productores por su intención de crear una película que muestre un poderoso sustrato de denuncia social-, anunciará al espectador las intenciones de la película, pero por los resquicios de la misma –y la pericia de ese impactante inicio es buena prueba de ello-, a través de la aventura existencial buscada por el protagonista, Sturges intercalará en sus imágenes el virtuosismo que el gran director de la Paramount demostraba en su plena forma cinematográfica. A través de ello, el espectador asistirá a un recorrido de diversos de los diferentes subgéneros en que se manifestaba el drama fílmico. No solo este se centrará en un recuerdo a aquellos dramas de tinte social que caracterizaron ejemplos como HEROES FOR SALE (Gloria y hambre, 1933. William A. Wellman) o la previa I AM A FUGITIVE FROM A CHAIN GANG (Soy un fugitivo, 1932. Mervyn LeRoy). Cierto es que esta ascendencia resulta la más llamativa, pero no es menos evidente que la película intercala otras facetas de índole dramática que recuerdan líneas de argumento bastante explotadas en el contexto del cine norteamericano. Sin ir más lejos, el breve episodio del encuentro de Sullivan con dos maduras solteronas que lo acogen para intentar consolar a través de él su frustración sexual, la secuencia en la que el vagabundo que es atropellado por un tren tras agredir a nuestro protagonista, la manera con la que se describe la identificación del cadáver de este –al cual se confunde con Sullivan- o el largo primer plano sobre el rostro de Verónica Lake cuando se entera de la presunta muerte de este. Son facetas todas ellas que conformarán un tapiz de enorme riqueza, del que destaca sobre todo la precisión que el inspirado realizador supo poner en práctica a la hora de reproducir todas dichas vertientes integrándolos dentro de un preciso contexto de comedia o, mejor dicho, tragicomedia, ya que una análisis más o menos cercano de sus imágenes, nos revela que realmente su porcentaje como tal comedia es bastante reducido, dentro del conjunto que predomina en su metraje.

 

SULLIVAN’S... se desarrolla a través de esa propia originalidad en su configuración, una audacia cinematográfica que muestra uno de los extremos de modernidad que planteaba aquel contexto de riqueza en el cine norteamericano de inicios de los cuarenta, modernidad que bien podía estar secundada –y más reconocida que en cualquier otro ejemplo- por el Orson Welles de CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941) pero que también se podía manifestar en las profundamente renovadoras maneras que mostraron los realizadores que trasladaron a la pantalla las ideas del productor Val Lewton –Jacques Tourneur, Robert Wise y Mark Robson-. Dentro de ese ámbito de febrilidad creadora, Sturges emerge con una extraña poética que con probabilidad surge por la convicción que el realizador impone a su discurso, y que ya aparece en la fuerza que adquieren los propios y sencillos títulos de crédito que, punteados por un bello tema musical, nos llevarán hasta la impactante secuencia de apertura. Pero es que la misma concluirá teniendo como fondo esa misma sintonía que musicaba los primeros instantes del film, llegando a conmover al espectador al contemplar una casi interminable sucesión de rostros sonrientes, dentro de una de las conclusiones más memorables del cine norteamericano de su década.

 

Y es que, además de plasmar en su metraje ese discurso en defensa de la alegría y la diversión como auténtica terapia para la existencia, SULLIVAN’S... destaca por la combinación de momentos de comedia –algunos incluso decididamente slapstick; la carrera de la caravana cuando Sullivan huye en un auto con un muchacho-, o la capacidad metalinguística que tiene para mostrar secuencias, episodios y facetas populares dentro del propio engranaje fílmico. Es por ello, que siendo el film de Sturges una de las muestras más relevantes del subgénero “cine dentro del cine”, también es cierto que deviene la más atípica de todas ellas. Atípica ante todo por huir de cualquier faceta autocomplaciente, de la cita cinéfila –la referencia a Lubitsch o Frank Capra es quizá la única excepción-, y por plantear la experiencia de Sullivan en ámbitos y contextos bastante utilizados como referencias cinematográficas, pero que al mismo tiempo se encuentren muy lejos de la vida diaria hollywoodiense. En esa capacidad para integrar en su película no pocas situaciones y contextos habituales en el drama fílmico, lograr ofrecerlo además en el contexto de una comedia, y al mismo tiempo en su confluencia, plantear una clara apuesta por el grado de entertaintment que caracteriza la producción emanada por los estudios, se encuentran algunos de los elementos más memorables de la película. Una producción que sabe mostrarse incluso revolucionaria en su combinación de episodios cómicos con otros absolutamente dramáticos, que no olvida de mostrar un impagable gag visual al mostrar la tumba del hipotético Sullivan, insertando la cruz de la misma en forma de Oscar con los brazos separados, y sucediendo a ello la traumática expresión de que el supuesto muerto, en realidad está cumpliendo condena a trabajos forzados.

 

Después de un tiempo allí encerrado, sufriendo la crueldad del capataz de la prisión, llegará un momento en el que, casi literalmente, afirmará, ante su amable ayudante de carcelero: “Tengo que encontrar un buen final para mi historia”. Nueva referencia metalingüística en una película en la que además destaca la espléndida vertiente coral. Una amplia galería de secundarios, entre los que se encuentran varios de sus intérpretes habituales, logrando con todo ello un film admirable, atrevido, divertido en algunos momentos, cruel en otro y, sobre todo, inclasificable en su configuración final. No importa si se trata de una comedia con múltiples elementos de drama, un drama con apuntes de comedia, o un film de “mensaje” en torno a la búsqueda del optimismo del ser humano como necesaria vitamina para el discurrir de sus vidas. En cualquiera de estas u otras vertientes, no cabe duda que SULLIVAN’S TRAVELS supone una de las obras más valientes, lúcidas y renovadoras, con que se encontró el cine norteamericano de su tiempo. Y para entender hasta que punto su influencia pudo tener en el cine USA posterior, creo que pocos se han planteado que probablemente Edgar G. Ulmer retomara los personajes encarnados por McCrea y Verónica Lake, para definir la extraña y fatalista pareja protagonista de la admirable DETOUR (1945). En ese encuentro casual de los primeros en un pequeño establecimiento, donde la muchacha invita a ese Sullivan ya ataviado como un desarrapado, se encuentran a mi modo de ver las referencias que Ulmer quizá decidió volver a presentar en su pesadillesca odisea dentro del ámbito del cine noir de serie B de la PRC.

 

Reflexión sobre la importancia de la diversión, revolucionaria manera de hacernos asistir a un recorrido que tuviera diferentes paradas por otros contextos genéricos transitados en el cine de su tiempo, lúcida en el manejo de su mensaje social –que no excluye e incluso adelantándose a Buñuel, la inutilidad de la caridad practicada por Sullivan para intentar corresponder a esas gentes sin recuersos con las que ha convivido-, lo cierto es que también en su metraje hay momentos en los que el espectador llega a sentirse conmovido. Lo manifestará en los planos finales ya señalados, pero también lo hará en ese casi descenso a los infiernos que vivirán Sullivan y la joven muchacha, recorriendo estupefactos todos los lugares donde la sociedad reúne mediante guettos a los más desfavorecidos, o incluso en la dureza que el propio director recibe en un maltrato como ser humano, que le llevará a un injusto juicio y una condena por completo desproporcionada.

 

SULLIVAN’S TRAVES es, prácticamente, una obra maestra. Un film de asombrosa modernidad pero, al mismo tiempo, podríamos considerarla como una comedia de sonrisa congelada. Y es que en ella, pese a que confluyan con armonía los apuntes cómicos e incluso satíricos, no es menos perceptible el hecho de que sus imágenes se inserten en una desacostumbrada mirada a los desfavorecidos. Siguiendo, en este sentido, el sendero que ya marcara previamente el inolvidable Charles Chaplin –una figura que en algunos momentos despliega su sombra en esta película-, lo cierto es que la combinación de elementos que Preston Sturges logró combinar en esta su obra más lograda y personal, confirmaron no solo sus facultades para la comedia más o menos satírica, sino que en su figura se incardinaba a un auténtico humanista, así como un estilista de primera magnitud dentro del contexto cinematográfico de inicios de los años cuarenta.

 

Calificación: 4’5

THE GREAT MOMENT (1944, Preston Sturges)

THE GREAT MOMENT (1944, Preston Sturges)

Parece una curiosa paradoja el hecho de tener que referirnos a dos títulos que representan sendos reveses en la trayectoria de dos importantes directores debutantes en el cine USA de la década de los cuarenta: Orson Welles y Preston Sturges. Me estoy refiriendo a THE MAGNIFICENT AMBERSONS (El cuarto mandamiento, 1942) en el primero de ellos, y THE GREAT MOMENT (1944) en el conocido guionista-realizador especializado en la comedia. En ambos casos se trata de películas insólitas y renovadoras, narran hecho sucedidos en la pasado de Norteamérica, tuvieron enormes problemas con sus respectivos estudios –R. K. O. en el primero de ellos, Paramount en el de Sturges-, su acogida no fue precisamente cálida, y en ambos casos supusieron dolorosos reveses para sus directores. La semejanza viene acentuada en este caso, ya que resulta evidente viendo sus imágenes que THE GREAT MOMENT se rodó teniendo bastante presente el referente cinematográfico brindado por el enfant terrible que un año antes había firmado la renovadora CITIZEN KANE (1941). Sin embargo, el paso de los años es indudable que ha permitido reconsiderar la valía del segundo film de Welles –a quien algunos reconocidos comentaristas sitúan en sus cualidades por encima que el célebre ...KANE-. Es algo que sin duda no ha sucedido ni de lejos con el que sigue suponiendo el film maldito de la filmografía de un realizador tan codificado en su aportación a la comedia como Preston Sturges. Es indudable que en ello ha influido de forma decisiva la circunstancia de que en muchos países ni se ha tenido la oportunidad de contemplarlo. De hecho, en nuestro país solo tengo noticias de un lejanísimo pase en Televisión Española cuando a inicios de la década de los setenta se realizó el primer ciclo sobre su obra. Desde entonces –y van casi cuatro décadas de ello-, puede que la película no se pudiera ver en nuestro país, más que en la retrospectiva que sobre el realizador se proyectó en el Festival de San Sebastián de 2003.

Esa perenne desconocimiento y el hecho de ser una propuesta que se alejaba de la inclinación a la comedia que el director había logrado consolidar en su cine, unido al fracaso que la película adquirió –se rodó en 1942, pero no se estrenó hasta dos años después-, hacen hasta cierto comprensible que THE GREAT… quedara siempre como el exponente olvidado y ninguneado dentro de una aportación cinematográfica de primer orden. Curiosamente, el propio Sturges siempre se mostró muy satisfecho de su resultado, pese a discrepar de la gran cantidad de modificaciones de montaje que los directivos del estudio aplicaron al finalizar el rodaje. Pero aún asumiendo esa azarosa circunstancia, e incluso que de haberse respetado el proyecto original quizá nos hubiéramos encontrado con un resultado de mayor entidad, no es menos cierto que la película que comentamos resulta en su misma una propuesta sorprendente –una de las más extrañas del cine norteamericano de la década de los cuarenta-. Solo por eso, y por resultar además una propuesta que demuestra la suficiente coherencia dentro de la obra de su realizador, al tiempo que brinda nuevos terrenos –por desgracia casi inexplorados en su escasa filmografía posterior- para su cine, la película merecería un reconocimiento hasta ahora francamente vedado. Es más, dentro de las pocas referencias existentes –por ejemplo, el interesante libro que escribió James Ursini dentro de la mencionada retrospectiva en San Sebastián- estas se detienen antes en los elementos negativos que en su caudal de virtudes. No diré que lamento estar en desacuerdo, en la medida que personalmente considero que puede que se trate de una película desequilibrada y quizá irregular, pero al mismo tiempo deviene en una obra singular y apasionada, conteniendo en su metraje alguno de los instantes más memorables jamás filados por Sturges.

Combinando su propuesta dentro del ámbito del biopic con los tintes del género Americana, y mostrando en su seno las querencia del director por vericuetos argumentales marcados por el uso del flash-back, THE GREAT MOMENT plantea una biografía más o menos dramatizada del descubridor del éter, el dentista William Thomas Green Morton (encarnado con convicción por Joel McCrea). Siguiendo la estela de los títulos que durante años especializara a William Dieterle dentro del campo de la visualización de trayectorias de celebridades de la medicina, Sturges retomó la narración que le proporcionaba la novela de René Fülöp-Miller, brindando a través de la misma una mirada teñida de escepticismo en torno a las debilidades y grandezas de la condición humana. No era nuevo, por otra parte, que un moralista como Sturges se insertara en esta vertiente, faceta que ya planteó incluso en su vertiente de guionista, dando vida libretos en los que los vericuetos del poder y las relaciones humanas eran elementos de especial significación –y con ello pienso en títulos IF I WERE KING (Si yo fuera rey, 1938. Frank Lloyd) o, especialmente, el previo THE POWER AND THE GLORY (El poder y la gloria, 1933. William K. Howard), de la que se observan no pocas semejanzas en el título que nos ocupa.

La película se inicia –tras su extraña disposición en los títulos de crédito-, con una breve secuencia de irresistible alcance evocador. Un envejecido compra un galardón que se encuentra en venta en el escaparte de un anticuario. El comprador es Eben Frost (espléndido William Demarest, fiel secundario de Sturges), quien lo recupera para la ya envejecida Elizabeth (Betty Field), viuda del recientemente desaparecido Morton. Una lágrima de la emocionada viuda cae sobre el galardón, revelando lo que de importante tenía el objeto en la andadura vital de su desaparecido esposo. Un pequeño flash-back –ciertamente esquemático en su plasmación cinematográfica-, nos recordará algunos de los momentos finales de la frustrada odisea de Morton a la hora de ver reconocida la patente de su creación. Sin embargo, y aún reconociendo el relativo artificio de la inserción del mismo –en un lugar diferente al concebido inicialmente por Sturges-, no se puede negar que esa presencia refuerza la garra de sus momentos iniciales, logrando el interés del espectador en la narración, que poco después se insertará en un posterior y ya definitorio flash-back extendido al conjunto posterior del film. Será un largo episodio en el que se desgranarán las incidencias y penalidades que sufrirá la intención inicial de Morton, y que le permitirán poco a poco ir perfilando una fórmula que le brindará una progresiva intuición. Todo ello en el alcance de un descubrimiento que contribuiría un progreso en la profesión de los dentistas, al lograr amortiguar el dolor en los pacientes a la hora de realizar las extracciones. Será una crónica en la que destacará un tono cotidiano y en bastantes momentos ligado con la comedia, ofreciendo además la suficiente ambigüedad a la hora de describir la imagen de un extraño ser inquieto ante el progreso científico, que no duda en atender aquellos indicios que le puedan proporcionar otros colegas, si con ello le sirve alcanzar su objetivo. Sin embargo, la visión del personaje dista tanto de definir un arribista o, por el contrario, alguien revestido por la genialidad. En ese agradable término medio es donde se encuentra uno de los elementos de una película que por ese alcance marca una notable singularidad, distanciándose en este terreno del alcance de los biopics al uso de los que toma referencia, elogiables sin embargo en otros elementos cinematográficos.

La película descansa en una ajustada ambientación de época, resaltada en un especial cuidado en su magnífica fotografía en blanco y negro de Victor Milner, potenciando además esa cualidad en un uso de la profundidad de campo, claramente heredada del modelo wellesiano en las citadas ...KANE y ...AMBERSONS. Dominada por esa atractiva contextura visual, THE GREAT… alcanza su definitiva consolidación mediante la decidida apuesta de Sturges logrando ratificar que además de ser un brillantísimo e innovador guionista, nos encontrábamos con un realizador de primera fila, que lograba insuflar de fuerza y estilo a sus relatos. Es algo que en esta película podremos ratificar en momentos ya mencionados, o en otros como el escalofriante travelling de retroceso que nos mostrará el cortaplumas que Morton se ha clavado en su mano para probar en sí mismo el efecto del líquido adormecedor del dolor, o el deslumbrante y casi físico episodio de la operación que servirá en pleno centro hospitalario, para que el profesor Warren (un admirable, como siempre, Harry Carey) compruebe la valía del líquido aportado por nuestro protagonista. Una secuencia que deviene angustiosa para el espectador, dominada por un larguísimo plano sostenido cerrado en una panorámica y otro plano posterior que, a mi modo de ver, se erige quizá como el fragmento más memorable de la función. Si a ello añadimos el riesgo y la funcionalidad en la mezcla de elementos de comedia con la suave dosis de melodrama que domina el relato –ejemplificados a la perfección en la experiencia inicial de Morton con el éter puesto en práctica ante Frost, que le hace volverse cómicamente violento en su primera visita al despacho de este-, nos transmitirá el alcance de una propuesta insólita y llena de arrojo. Pero si tuviera que inclinarme por el rasgo finalmente más valioso del conjunto, no dudaría en destacar esa ligazón que el film de Sturges manifiesta con los ecos del melodrama silente. Esa pureza y ascendencia que lo emparenta con las muestras del género firmadas por Griffith en aquel lejano periodo, tiene su definitiva manifestación en diversos de los momentos ya señalados, en la irresistible fuerza –llegando incluso a conmover- de sus instantes finales, reforzados por esa inesperada apertura de puertas que brinda el deseo final del protagonista, en la inserción de rótulos remarcando las fechas definitivas en la trayectoria investigadora de Morton, o incluso en esos momentos en los que este investiga con un grueso manual las propiedades de los líquidos experimentados, insertándose en la pantalla los textos de las definiciones médicas.

Todas estas circunstancias contribuyen, y no poco, a conformar un conjunto de irresistible atractivo, y en el que cabe relativizar la ingerencia del estudio ante un film absolutamente inclasificable, que demuestra como en aquellos años cuarenta se experimentaba de manera decidida con las propiedades del cine –recordemos los primeros pasos como director de Fuller-. Cierto es que en algunos momentos se puede discutir la pertinencia de determinadas elecciones de montaje, pero no es menos cierto que en bastantes casos estas se vislumbran de gran pertinencia. Incluso la aparente sensación abrupta de la conclusión del metraje, deja en el espectador una sensación de desconcierto que personalmente considero permite que su recuerdo perdure en la memoria. Es así, como entre la visión del mundo y la condición humana que, entre líneas, marcó la apuesta de Sturges y la probada eficacia del equipo profesional de un estudio, que en esta ocasión decidió cuestionar en cierta medida la apuesta personal de un hombre que había llenado de dinero sus arcas en pocos años, discurre este THE GREAT MOMENT, la perla olvidada de la filmografía de un reconocido cineasta, que en modo alguno merece ser calificada con un injusto olvido. Cuantos cineastas de inmerecido prestigio desearían contar en su obra con un título como el que nos ocupa.

Calificación: 3’5

UNFAITHFULLY HOURS (1948, Preston Sturges) Infielmente tuyo

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Con sus estilos de narrar absolutamente contrapuestos, hay que señalar que realizadores significados por su aportación a la comedia norteamericana, apostaron por la creación de títulos en su vertiente negra y cínica. Me estoy refiriendo a ejemplos como el de Frank Capra ARSENIC AND OLD LACE (Arsénico por compasión, 1944) o Charles Chaplin (MONSIEUR VERDOUX, 1947). Creo que habría que citar precisamente al admirable film de Chaplin como puede que el referente que animó a Preston Sturges a dar vida UNFAITHFULLY YOURS (Infielmente tuyo, 1948), con la que inició su accidentada colaboración en la 20th Century Fox tras su triunfal contrato con la Paramount. Creo que en su conjunto, estos tres ejemplos aportan un pequeño aparte en la trayectoria de un género que necesitaba apuestas como estas para renovar unas estructuras que estaban próximas al anquilosamiento.

De cualquier forma al parecer Sturges ya tenía en mente años atrás la idea de esta película, que llegó a ofrecer a Ernst Lubitsch, a quien encantó la idea pero no aceptó realizar. Y bien es cierto que la estructura y la propia ambientación de la película conserva un inequívoco aire lubitschiano, pese a que en ella se reconozca tanto la narrativa de Sturges como su querencia fundamentalmente dada en los personajes de conjunto o su inclinación al splastick –en este caso a su vez para lo mejor y para lo peor-. En su conjunto, creo que UNFAITHFULLY YOURS demuestra las facultades que aún conservaba Sturges como realizador y guionista, y al propio tiempo resulta una propuesta claramente arriesgada y quizá adelantada a su tiempo, pero que en su conjunto alberga cierta irregularidad y no puede catalogarse -pese a sus indudables cualidades- entre sus títulos más logrados.

Desde el primer compás de la película –nunca mejor dicho-, podemos comprobar que UNFAITHFULLY... reviste una notable personalidad. Sobre los títulos de crédito que nos muestran la dirección de una orquesta a cargo del impetuoso protagonista –Sir Alfred De Carter (un magnífico Rex Harrison)-, se va cerrando el cuadro hasta mostrarnos el crédito de Sturges –de quien se mencionan todos su créditos de forma simultanea- sobre el fondo negro que forma la espalda del compositor. El famoso director de orquesta ha llegado al aeropuerto tras un vuelo accidentado a la dirección de un concierto, y ciertos detalles aparentemente poco consistentes le hacen concluir en la sospecha de que su esposa –Daphne (Linda Darnell)- le ha sido infiel con su secretario personal, el apuesto Tony (Kurt Kreuger). Antes de dirigir el concierto, Sir Alfred visitará al detective que ha formulado la investigación que inicia la sospecha, y recreará el concierto con sendas piezas musicales que nos mostrarán los pensamientos que este alberga de cara a decidir su reacción a la hora de asumir esta infidelidad. La primera de ellas será la más terrible, ideando un tan complejo como divertido plan que le llevará a degollar a su esposa y lograr culpar de esta muerte a Tony. El segundo planteamiento le mostrará como magnánimo esposo que perdona a su esposa y la ayuda económicamente de forma altruísta. Mientras tanto, la tercera y última posibilidad le lleva a reunirse con Daphne y Tony y plantear el juego de los tres a la ruleta rusa, lo que concluirá en su propio suicidio.

El concierto culmina con un clamoroso éxito pero el director huye del teatro, planificando con una enorme cantidad de cómicos contratiempos la primera de las opciones. En cualquier caso la llegada de su esposa le llevará poner en practica igualmente de forma fallida las otras dos posibilidades. Sin embargo, de forma casual y con la sinceridad que siempre le ha brindado su esposa, este descubrirá que la infidelidad que tanto le atormentaba estaba absolutamente infundada, decidiendo el director musical proseguir en la veneración de su esposa y dejar a un lado sus sospechas.

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Lo primero que cabe resaltar una vez uno contempla esta película, es la extraña sensación de incomodidad que preside en todo momento. Lo arriesgado de su planteamiento, la propia configuración de la misma como una comedia negra, la acritud generalizada que demuestra el personaje que encarna Rex Harrison, de alguna manera chocan con las incursiones que su argumento mantiene con el splastick –por ejemplo, al quemar el informe de los detectives en el que se insertan los detalles de la infidelidad de Daphne provocan un incendio en la habitación del hotel donde está alojado el director musical-. Son detalles que nos retrotraen al Sturges más conocido pero que quizá en este caso no tienen la misma adecuación que en otras de sus comedias. Quizá la intención de comedia negra que recorren sus fotogramas no tienen la adecuada aplicación con estos detalles de comedia física. Y es lo que tiene un peso excesivo a la hora de plasmar esa excesivamente dilatada secuencia en la que Sir Alfred afronta mil y un contratiempos cuando quiere iniciar los detalles para el asesinato real de su esposa. Quizá el realizador se la planteó como un reto personal –ciertamente lo es- pero en pantalla resulta por momentos hilarante y cargante al mismo tiempo, y quizá demuestre que el sentido del timming que tanto le había acompañado previamente, en esta ocasión no era su mejor aliado.

Pese a esta clara limitación, es innegable señalar que UNFAITHFULLY YOURS tiene otras cualidades que de alguna manera están relacionados con su propia e insólita configuración. Desde la forma en la que nos introducimos literalmente en la mente del protagonista cuando imagina de qué forma va a reaccionar al afrontar la infidelidad de su esposa –la cámara efectúa sendos travellings hasta acercarse al ojo de Harrison; técnicamente se trata de una opción muy atrevida y al mismo tiempo bien resuelta-, hasta los gags que se plantean desde el palco desde donde a su esposa se le caen diversos objetos a la madura espectadora que se encuentra en el patio de butacas, quizá lo mejor de esta película venga por la eterna querencia del realizador por los singulares personajes secundarios. Algo que no se puede decir del poco aprovechamiento que se ofrece de Rudy Vallee, pero que sí tiene como representante a un joven Lionel Stander, o a otros con menor representación, como el intérprete de los platillos en la orquesta que dirige nuestro protagonista y que afirma su desprecio por la vulgaridad cuando el director le pide que toque con mayor fuerza, hasta que este despliega unos instrumentos de dimensiones colosales.

Pero si algo resulta memorable en esta película –y que puede describirse sin lugar a duda como uno de los mejores fragmentos jamás filmados por Preston Sturges en toda su carrera-, se da cita en la secuencia del encuentro de Sir Alfred con el detective que ha investigado la infidelidad de su esposa. Este está interpretado de forma memorable por el ya veterano actor cómico Edgar Kennedy, erigiéndose por derecho propio en lugar de preferencia dentro de la galería de ilustres secundarios manejados por el realizador; ¿recuerdan al vendedor de limonadas de DUCK SOUP (Sopa de ganso, 1933. Leo McCarey)?- y logra calmar con su entusiasmo la iracundia del músico al manifestarle en primer lugar la sincera admiración a su trabajo, conmoviéndole posteriormente al confesarle que el mismo arruinó su vida al descubrir la mismo situación en su mujer. Un fragmento absolutamente deslumbrante por la sinceridad que destila y la perfecta integración de elementos cómicos, la utilización del sonido –el chirriante sonido de la puerta de la oficina- o el sentido humanístico que despliega, claramente definible como una de las set-pieces más admirables del cine del realizador, y que tendrá su continuidad cuando el veterano detective acuda acompañado por el vecino de oficina al concierto con las entrada que este les ha regalado, propiciando en el recinto situaciones francamente divertidas y entrañables.

Si en todo el metraje de UNFAITHFULLY YOURS se hubiera registrado las mismas asombrosas cualidades que en este fragmento, nos encontraríamos con una de las cumbres de la historia de la comedia. En cualquier caso y pese a sus desequilibrios, el film de Preston Sturges merece ser considerado como una propuesta lo suficientemente inteligente –la utilización de las diferentes piezas de música clásica-, venenosa y atractiva como para hacerla destacar en ese océano de mediocridad que en aquellos años inundaría la comedia cinematográfica norteamericana.

Calificación: 3

THE MIRACLE OF MORGAN'S CREEK (1944, Preston Sturges) [El milagro de Morgan Creek]

THE MIRACLE OF MORGAN'S CREEK (1944, Preston Sturges) [El milagro de Morgan Creek]

Cuando Preston Sturges se encontraba aún saboreando de su tan efímero como brillante cénit como realizador en la Paramount, se produjo un relativo impasse que en 1944 propició la realización de tres de sus títulos que cerraron su trayectoria con el mencionado estudio, su fugaz paso por la Fox y el definitivo traspiés de una de las trayectorias mas valiosas y coherentes que hasta entonces había aportado la comedia norteamericana.

THE MIRACLE OF MORGAN’S CREEK (1944) –jamás estrenada en España por obvios motivos de censura-, demuestra sobradamente la destreza de Sturges en el manejo de los mimbres de su género predilecto y casi exclusivo, aunque pese a su alto nivel no quepa considerarla entre las cumbres de su cine. La película fue retomada 14 años después por Frank Tashlin en su excelente ROCK A BYE BABY (Yo soy el padre y la madre, 1958), aportando en este remake los conocidos estilemas del estilo tashliniano –crítica a la televisión, los abusos alienantes del consumismo, la presencia de fuertes colores pasteles-, y fundamentalmente subrayando el kistch de un periodo de desarrollismo norteamericano en contraposición del estadio de contienda que se enmarca en la película que comentamos.

THE MIRACLE... se inicia con un ingenioso arranque –bastante habitual en los films que realizó y que, no lo olvidemos, estaban escritos por él mismo-, en el que se recupera la presencia del gobernador McGuinty interpretado también por Brian Donlevy, acompañado por el mismo ayudante –encarnado por Akim Tamiroff-, personajes ambos presentes en el debut de Sturges como realizador solo cuatro años antes –THE GREAT McGINTY (1940)-. Esta presencia da pie a un largo flash-back solo interrumpido por otro en la parte final, que nos servirá para vivir la historia desarrollada en una pequeña localidad del medio Oeste. Nos encontramos en pleno desarrollo de la II Guerra Mundial y los soldados celebran una fiesta en el pueblo, simulando casarse todos ellos. A consecuencia de la situación Trudy Kockenlocker (Betty Hutton), se divierte más de la cuenta y se casa ebria con un soldado a quien ni siquiera recuerda y que para colmo de males la deja embarazada. La situación es extrema para la joven, que vive en una comunidad rural cerrada y encima su padre es el agente de policía local caracterizado por su intransigencia (William Demarest).

Para ella solo quedará como única salida atender a la demanda que le brinda el atolondrado Norval Jones (Eddie Bracken). Este desde su infancia está perdidamente enamorado de Trudy y accede a todas las peticiones que ella le formula de cara a arreglar su situación, incluyendo una ridícula y frustrada boda que finalmente costará el descrédito del atribulado joven. La absoluta actitud de entrega variará la actitud de Trudy hacia Norval y permitirá que florezca un sincero afecto hacia este. El muchacho se marcha del pueblo en búsqueda del marido desaparecido y pasan seis meses. Trudy se ha mudado a otra ciudad con su familia, intentando mantener oculto su embarazo y dar a luz fuera del pueblo. Nada más llegar Jones es hecho preso y se reanudan sobre él los cargos que ya tenía. Sin embargo, este finalmente podrá escapar, Trudy dará a luz más niños de los previstos... y ello sorprendentemente hará valer la inesperada prosperidad de todos nuestros protagonistas.

Resulta evidente que viendo THE MIRACLE... se sabe que estamos ante la obra de un director realmente experto en el manejo de los resortes de la comedia. Y ello se puede detectar fácilmente con el brillo e ingenio de su guión, en la magnífica descripción satírica que se ofrece de un entorno cerrado e hipócrita pero combinando una mirada entrañable y crítica al mismo tiempo –que alcanza una gran virulencia en torno al estamento militar, tan glorificado en tantas otras producciones de la época-. De igual modo, THE MIRACLE... está llena de referencias a otros títulos del realizador, como el inmediatamente posterior HAIL THE CONQUERING HERO (1944) o los precedentes THE GREAT McGINTY (1940), SULLIVAN’S TRAVELS (Los Viajes de Sullivan, 1941) y THE PALM BEACH STORY (Un marido rico, 1942). Referencias ambas que conviven de forma armoniosa dando la extraña sensación que su ciclo de comedias fue realizado como un bloque compacto –la reiteración en la presencia del equipo técnico y artístico es un detalle más a favor de esta aseveración-.

Por su parte, cabe detectar una muy lograda integración de elementos melodramáticos junto con los propiamente heredados del slapstick que ejemplifican especialmente las caídas, tropezones y arranques de mal genio del personaje encarnado con su habitual brillo por William Demarest –uno de los habituales de la “cuadra” de Sturges-.

En el terreno puramente cinematográfico es justo señalar una considerable destreza narrativa que tiene ejemplos realmente sorprendentes, pero quizá expresados estilísticamente de forma más rotunda en los largos travellings laterales que se desarrollan mientras Norval y Trudy conversan sobre las incidencias de las tribulaciones que les toca vivir. Por otra parte, es curioso destacar como la practica totalidad de la película está rodada en plano americano. Estoy tentado en pensar que fue una elección de Sturges para intentar no subrayar demasiado la gestualidad excesiva de Eddie Bracken, prefiriendo aprovechar la comicidad expresada en los actores con sus rasgos y gestos corporales (incluidos los de Bracken).

La película, que se caracteriza por un timming excelente, solo decae en su logrado ritmo una vez hace entrada el segundo flash-back que sirve para resolver la historia planteada y que en aquellos momentos está a punto de revestir tintes de tragedia. En cualquier caso esta conclusión nos reservará una delirante y casi orgiástica secuencia del parto de Trudy y la reacción que la presencia de los sucesivos recién nacidos tienen entre los médicos y enfermeras; una irónica referencia sobre este inusual parto ante los poderes militares mundiales de la época... ¡incluyendo Hitler y Musolini!; y una mordaz entronización de ese pobre muchacho a quien finalmente veremos convertido en héroe militar –luciendo un tan lustroso como ridículo uniforme que contrastará con el pobre e igualmente ridículo que vistió en su boda frustrada- y padre triunfal... sin ni siquiera haberlo intentado.

Calificación: 3’5