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CINEMA DE PERRA GORDA

Robert Parrish

A 25 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XV) DIRECTED BY... Robert Parrish

A 25 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XV) DIRECTED BY... Robert Parrish

Foto: El director Robert Parrish (dcha.), junto al actor inglés Ian Hendry, en el rodaje del film de ciencia-ficción DOPPELGÄNGER


ROBERT PARRISH... en CINEMA DE PERRA GORDA

http://thecinema.blogia.com/temas/robert-parrish.php

(6 títulos comentados)

ASSIGNMENT: PARIS (1952, Robert Parrish) Destino: Budapest

ASSIGNMENT: PARIS (1952, Robert Parrish) Destino: Budapest

No me cabe la menor duda, que uno de los subgéneros más antipáticos del cine americano, lo proporcionan esos alegatos anticomunistas, por lo general encuadrados dentro del thriller o el ámbito policial. Ni que decir tiene que en numerosos de sus exponentes, se encuentran propuestas encuadradas dentro del ámbito de una legitimación del maccartysmo, pero tampoco convendría olvidar que dentro de dicho contexto de producción, se encuentran títulos a mi juicio tan valiosos como MAN ON A TIGHTROPE (Fugitivos del terror rojo, 1953. Elia Kazan), la muy posterior MAN ON A STRING (Pendiente de un hilo, 1960, Andre de Toth), o un clásico de la ciencia – ficción como INVASION OF THE BODY SNATCHERS (La invasión de los ladrones de cuerpos, 1956. Don Siegel), tiende a ser reconocida, partiendo de una hipotética mirada distanciada en torno a la paranoia anticomunista, aunque quizá en el fondo los artífices de la misma propusieran todo lo contrario. Es decir, que quizá convendría describir sus exponentes, dentro de su alcance de un mayor o menor grado de densidad, y englobando los mismos dentro de una certeza; más allá del esquematismo propuesto en algunas de sus ficciones, en realidad narraban historias que quizá no se encontraban tan lejos de la realidad de lo que en apariencia proponían sus argumentos.

En definitiva, que todos estos relatos podían ser más o menos valorados, que en no pocas ocasiones el esquematismo más ramplón describía al retrato de esos villanos provenientes del bloque del este, en contraposición de esos representantes del mundo occidental, por lo general provenientes de una inmaculada USA. Sin embargo, en sus mejores exponentes si se logró transmitir un pathos, un contexto de turbiedad moral y ética, que se prolongó en diversas de las propuestas del cine de agentes secretos rodadas en la década de los sesenta. Sin ser uno de sus exponentes más ilustres, lo cierto es que no sería justo condenar a la hoguera ASSIGNMENT: PARIS (Destino: Budapest, 1952), que Robert Parrish rodó para la Columbia, inmediatamente después de sus tres títulos iniciales, todo ellos revestidos de notable interés. No llega en esta ocasión a la altura de sus referentes. Y no lo hace por que aparezca encuadrado dentro de dicho ámbito temático, sino en la medida de suponer un relato que no articula con la debida densidad, las diversas subtramas que alberga en su interior. Ello no quiere decir que nos encontremos, ni mucho menos, con un título desdeñable. Pero vayamos por partes.

Bajo los melancólicos compases de la melodía de George Duning –algún día habrá que revalorizar la figura de este gran compositor-, el film de Parrish se articula inicialmente como un melodrama triangular, centrado en la delegación parisina del New York Herald Tribune. Unas oficinas dirigidas por Nicholas Strang (George Sanders), que en sus primeros instantes descubriremos reciben noticias desde Budapest, desde donde se ha condenado a veinte años de prisión a uno de los americanos por traición. El rotativo vivirá de forma paralela el retorno desde Hungría de Jeannie Moray (Märta Torén), después de haber descubiertos ciertos secretos de la resistencia, y la incorporación en la plantilla del ambicioso reportero Jimmy Race (Dana Andrews). Jeannie, amante de Strang, pronto caerá en las redes del insolente Race, provocando de manera inconsciente la rivalidad de su jefe. Junto a otras circunstancias, este latente enfrentamiento será el motivo de que destine a Jimmy a Budapest, aprovechando para ello el anhelo periodístico de este. Una vez en territorio húngaro, este descubrirá las pruebas que podían revelar la reunión secreta de los mandos del país con al mariscal yugoslavo Tito, al objeto de buscar una alianza antisoviética. Será algo que irá unido a la posibilidad que tendrá de enviar crónicas en clave, sorteando la censura del país, revelando la muerte del condenado. Capturado y sometido a tortura, pronto se percibirá desde Paris el riesgo de muerte que alberga, dado que ha sido manipulado para falsificar pruebas de su condición de espía. Sin embargo, la obtención de unos testimonios fotográficos de dicho encuentro, supondrán una supuesta tabla de salvamento, que muy pronto se verá resulta insuficiente. No lo será, sin embargo, la revelación del líder de la resistencia establecido en París, con cuyo sacrificio se podrá hacer realidad dicho intercambio, aunque Strong logre apercibir a las autoridades húngaras de la tenencia de esas pruebas que harían provocar un serio incidente con Rusia.

Antes lo señalaba. Esa presencia de un relato anticomunista junto a un melo triangular, no aparece engarzado con la debida precisión. Dentro de un sentido del ritmo notable –no olvidemos el pasado de Parrish como montador-, podríamos decir que el primer tercio de la película se centra en ese elemento hasta podríamos decir que romántico, que justo es reconocer funciona muy bien, y en el que la prestación de su reparto y esa ya señalada fluidez, proporciona al conjunto un apreciable interés. Poco a poco, se irá insertando en la película ese elemento de thriller, que se asentará a partir del desplazamiento del periodista hasta tierras húngaras, en donde Parrish pondrá en práctica esa experiencia previa en dicho género. Es por ello que percibiremos un largo fragmento en donde la amenaza quedará bien presente, pero al mismo tiempo el contraste con el tercio inicial aparecerá demasiado abrupto. Y a ello, cabe añadir el gran lastre de la película, centrado en la descripción de las autoridades y agentes húngaros, cuyos físicos y aptitudes apenas sobrepasan la barrera del estereotipo. Se echa de menos dentro de dicho ámbito, la presencia de roles que sobrepasen la caricatura, en unas secuencias –las de la tortura y amenaza al periodista- revestidas de maniqueísmo y visualmente definidas en un lejano y tardío expresionismo, que quizá fueran las que en teoría filmara Phil Karlson –no acreditado, pero al parecer participe de algunos pasajes de dicho rodaje- y que parecen preludiar las que, en tono paródico, incorporó John Frankenheimer en la posterior THE MANCHURIAN CANDIDATE (El mensajero del miedo, 1962). En cualquier caso, serán pasajes en donde la película se inserta en unos terrenos tan conocidos como lindantes con la involuntaria autoparodia.

Por fortuna, los minutos finales de ASSIGNMENT: PARIS son, sin duda, los más intensos de la película, a partir de la identificación del líder de la resistencia húngara Gabor Czeki (excelente Sandro Giglio), que hasta ese momento había permanecido de manera anónima como encargado del archivo del rotativo, y quien se ofrecerá como sujeto en el intercambio para recuperar a un Jimmy que intuye sufrirá un seguro asesinato. Serán instantes donde la angustia se hará presente tanto en interiores como en esas calles parisinas nocturnas, que en aparecerán dominadas por la desolación, hasta confluir en la brillante secuencia del intercambio, descrita en una frontera de un país neutral, donde el recuperado periodista aparecerá en estado catatónico, desprovisto de voluntad alguna. Serán unos instantes desasosegadotes, en los que apenas la lejana esperanza que puede proporcionar el aviso a las autoridades húngaras, de que mantengan a Czeki con vida, so pena de revelar la reunión antisoviética planteada, apenas mitigarán esa sensación casi existencial, de percibir a un reportero lleno de energía, convertido en un auténtico ser sin personalidad ni voluntad.

Con todos sus desequilibrios y su servilismo a convenciones y estereotipos, no es menos cierto que Robert Parrish supo encauzar y extraer de una base de partida no demasiado estimulante, un conjunto Con probablidad no totalmente homogéneo, pero provisto de ritmo, tensión y, en sus mejores momentos, de un nada desdeñable aliento existencial.

Calificación: 2’5

CRY DANGER (1951, Robert Parrish) [Grito de terror]

CRY DANGER (1951, Robert Parrish) [Grito de terror]

Sería muy fácil articular el comentario de CRY DANGER (1951), centrando sus líneas al suponer el debut de Robert Parrish. Considerado uno de los más interesentes representantes de lo que podríamos definir como “director artesano con interés - sin poder ser considerado un autor” que acogió el cine norteamericano de los cincuenta, Parrish transformó su previa andadura como montador, faceta en la que alcanzó un Oscar con BODY AND SOUL (Cuerpo y alma, 1947. Abraham J. Polonsky). Como director legó una filmografía de una veintena de títulos, parte de los cuales se caracterizan por proyectar una mirada singular respecto a los géneros sobre los que se sustentan sus argumentos. Entre ellos, no dudaría en destacar la excelente e inclasificable THE PURPLE PLAIN (Llanura roja, 1954) que emerge como una extraña mixtura del cine que podían ofrecer nombres tan opuestos entre sí como Allan Dwan o el tandem formado por Michael Powell & Emeric Pressburger. En ese sentido, y siendo como es una propuesta policíaca caracterizada por su interés, no puede decirse que nos encontremos entre sus títulos más personales, cosa lógica en la medida que se trata de una primera obra, caracterizada además por la modestia de su planteamiento. Ello no impide que una mirada mínimamente atenta a su enunciado, nos revele el legado más valioso de su propuesta; la presencia de uno de los retratos masculinos más desencantados que poblaron el noir norteamericano de aquella década. Cierto es que la figura de Dick Powell (1904-1963) carece de la mítica lograda por otros intérpretes ligados a dicho género. Sin embargo, aun asumiendo sus orígenes como blando galán romántico en los musicales auspiciados por Busby Berkeley, lo cierto es que Powell se forjó una merecida reputación dentro del cine policíaco, cimentada a partir de su encarnación del detective Philip Marlowe, en la valiosa MURDER, MY SWEET (Historia de un detective, 1944. Edward Dmytryk).  Tras el inesperado éxito obtenido, Powell frecuentó con aplomo un ámbito en el que consolidó sus cualidades como actor de carácter. Sin embargo, es probablemente en su rol del ex convicto Rocky Mulloy, donde nuestro intérprete lograra su interpretación más memorable, consiguiendo que la fuerza de su personaje, invada todos y cada uno de los fotogramas de una historia más o menos previsible, pero que en la interacción de su presencia, se convierte en la auténtica crónica de un desencanto.

Con el sonido atronador de un tren, mostrado a través de planos llenos de furia, pronto conoceremos a Rocky Mulloy (Powell), quien retorna hasta la estación de Los Angeles, liberado de la cárcel tras cumplir cinco años de condena por un atraco que no cometió. Ya en sus primeros pasos en tierra, percibirá el seguimiento que le formulan dos hombres. Uno de ellos es el detective Gus Cobb (Regis Toomey), quien desea seguirle la pista, convencido que con ello podrá recuperar el importe del asalto, valorado en cien mil dólares. El otro es el marino inválido Delong (Richard Erdman), que actuó como coartada para liberar a Rocky, con la sincera intención de beneficiarse de parte del botín. De inmediato percibiremos el escepticismo que define la personalidad de nuestro protagonista, que en todo momento es consciente de haber perdido cinco años de su vida sin que nada pueda resarcirle. Por ello se mostrará cínico en sus manifestaciones y práctico en las acciones que acometa, encaminadas ante todo en averiguar las auténticas causas y los responsables de ese robo en el que no tuvo nada que ver, aunque sí intuya quien pudo llevarlo a cabo. A partir de ese momento iniciará la búsqueda, instalándose junto a Delong en una vieja caravana –donde este se encariñará con una vulgar aunque entrañable aspirante a starlet; Darlene (Jean Porter)-, situada junto a la que ocupa la esposa de su fiel amigo Danny Morgan, quien sigue aún en la cárcel cumpliendo la misma condena. Ella es Nancy (Rhonda Fleming), quien desde el primer momento se mostrará muy receptiva ante Rocky, estableciéndose entre ellos una corriente de mutuo afecto, que en un momento determinado llegará a poner en apuros el sentido de la lealtad que el ex convicto sigue manteniendo con su hasta hace poco compañero de prisión. Esta circunstancia no menguará su deseo de descubrir las causas y responsables del asalto que se le imputó de manera injusta, acercándole al entorno del turbio Castro (William Conrad), quien intentará apaciguar su empeño al hacerle ganar cuatro mil dólares en unas apuestas de caballo amañadas. Lo que aparecía una oportunidad para que el inusual cuarteto pueda iniciar una nueva vida, pronto se revelará un nuevo engaño para Rocky, al entregársele un dinero falso con la intención de crear un señuelo que lo devolviera a la cárcel. Será el inicio de la toma en acción por su parte, hasta entonces limitado a exteriorizar su cinismo mediante la palabra, iniciándose una escalada de violencia que revelará la cruda realidad de una situación que no solo había protagonizado sin pretenderlo, sino que incluso le provocará una ruptura radical con todo lo que había creído hasta entonces.

CRY DANGER, hay que reconocerlo, ya nos muestra las trazas de un realizador que no se limitaba a poner en imagen un guion solvente pero carente de atisbos de genialidad –obra de William Bowers, basado en una historia de Jerome Cady-. Desde esas imágenes percutantes insertas junto a los títulos de crédito, Parrish nos mostrará un Los Angeles desprovisto de “glamour”. Sus calles aparecen como un contexto arquitectónico casi fantasmal y desprovisto de vida real. En todo momento, ayudado por la turbia fotografía brindada por Joseph F. Biroc, la película sabe proponer un estado de escepticismo al que contribuirá no poco el predominio de nocturnos, o la excelente utilización que se ofrece de la presencia de sus no muy abundantes primeros planos –magníficos los tensos momentos en los que interactúa Rocky con Castro, cuando presiona a este último instándole a jugar a la ruleta rusa-. Unamos a ello el estallido de tensión que la película establece con seguridad, proponiendo una adecuada progresión a una historia que, sin salirse en ningún momento de unos cauces más o menos arquetípicos, es fácil detectar  que está planteada y resuelta con agilidad, concisión y una atmósfera opresiva –incluso en sus secuencias exteriores-, destacando además en una tersura narrativa, de la cual haría gala Parrish en sus títulos más reputados. Pero todo ello, con resultar atractivo, alcanza su decidida sublimación en la articulación con la que se describe el protagonismo de ese Rocky, que ofrece en sus actitudes y diálogos una constante lección de escepticismo existencial. Será algo que solo mitigará por un lado ese acercamiento –en última instancia traicionado- hacia Nancy –convertida en una cotidiana demostración de femme fatal-, acentuando esa actitud descreída que nuestro protagonista irá exteriorizando a lo largo de todo el metraje. Serían incontables las muestras de diálogos afilados y punzantes que desplegará, casi como única arma posible de desahogo ante un contexto social que lo condenó injustamente, del que en ningún momento va a poder resarcirse, y encontrando por ello un marco urbano que quizá por ello es descrito de manera tan fría y deshumanizada. No me resisto a insertar un par de esas réplicas disparadas como cañonazos por Mulloy. Una de ellas,  respondiendo al corredor de apuestas –Harry (encarnado por el posterior director Hy Averback)- que iba a hacer con los cuatro mil dólares que le entregaba, este le espetará “Hacerme la cirugía estética para hacer cine”. Sin embargo, más demoledor será el breve y contundente intercambio final entre Cobb cuando se haya descubierto incluso el lugar donde se esconde el botín, aunque las circunstancias hayan hundido cualquier expectativa existencial por parte del protagonista. El detective le comentará: “¿Estás pasando un mal rato?”, a lo que Rocky le responderá enfilando sin parar calle abajo: “¿A Vd. que le parece?”. Rotunda y al mismo tiempo casi neorrealista conclusión, en una película en la que Rod Amateau –posterior guionista y discreto realizador-, queda acreditado como director de diálogos. En ese caso, enhorabuena por su aportación.

Calificación: 3

IN THE FRENCH STYLE (1963, Robert Parrish)

IN THE FRENCH STYLE (1963, Robert Parrish)

Hubo diversas maneras con las que el cine USA participó o ironizó sobre las consecuencias –temáticas y visuales- emanadas por la asimilación de la Nouvelle Vague. Me viene a la mente la irónica visión que le aplicaron el director Richard Quine y el guionista George Axelrod en la magnífica e infravalorada PARIS WHEN IS SIZZLES (Encuentro en Paris, 1963. Richard Quine). En aquel mismo ámbito temporal, de manera más callada, y también con una inusual sensibilidad, otro tandem, el formado por el director Robert Parrish y el escritor y guionista Irwin Shaw –ejerciendo ambos como productores-, daban vida a IN THE FRENCH STYLE (1963, Robert Parrish). Un auténtico canto a una determinada sensibilidad. Una apuesta que encontró en la magnifica Jean Seberg su mayor aliado, al interpretar en los dos relatos consecutivos que plantea su argumento, una perfecta encarnación en primer lugar de una norteamericana de 19 años, y en su segundo segmento, a la misma Christina James (Seberg), evolucionando de una a otra historia de una incipiente adolescente a una prematura mujer madura.

Desde esa elegante y prolongada panorámica sobre el río Sena con la que se inicia la película, hasta ese plano general en el que contemplaremos la extraña sensación de frustración que define la relación de la ya madura Christina. Todo un mundo en el que nuestra protagonista se encaminad a una boda con un cirujano caracterizado por su nobleza… pero también por su tedio. Todo un apólogo moral, que utiliza los marcos y las convenciones del “cine realizado en Paris”, para marcarnos un recorrido revestido de delicadeza y envuelto en un aura etérea, que se transmite al espectador desde sus primeros instantes. En su inicio, Christina conocerá a un joven e inconformista francés –Guy (Philippe Forquet)-. Pronto se establecerá entre ellos una corriente de simpatía, salpicada de pequeños destellos de rivalidad, que se extenderá durante tres meses. Llegará el momento en el que el muchacho intentará convertir esta relación de confianza en la de amantes, a la que su amiga se opondrá con evasivas. En su condición de pintora, recibirá en un momento dado la visita del dueño del viejo edificio en donde realiza sus pinturas, el barón Edward de Chassier (Maurice Teynac). Este la invitará a su mansión con la intención de comentar su pintura, acudiendo Christina y provocando con ello la ira de ese amigo que desea acercarse a ella. Una vez allí, la joven sufrirá una creciente sensación de incomodidad, rodeada en la fiesta que allí se celebra de viejos y estirados matrimonios de clase alta. Huirá de allí, y pedirá disculpas a Guy, deseando en ese momento convertirse en su amante. Sin embargo, lo que se prometía un instante supremo de entrega entre ambos, no solo se convertirá en una situación casi patética sino que concluirá con enorme tristeza. Fin del primer episodio.

Han pasado cuatro años, y asistimos a la nueva vida de Christina, ajena ya casi por completo de la pintura, y envuelta en trabajos como modelo, relaciones más o menos fugaces, y un modo de vida mundano. Es abandonada por Bill (Jack Hedley) –hasta entonces su amante- iniciando una relación con Walter Beddoes (Stanley Baker), un lúdico periodista caracterizado por sus constantes viajes. En medio de dicho contexto, recibirá la visita de su padre –Addison Powell-, que llevaba sin verla desde que ella abandonara su residencia en Estados Unidos. Ambos asistirán a una fiesta, en la que su progenitor pronto vislumbrará aquel mundo tan diferente al suyo habitual. Este mantendrá una sincera conversación con su hija, en la que le hará comprender su inadecuación al mundo en el que está inmersa. El regreso de Walter parece que podría proporcionar una consolidación a su relación con Christina. Sin embargo, muy pronto tendrá que sumir de manera repentina otros trabajos periodísticos en Oriente, comprobando ella la perspectiva de un futuro en el que situaciones como esta se irían reiterando. Un inesperado giro concluirá y consolidará el futuro de la protagonista, en el que la seguridad irá acompañada por una sombría aura de frustración.

Si algo podría definir IN THE FRENCH STYLE, es esa patina de delicadeza que se extiende por todo su metraje. Ayudado por la matización –muy Nouvelle Vague-, que proporciona la fotografía en blanco y negro de Michel Kelber-, Robert Parrish se entrega de lleno en un ámbito en el que la capacidad de observación y la mirada adulta en torno a las relaciones humanas, define la evolución en el comportamiento no solo de su joven protagonista, sino también de todos aquellos personajes que le rodean en ese periplo vital que se extiende en dos episodios enmarcados en cuatro años. Dos marcos temporales que, además de permitir a la Seberg sendas muestras de su fascinación ante la pantalla, en cierto modo representan sendos contextos dramáticos habituales en los primeros pasos de la nueva ola francesa. Si el primero de ellos podría insertarse de manera en las primeras manifestaciones firmadas por Godard o Truffaut, la segunda bien podría formar parte de cualquier melodrama surgido de la mano de Louis Malle. Lo brillante e incluso sorprendente en IN THE FRENCH STYLE, reside en la perfecta sincronía que registran ambas historias protagonizadas por el mismo personaje –ese inesperado y fugaz encuentro con Guy cuatro años después, cuando se encuentra con otra relación sentimental y a punto de ingresar en el ejército-. Cierto es que esa primera mitad adquiere un aspecto más volátil y un aura más liviana, rodeando esa casi siempre divertida relación marcada entre Guy y la joven Christina. El primero intentará en todo momento evidenciar una cierta madurez, hasta que sus pasajes finales dejen paso a la desazón, en la frustrada velada en una lúgubre habitación de un hostal –atención al hilarante momento del desesperado intento por descorchar una botella de champañ, o el pudor de ambos a desnudarse ante la vista de su oponente-. Parrish insertará sugestivos detalles –ese plano de acercamiento a un grabado del periodo napoleónico-, pero, sobre todo, destacará por la melancolía que desprenderá el striptease moral de los dos jóvenes. En especial la confesión de la autentica edad de Guy y su real condición social, y la tristeza y decepción manifestada.

La segunda mirada, en lógica adquirirá un contexto más adulto. No solo en el protagonismo de sus personajes, sino también en la mirada que se proyecta sobre la libertad del individuo y las relaciones humanas. Es algo que no solo percibiremos en las diferentes relaciones mantenidas por Christina –en especial con el periodista que encarna con su habitual sinceridad por Stanley Baker-, sino de manera especial en la capacidad de comprensión y lucidez que manifestará el padre de esta en su viaje a Paris. El análisis que le brindará a su hija, será uno de los fragmentos más lúcidos, duros y al mismo tiempo, sinceros que vehiculará la película. Es precisamente esa sinceridad en esa visión de la madurez forzada registrada por Christina, donde el film de Parrish juega en última instancia con las secuencias más hondas de su conjunto. La dolorosa y lúcida constatación por parte del padre, de la superficialidad que para el entorno que le rodea supone su propia presencia –un análisis que duele más por estar desprovisto de moralismo-, o el episodio final en el que Teynac intentará de manera infructuosa, recuperar a esa mujer que pese a su juventud ha decidido su futuro sentimental.

Elegante, provista de una atmósfera etérea, sabiendo mirar cara a cara al contexto emocional en el que se inserta, adelantando por momentos aspectos de películas de la talla de TWO FOR THE ROAD (Dos en la carretera, 1967. Stanley Donen) o THE HAPPY ENDING (Con los ojos cerrados, 1969. Richard Brooks), IN THE FRENCH STYLE es, además de una de las mejores obras de Robert Parrish, un producto revestido de tanta melancolía como sinceridad.

Calificación: 3’5

ROUGH SHOOT (1953, Robert Parrish) Un disparo en la mañana

ROUGH SHOOT (1953, Robert Parrish) Un disparo en la mañana

Lo primero que me ha venido a la mente a la hora de contemplar los primeros pasajes de ROUGH SHOOT (Un disparo en la mañana, 1953. Robert Parrish), son las semejanzas que mantiene con un excelente y muy poco conocido film de Jacques Tournsur –CIRCLE OF DANGER (1951)-, rodado apenas un par de años antes, y con el que comparte la presencia del inquietante Marius Goring en el reparto. Con el mencionado referente tourneriano comparte también una historia que versa en un segundo término sobre la extrañeza del viajero –un elemento que el maestro francés ya había puesto en práctica en la previa BERLÍN EXPRESS (1948), y prolongaría en una de sus obras cumbre, NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1957)-, planteada en sendos protagonistas norteamericanos que se ven imbricados en conflictos lindantes con el misterio desarrollados en ámbitos rurales británicos. De cualquier manera, es más que probable que el espectador pueda insertar el film de Parrish dentro de esa corriente del thriller que tuvo en el periodo británico de Alfred Hitchcock su referencia más perdurable, y que en la década de los cuarenta fue prolongada en el cine inglés –ese aún gran desconocido- con aportaciones de Michael Powell & Emeric Pressburger, Alberto Cavalcanti, o el tandem formado por Sydney Gilliat y Frank Launder, entre otros. En cualquier caso, y como presumiblemente era una tendencia buscada deliberadamente por ese cineasta tan inclasificable como Parrish, estoy convencido que el director intentó discurrir por senderos paralelos para personajes insertos dentro del ámbito del género de misterio, partiendo para ello de una novela de Geoffrey Household y, sobre todo, la intervención como guionista del prestigioso Eric Ambler, uno de los más valiosos cultivadores de esta vertiente literaria.

 

Durante un paseo por la mañana, un anónimo cazador –que luego descubriremos se trata del coronel norteamericano Robert Taine (un notable Joel McCrea)-, disparará su escopeta de perdigones contra un cazador furtivo que no ha atendido a sus advertencias. Lo que Taine no sabe es que esa misma persona está presta a ser liquidada por un hombre presto con una escopeta, matando del disparo de este último, aunque creyendo el norteamericano –que se encuentra en Inglaterra en un coto de caza que ha alquilado durante un semestre- que han sido sus tiros con perdigones los que le ha causado la muerte, por lo que con remordimiento esconderá el cadáver en un recoveco de la campiña que ha adquirido temporalmente. El remordimiento por la insólita situación y el temor a las posibles repercusiones policiales, le acercarán a una tensa situación personal, que de alguna manera encontrará un asidero en la repentina presencia del insólito Sandorski (estupendo Herbert Lom), un pintoresco personaje procedente de los servicios secretos, que pedirá a Taine su ayuda para culminar con éxito la llegada secreta de un científico polaco en el territorio que este mantiene bajo su mando, bajo una promesa implícita de ayudarle a la hora de resolver el pretendido homicidio accidental que este ha protagonizado, y que finalmente ha decidido confiar a su esposa.

 

Desde los primeros instantes del film, queda claro que a Parrish no le importa demasiado el seguimiento de una base argumental más o menos tradicional, a la que en no pocos instantes trata incluso con cierto distanciamiento. A falta de ese estudio global sobre la aportación de este insólito y considerable realizador, en esta ocasión sumando a otros tantos que en aquellos años cincuenta tuvieron que rodar algunas de sus obras en suelo inglés –en bastantes casos, todo hay que decirlo, con resultados atractivos-, lo cierto es que ROUGH SHOOT desprende un atisbo de singularidad –rayana en la abstracción- desde ese propio inicio sobre los austeros títulos de crédito, en los que contemplamos la figura y primeras actuaciones de ese protagonista que aún desconocemos –aunque adivinemos en él los rasgos de McCrea-, deambulando por un bosque escopeta en ristre. Muy pronto el espectador detectará la presencia de un tirador con mira telescópica, destinado a liquidar a otro personaje del que tampoco tenemos la más mínima referencia –por cierto, ese plano de la mira telescópica mostrado encuadrando a la víctima, recuerda poderosamente el inolvidable inicio de la excelente MAN HUNT (El hombre atrapado, 1941. Fritz Lang)-.

 

A partir de ese momento, Parrish introduce al espectador en un relato abstracto, en el que importa mucho menos el desarrollo de una intriga más o menos arquetípica, antes que buscar ese contraste, ese desamparo del viajero, que se cebará en la figura del coronel norteamericano, quien desde el primer momento se verá apesadumbrado ante el hecho accidental que, en teoría, él ha cometido. Todo ello se manifestará en una puesta en escena en la que de nuevo predominará la apuesta por el detalle. Será una elección dramática que tendrá su primera manifestación en ese árbol casi esquelético que ejercerá como eje de la acción que da inicio a la película, pero que tendrá dos elementos consecutivos de puesta en escena, en ese intenso y creciente primer plano que sobre Taine expresa su asunción de culpabilidad tras haber conversado con un ayudante que indica las responsabilidades penales a las que podría ser merecedor, sucediendo casi a continuación ese plano aparentemente inconexo del tren de juguete que es mostrado en primer término.

 

Es así, como con una duración de apenas ochenta minutos, desarrollado además en muy pocas delimitaciones físicas, e incluso con un bagaje de acción bastante menguado, Parrish apuesta –a mi modo de ver con notable acierto-, por una singular y relajada tensión de las situaciones. Y es que en el devenir de esta insólita película, nunca hay propiamente dicho un elemento de suspende. Todas sus secuencias –incluso aquellas en teoría más ligadas a dicha vertiente- son descritas con un extraño matiz de relajación. Será el ejemplo pertinente del magnífico episodio final desarrollado en las salas del Museo de Cera de Madame Tussaud de London, en donde la persecución destruirá las figuras de conocidos personajes de la historia reciente, o finalmente, los dos responsables de la búsqueda del contacto con el científico polaco morirán, el último de ellos al estallarle el maletín que portaba en el techo de dicho museo. Pero esa misma visión distanciada tendrá otros exponentes en momentos como el encuentro que tienen en el tren que lleva de viaje a la capital a los protagonistas de la película, encontrando a Taine y el mandatario del servicio secreto Randall –el siempre magnífico Roland Culver-. Lo harán en un vagón únicamente ocupado por ellos dos, intentando que el norteamericano abra un maletín que tiene adosado un dispositivo de bomba. La presencia de esa contrariedad nos llevará a momentos de tensión vistos, de manera sorprendente, con una cierta relajación e incluso cierta mirada distanciada –aunque en ese momento, el ruido inesperado de una de las persianas devuelva la realidad del delicado instante vivido-.

 

Es así, como aportando en ROUGH SHOOT por las sensaciones e incluso por aspectos más o menos extravagantes –la configuración del personaje de Sandorski; la orden dictada a Scotland Yard de que se mantenga al margen de la posible detención del militar norteamericano, pese a que estos han detectado pruebas suficientes en las huellas que se encontraron junto al cadáver-, la película finalizará resolviendo de manera más o menos válida el drama que hasta entonces había atenazado a Taine, y demostrando que a Parrish y todos los responsables de esta interesante y casi desconocida aportación al cine de espías o de mero suspense, que sus derroteros no giraban en la potenciación de una trama en sí misma escueta, sino en lograr aportar a partir de su formulación una propuesta libre y hasta cierto punto insólita, reveladora de la personalidad de un director que, cada vez lo tengo más claro, le gustaba caminar contracorriente.

 

Calificación: 3

THE SAN FRANCISCO STORY (1952, Robert Parrish) Historia de San Francisco

THE SAN FRANCISCO STORY (1952, Robert Parrish) Historia de San Francisco

Si algo sorprende de manera muy especial THE SAN FRANCISCO STORY (Historia de San Francisco, 1952), es la marcada personalidad que su realizador, Robert Parrish, logra impregnar a un relato que no suponía más que su tercer largometraje. Cierto es que cuando Parrish decide dar el paso tras la cámara, le avalaba una considerable trayectoria como montador que sin duda le serviría de mucho a la hora de responsabilizarse de películas secas y concisas, permitiéndole evolucionar muy pronto en una filmografía en la que serpenteó con no poco acierto por unos senderos de singularidad, que ya se pueden apreciar en esta atractiva propuesta escorada en los ámbitos de la serie B. Y es que THE SAN FRANCISCO... alberga en sus costuras ligadas en su apariencia al western, la confluencia de vertientes genéricas tan contrapuestas como el cine de aventuras, el folletín o el relato político. Todo ello conformando una extraña muestra de Americana que se interna en la llegada del progreso a la ciudad de San Francisco en la segunda mitad del siglo XIX. Por supuesto, la película en modo alguno pretende inclinarse por la vertiente historicista, optando por el tratamiento de una historia de Richard Summers, convertida en guión cinematográfico de la mano de D.D.Beauchamp, a partir del cual lograron incorporar estas diversas vertientes temáticas, en un argumento que se centra en la lucha que contra el cacique de la ciudad Andrew Cain (el excelente Sidney Blackmer), manifestará el honesto y acaudalado dueño de una mina, que ha acudido a la ciudad para poder divertirse unos días. Se trata de Rick Nelson (Joel McCrea), quien ha llegado hasta aquel virulento San Francisco acompañado por su fiel amigo Shorty (Richard Erdman). Este en un principio declinará la propuesta que le ofrece el sheriff al tiempo que editor del periódico local –Jim Martín (Onslow Stevens)- para aumarse a las fuerza de la ley y combatir el imperio basado en la ilegalidad y el crimen que ha ido edificando Cain. Pese a esta rotunda negativa, pronto se introducirá en la escena la figura de la amante del cuestionado hombre de negocios; Adelaide McCall (Yvonne De Carlo), lo que de forma inconsciente acarreará un progresivo acercamiento de Nelson hacia una mujer que en un primer momento se tornará agresiva e insolente ante nuestro protagonista –incluso le propinará un latigazo en su rostro cuando este intente acercarse más a ella en un paseo en calesa-. Pese a dicho incidente, lo cierto es que muy pronto se detectará entre Rick y Adelaide una sincera atracción, que a primera instancia podría manifestar un interés hacia la llamada que Andrew le manifiesta. En realidad todo se trata de un doble juego por parte de Nelson y Martín, destinado a poder destruir el dominio del poderosísimo cacique, aspecto en el que de forma inesperada colaborará la propia Adelaide, después de enterarse de la muerte –ficticia- de Rick, entregando a Martín una documentación comprometedora que llevaría a su hasta entonces amante a una condena segura.

 

Con ser interesantes todos los recovecos de un relato atractivo, que además tiene la virtud de ajustarse a una duración que no sobrepasa los ochenta minutos, a mi modo de ver lo más valioso de THE SAN FRANCISCO... se centra en los modos cinematográficos que Parrish introduce en numerosos pasajes del relato, logrando con todos ellos ofrecer del mismo una mirada inusual y, sobre todo, revestida de personalidad. Es algo que atisbaremos ya en los primeros instantes del film, con la llegada de Rick y Shorty en caballo a San Francisco, descubriendo un ahorcado a la entrada de la población. Muy poco después, el realizador logrará plasmar con verismo ese contexto turbulento de una población a punto de transformarse como gran ciudad, y al mismo tiempo coaccionada por la lucha existente entre el dominio de Cain y aquellos que desean combatir dicha tensa e injusta situación. Parrish logra de alguna manera acentuar ese clima de dureza, con detalles tan interesantes como ese temblor que Nelson notará en sus manos al sostener un tronco desde la ventana de la oficina del sheriff, destinado a colgar a un condenado. Ese gusto por el detalle tendrá numerosos ejemplos a lo largo del film, en momentos como ese baldeo de agua que el carcelero propina a otro preso que se queja de no haber sido rescatado como uno que había encargado Cain a Blaine para poderse fiar de sus intenciones. Será esa una secuencia dotada de un pulso admirable, y en donde destacará el juego dramático que proporciona la presencia de un coche fúnebre con el que se logrará salvar a Rick y Sorthy de la emboscada que Cain había ideado, ya que había intuído la relación que este mantenía con Adelaide. Son todo ello, ejemplos relevantes de una película que no duda en insertar secuencias del secuestro de Rick en un siniestro barco, planteando con autentica pertinencia los modos presentes en aquellas nuevas formas de concebir la actividad política, en la cual los sobornos, el fraude, la compra de favores políticos e incluso el asesinato, no dejarán de tener una importante presencia en unos nuevos tiempos evolucionados que, contra lo que pudiera parecer a primera vista, puede incluso sean mucho más negativos que esa ley que hasta entonces imperó en el Oeste americano. De esta forma, con voz callada, THE SAN FRANCISCO... revela el especial talento cinematográfico de un Robert Parrish que en algunas de sus secuencias parece remitirnos al cine noir, y que plasmará de manera insólita y con una gran belleza estética el duelo con el finalmente Rick podrá liquidar a ese cacique –probablemente el fragmento más memorable de la función-, librando a la población de su elemento más pernicioso, al tiempo que brindando para él y para la propia Adelaide una segunda oportunidad en el futuro compartido de sus vidas.

 

Así pues, combinando esa auténtica mixtura de géneros y referentes, sabiendo ser ligero y denso a partes iguales, e insertando en todo momento detalles que hablan de los modos de un realizador inventivo, resulta evidente que THE SAN FRANCISCO STORY demostraba ya en aquel tiempo que Robert Parrish era un hombre de cine de vigorosa personalidad. Sería algo que su trayectoria posterior nos iría ratificando.

 

Calificación: 3

THE PURPLE PLAIN (1954, Robert Parrish) Llanura roja

THE PURPLE PLAIN (1954, Robert Parrish) Llanura roja

Lo primero que sugiere el visionado de THE PURPLE RAIN (Llanura roja, 1954. Robert Parrish) es constatar su propia singularidad. Desde el contraste que le proporciona un look visual plenamente británico con la presencia de un protagonista y un realizador norteamericano, la propia y escurridiza definición genérica de su propuesta, o el sorprendente giro que realiza su desarrollo dramático, lo cierto es que el primer rasgo que puede señalarse de la misma, es que puede ser considerada una de las películas británicas más extrañas de la primera mitad de los cincuenta. Y también cabría considerar como una de las mejores. A pesar de contar con referencias suficientes para poder asegurar un producto más que estimulante, no puedo de dejar de afirmar con sorpresa que no esperaba un resultado de la densidad, articulación dramática, originalidad, concisión expresiva, extrema fisicidad, y la presencia de un puntual sentido del humor, como el que nos propone esta película del gran montador y brillante y aún poco valorado realizador que fue Robert Parrish. Unas cualidades que de alguna manera adelanta a otras obras suyas quizá mas valoradas, pero que sobrellevaban también en su desarrollo la idea del desplazado y un rodaje en tierras exóticas –para ello, no hay más que remitirse a THE WONDERFUL COUNTRY (Más allá de Río Grande, 1959) -.

En esta ocasión nos situamos en la Birmania de finales de la II Guerra Mundial. Allí se encuentra ubicado un destacamento británico en el que son muy comentadas las extravagancias provocadas por un de sus pilotos. Se trata de Bill Forrester (espléndido Gregory Peck), un hombre traumatizado por la pérdida de su esposa en la propia noche de su boda, a causa de un bombardeo en Londres. Forrester prácticamente puede considerarse un muerto en vida, ya que nada parece importarle del tránsito terrenal. Sin embargo, hay algo que le permitirá salir levemente de ese tormento interior; la oportunidad de conocer a una joven nativa –Anna (Win Min Than)-, con la que poco a poco se relacionará, sirviendo este contacto para sentirse humano, útil y sensible ante ellos. De todos modos, y tal y como le señala un superior; “parece que la muerte es un tema fascinante”, y adelantándose al Jeff Bridges de FEARLESS (Sin miedo a la vida, 1993. Peter Weir), Forrester destaca por sus audacias en los vuelos, que le llevan a ser considerado como un loco por los componentes del acuartelamiento.

Pero tras esta amplia descripción del trastorno psicológico que envuelve el pensamiento del protagonista, THE PURPLE PLAIN ofrece un giro de 180º al tener que sufrir en carne propia y la de sus dos ayudantes un aterrizaje forzoso en tierras japonesas, debido al incendio de uno de los motores. Será a partir de esta situación límite, cuando la película se erija en la crónica y descripción de un proceso de supervivencia, que finalmente sirva a Forrester a interesarse por la vida, recorriendo un territorio agreste y unas altísimas temperaturas aún encontrándonos en primavera, y contando además con el handicap de que uno de los pilotos –el joven Carrington- ha resultado con fractura de la colisión del avión de combate y tiene que estar porteado por sus dos compañeros. Es en esos momentos, al iniciarse el traslado de los pilotos con intención de alcanzar el río que se encuentra a una considerable distancia, cuando la fisicidad que había definido hasta entonces el relato se transforma en una búsqueda obsesiva de supervivencia, en la que nuestro protagonista parece que ha sufrido previamente la necesaria catarsis para acometer el plan que lleve a los otros dos pilotos que han resultado damnificados a lograr ser rescatados. Será a partir de ese punto, cuando podemos decir sin temor a equivocarnos, que nos encontramos ante una de las más brillantes, duras, sencillas y telúricas percepciones que el cine ha logrado jamás ante esa aventura exterior que se sucede a un tormento interior.

Lo cierto es que Robert Parrish, ayudado del guión del experto escritor Eric Ambler, y basado en una novela de H. E. Bates, demuestra su destreza como realizador, en una película que inicialmente pudiera tener algunos ecos con la renoiriana THE RIVER (El río, 1951), pero que indudablemente ha logrado influir de forma clara en numerosos títulos posteriores en el cine de aventuras. Lo lamentable resulta que una película de las características quedara olvidada con facilidad. En cierto modo es comprensible; se trataba de una propuesta incomoda a todos los niveles, su narrativa en aquellos momentos resultaba poco accesible –ese adelanto formal a su tiempo es algo que solo años después se pudo evidenciar en la labor de Parrish-, pero lo cierto es que los rasgos que hacen de THE PURPLE PLAIN un título finalmente excelente, se centran principalmente en la plasmación de una narrativa que evita la dramatización de los hechos o encuentros que se suceden a lo largo de su metraje. En su oposición, plantea una mirada serena y escéptica fundamentalmente por parte de Forrester, espléndidamente recreada por el personaje que encarna Peck. Será su encuentro con Anna, el que supondrá un indicio de su necesidad de seguir en el mundo, de lograr en definitiva ser amado por alguien. Y será también la aventura de supervivencia que vivirá con otros dos compañeros, la que le permita demostrar que se puede estar muy cerca de la muerte, para desear permanecer en el mundo de los vivos.

Todo ello es minuciosamente expuesto por la cámara de Parrish, acentuando en sus fotogramas el asfixiante calor de la zona, potenciando el recurso de expresivos primeros planos en los rostros de los actores, logrando que cada inserto o plano de detalle sea casi necesario, al tiempo que plasmando en su conjunto un uso de elementos dramáticos por aquel entonces no muy habituales en el cine de los cincuenta. Y puede que esa odisea por las tierras de Birmania en búsqueda del río que les dote de agua y supervivencia hasta lograr ser localizados por sus compañeros, nos evoque desde los momentos más agrestes de GREED (Avaricia, 1924. Erich Von Stroheïm), o los títulos más extremos de nombres como William A. Wellman o Allan Dwan. Esa sequedad en el tratamiento, la casi ausencia de diálogos en bastantes de sus momentos, o ese aire casi de búsqueda de lo absoluto que llega a definir la lucha de los tres pilotos, adquiere incluso por momentos matices místicos, enriqueciendo con ello el conjunto.

Y tal y como ha ido definiendo todo su apasionante metraje, Forrester finalmente logra atisbar el río tan deseado. Un fundido encadenado nos muestra a Miss McNab (Brenda De Banzie) totalmente transfigurada ante lo que para ella supone prácticamente un milagro. Todo cobra a partir de ahora una cierta serenidad, ya que nuestro protagonista quizá ha descubierto el valor de la vida y la posibilidad que la misma encierra en el día a día. Llega a casa de Anna, y sin despertarla se acuesta plácidamente en la cama que se ubica junto a la suya. De esta manera Parrish expresará finalmente que toda esta aventura, no ha hecho más que proporcionar al piloto las suficientes razones para olvidarse de la fascinación por la muerte, y comenzar de una vez por todas a vivir su vida. Un complejo andamiaje dramático para una película también de arriesgada plasmación cinematográfica y, al mismo tiempo, totalmente relajada en el tono. Una auténtica rareza, reitero, pero al mismo tiempo una de esas películas que demuestran que en el cine no todo está inventado o tratado, y siempre habrá lugar para que realizadores del talento demostrado por Parrish, puedan llevar a cabo películas con las enormes cualidades que derrocha THE PURPLE PLAIN.

Calificación: 4