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CINEMA DE PERRA GORDA

Robert Stevenson

JANE EYRE (1944, Robert Stevenson) Alma rebelde

JANE EYRE (1944, Robert Stevenson) Alma rebelde

Se suele citar JANE EYRE (Alma Rebelde, 1944. Robert Stevenson), como la más valiosa de cuantas adaptaciones fílmicas se han realizado de la célebre novela de Charlotte Brontë. Probablemente sea así, ya que nos encontramos ante un título magnífico, una valiosa muestra de relato gótico, desarrollada dentro del contexto que auspiciaron los grandes estudios, a la hora de plasmar cuidadas adaptaciones literarias como elemento de prestigio. Sin embargo, estoy convencido que buena parte de quienes hicieron dicha afirmación, habrán contemplado pocas o ninguna de dichas adaptaciones… o quizá no hayan visto esta, bastante inaccesible hasta que en los últimos tiempos su edición en DVD ha permitido su necesaria recuperación. Y digo esto, en la medida que conservo un recuerdo muy grato de la adaptación que Delbert Mann filmó –con origen televisivo- a principios de los setenta, centrado en la memorable interpretación que en ella realizaba George C. Scott, para mi gusto la mejor encarnación posible del adusto Rochester. En cualquier caso, cierto es que el británico Robert Stevenson –“fichado” unos años atrás desde su Inglaterra natal por David O’Selznick, junto a Alfred Hitchcock- logró una de las mejores obras de su extensa y decreciente filmografía, en un periodo en el que también cabe destacar de manera muy especial la previa JOAN OF PARIS (1942). Contrastando ambas películas, cabe destacar la capacidad que el realizador ofrecía en aquellos momentos de su trayectoria, a la hora de desarrollar sus ficciones en ámbitos y contextos enfermizos, siniestros o decadentes. Esa facultad para modular relatos dramáticos dentro de un contexto en el que la atmósfera se erige como ingrediente esencial, fue sin duda el elemento que facilitó su elección como realizador de esta magnífica adaptación literaria. Una película que goza de un notable prestigio, pero que del mismo modo no pocos aficionados intentan minusvalorar en ella la personalidad de su realizador, al intentar hacer prevalecer el hecho de que su protagonista masculino –Orson Welles- realizara diversas aportaciones en la confección de la película. Puede que así sucediera –en algunos instantes sí que se observa esta influencia-, pero ello no debería ser motivo de demérito a la labor de un Stevenson que, si asumió algunas sugerencias wellesiana, era porque entendía que podían favorecer los contornos del relato. Pero es algo que se podría extender a no pocos títulos de aquel periodo –se me ocurre ahora la referencia de ALL THAT MONEY CAN BUY (El hombre que vendió su alma, 1941) de William Dieterle-, que de inmediato se vieron seducidos por las posibilidades que brindaba el barroquismo visual y narrativo que tuvo en la figura de Welles su principal valedor.

A partir de dichas premisas, el discurrir de JANE EYRE oscila entre el seguimiento de dicho enunciado, insertándolo en la caracterización de sus imágenes dentro del concepto de adaptación literaria de época que caracteriza su conjunto. Para ello, hay que destacar en primer lugar la excepcionalidad de su fotografía en blanco y negro –obra de de George Barnes-, el pertinente montaje de Walter Thompson y el comentario sonoro de un inspirado Bernard Herrmann. Serán elementos de los que se servirá de manera brillante Robert Stevenson, para lograr un resultado que alberga desde sus primeras imágenes ese alcance literario que proviene no solo del inicio con la voz en off de la protagonista. En efecto, desde sus primeros compases, la película vislumbra una espesura, una capacidad de concreción en la plasmación de la base argumental, destacando por medio de la planificación y la iluminación ese carácter de relato gótico, e incidiendo a través del montaje en su capacidad para detenerse en aquellas líneas argumentales caracterizadas por un especial interés en su progresión dramática. Se trata de una circunstancia que vislumbramos ya en el episodio que narra la infancia desgraciada de la protagonista –encarnada con enorme sensibilidad por Peggy Ann Garner-. Serán unos minutos en los que se rozará la frontera del recargamiento y el esquematismo, a la hora de describir el truculento contexto familiar que sufrirá la pequeña antes de recalar en el orfanato comandado por el autoritario Henry Brocklehurst (el siempre magnífico Henry Daniell). Por el camino, ya hemos tenido ocasión de comprobar algunas de las más rotundas cualidades del film; su extraordinario diseño de producción, una ambientación de alcance pictórico –especialmente en las secuencias desarrolladas en exteriores-, y una reconstrucción de época sobresaliente, integrándolo con especial acierto como una de las muestras más valiosas de esa reconstrucción de ascendencia literaria. Unamos a ello algunos instantes de especial fuerza visual, como ese plano en el que la Jane niña es reprendida y situada en un taburete en el patio del orfanato, el instante en el que es castigada junto a su amiga Helen Burns (una jovencísima Liz Taylor), caminando en círculo bajo la lluvia, o ese plano admirable en el que el detalle de las manos de las dos amigas servirá como triste anuncio de la muerte de Helen.

Pasarán diez años -en un rápida elipsis que nos permitirá conocer a Jane ya joven (encarnado por una espléndida Joan Fontaine)-, descubriéndose en ella su intención de huir del dominio del siniestro Brocklehurst y desarrollar la vocación de institutriz, aceptando la oferta que se le brinda para educar a la pequeña Adele Varen (Margaret O’Brian). Una vez la acción se centra en los parajes rurales, ese alcance pictórico de su ambientación cobrará un mayor protagonismo. La presencia de espesas nieblas y oscuros parajes, irá acompañada por la tenebrosa magnificencia de la mansión de la que es dueño Edward Rochester (Welles), padre de la muchacha. Será para nuestra protagonista la integración en un nuevo contexto, en el que la inicial reticencia representada por el áspero carácter de Rochester, poco a poco irá evolucionando a una progresiva admiración, que llegará a convertirse en sincero amor –compartido por este-. Llegados a este punto, sus secuencias adquirirán una extraña modulación a partir de los diálogos y la evolución que estos denotarán sobre la relación entre los protagonistas. Aunque considere personalmente que Welles no era el intérprete más adecuado para encarnar un personaje de la sutileza de Rochester –en no pocas ocasiones demuestra ser uno de los intérpretes más sobrevalorados del cine norteamericano-, es tal la capacidad evocadora que describe la realización de Stevenson –unido a las excelencias que sí aporta la Fontaine, que logra en su personaje extraer todos los matices y la sensibilidad tamizada de personalidad avanzada y reivindicativa-, que esos diálogos –por lo general, desarrollados en exteriores- proporcionarán a la película una tonalidad delicada y emocionante –de alguna manera, adelantan esa posterior y más rotunda pareja romántica que representaban Rex Harrison y Gene Tierney en la maravillosa THE GHOST AND MRS. MUIR (El fantasma y la Sra. Muir, 1947)-. A partir de esas premisas, JANE EYRE discurre con intensidad, quizá discurriendo de forma un tanto apresurada en sus pasajes finales, logrando no solo mostrar esa credibilidad propia del mejor cine literario. La fuerza que asumen esos interiores adustos de la mansión de Rochester, lo inquietante de aquellos instantes en donde la amenaza se expresa por medio del personaje de su esposa demente, el cambio de su inicial hostilidad por una actitud más comprensiva, o lo admirable de sus últimos minutos –pese a incidir de nuevo en ese cierto apresuramiento que creo detectar-, conforman un conjunto magnífico. Propone una de esas casi ejemplares adaptaciones novelescas, como años antes había planteado el cine USA con A TALE OF TWO CITIES (Historia de dos ciudades, 1935. Jack Conway) o muy poco después lo ofrecería el cine británico con la excelente GREAT EXPECTATIONS (Cadenas rotas, 1946. David Lean). Se trata de dos ejemplos en modo alguno citadas al azar, ya que de alguna manera suponen eslabones de un modo de entender la traslación literaria –máxime partiendo de referencias ubicadas en periodos temporales más o menos convergentes-, representativa de unos modos de entender en el hecho cinematográfico de absoluta e imperecedera pertinencia.

Calificación: 3’5

THE LAS VEGAS STORY (1952, Robert Stevenson) Las Vegas

THE LAS VEGAS STORY (1952, Robert Stevenson) Las Vegas

El británico Robert Stevenson demostró una gran personalidad y fuerza que, por momentos, parecía configurarle como uno de los grandes directores importados de  Inglaterra una vez llegada la década de los cuarenta –al alimón con Alfred Hitchcock-. La referencia de dos títulos como JOAN OF PARIS (1942), una valiente y vibrante muestra de relato dramático de vertiente antinazi, bien ligada a un contexto romántico de gran fuerza, y su posterior y más reconocida JANE EYRE (Alma rebelde, 1943), adaptando la novela de Charlotte Bronté, igualmente desatacada por su acusado –y en esta ocasión obligado- romanticismo, son pruebas evidentes del momento más álgido en la andadura de un realizador inspirado y provisto de personalidad. Stevenson estuvo muy pronto ligado a la R.K.O., estudio en el que desarrolló buena parte de su trayectoria hasta sufrir las consecuencias de la “Caza de brujas” de McCarthy, cuestión esta que llevó a que su obra estuviera ligada a productos alimenticios, perdiendo de forma paulatina la fuerza y el vigor que había alcanzado en sus mejores momentos de inspiración.

 

Clara demostración de dicho enunciado lo supone THE LAS VEGAS STORY (Las Vegas, 1952), definida como una extraña producción del multimillonario Howard Hughes, en la que se combina esa inclinación por el exotismo –en este caso centrado en el contexto de la ciudad de Las Vegas-, con un relato policiaco seco, introduciendo en su discurrir una serie de subtramas y personajes más o menos estereotipados. Todo ello, tras situar la acción en el contexto del mapa del estado en el que sitúa Las Vegas, mientras una voz en off nos sitúa físicamente esa ciudad en la que el juego y la diversión suponen el escaparate de tantas frustraciones personales, derrotas y luchas no alcanzada en pro de la suerte.

 

Será al mismo tiempo el contexto en el que tendrá lugar el retorno de Linda Rollins (Jane Russell), una conocida cantante de uno de dichos casinos, quien regresa convertida en la esposa de Llopyd Rollings (Vincent Price). La estancia de ambos en el conocido centro de diversión y juego, motivará que la pantalla –y con ella, el espectador- contemple el pasado de Linda, que mantuvo en el pasado una relación con el teniente Dave Andrews (Victor Mature). Rodeando a ambos, la película mostará la figura de un irónico pianista –Happy (Hoaggy Carmichael)-, o incluso el muy veterano Mike Fogarty (Will Wright), quien perdió la propiedad del recinto al sufrir unas situaciones poco claras. En medio de este contexto, el retorno de Linda le permitirá comprobar cómo su esposo se encuentra viviendo una angustiosa situación de penuria económica, en cuya salida pondrá en práctica tretas de indigno pelaje, entre las cuales llegará a utilizar un valioso collar propiedad de su mujer, valorado en ciento veinticinco mil dólares. Será una valiosa pieza que provocará el seguimiento por parte del enigmático Tom Hubler (Brad Dexter), designado por la compañía aseguradora para proteger el mismo. Como se puede comprobar, el argumento de THE LAS VEGAS… asume en su metraje de poco más de ochenta minutos una serie de elementos más o menos comunes al noi”, pero lo cierto es que esa apuesta, con ser competente y estar administrada con profesionalidad, en muy pocos momentos logra que ninguno de los ingredientes aportados adquiera vida propia.

 

Es algo que podemos detectar en la escasa fuerza que se determina en esa antigua pareja que vuelve a reunirse de forma episódica –por más que la Russell se encuentre adecuada e incluso Victor Mature componga un personaje solvente-, en la nula incardinación que se detecta entre sus personajes secundarios –aunque entre ellos destaque la labor del siempre magnífico Hoaggy Carmichael y Will Wright, e incluso Brad Dexter componga un retrato por momentos inquietante-. Es algo que no se puede decir del rol encarnado por un apagadísimo Vincent Price, en uno de los roles menos recordables de su larga y fecunda filmografía. Existe en el film de Stevenson, una constante sensación, de estar asistiendo a un relato al que le falta turbiedad, como si se quisieran “domesticar” las constantes que hicieron grande y sugerente un periodo y uno de los géneros más valiosos de la historia del cine. En su oposición, nos encontramos ante un policiaco que llega a resultar blando en su última secuencia, en el que no percibimos empatía alguna con sus personajes pero que, justo es reconocerlo, mantiene algunos elementos dignos de ser resaltados. Quizá el principal de ellos sea la eficacia de su montaje –obra de Frederic Knudtson y George C. Shrader-, eje sobre el cual adquirirán agilidad los recovecos de la historia, y en el que se centrarán las secuencias finales de persecución y lucha por los exteriores de Las Vergas, hasta llegar a un aeródromo desierto. Será en este marco donde se logre un brillante episodio, aunque incluso dentro de su acierto, percibamos uno de los elementos que se echan de menos en la película; la existencia de una iluminación que potenciara ese grado sinuoso que pedía a gritos la misma, y que en buena medida es patrimonio de los grandes exponentes del género. Por el contrario, THE LAS VEGAS STORY destaca por una correcta iluminación en blanco y negro –obra de Harry J. Wild-, pero en la que se echa de menos no solo esa turbiedad que es santo y seña de las grandes obras del noir, sino que incluso resulta errónea en la ya señalada secuencia de persecución desarrollada en el aeródromo abandonado y sometido al ondear del viento. En esos instantes, la iluminación impide saber al espectador si se encuentra en un interior oscuro –que aparenta poseer luz-, o nos situamos en un amanecer más o menos definido. En definitiva, nadie duda que el cine era fascinación, pero hasta para crear su magia hay que ofrecer en ella un suficiente grado de convicción. Algo que se echa de menos en un relato finalmente discreto, en el que se detallan algunas de las obsesiones de su productor –la turbadora presencia de la Russell potenciando su erotismo; la secuencia de la ducha-, así como una mirada con cierta mítica en torno al contexto de Las Vegas. No es demasiado, pero sí lo suficiente para consignar una película tan limitada como simpática dentro de sus insuficiencias.

 

Calificación: 2

DISHONORED LADY (1947, Robert Stevenson) Pasión que redime

DISHONORED LADY (1947, Robert Stevenson) Pasión que redime

Podemos señalar sin temor a equivocarnos, que 1947 es uno de los años en los que con mayor furor se desarrolló la producción de melodramas noir y policiacos bañados por un inequívoco tinte psicologista. Una tendencia que ofreció resultados de todo tipo, de la que no se abstrajeron nombres como Alfred Hitchcock o Fritz Lang, y que de alguna manera redefinió una vertiente del cine negro norteamericano, a partir probablemente de la aportación iniciada por Otto Preminger con LAURA (1944. Otto Preminger)

DISHONORED LADY (Pasión que redime, 1947. Robert Stevenson) se encuentra inmersa de lleno en esa tendencia, aunque precisamente no es en su incorporación en esta vertiente donde hay que destacar sus logros más evidentes. Quizá sea su excesiva inclinación hacia los estereotipos del cine de índole “freudiana” donde la película ha envejecido de forma más notable. Por el contrario, los mejores rasgos de su discurrir narrativo hay que resaltarlos en las buenas maneras que exhibía el realizador británico Robert Stevenson y que, antes de ser engullido en la vorágine de convencionales títulos al servicio de Walt Disney, y anteriormente caer en la trampa de firmar THE WOMAN ON PIER 13 (1949) a las órdenes de Howard Hughes –uno de los exponentes más célebres de cine anticomunista militante, que rechazaron previamente directores como Ray o Cromwell-, tuvo una interesante y poco conocida andadura en Hollywood tras ser introducido en la industria norteamericana de la mano de David O’Selznick junto a Alfred Hitchcock. Ambos fueron “fichados” entre los profesionales que destacaban en la industria británica, y aunque todos sabemos el posterior devenir del afianzamiento de Hitchcock en USA, el nombre de Stevenson se quedó en el olvido. A este respecto, sería conveniente repasar aquellos títulos que forjaron su prestigio en Inglaterra, y los que realizó una vez traspasado el océano, de los que cabe destacar –entre los que he visto- JOAN OF ARC (1942). DISHONORED… no alcanza la altura del referente antes señalado, en buena parte por su sometimiento a una trama innecesariamente alambicada, desprovista de homogeneidad y demasiado deudora de tópicos y estereotipos del subgénero. Sin embargo, y contra todos estos inconvenientes, la película alcanza un primer tercio realmente interesante y un balance final atractivo, aunque en su desarrollo observe demasiados baches y altibajos.

La película se inicia con un montaje atractivo y urbano que nos muestra el entorno profesional de Madeleine (Hedy Lamarr). En apenas pocos planos nos introducimos en un entorno estresante y dominado por la hipocresía, donde nuestra protagonista se mostrará extraña en su comportamiento y especialmente áspera en el desempeño de su profesión. Como responsable de un influyente magazine, se manifestará totalmente reticente a insertar una entrevista casi publicitaria de una empresa de joyería, cuyo responsable es uno de los mejores clientes de la publicación. Desde el primer momento intuiremos que Madeleine padece algún trastorno psicológico, algo que emergerá a la superficie de su personalidad tras su encuentro con el joyero que desprecia a través de sus productos –Félix Courtland (John Loder, en una imprevista performance en la línea de Vincent Price)-. El encuentro con Courtland le provocará un trastorno en su personalidad, ya que este representa por un lado algo que desprecia pero en el fondo le resulta cercana, personificando un carácter bastante similar al suyo –además de encontrar algunas afinidades de encuentros familiares-. Este choque emocional es mostrado por Stevenson con unos fundidos muy atrevidos marcando el desconcierto de la protagonista, que está a punto de perder la vida en un accidente automovilístico. El incidente le pondrá en contacto con el dr. Caleb (Morris Carnovsky), un psiquiatra que pronto detectará en Madeleine un trastorno emocional que requerirá de ella un esfuerzo para ser superado. Esta inicialmente desdeña sus servicios pero pronto acudirá a él de nuevo, haciéndole caso en sus consejos y abandonando de forma repentina su trabajo y modo de vida. Abandonará todo resquicio de identidad y se mudará a vivir a un modesto apartamento de Greenwich Village, donde conocerá al joven David (Dennis O’Keefe). Se trata de un joven doctor con el que pronto iniciará una relación, abriéndose para ella una nueva puerta en su vida. Bajo mi punto de vista, es a partir de ahí cuando el film de Stevenson pierde fuelle, embarcándose en una inane sucesión de escarceos amorosos a los que no contribuye en nada la inadecuación de O’Keefe como improbable galán romántico. Hasta entonces, DISHONORED LADY goza de bastante interés, en base sobre todo al acierto de su montaje, la atractiva y arriesgada planificación expresada, al contraste en las vivencias de su protagonista, y a ciertos instantes en los que se introduce un aura casi sobrenatural –por ejemplo, ese plano de Madeleine casi en estado catatónico sentada en su coche tras haberse acercado a Courtland, que precederá su huída y posterior accidente-. La combinación de esa planificación casi expresionista, irá acompañada de una dirección artística y decoración recarcaga que definirá los entornos y marcos en los que se desarrollan las acciones de la historia. Son cerca de treinta minutos casi percutantes que culminan en la atractiva manera que Stevenson tiene de mostrar el encuentro de Madeleine y David –un ratón de la habitación del segundo es encontrado por esta en el pasillo, demostrando su singularidad como mujer al no asustarse ante esta presencia sintomática de la debilidad femenina-.

A partir de este bache –demasiado notorio, y que rompe con su atractivo metraje previo-, la película remonta el vuelo aunque ya jamás alcanzara el interés inicial, abriéndose la trama en la búsqueda de la protagonista por parte de Courtland y de los propios responsables de la revista, que le llevarán a ser seducida de nuevo por el primero y a vivir de forma involuntaria el asesinato de este, siendo acusada injustamente de su muerte. Madeleine vivirá el proceso como acusada sin intentar siquiera su defensa, al sufrir en su vida el desprecio de David a través de un juicio en el que todas las evidencias se pondrán en su contra. Será la interacción de Caleb la que permita una intervención positiva como testigo de David, haciendo renacer en Madeleine su ilusión por la vida, permitiendo al observador investigador descubrir el auténtico culpable del crimen. Será esta precisamente una de las situaciones apresuradas del film, definiendo además al criminal en un personaje tan ridículo como el que encarna el siempre mediocre William Lundigan. Es así como entre secuencias muy atractivas y bien planificadas, y oscilaciones o altibajos en su trama, se desarrollará esta desigual pero atractiva película que produjo la propia Hedy Lamarr, y en la que una vez más demuestra su extraño magnetismo, su belleza, y sus capacidades para hipnotizar la pantalla, que supieron aprovechar realizadores como King Vidor o Jacques Tourneur en aquellos años.

Calificación: 2’5

 

JOAN OF PARIS (1942, Robert Stevenson)

JOAN OF PARIS (1942, Robert Stevenson)

En una entrevista realizada por Patrick McGilligan e insertada en el primero de los cuatro volúmenes de que se compone la imprescindible colección Backstory, el veterano guionista Charles Bennett destacaba JOAN OF PARIS (1942, Robert Stevenson), de entre todas las películas en las que había participado. Al mismo tiempo, reconocía haber influido haber influido en el ofrecimiento de un contrato a su director –el británico Robert Stevenson-, para que engrosara la nómina de realizadores de la R.K.O. Con una trayectoria a sus espaldas muy poco conocida en Gran Bretaña en la década de los años treinta, tampoco es que su posterior obra norteamericana en dicho estudio haya podido ser apreciada más allá del éxito puntual adquirido por JANE EYRE (Alma rebelde, 1944), que al parecer muy pronto Orson Welles –protagonista masculino del film- quiso vamprizar –en una tendencia, por otra parte, bastante habitual en él-.

No obstante, poder revisar JOAN OF PARIS, podría suponer la pista inicial para poder comenzar a reconsiderar y apreciar el talento de un realizador notable, que lamentablemente es más conocido por su largo ciclo de comedias domésticas al servicio de la Disney, que por una filmografía previa al parecer pródiga en títulos de interés. Lo tiene sobradamente este estupendo alegato antinazi, que se inicia de forma sorprendente y con ropajes de aparente comedia lujosa. A partir de unos títulos de crédito insertados sobre etiquetas de botellas de champagne, unos planos generales describen el ambiente de las fachadas de los cabarets parisinos. Sobre ellos, se proyectará un oscuro de imagen y sonoro, que fundirá con el sonido de una emisora, anunciando la llegada de un comando de pilotos que forma parte de la ofensiva británica contra el nazismo, y que se ha estrellado en una población en las afueras de Paris. La imagen en plena oscuridad es iluminada con un fósforo del jefe del comando –Paul Lavallier (Paul Henreid)-, que logra averiguar el lugar del aterrizaje forzoso, penetrando los cinco militares que lo forman en una taberna que se verá sorprendida por la llegada de un soldado alemán. Estos se esconden, pero el perro que acompaña al nazi advierte la presencia de uno de los británicos, que contraatacarán no sin antes ser objeto de una persecución que dejará herido a uno de ellos –Baby, encarnado por un jovencísimo Alan Ladd, que ya dejaba entrever sus escasas dotes como actor y el “ángel” que ofrecía ante la cámara-.

Con la atención del espectador ya lograda, el marco de la acción se traslada a una parroquia parisina que se encuentran en la plaza de Santa Juana de Arco. Allí llegarán los componentes del comando de forma individual, siendo el que está herido perseguido por un hombre misterioso. Paul solicita la colaboración del padre Antoine (magnífico Thomas Mitchell), antiguo profesor suyo de latín, ya que él tiene ascendencia francesa, razón por la cual su vida es la que corre más peligro dentro del comando. A partir de ahí intentará establecer contacto con los componentes del servicio británico, para lo cual precisará de nuevo los servicios del párroco, quien se pondrá en contacto in extremis por medio de un piloto condenado a muerte por los nazis. En medio de todas esas tribulaciones aparece el personaje de Joan (Michèle Morgan), una infeliz camarera francesa, que poco a poco se ilusionará y llegará a enamorarse de Paul. Pero sobre ellos planea la sombra del astuto y cultivado agente alemán Funk (Laird Cregar), quien pretende llegar hasta este comando y neutralizarlo, siempre partiendo de la captura de su cabecilla, al que detendrá con aparentes modos amistosos, para luego dejar que su señuelo lo lleve a lograr sus objetivos –lo llamará su “oveja traidora”-.

Creo que a tenor de la descripción sucinta de su argumento –debido a una historia de Georges Kessel-, se desarrolla un relato en formato de thriller, con ribetes de melodrama romántico y un claro y sincero trasfondo antinazi. La R.K.O. ya se caracterizaba en estos años de contienda por su frecuencia en este tipo de productos de suspense, incluso con realizadores hoy día apenas recordados como Richard Wallace –THE FALLEN SPARROW (1943)-. Lógicamente, ninguno de estos títulos se estrenó en su momento en España, como tampoco lo hicieron la mayor parte de películas de esta vertiente firmadas en otros estudios. Dentro de esta misma vertiente, y para aquel que haya podido seguir la aportación como guionista de Charles Bennett en numerosos títulos de Alfred Hitchcock rodados durante los años 30 en su periodo británico, podrán detectar la huella del escritor y argumentista –que como tanto otros guionistas que colaboraron con Hitchcock, se quejaron del escaso reconocimiento que este les brindó posteriormente-. En este caso, el insólito personaje del extraño colaborador de la gestapo que persigue de forma perenne a Paul –brillante el detalle de no hacerlo hablar en ningún momento-, es una creación de Bennett que podría recordar al Oscar Homolka de SABOTAGE (Sabotaje, 1936) o el inolvidable Mr. Memory de THE 39 STEEPS (39 escalones, 1935), ambas conocidos exponentes del periodo inglés de Hitch. Muchas de las incidencias de esta brillante película llevan la impronta del argumentista británico, pero bien es cierto que esa magnífica base no impide reconocer una realización llena de ritmo e inventiva visual, que sabe potenciar sus propuestas y, en muchos momentos, magnificarlas.

Ya he señalado ese sorprendente inicio pero no es menos destacable la descripción que se realiza del agente Funk, del que Laird Cregar ofrece un retrato espléndido, y que se define al mostrar al personaje con su hábil y amenazador manejo de potenciales armas en usos cotidianos –el cuchillo que pela una pequeña fruta o sirve para cortar la punta de un puro-. La puesta en escena de Stevenson es asimismo espléndida en el uso de la iluminación nocturna –ese ataque de los nazis con disparos a los pilotos, cuyas balas son literalmente engullidas por los haces de luz entre la niebla-, demuestra su escuela británica a la hora de filmar las secuencias en el interior de la parroquia –todas ellas extraordinarias- y, en su conjunto, la película deviene un modelo de precisión narrativa y un compendio de lo que debe ser una atmósfera definida por la inquietud y el desasosiego, propios de un pueblo invadido. Stevenson procura que ningún elemento de la narración quede sin lógica. Cada giro lleva su concatenación, dentro de una precisa sucesión de incidencias que por momentos llegan a resultar apasionantes. Ello no impide que en algunos momentos, el alcance combativo de la película se imponga, como en esa secuencia desarrollada en la clase de la veterana maestra, en la que un puñado de traviesos alumnos no dudaran en cantar al unísono “La Marsellesa”, en pleno ataque de un comando de soldados nazis.

Dentro de un cúmulo de incidencias propias del cine de suspense, casi es fácil de adivinar cual sería el destino de la protagonista femenina, que tiene como modelo a Santa Juana de Arco -y que no dudará es sacrificarse por Paul y los suyos-. Pero lo que no resultará tan previsible es el grado de abstracción al que llegará Stevenson al plasmar la larguísima persecución final del citado misterioso colaborador de la Gestapo a Paul. Un segmento que sobrepasará los límites de lo verosímil pero resulta en todo momento apasionante, al margen de concluir de un modo muy atractivo visualmente –Paul lo mata en una sauna-. En lo único que a mi juicio no llega a alcanzar un similar nivel JOAN OF PARIS, es a la hora de plasmar la fuerza del romance entre Paul y Joan. Y es que si bien Paul Henreid ofrece uno de los trabajos más sólidos de su carrera, la belleza de Michèle Morgan no llega a consolidar la necesaria intensidad a su personaje, dentro de una labor evidentemente meritoria.

Calificación: 3