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CINEMA DE PERRA GORDA

Rouben Mamoulian

SUMMER HOLIDAY (1948, Rouben Mamoulian)

SUMMER HOLIDAY (1948, Rouben Mamoulian)

Dentro de la tan extraña, dispar, como por momentos apasionante filmografía de Rouben Mamoulian, SUMMER HOLIDAY (1948), se sitúa tras el largo paréntesis que en su filmografía se plantea tras el rodaje seis años ante de la comedia RINGS ON HER FINGERS (Anillos en los dedos, 1942), y bastantes más, antes de que su filmografía se cerrara inesperadamente con el también musical SILK STOCKINGS (La bella de Moscú, 1957). Producida por Arthur Freed para la Metro Goldwyn Mayer, no soy el primero en señalar que su textura –en la que desde sus primeros instantes resalta la tonalidad pictórica de color, obra de Charles Schoenbaum, convenientemente ayudado por asesores pictóricos-, nos acerca a un referente dirigido por Vincente Minnelli, como es MEET ME IN ST. LOUIS (1944). De manera si se quiere más sosegada, el film de Mamoulian queda escorada entre el film musical –en su vertiente con canciones-, ciertos ecos ligados a Americana y, por supuesto, un tono agradable y de comedia bajo el que queda soterrada una mirada agridulce ante la rutina de la vida de provincias –será algo en lo que incidirá de manera muy especial la canción y el recorrido inicial planteado por Nat Miller (entrañable Walter Huston), el patriarca de la familia protagonista, al tiempo que responsable del periódico local. Esa sensación de agradable rutina poco a poco se irá difuminando el ir conociendo a los componentes de la familia que encabeza. Familia en la que destacará el impulso juvenil emanado por uno de sus hijos –Richard (un Mickey Rooney magnífico en algunos momentos e irregular y excesivo en otros)-, destacado en una caso obsesiva pasión por la lectura, lo que introducirá en su mente aún permeable las últimas corrientes ideológicas como el anticapitalismo. Esa incipiente capacidad intelectual del muchacho, es la que le ha llevado a ser considerado el primero de su promoción, celebración esta a la que acudirá toda su familia, aunque en sus palabras se esconda una diatriba en contra del ya mencionado eje de referencia social.

En realidad. La base argumental de SUMMER HOLIDAY se ciñe a un primer tercio que describe los personajes que protagonizarán el marco coral del film, y concluirá con el divertido pero finalmente frustrado alegato del muchacho, merced a una oportuna argucia de su padre, que por casualidad se enterará instantes antes de lo que este pretendía. Será esta la adaptación del primer acto de la obra de Eugene O’Neill en la que se basa el relato, y que a partir de ese momento discurrirá en una unidad temporal durante la jornada del 4 de julio. En ella, junto al divertimento de los más pequeños, se producirá el inesperado regreso del tío Sid (el siempre maravilloso Frank Morgan), quizá el personaje que esté tratado con más sutileza, escondiendo las aristas de un hombre bondadoso pero sobrepasado por un fracaso personal debido, sobre todo, a su adicción al alcohol. Por su parte, Richard tendrá un supuesto encontronazo con su novia Muriel (Gloria De Haven), forzado por el padre de la muchacha, pero que este tomará al pie de la letra, marchando a un club junto a un amigo, y teniendo allí una borrachera con una corista. En realidad, importa mucho más en el film de Mamoulian el alcance impresionista, que la leve base argumental de una película que en unos momentos aparece ligera y llena de vivacidad –esa canción que aúna las diferentes actividades que realizan hombres, mujeres y niños celebrando la tarde-noche de la mencionada celebración norteamericana; los planos en los que la grúa describe el estado de felicidad de los jóvenes novios en medio del verdor del campo-, e incluso muestra un cierto atrevimiento visual, al insertarse en el punto de vista de Richard cuando es cortejado por esa corista que desea aprovecharse de él, pero que quizá en su interior en su canción sea sincera en lo que le manifiesta en su canción.

Ello no impide apreciar en el conjunto del film una cierta irregularidad, al apreciar no pocos instantes en los que una cierta blandura se adueña del relato –cosa bastante lógica por otra parte partiendo de un producto de la Metro, aunque cierto es que dicha carencia de más garra, aparezca de manera divergente a lo que es habitual en el estudio del león-. Por el contrario, el film de Mamoulian, ofrece instantes y episodios que pueden situarse entre lo mejor que filmó en toda su carrera. Me ceñiría en concreto a la secuencia que nos describe el amanecer del 4 de julio, en la que los niños de la vecindad inundan las calles con banderas americanas y el ensordecedor estallido de petardos. Es un episodio revestido de una acumulación de detalles, de esmero en el cromatismo, de júbilo en la movilidad de los pequeños que serpentean por las casas de esos primeros años del pasado siglo. Un fragmento que logra trasladar al espectador una sensación de felicidad contagiosa, por más que el incesante resonar de la pirotécnica –cual despertà de las fiestas del fuego mediterráneas-, moleste en grado extremo a Nat, quien no verá en ello más que la imposibilidad de vivir las primeras horas de la fiesta nacional en su cama.

Sin embargo, el gran momento de SUMMER HOLIDAY, el auténtico alarde formal que plantea la película y que, de manera sorprendente, no ha sido reseñado como merece a la hora de destacar las virtudes de este pequeño y entrañable film, es sin duda ese admirable plano secuencia, combinando en él el uso de las panorámicas con la movilidad de la cámara mediante leves travellings, en el que dentro de la habitación de Richard, su padre intenta con enormes nervios dar la primeras nociones de sexualidad a su hijo. Más allá de la audacia que podría suponer introducir dicho tema en una comedia musical de alcance familiar, uno no sabe más si admirar la extraordinaria prestación de sus actores –el padre utilizará una estatuilla de Lincoln de plastilina que tenía el hijo, desmenuzándola con las manos como inútil desahogo al no poder ser más explícito en su hilarante disgresión. Todo ello, mientras padre e hijo se persiguen en una especie de danza dentro de un pequeño recinto, logrando una set pièce no solo de antología, sino esenmcialmente divertida.

Calificación. 2’5

LOVE ME TONIGHT (1932, Rouben Mamoulian) Ámame esta noche

LOVE ME TONIGHT (1932, Rouben Mamoulian) Ámame esta noche

Aquel que contemple LOVE ME TONIGHT (Ámame esta noche, 1932) sin haber visto ninguno de los tres largometrajes previos que había rodado hasta entonces Rouben Mamoulian, es probable que se sorprenda más de lo que, ya de por sí, propone esta película. Y es que, sin recurrir a dichos referentes, nos encontramos ante una comedia musical que desde sus primeros instantes, destaca por su capacidad de inventiva formal. Pero ello sería un marchamo en la andadura previa de su realizador, que emana de su debut en APPLAUSE (Aplauso, 1929) –lo señalo por referencias, ya que no la he podido contemplar-, y tanto en CITY STREETS (Las calles de la ciudad, 1931) como DR. JEKYLL AND MR. HYDE (El hombre y el monstruo, 1931), ambas destacan por su declarada modernidad narrativa, centrada en la constante búsqueda de invenciones formales. Es por ello, que LOVE ME TONIGHT prolonga dicha inquietud, dentro de un terreno mucho más espinoso para lograr un resultado perdurable: el temible de las operetas musicales. Por fortuna, y como antes señalaba, desde sus primeros instantes, el film de Mamoulian se describe ensimismado con la experimentación de la técnica,  proponiéndonos con unos divertidos modos el laborioso despertar en la capital parisina. Lo articulará mediante una concatenación de ruidos que van sumándose según van sonando unas campanadas, hasta lograr trasladar al espectador, con una sorprendente sensación de frescura, el amanecer y crepitar de la gran ciudad, centrándose en la sastrería de la que es propietario Maurice (un Maurice Chevalier realmente divertido), quien prolongará ese inicio lleno de contagiosa musicalidad con la primera de sus canciones. De entrada, será este el procedimiento con el cual el realizador introducirá buena parte de las mismas y elementos propiamente musicales del film, aportando con ello un alcance de modernidad sin duda más valioso que el propuesto por no pocos musicales de Hollywood de años posteriores.

Para Mamoulian, la introducción de las canciones será un soporte que servirá en al menos un par de episodios para engarzar una serie de situaciones, que de otra manera sin duda hubieran tenido una compleja evolución narrativa. En definitiva, que de un elemento que supuso un lastre en no pocas producciones, en esta ocasión se asume como eje narrativo de primer orden. Pero vayamos a la sencilla anécdota argumental que propone esta producción de la Paramount, que por un lado se centra en el seguimiento de Maurice al Vizconde Gilbert de Varèze (Charles Ruggles), un moroso impenitente que ha llevado prácticamente en la ruina al sastre al deberle sesenta mil francos en vestuario, dejando a este por su parte en deuda con todos sus proveedores. Por su parte, en el castillo de la Princesa Jeannette (Jeannette MacDonald) –donde se encontrará como invitado Varèze-, esta se encuentra absolutamente desolada ante la perspectiva de tener que casarse con un aristócrata de avanzada edad con el que no demuestra ningún afecto. La querencia de su tutor, el Conde de Savignac (Cecil Aubrey Smith), a la hora de mantener sangre noble en la descendencia de Jeannette, limitará los posibles candidatos –además del señalado cargante pretendiente-, ¡a uno de más de ochenta años y otro de doce! La casualidad permitirá el primer e inesperado encuentro entre la princesa y Maurice en pleno campo, estableciéndose entre ellos una soterrada hostilidad. Una vez el sastre llegue al inmenso castillo –es magnífica la utilización que se ofrece del diseño de producción en los interiores, en donde se apuesta magníficamente la profundidad de campo de los mismos-, se hará pasar por un noble, integrándose casi a pesar suyo en las anticuadas costumbres de sus moradores, aunque logrando poco a poco granjearse la simpatía de buena parte de los mismos. El elemento de comedia de LOVE ME TONIGHT está revestido de notable frescura, prolongando el sendero abierto por el estudio por las producciones firmadas por Ernst Lubistch, aunque es evidente que Mamoulian intenta –y estimo que logra- preservar un grado de personalidad propia en esta película que destaca por su ritmo ligero y prácticamente sin baches, que se mantiene con un considerable grado de frescura más de ocho décadas después de ser filmada, en el que el trazado de sus personajes secundarios –el trío de señoronas que parecen ejercer de jueces de todo lo que sucede en el interior del castillo-; el papel de los criados –atención al instante en que estos son mostrados en contrapicado cuando Maurice abandona el palacio una vez descubre su condición de sastre-. Y es que, tal y como señalaba en esta aseveración, encontramos en esta aparentemente intrascendente opereta, un ejemplar uso del lenguaje cinematográfico. Ejemplo de ello lo tendremos no solo a la hora de proponer las angulaciones de cámara en función de las situaciones vividas por sus personajes, sino incluso en ese grado de locura que imprime a algunos de sus instantes, como en la larga y coral entonación de la canción en la que todos se quejan de haber descubierto la fraudulenta y “deshonesta” profesión del hasta entonces supuesto Baron Courtelin –así se denominó Maurice al introducirse en el mismo-, que llevarán incluso a hacer cantar hasta a los relieves de los antepasados de la familia –un instante delirante-.

Y junto a ello, hay dos aspectos que me gustaría señalar, avalando esa búsqueda yo creo que incansable, que guió los primeros pasos de la andadura cinematográfica de Maolulioan –y en líneas generales con notables resultados-. Uno de ellos es la ocasional utilización del zoom, elemento sorprendente en una producción de inicios de los años treinta, mientras que por otro lado, un deliberado acelerado de imagen –como si en él se rememorara con cierta nostalgia el no muy lejano slapstck silente-, nos describirá la deliberada huída a que es sometido Maurice por parte del salvaje caballo que le ha proporcionado la hasta entonces distante princesa. Pero más sorprendente aún será la inclusión de una secuencia utilizando el ralent”, justificada por la petición que el rendido protagonista –al que se verá de aspecto destrozado, aunque el director haya utilizado la elipsis para evitar mostrar el choque recibido-, solicitará a los nobles, para que regresen de la cacería con tranquilidad. Con ser sorprendente, no sería la primera vez en la que la cámara lenta se utilizaría en el ámbito cinematográfico, recordando la borrachera colectiva vivida por los protagonistas de la divertida comedia silente de Gregory La Cava FEEL MY PULSE (Tómeme el pulso, doctor, 1928). Sea como fuere, y admitiendo la un tanto abrupta y convencional resolución de la misma, no cabe duda que LOVE ME TONIGHT permanece llena de frescura, sin desmerecer en demasía entre la valiosa –aunque no demasiado extensa- producción de este tan interesante como desconcertante y versátil Rouben Mamoulian.

Calificación: 3

CITY STREETS (1931, Rouben Mamoulian) Las calles de la ciudad

CITY STREETS (1931, Rouben Mamoulian) Las calles de la ciudad

Más allá del poso que puede ofrecer su conjunto, al contemplar CITY STREETS (Las calles de la ciudad, 1931) uno siente la impresión de asistir a un cúmulo de influencias y referencias. Son aspectos que si bien no siempre se dan de la mano de manera armoniosa, es cierto que en sus mejores momentos ofrecen fragmentos esplendorosos, e incluso en los menos brillantes no impiden que esa confluencia de factores, permita adquirir a su resultado ese rasgo casi de eje referencial de un tipo de cine que, muy poco tiempo después, se extendería en determinadas vertientes del Hollywood en los años treinta. Ya desde sus primeros planos, esta producción de la Paramount demuestra de un lado la querencia por la apuesta visual de su realizador, Rouben Mamoulian, en este su segundo título –dentro de una filmografía no especialmente amplia pero sí sustanciosa y versátil al mismo tiempo-. Su argumento se inicia con un magnífico montaje que nos revela el proceso de producción y distribución de la cerveza por medio de los gangs que controlaban el reparto de la misma en el periodo en que su consumo se encontraba prohibido. Sin diálogo alguno, Mamoulian demuestra haber aprendido las mejores virtudes del cine silente, introduciendo al espectador de forma directa y ágil en el contexto en el que se encontraba una cinematografía como la norteamericana, en ese 1931 donde aún no se estaba dominada la presencia del sonoro. Adelantándose incluso a los logros del SCARFACE (Scarface, el terror del hampa. 1932) de Howard Hawks, el director acierta de pleno en sus primeros minutos presentarnos un impecable uso de la elipsis y una planificación en la que no sobra ni falta un solo plano, describiendo los modos de comportamiento que desarrollaban los hombres de Big Fellow (Paul Lukas), a la hora de distribuir sus contenidos, e incluso eliminar aquellos hombres que pueden suponerle cualquier contratiempo –tanto en sus negocios como en las conquistas amorosas que este no deja de poner en práctica-. Al mismo tiempo, esos instantes nos permitirán apreciar los astutos modos manifestados por la joven Nan Cooley (la maravillosa Sylvia Sidney), integrante de dicha banda. Todo ello en apenas unos instantes, donde la elipsis nos brindará el asesinato de un competidor de Fellow –el sombrero que portaba con sus iniciales discurrirá por en medio de las aguas del muelle, ratificándonos su asesinato en off por los hombres del primero-. En medio de dicho contexto, nuestra joven y pícara protagonista –su guiño de ojos se hará característico- desarrollará sus tareas delictivas ayudando a su padrastro Pop Cooley (el singular y casi lúbrico Guy Kibee).

Como podemos ratificar, Mamoulian despliega en esta su segunda incursión como director una mano experta, por lo que no es de extrañar que muy pronto se consolidara su posición dentro de la industria, rodando el mismo año y para el mismo estudio –uno de los punteros de aquel tiempo-, la estupenda DR. JEKYLL AND MR. HYDE (El hombre y el monstruo, 1931). A esa capacidad para la inspiración visual, CITY STREETS unirá el hecho de aprovechar las posibilidades que le brindaba ser un producto rodado antes de la implantación del temible código Hays –con los elementos de insinuación sexual que sus imágenes plantean-, o incluso el hecho de resultar una traslación -¿Quizá referente?- de no pocos de los elementos que muy poco tiempo después definirían el denominado “realismo poético” característico en el cine francés. No vamos a entrar en especulaciones sobre donde estarían los precedentes de dichos rasgos, pero no cabe duda que la magnífica manera con la que el film muestra el encuentro entre Nan y Kid (Un joven Gary Cooper, demostrando ya desde su juventud su irresistible carisma), permite que vayamos incluso más allá, incidiendo a un grado de impacto romántico digno del mejor Borzage; la inclusión del primerísimo plano de la muchacha guiñando el ojo al joven de quien se encuentra enamorado y que trabaja como ayudante en una atracción de tiro de feria, mostrándose a continuación el plano de repercusión de este en todo su varonil aspecto. Será un contacto visual casi eléctrico que tendrá su continuidad con el paseo que ambos mantendrán juntos en un descanso del muchacho junto a las olas. La fuerza de dicho fragmento –sin duda, una de las cimas de la película- deviene irresistible, en donde la fuerza del tronar e intensidad de estas se corresponde a la modulación de la expresión de esa atracción que se establece entre dos jóvenes que entre el fragor de la orilla reiteran su casi inevitable amor, recomendando Nan a Kid que se adhiera a las actividades del gang de Fellow, en donde podría adquirir un modo de vida más acomodado. Pese a ello este manifestará su rechazo, prefiriendo vivir en esa atracción cuyo jefe le trata con escaso aprecio, pero en el que mantendrá inalterable su integridad.

No obstante, el desarrollo de un nuevo golpe llevará a Nan a prisión –ha sido detenida con la pistola que le pasara Pop, antes de deshacerse de ella-, en donde el tiempo le hará consciente de que los que en teoría tenían que protegerla y sacarla de allí, cuando ella se ha resistido a delatar a su padrastro y los componentes del grupo de delincuentes, poco a poco se dará cuenta de que ha sido utilizada en sus labores de ayuda y abandonada en la cárcel. Hay a ese respecto una secuencia de especial intensidad, cuando a través de un picado y entre las rejas de su ventana, la joven contemple como se deja herido a uno de los protectores de una de sus compañeras. Y es curioso señalar como Mamoulian se preocupa por dotar a las secuencias de interiores de prisión de una especial vivacidad visual, bien sea proporcionando encuadres de herencia expresionista –sobre todo centrados en la manera con la que se encuadran los barrotes y recovecos de las rejas, para lo que contará con la inapreciable ayuda del operador Lee Garmes, o experimentando con la fuerza del travelling –como ese magnífico que se aleja de Nan cuando esta se encuentra pensando en su litera, acercándose de nuevo cuando sus conclusiones se van consolidándose. Pero para la joven supondrá un auténtico revés contemplar como Kid ha sucumbido a las tentaciones del gran jefe, integrándose en su banda de matones –para lo cual hará gala de su destreza con la pistola en la que había sido su atracción de feria-. Pese a los requerimientos de la muchacha –en un encuentro entre ambos en la prisión-, Kid pronto irá ascendiendo en el interior de la banda, debido tanto a su carisma como a su ímpetu en el manejo del revolver. El tiempo transcurrirá hasta que Nan cumpla su condena siendo recogida por su amado, quien le promete un modo de vidas cómodo. Sin embargo, el retorno de la muchacha hará florecer en Fellow su nunca oculta atracción por las mujeres, deseándola bajo todos los conceptos, aunque ello no le impida despachar del modo más despreciable a su hasta entonces actual amante –Angie-. Esta no dudará en intentar vengarse, al tiempo que se producirá en el interior de la banda un revulsivo que permitirá que Kid se haga con el mando de la misma, dentro de una situación de herencia griffittiana en la que la salvación de Nan irá acompañada por la del propio protagonista masculino.

Más allá de un seguimiento argumental exhaustivo, CITY STREETS destaca por la concisión y sequedad con la que su realizador maneja el lenguaje cinematográfico –en el que casi se ausenta por completo fondo sonoro alguno; tan solo en la secuencia de la fiesta y en breves insertos de radio-, en la franqueza con la que se muestra un mundo corrupto –tal y como en ese mismo año ofrecería William A. Wellman en la magnífica THE PUBLIC ENEMY (1931), en la cercanía con unos modos de vida de una delincuencia que se nos antojan enormemente cercanos en la pantalla, pese a transcurrir ochenta años desde que esta fuera realizada, a la química que se establece entre Cooper y la Sydney, al magisterio con el que Mamoulian utiliza la elipsis –además del ejemplo señalado al principio, podemos citar el episodio en el que Pip elimina a Blackie, en una secuencia dominada con la presencia de figuras de estilizados gatos, potenciando el ambiente de amenaza vivido en el ambiente sofisticado que se desarrollará en el enfrentamiento previo de ambos, que finalizará con el crimen del segundo de ellos.

Por todo ello, y aún reconociendo que su director no apura hasta las últimas consecuencias el guión de Oliver H. P. Garrett, tomado de una historia de Dashiell Hammett –se detecta un cierto estatismo en los momentos de interiores en los que se intenta desenvolver el asesinato de Fellow, y las secuencias finales, tras la magnífica carrera vivida por Kid, Nan y sus antiguos compañeros que los quieren liquidar, que el primero deja en libertad de manera muy pacífica, devienen algo ingenuos pese a la metáfora del plano de las aves en libertad y el uso de la música clásica-, lo cierto es que CITY STREETS debe ser reconocida en cualquier antología del cine de gangsters de aquellos primeros años treinta, demostrando tanto el talento y la inventiva visual de Mamoulian –que tan sólo había filmado una película hasta entonces-, al tiempo que descubriendo el talento de dos figuras con desigual suerte en la pantalla, aunque ambos de enorme talento. La frágil Sylvia Sidney, que en aquellos años fue una auténtica revelación en la pantalla, y un jovencísimo Gary Cooper, que nadie imaginaba se convertiría en una de las mayores leyendas del cine.

Calificación: 3

WE LIVE AGAIN (1934, Rouben Mamoulian) Vivamos otra vez

WE LIVE AGAIN (1934, Rouben Mamoulian) Vivamos otra vez

Sin resultar en absoluto un título desprovisto de interés, no puedo incluir WE LIVE AGAIN (Vivamos otra vez, 1934) entre las obras más brillantes legadas por la no demasiado extensa filmografía del tan interesante como irregular Rouben Mamoulian. Y a la hora de valorar los elementos que impiden que un título que parte de unas premisas atractivas lleguen a cubrir las expectativas generadas, es cuando uno se plantea que en ocasiones ofreció el cine de estudio o –como es este caso-, de un productor poderoso, limitando y reduciendo casi hasta el extremo de despojar de su esencia, un original literario con “Resurrección”, considerada una de las obras cumbres de Leon Tolstoy. Partiendo de mi reconocido escaso apego a la literatura, no me impide reconocer que una producción de poco más de ochenta minutos, en modo alguno puede reflejar la densidad, la fuerza y el carácter de apólogo moral que intuyo ofrecía la novela de Tolstoy. Lo que de ella queda en la pantalla es, lamentablemente, bastante diferente, aunque algunos hallazgos formales por parte del realizador, impidan que el naufragio sea rotundo, lográndose al menos un resultado discreto pero con algunos episodios revestidos de notable intensidad.

 

Nos encontramos en la Rusia del mitad del siglo XIX. En una campiña rural se asienta una mansión regentada por dos representantes de clase noble. Son las tías del príncipe Dmitri Nekhlyudov (un notable Fredrick March, quien sabe modular tanto el crecimiento físico que su personaje alienta, como la evolución de pensamiento que irá adueñándose de él), quien regresa al que fue su hogar en la infancia, haciendo un alto en sus estudios militares. Allí descubrirá la belleza de la joven criada Katusha (Anna Sten), con la que establecerá una relación de amistad y confianza durante todo ese verano que ambos pasarán juntos. Tras concluir este, Dmitri retornará a sus estudios militares con la promesa de un retorno rápido junto a la muchacha. Pese a dicho compromiso, no será hasta dos años después cuando regrese, por una sola noche, para celebrar la pascua ortodoxa. Aunque el príncipe se encuentra muy cambiado en su personalidad, al haber dejado de lado sus ideas de igualdad entre todos los seres humanos, no evitará caer de nuevo bajo el encanto de una Katusha que sigue amando a este hombre que ha sido tan importante en su vida. Pese al escaso tiempo que pueden permanecer juntos, por la noche ambos vivirán una noche apasionada, que poco después se traducirá en dejar embarazada a la muchacha. La evidencia de este embarazo con el paso de los meses, provocará la expulsión de Katusha como sirvienta, buscando esta de manera desesperada un encuentro con Dmitri para informarle de su condición de padre. Todo será en vano, aunque esta esperará que el noble discurra en tren por la estación de la localidad. En medio de una copiosa lluvia, verá fugazmente al príncipe dentro de un vagón en marcha, sin que su amado pueda atisbar su presencia, y sin saber también que por causa de esa carrera bajo la lluvia, Katusha verá morir a su pequeño, viajando hasta Moscú para lograr trabajo.

 

Han pasado siete años, y contemplamos como Dmitri ha decidido ligarse al contexto de la justicia, ejerciendo de jurado en una vista en la que se tratará la acusación de tres personas. Una de ellas será la mujer que amó en su momento y que creía perdida para siempre. El inesperado reencuentro supondrá el detonante para que un nombre que tiene en esos momentos todo a su favor –reconocimiento social, fortuna personal, una relación sentimental con una noble familia-, poco a poco asuma que esa no es la realidad que en su momento defendió, dedicándose a partir de ese momento a intentar reparar a Katusha y, en su representación, a sí mismo, de todo el daño –inconsciente o no- que ha venido provocando durante todos estos años.

 

No cabe duda que el enunciado sucinto del argumento de WE LIVE AGAIN, responde completamente a las tesis esgrimidas en la obra y filosofía vital de Tolstoy. No obstante, la versión de Mamoulian no logra esquivar la casi imposible barrera de la densidad de su referente literario, a partir de un relato de duración más que ajustada, en el que su discurrir se centra en la historia amorosa vivida por los dos protagonistas, y que además tampoco tiene en la pantalla el tratamiento apasionado que esta pudiera merecer. Es por ello que nos encontramos con una enorme reducción de los matices y elementos que emergen por debajo de esta película apresurada a la hora de mostrar la odisea humana de sus dos protagonistas. Y en este caso no se trata de que se utilicen quizá en exceso la elipsis para hacer avanzar la acción, en ocasiones de manera excesivamente abrupta. Lo cierto es que la contemplación de la película en poco ayuda para poder vivir y sentir la dureza y las enromes diferencias de clase vividas por los rusos, mientras que por el contrario asistimos a un relato que parece desarrollarse en un país imaginario –aspecto al que ayuda la dirección artística, por completo alejada de los cánones previsibles en este caso-. Hay una extraña combinación de relato “folklórico” –esa visión idealista del campesinado, cantando en pleno campo resignados e incluso con alegría-, el vestuario adquiere una sensación de falsedad, y todo el entramado dramático de sus primeros minutos, bajo mi punto de vista ni funciona a nivel de denuncia, descripción o relato romántico, hundiéndose en las aguas de una sensación de falsedad cinematográfica que, justo es reconocerlo, tendrá una menor incidencia en el último tercio del film.

 

Pero en cualquier caso, en WE LIVE AGAIN hay mucho de poumpier. Los personajes de la aristocracia y la nobleza rusa aparecen como auténticos estereotipos sin aristas en su autocomplacencia –luciendo además uniformes de vistosos diseños-. Incluso momentos dramáticos como la secuencia en la celda de mujeres, en la que Katusha descubre en el hombre que les distribuye las infectas comidas al escritor Grigory Simonson (Sam Jaffe), aparecen sin auténtica fuerza dramática, como si formaran parte de una apuesta por la impostura. Ese carácter de reconstrucción hueca, sin vida, basada en un cuidado pero poco creíble diseño de producción, se vuelve en contra de la película, al no estar acompañado por la necesaria densidad que, de haber sido asumida, sí hubiera permitido que el film de Mamoulian lograra unas cotas muy superiores de interés que las finalmente alcanzadas.

 

Por fortuna, y aún sin lograr con ello llevar su resultado a un estadio de superior entidad, será a partir del reconocimiento por parte de Dmitri de su antigua amante como encausada en un asesinato, cuando la película prenderá y logrará buena parte de sus mejores momentos. Quiizá el más valioso de todos ellos será el proceso de reconocimiento que el príncipe vivirá en el interior de su vivienda en Rusia, cuando al mirar dos de sus fotos de juventud, asumirá en su rostro una irreprimible sensación de arrepentimiento. Un episodio magnífico, recreado a partir de la admirable prestación de March en sendos primeros planos –que sin duda se encuentran entre los mejores momentos de toda su carrera-, combinados con el uso de sobreimpresiones que le harán evocar ese pasado que le ligó a la entonces joven sirvienta. Un auténtico streap tease moral, a partir del cual su actitud ante el futuro volverá a retomar los planteamientos socialistas que asumiera en su juventud y, ante todo, se entregue por completo en la ayuda hacia esa mujer a la que, sin querer, hizo tanto daño, vislumbrando incluso la posibilidad de que entre ellos retorne el amor.

 

Será todo ello el fragmento más interesante de este film, que cuenta entre sus guionistas a nombres tan reconocidos como Maxwell Anderson o Preston Sturges, y que pese a todo en su primera mitad alberga secuencias o instantes de interés. Entre ellos la presencia de la lluvia cuando los dos amantes se reúnen de noche, intuyéndose el embarazo de la muchacha, la citada y terrible secuencia bajo la lluvia, con Katusha corriendo desesperada por los vagones del tren para intentar de forma imposible contactar con Dmitri y hacerle partícipe de su condición de padre, o la que se sucede, en la que la joven acompañada de la que fue su ama de llaves, enterrará a su hijo no nacido, portando destrozada el ataúd del niño instantes antes de ser enterrado en medio de un cementerio de apariencia fantasmal. Un breve fragmento, en el que confluye la facultad del realizador para componer secuencias de forma dramática, para lo cual utilizará la iconografía fúnebre de manera ejemplar. Por el contrario, minutos antes, llegado el momento de la ceremonia de celebración de la Pascua, la expresión visual de la misma no alcanzará la fuerza plástica y dramática previsible, quedando únicamente como un episodio destinado al lucimiento de Mamoulian como esteta refinado.

 

Superficial en su mayor parte, decorativista en otras, carente de la densidad de la prosa de Tolstoy aunque convincente en su último tramo, WE LIVE AGAIN deviene por último un producto discreto y decorativista, en el que destaca más lo que se ausenta de sus imágenes, que lo que estas finalmente llegan a plantear.

 

Calificación: 2

THE MARK OF ZORRO (1940, Rouben Mamoulian) El signo del Zorro

THE MARK OF ZORRO (1940, Rouben Mamoulian) El signo del Zorro

Reconociendo de antemano la condición de clásico que atesora, creo que si hay un concepto que puede definir las distintas tonalidades de ritmo que se observan en THE MARK OF ZORRO (El signo del Zorro, 1940. Rouben Mamoulian), este es el equilibrio del relato. Un equilibrio que hay que buscar en diversas vertientes, pero que se podría concretar inicialmente en su mesura a la hora de incorporar una ambientación folklóricamente española –los instantes de apertura- y posteriormente mexicana en el originariamente hispano Los Angeles. Especialmente en este segundo marco, este rango está presente en el límite de lo que era habitual en el cine de Hollywood de la época, pero tratado con inusual ligereza.

Ni que decir tiene que THE MARK... ofrece un ingrediente folletinesco y tiene en el elemento romántico la posibilidad de expresar algunas de sus mejores secuencias. Pero, para mi gusto, si hay algo que permita la frescura y demostración de que el film de Mamoulian se erija como espléndido exponentes del cine de aventuras, estriba en su acusada y al mismo tiempo medida inclinación a la comedia, algo que por otro lado no era habitual ver integrado con tanto acierto en las clásicas demostraciones de este género.

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Después de un largo periodo de aprendizaje –y previsibles conquistas amorosas- en Madrid, el joven Diego Vera (Tyrone Power) tiene que regresar a Los Angeles. Una vez en su cuidad de origen pronto comprobará la acritud que sus vecinos tienen sobre el alcalde de la localidad –su padre-. Al llegar finalmente a casa de sus padres, descubrirá que su progenitor ya no es el alcalde, cargo que ocupa actualmente el Teniente Luis Quintero (J. Edward Bromberg) contando como asesor militar con el Capitán Esteban Pascuale (Basil Rathbone). Este es realmente quien, contando con la aprobación del poco escrupuloso alcalde, se ha hecho con el mando de la localidad, la cual ha sometido de forma casi dictatorial, sojuzgando a los campesinos que la pueblan. Será esta una actitud injusta que propiciará que Diego –que desde el primer momento se ha hecho pasar como un joven atildado e insoportablemente amanerado- adquiera una secreta identidad como “el Zorro” y pronto se dedique a combatir los excesos de los mandatarios, al tiempo que crear un elemento de mítica entre esos campesinos, contribuyendo a que ellos mismos se rebelen contra la injusta actuación de la autoridad.

A partir de ahí se establecerá el elemento folletinesco de la película –que ya de antemano me parece bastante superior que las estimables versiones previa de Fred Niblo (muda, con Douglas Fairbanks encarnando al personaje) y la bastante reciente de Martin Campbell (con un Antonio Banderas tan carismático como sobreactuado portador del ambiguo protagonista)-. En esta ocasión creo que es de justicia señalar que la película se beneficia de la incomparable galanura que Tyrone Power proporciona al personaje protagonista, ofreciendo una perfecta gradación en su atractivo romántico, en la vertiente de comedia –quizá el aspecto menos valorado de su interpretación- y la propia demostración de sus actitudes físicas. El acierto en este caso viene dado por que en cada una de estas facetas, Power se apoya en un perfecto cast que subraya cada una de las mismas. En el terreno del comediante tiene un notable refuerzo con las prestaciones de un magnífico Eugene Pallette (Fray Felipe) –atención al hermoso momento en primer plano sostenido, en el que descubre que Diego es “el Zorro”-, y en J. Edward Bromberg que realiza una divertidísima caricatura del voluble alcalde. La vertiente romántica descansa sobre una juvenil Linda Darnell –Lolita Quintero- que, como sobrina del alcalde, desprecia el amaneramiento de Diego pero admira la nobleza del joven bandido ofreciendo tres espléndidas secuencias –la primera de ellas es su encuentro con el mítico bandolero vestido con las túnicas de fraile; el segundo es el baile que Diego ejecuta con Lolita (ambos van a prometerse en matrimonio) esgrimiendo los afectados modales de Diego, hasta dar paso a una sintonía casi física en los compases del mismo. Finalmente, el otro gran momento en este terreno será la hermosa secuencia en la que Lolita descubre desconcertada que ese “Zorro” que ella admira no es más que el empolvado Diego con el que la quieren casar y que ella desprecia. La evidencia se tornará alegría al instante entre ambos. Finalmente, todo el capítulo centrado en la aventura física correrá con el antagonismo, latente desde el primer contacto entre ambos, con el personaje encarnado con tanto empaque por Basil Rathbone, manteniendo finalmente ambos un duelo a espada que justamente permanece entre las antologías del cine de aventuras.

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Mas allá de algunas ingenuidades y apresuramientos –que se registrarán sobre todo en los minutos finales, con la escapada de Diego de la prisión- THE MARK OF ZORRO es una magnífica muestra del género, caracterizada por un ritmo vertiginoso, ese acentuado tono de comedia que nunca deviene excesivo o caricaturesco, el carácter siniestro y folletinesco que ofrecen las secuencias en cárceles, pasadizos, bodegas –con sus correspondientes juegos de sombras-, un dosificado elemento romántico y, sobre todo, la palpable sensación que se advierte en todo momento de asistir a una función en las que todos cuantos en ella participaron lo hicieron con una jubilosa convicción. Quizá el mérito no haya que hacerlo notar solo a la mano rectora de Rouben Mamoulian –de quien no obstante queda este como uno de sus mejores films, y quien aporta soluciones de puesta en escena la tan reconocida de la caída de un cuadro tras la muerte de Esteban a manos de Diego, que encubre la inicial del “Zorro”-, pero lo cierto es que el resultado es gozosamente ingenuo, como debía ser propia en buena parte del cine de aventuras del cine clásico.

Calificación: 3’5