IF I WERE KING (1938, Frank Lloyd) Si yo fuera rey
Quizá sea en los años treinta del pasado siglo donde se produciría la auténtica “edad de oro” del cine de época, entendiendo el mismo a través de unos títulos que combinaban luchas, intrigas palaciegas, antiguos escenarios mostrados con auténtico esplendor y personajes novelescos caracterizados bien por su caballerosidad o su villanía. Creo que es especialmente a finales de esta década cuando se produce una considerable presencia de títulos de estas características que, es indudable, gozaban del beneplácito del público y consagraron la trayectorias de varios directores, guionistas e incluso actores y actrices que se especializaron en su constante presencia en este tipo de películas.
Fruto de estas características aunque con una serie de singularidades que la merecen ser destacada, se encuentra IF I WERE KING (Si yo fuera rey, 1938. Frank Lloyd), que se implica abiertamente en las singularidades antes señaladas. En todo caso, creo que en la misma –aunque no con la fuerza que le proporcionarían otros guiones por él ejecutados- la impronta de Preston Sturges se deja ver a la hora de proporcionar un matiz irónico a la propuesta, basada por otra parte de una obra teatral de Justin Huntly McCarthy. Entre la aportación de autor y guionista, es evidente que esta producción de la Paramount logra trascender considerablemente su condición de “film de época”, erigiéndose como una cristalina reflexión irónica en torno a las relatividades del ejercicio del poder, algo que por otra parte se puede emparentar con algunas de las posteriores obras de Sturges ya al alimón entre guión y realización, y que ofreció quizá la trayectoria más lograda de la comedia norteamericana en los años cuarenta. La película se centra en las andaduras de François Villon (un Ronald Colman ya entonces experto de este tipo de películas, al que proporcionaba su inequívoca clase escénica y una considerable ironía). Este no es más que un pillo con relativa capacidad de la poesía y, sobre todo, para embaucar al conjunto de compañeros de clase social baja, en el París del siglo XV, reinado por Luís XI (Basil Rathbone, justamente nominado al oscar por su interpretación). La ciudad se encuentra sitiada por los borgoñeses y acusa la desproporción entre el hambre de sus habitantes y las posibilidades con que cuentan sus soldados. Precisamente Villon se caracteriza –la secuencia inicial nos lo muestra en pleno golpe-, por atracar las despensas con que cuentan la nobleza y el ejército, mientras alterna esos golpes con otros elementos de su carácter libertino –entre ellos galantear con una dama de la Corte-. Sospechando el monarca de la posible traición de uno de sus soldados logra llegar camuflado hasta la taberna en donde se reúnen los ladrones de sus almacenes –y los traidores a su poder-. Allí acude acompañado por uno de sus súbditos, impresionándose por la habilidad e ingenio en el planteamiento público de Villon. Por ello que decide acogerlo en palacio y nombrarlo Condestable –sustituyendo con ello al que mantenía, y que ha resultado el jefe de los traidores-, dejando que este ponga en práctica sus ideas para lograr que su imagen como soberano sea más apreciada por los ciudadanos. A partir de ahí el nuevo Condestable logrará una serie de estrategias bastante inusuales y renovadoras que, eso sí, lograran una mayor estima de los parisinos, pero por el contrario se granjeará la enemistad de los representantes del ejército. Hasta tal punto llega el enfrentamiento que el monarca solo le dejará una semana de labor, finalizado cuyo plazo será ahorcado. Con esa inevitable premura los acontecimientos se precipitarán mezclando en ellos el ingenio, la pillería y también la lógica, hasta lograr que finalmente el asedio de los borgoñeses pueda ser contrarrestado precisamente gracias al apoyo de esos ciudadanos a los que el Condestable ha logrado conquistar, en primer lugar repartiendo con ellos las despensas reales y luego –una vez más- arengándolos al recuperar la identidad de Villon.
Como se puede detectar en este comentario, IF I WERE KING logra esa dualidad en el ingenio sobre el juego del poder, el respeto a unas reglas de juego casi obligadas a este tipo de producciones y evidentemente una mirada irónica que contribuye a dar la suficiente singularidad al conjunto. Antes señalaba quizá excesivamente la personalidad de Preston Sturges en la película, y quizá cabría resaltar que en la misma se evidencia la profesionalidad de su realizador, Frank Lloyd, hombre muy respetado ya desde pleno cine mudo y hoy día totalmente olvidado. Cineasta caracterizado en producciones de época, en este caso demuestra por un lado un enorme respeto a la brillante escenografía del film, y por otro centra con eficacia sus movimientos de cámara en función de las necesidades de la historia. No puede hablarse de estilo en este caso, pero sí de la presencia de unos hermosos decorados que son integrados en la película mostrando un dinamismo quizá desusado en las obras de otros realizadores –por ejemplo un W. S. Van Dyke- y destacando una vez más la elegancia del look de la Paramount –destacaría un plano de grúa que nos muestra en la parte final una bajada de escalera por parte del personaje de Colman, que destaca en ese sentido-. Incluso se atreve a mostrar movimientos de cámara insólitos, como ese travelling lateral filmado desde el interior de la despensa real que está a punto de ser asaltada por los ciudadanos a las órdenes del Condestable. Pero por encima de todos estos elementos caracterizados por su dinamismo, me atrevería a destacar pese a su aparente estatismo escénico, los dos duelos de ingenio con que se enfrentan el Rey y Villon, en los que hay que rendirse ante la labor de Colman y, muy especialmente, un extraordinario Rathbone en la que supone una de sus más singulares y brillantes aportaciones a la pantalla.
Pese a estos destellos de brillo y a la ligereza y vigencia relativa, creo que IF I WERE KING no alcanza ni apura sus últimas cotas en el carácter de reflexión que apunta en bastante momentos, tampoco se puede destacar como film histórico más o menos irónico –para ello habría que remontarse al francés Sacha Guitry-, ni en el carácter siniestro que podrían caracterizar las películas realizadas en aquellos años por Rowland V. Lee. Al mismo tiempo, el peso de tantas armaduras y alcances reales, si bien en algunos momentos alcanzan un saludable grado de absurdo, pesan demasiado en otros; las escenas de batallas son formularias y poco imaginativas y un cierto estatismo se detecta en ocasiones. Por todo ello, quizá el balance no alcance el nivel que por otra parte me habían anunciado algunas referencias, por más que la película de Lloyd siga manteniendo una notable vivacidad y frescura, lo cual ya es bastante siendo un genero como el que abarca, y comparando lo mucho que han envejecido títulos de similares características.
Calificación: 2’5
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claudio -