ISLANDS IN THE STREAM (1976. Franklin J. Schaffner) La isla del adiós
Quizá lo mejor que se puede decir de ISLANDS IN THE STREAM (La isla del adiós, 1976. Franklin J. Schaffner) es que se trata de una película realizada en un periodo equivocado. Creo que esa circunstancia es la que perjudicó su carrera comercial y consideración entre la crítica, ya que de haber sido filmada una docena de años antes, estoy convencido que hubiera engrosado directamente una valoración adecuada a sus merecimientos, dentro del amplio lote de buenas películas de aventuras auspiciadas en el cine norteamericano y británico hasta mediada la década de los sesenta. Por fortuna, pese a su ostracismo durante bastantes años, creo que el paso del tiempo ha permitido que sus cualidades mejoren como los buenos vinos y, sin llegar a alcanzar la categoría de obra maestra, la hagan ser merecedora de un lugar de honor entre las mejores muestras del género de las últimas décadas, muy por encima de otros ejemplos en su momento quizá demasiado reputados. Ya en el momento de su estreno se invocó una presunta traición a la novela de Ernest Hemingway en la que se basa el relato, al adaptar uno de sus novelas póstumas. Se trata de una cuestión en la que no voy a entrar puesto que parto de una valoración basada a partir de lo que contemplo en la pantalla, reconociendo mi escaso apego a la lectura. Lo que sí es cierto es que en las imágenes de esta magnífica película de Schaffner se “palpa” y se siente el espíritu del famoso novelista –o al menos los rasgos y clichés visuales que han caracterizado sus adaptaciones en la pantalla-. Pero por encima de todo nos encontramos con una obra melancólica, con su punto de riesgo comercial –la división del relato en tres capítulos, heredado de la novela- y, de manera muy especial, dotada de una delicada temperatura emocional que fructifica en algunos fragmentos conmovedores.
Como ha quedado señalado, ISLANDS... se divide en tres partes de variable duración que van precedidas de un pequeño prólogo que sitúa la acción y sus principales personajes. Ya desde sus primeros fotogramas, con la belleza, elegancia y precisión de su formato panorámico, realzado por la magnífica fotografía de Fred. J. Koenecamp y la excelente partitura de Jerry Goldsmith –que logra sublimar las diferentes tonalidades del film-, podemos darnos cuenta que nos encontramos ante una obra sentida y con personalidad. Nos encontramos en una isla de las Bahamas en 1940, en pleno fragor de la II Guerra Mundial. Allí reside Thomas Hudson (George C. Scott), un escultor que se encuentra retirado de la vida mundana por voluntad propia tras separarse de su segunda esposa. Hudson vive en compañía de Eddie (David Hemmings) y Joseph, su cuidador negro (Julius Harris), mientras pese a situarse en un lugar tan apartado no dejan de sentirse ecos de la contienda.
El primero de los episodios se titula “Los chicos”. Es el más extenso y quizá por ello el de mayor desarrollo psicológico y, por ende, el mejor de los que consta el film. En el mismo Tom recibe la visita de sus hijos. De ellos, el mayor –Tom Jr. (Hart Bochner)- es de su primera esposa, y los dos más pequeños de la segunda. Será precisamente uno de estos dos quien desde el primer momento evidencie un profundo rechazo hacia la figura de su padre. No será hasta que el pequeño se encuentre, junto a sus hermanos, en alta mar con la captura –finalmente infructuosa- con un pez de grandes dimensiones, cuando pueda exorcizar en esa lucha física sus recelos hacia el padre y demostrarse ambos mutuamente su cariño. El extenso episodio culminará con el deseo del hermano mayor de alistarse y la amorosa despedida entre padre e hijos, eliminando de manera definitiva las barreras que les separaban en un verano inolvidable, y que el propio Tom reconocerá a sus hijos en una carta llena de cariño donde confiesa el vacío que siente ante su ausencia. Este fragmento supone sí mismo una pequeña obra maestra, integrando los actores dentro del paisaje, describiendo a la perfección la barrera que separa a padre e hijos, mostrando la repercusión de aventura interior y exterior –el episodio del intento de captura del enorme pez en alta mar-, con una planificación cuidada y reposada que resalta los conflictos de los personajes. Destacan detalles como el avistamiento nocturno de un brillo en el mar y la contemplación a la mañana siguiente del cadáver de un soldado en ademán de lucha, que llegarán a ver lejanamente los niños. Pero por encima de todo destaca a mi juicio la emocionante despedida de los tres hijos ya devueltos al cariño del padre y la intensa comunicación que para los cuatro personajes adquiere la lectura de esa carta que su progenitor les dirige y que de alguna manera servirá para adelantarnos la desaparición en una estúpida escaramuza de Tom Jr. –se nos muestra su rostro angustiado, demacrado y en penumbra, mientras lee emocionado la misiva-.
Será esta quizá la finalidad del breve segundo fragmento, titulado “La mujer”, que tiene como acción prácticamente el reencuentro fugaz de Tom con su primera esposa –a la que siempre ha amado- Audrey (Claire Bloom). Esta regresa a la isla y el desarrollo de su encuentro quedará descrito mientras ambos paseen por la isla y conversen evocando el pasado de su relación, mientras ella le anuncia su próxima boda con un general. La planificación de Schaffner y la interacción de los actores en el encuadre es excelente, logrando modular ese conocimiento e intimidad de esos dos antiguos esposos que siguen amándose, hasta llegar al anuncio de la dura noticia, que el ex esposo llega a adivinar antes de que Audrey se lo comunique.
La muerte invocará el tercer y último segmento de ISLANDS IN THE STREAM, titulado “El viaje”, que toma inequívocas referencias a la novela To Have and Have Not, en donde el protagonista decide abandonar su refugio en la isla, amargado, acompañado únicamente por Joseph e incorporándose casi como polizón Eddie. Todos ellos vivirán una insospechada aventura tras el encuentro con un barco que traslada a unos refugiados europeos con destino a las islas. Será la culminación de la trayectoria vital del protagonista, tras comprobar poco antes lo que le ligaba a su eterno camarada –“el mejor hombre que he conocido”- y a tener unas visiones en gran angular que en poco benefician el clasicismo general del relato. Sin embargo, el poso de lo que hemos contemplado, la modulación de su narrativa –solo detecté cuatro zooms ubicados en su mayor parte en los minutos finales-, la excelente planificación, pausada –atención al acierto en los fundidos en sobreimpresión-, la magnífica composición de los actores –con especial mención a un sensacional George C. Scott y a David Hemmings-, y el empeño de todos sus responsables –Schaffner a la cabeza-, lograron un trabajo inspirado en grado extremo, para una película que en bastantes momentos sabe llegar al corazón.
Calificación: 3’5
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