10 RILLINGTON PLACE (1971, Richard Fleischer) El estrangulador de Rillington Place
Pocas películas de cuantas se rodaron en los primeros compases de la década de los setenta, pueden ser tan incómodas, tan ausentes de asideros de cara al espectador, y al mismo tiempo tan fieles al relato que narran, como manifiesta Richard Fleischer en 10 RILLINGTON PLACE (El estrangulador de Rillington Place, 1971). Está bien claro que el ya veterano realizador norteamericano, mostró su interés por la novela de Ludovik Kennedy, entroncando su relato con varios de los títulos más reputados de su filmografía precedente. Fácil sería aducir el recuerdo de THE BOSTON STRANGLER (El estrangulador de Boston, 1968), pero más pertinente resultaría invocar aquí la más lejana en el tiempo COMPULSION (Impulso criminal, 1959) –ambos dos títulos excelentes-. En ambos casos nos encontramos con crónicas de índole criminal, perpetrados por seres de mentalidad quebradiza o desequilibrada, revelando a través de sus actos condenables las grietas, lagunas y sombras de un contexto social aparentemente en orden. En este sentido, el título que nos ocupa tiene un elemento de alcance aún más marcado en dicha vertiente; se desarrolla en un entorno degradado y nada complaciente. Un rincón adusto, impersonal, gris y hasta polvoriento y descuidado de un barrio londinense. Ese 10 de Rillington Place que desde hace bastantes años habita el matrimonio Christie, cuyo esposo John Reginald (un magnífico Richard Attenborough) ha participado en la II Guerra Mundial, padeciendo molestos dolores de espalda. Sin embargo, las intenciones de Fleischer están marcadas desde los primeros instantes. Tras unos créditos y un rótulo avisando de la veracidad de los acontecimientos que vamos a presenciar, en apenas unos minutos nos revelará la patología criminal del protagonista. Ante nuestras imágenes y casi sin darnos tiempo a asentarnos en la película, asistiremos impertérritos a uno de los asesinatos de Christie, con una planificación sobria y asfixiante que no abandonará el conjunto del relato. No tenemos duda de la culpabilidad y la personalidad psicopática del protagonista. Lo que nos propone a continuación 10 RILLINGTON… es una visión desencantada y nihilista de la propia condición humana, tomando como víctimas inocentes al joven matrimonio Evans. Una joven y presumiblemente apresurada pareja, que representan el infeliz y fantasioso Timothy (John Hurt) y la amargada Beryl (Judy Geeson). Ambos caerán, en su ingenuidad e común infelicidad –son padres de una niña e inesperadamente ella se quedará embarazada sin desearlo-, en las intenciones maquiavélicas del monstruoso protagonista. Ella por acceder a ser sometida a un hipotético aborto que finalmente le permitirá ser presa fácil de este, y Timothy cayendo en la trampa que le tiende el propio criminal, y al mismo tiempo tomando en su contra su inveterada costumbre de fantasear, que le llevará incluso a sufrir finalmente la acusación del asesinato de su esposa y su propia hija, a quien este adoraba y que ha sido estrangulada por el propio Christie con una de sus corbatas.
En ocasiones se ha argumentado que 10 RILLINGTON PLACE se erige como uno de los alegatos más contundentes que el cine ha ofrecido en contra de la pena de muerte. Puede que así sea. Sin embargo, creo que en las intenciones de Fleischer figuraba en primer término el reto de ofrecer un relato ausente de asideros, frío y austero –incluso los tonos de la fotografía en color están dominados por su lividez-, y que precisamente a partir de esa misma incomodidad que plantea, fuera trasladada al espectador, logrando con ello ofrecer un elemento revulsivo. Ciertamente lo consigue. Fleischer no busca el recurso a la eficacia de la intriga. Deliberadamente obvia cualquier elemento sorpresa –y para ello contó con la inapreciable colaboración de Clive Exton, quien años atrás ejerciera como coguionista de la memorable adaptación que Karel Reisz ofreció en 1964 de la obra de Emilyn Williams NIGHT MUST FALL –que también se caracterizaba por la ausencia de intriga en sus fotogramas-. En bastantes ocasiones, sobre todo en su segunda mitad, la elipsis evitará al espectador tener que asistir a algunos de los momentos más espeluznantes de la historia –el estrangulamiento de la pequeña, el propio asesinato de su esposa, cuando esta en un comentario lleno de hartazgo le señala sutilmente que está al tanto de su personalidad enferma-. Pero ello no impedirá que dejemos de sentirnos desesperanzados y sobrepasados por una historia en la que, finalmente, no parecen existir personajes positivos por ningún lado. En este sentido, no se puede circunscribir esa visión a su asesino protagonista. La galería humana que pueblan las imágenes del film de Flesicher –muy bien punteado por la partitura de John Dankworth- es realmente pavorosa, y se extiende desde los habituales a las tabernas, los propios albañiles que acuden a renovar el vetusto edificio donde reside Christie, o la propia visión de los representantes de la ley o el estamento judicial. Hay en la mirada del director un componente profundamente desazonador que, cierto es reconocerlo, se encontraba presente en su obra de aquellos difíciles años setenta, claramente dominada –como la de tantos otros directores de sus características-, por casi inevitables desajustes. En este sentido, hay que admitir que nos encontramos ante una apuesta muy personal, en la que esa implicación y al mismo tiempo rigor con que se tomó la puesta en marcha de su puesta en escena, en numerosos momentos apuesta por la aplicación de zooms e incluso grandes angulares –que, no puedo negarlo, me gustaría no tuvieran tanto peso específico-, pero que al mismo tiempo es indudable que logran en algunos momentos servir plenamente en ese objetivo oscuro y agobiante –ese primer plano con gran angular que permitirá a Beryl descubrir la naturaleza enfermiza del que muy pronto será su asesino, los angulares con que son filmados los pavorosos y nerviosos últimos instantes de vida de Timothy antes de ser ahorcado-. Con todo ello, con esa permanente y dura ironía al aparentemente civilizado comportamiento británico –cuyo mayor sarcasmo se encierra en el rótulo final que indica que el inocente Timothy fue finalmente enterrado en tierra sagrada, pero que está presente en la casi constante presencia de tazas de te-, lo cierto es que unido a sus cualidades intrínsecas, 10 RILLINGTON PLACE posee una singularidad suplementaria. Esta no es otra que definirse como uno de los precedentes más valiosos de una corriente de cine policíaco y criminal inglés, definido por la implicación de realizadores norteamericanos. Es algo que también puso en práctica Sidney Lumet con la estupenda THE OFFENCE (La ofensa, 1972) y que permitió al inglés Alfred Hitchcock rodar poco tiempo después FRENZY (Frenesí, 1972). Se trata, es obvio señalarlo, de tres estupendas películas, que en su conjunto ofrecen una visión desencantada, lúgubre y sin esperanza, de un mundo y una sociedad traumatizada por una guerra, que quizá en su descomposición ha servido para sacar a la luz personalidades enfermizas como la de nuestro protagonista. En este sentido, curiosamente, el film de Fleischer parece atisbar un cierto grado de esperanza, con esos hombres negros que van a vivir en el vetusto edificio, encontrando pronto merced a la pestilencia de los cadáveres su macabra presencia ¿Una imagen que habla del relevo generacional que permitió un cierto mestizaje y unos modos de vida más dinámicos y libres? Quien sabe. Lo que es cierto es que nos encontramos con una de las aportaciones más valiosas del cine de su realizador en esta década y, contemplada en sí misma, una propuesta ciertamente avanzada y a contracorriente.
Calificación: 3’5
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