PARANOID PARK (2007, Gus Van Sant) Paranoid Park
No cabe duda que el rumbo emprendido por el norteamericano Gus Van Sant a partir de sus sorprendente GERRY (2002), ha provocado una controversia que, en definitiva, se expresa en quienes representan en su figura uno de los grandes visionarios del cine reciente, y otros poco simplemente a un prestidigitador manierista, empeñado en reiterar títulos tras título, los mismos tics y obsesiones temáticas. Probablemente los que piensen de una u otra manera tienen su parte de razón, quedando como principal elemento en litigio –y de polémica- reflexionar ante la supuesta valía de su cine. En este sentido, mi opinión personal se entronca entre quienes valoran su figura entre las más relevantes que actualmente ofrece la cinematografía USA. Sus últimos títulos demuestran una notable capacidad de riesgo, y al mismo tiempo responden por completo a las inquietudes estéticas y temáticas mostradas en los primeros títulos de su filmografía, y antes de ese “paréntesis” comercial que le permitió rodar el prescindible remake de PSYCHO (Psicosis, 1998) o la exitosa –y brillante- GOOD WILL HUNTING (El indomable Will Hunting, 1998). Hace ya varios años, por tanto, que Van Sant optó por imbuirse de un mundo expresivo y temático muy personal, que ha venido reiterando en unas películas cada día más abstractas y personales, en las que además se ha venido intensificando una mirada crítica y premonitoria respecto a la profunda crisis que la sociedad norteamericana ha manifestado a partir de la traumática experiencia del 11S y sus múltiples consecuencias. Es en este sentido, donde sin duda habría que definir al cineasta, como uno de los artistas que de manera más coherente –con la propia configuración estética de sus obras- ha sabido trasladar a la pantalla las repercusiones y el exorcismo de la crisis de valores que a partir de aquel atentado, mostró el falso progreso USA.
En este sentido, PARANOID PARK supone una nueva vuelta de tuerca en este sentido. Una digresión, un apunte, sobre referentes ya mostrados en anteriores títulos del realizador –como pueden ser la galardonada ELEPHANT (2003), pero también la más lejana MY OWN PRIVATE IDAHO (Mi ídolo privado, 1991)-, en el que se incide sobre un terreno de incomunicación, soledad, desamparo y compasión, a través de la figura de su joven protagonista –Alex (Gabe Nevins)-. Se trata de un muchacho, hijo mayor de una familia acomodada condenada al divorcio –es revelador a este respecto la manera con la que se encuentra a este cuando se sitúa al lado de algunos de sus progenitores; la cámara ignora el rostro de estos-, en cuyas imágenes se intuye una absoluta desestructuración. Alex se encuentra ausente y totalmente abstraído de la realidad que le rodea, acompañado únicamente por su inseparable tabla de skate. A partir de ese punto de partida, asistiremos a la investigación que se inicia en su instituto, puesto que un guardia de seguridad de una estación de tren cercana a un parque de skateboards, ha muerto arrollado por una caída considerada en primera instancia accidental, pero en la que se intuye una intención humana –se han detectado unos hematomas en su cuerpo partido en dos-. Por pura lógica, y a poco que el espectador preste la más mínima atención a la película, quedará clara la sugerencia de que Alex ha tomado parte en esa dramática situación. Para ello, Van Sant plantea una espléndida secuencia en el primer encuentro de este con el investigador, descrita a partir de un único plano americano, que culminará de manera angustiosa en un primer plano del muchacho –una set pièce realmente admirable-. Lo que realmente interesa a nuestro cineasta, no es ceñirse en la narración de la anécdota argumental –en realidad bastante sencilla e incluso insustancial en su planteamiento-, sino a partir de esta mínima base componer una auténtica sinfonía de incomunicación, soledad y escepticismo de una juventud absolutamente carente de vida, de intuiciones y relaciones en las que la sexualidad se muestra no solo de manera ambigua, sino que incluso esta aparece como algo absolutamente prescindible. En ese contexto de vaciedad de sentimientos y emociones, Van Sant logra mostrar un mundo alienado y por completo carente de humanidad. Un panorama existencial esencialmente limpio y civilizado, pero en realidad dominado por el conformismo y la ausencia de verdadera emoción. Se trata de un marco de desarrollo que se expresará ya desde los primeros fotogramas del film, con esas imágenes aceleradas de ese puente de tanta importancia en su desarrollo, reveladoras de un mundo que pasa y pasa, pero en el que nada se encuentra realmente revestido de emoción. Un contexto casi ilustrativo del “Un mundo feliz” de Aldoux Huxley, en el que nuestro protagonista ha logrado plantear su anodina existencia, que repentinamente se verá iluminada con el conocimiento y la fugaz fascinación que se establecerá entre él y un “skater” más maduro. Una vez más, el realizador expresará esa querencia homoerótica consustancial a su cine, planteada en esta ocasión como una fugaz pasión, que motivará en Alex el provocar –de manera accidental, respondiendo a una agresión del guarda al skater con el que ha contactado-, la muerte que se erigirá como eje dramático del film. Una secuencia plasmada igualmente con una enorme fuerza dramática, una valoración de la duración de los planos, tanto de la expresión del protagonista como la atroz situación en la que se ve envuelta la víctima, partido literalmente en dos, y en donde el uso de la cámara lenta se revela en esta ocasión de una pertinencia absoluta, logrando con ello apurar al máximo la situación extrema.
En cualquier caso, PARANOID PARK prefiere el apunte, la digresión, la búsqueda de una abstracción poetizante. Algo que logra en bastantes momentos aunque, justo es reconocerlo, en ciertas ocasiones esa inclinación por manierismos visuales den la impresión de resultar impostados o pocos eficaces. A mi modo de ver, esas ocasionales ingerencias, impiden que el título que nos ocupa no se encuentre a la altura de los anteriormente citados entre la obra de su realizador, aunque indudablemente logre mantener una coherencia en un relato que se ofrece como la continuidad de una apuesta cinematográfica realizada a contracorriente, atrevida y al mismo tiempo coherente con la trayectoria previa de su cineasta. Una película que al mismo tiempo nos revela su desprecio por buena parte de las convenciones habitualmente expresadas en la pantalla, logrando en su oposición un producto no solo personal sino valioso. Un relato de escueta duración, a través del cual Van Sant sabe manifestar de nuevo su visión de la vida urbana norteamericana, sus crisis y debilidades y, sobre todo, la evidencia de una sociedad no solo irremisiblemente cuestionada sino, lo que es peor, que apenas tiene margen para la esperanza. En este contexto, la recurrencia a diversos motivos musicales de Nino Rota compuestos para conocidos Films de Fellini, el aparente desorden en que se inserta la narración, o la referencia argumental a “Crimen y castigo” de Dostowieski, son motivos que pueden ofrecer claves suplementarias a la película, o incluso añadir atractivos en segundo término. Sin embargo, no hace falta recurrir a ellos para encontrar la evidencia de un conjunto valioso y sensible, revelador de esa inquietud cinematográfica sobre una Norteamérica convulsa y, sobre todo, la ya reiterada confirmación de la valía del cine de su artífice.
Calificación: 3
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