BLAST OF SILENCE (1961, Allen Baron)
Es hasta cierto punto lógico que un film de las características de BLAST OF SILENCE (1961, Allen Baron) se haya convertido con el paso de los años en una pequeña cult movie. La propia ejecución de su proyecto, su inclusión dentro de un concepto de cine noir tardío, el nihilismo de su propuesta o la cercanía que sus imágenes proponen sobre referentes cinematográficas que pueden ir del Goddard de À BOUT DE SOUFFLE (Al final de la escapada, 1959), el Jean-Pierre Melville iniciador del polar francés con la irregular y excesivamente mistificadora DEUX HOMMES DANS MANHATTAN (1959), hasta cineastas en apariencia tan dispares como Sam Fuller –PICKUP ON SOUTH STREET (Manos peligrosas, 1953)-, John Cassavetes –SHADOWS (Sombras, 1959)- o Stanley Kubrick –THE KILLING (Atraco perfecto, 1956)-, son motivos sobrados para que una propuesta creada en un entorno de producción tan al margen del sistema, provoque no pocas adhesiones, que en una cierta medida pueden resultar justificadas. Sin embargo, ello no nos puede llevar a dejar de lado una valoración de conjunto a mi juicio concluyente; nos encontramos ante una película desconcertante. Y es que la singladura que nos muestra en torno a la figura del asesino profesional Frank Bono (el propio Baron, quien también ejerce tareas de coguionista), se ofrece como un auténtico “zoom” a la conciencia de un hombre que, prácticamente de la noche a la mañana, reconsiderará su profesional y eficaz condición de asesino, intentando liberarse de lo que muy pronto verá como un auténtico yugo para su propia existencia. Lamentablemente, esa nueva luz será un anhelo casi imposible de llevar a cabo.
A grandes rasgos, estos son los ejes sobre los que se desarrolla esta película de poco menos de ochenta minutos de duración, que bien podría haber emanado de la más modesta rama de la United Artists, y que bajo mi punto de vista atesora en su conjunto un atractivo y una singularidad nada desdeñable. Pero del mismo modo, sus considerables desequilibrios en no pocas ocasiones llegan a enervar, en la medida que impiden que lo que finalmente queda como un título insólito, no llegue a fructificar en un logro poco menos que absoluto. En este sentido, intentando valorar primordialmente el alcance de sus cualidades, no se puede ocultar en primer lugar el riesgo de su propuesta, basada en una mirada existencial que se brinda como una parábola iniciada con el nacimiento a la luz –ese túnel sobre el que se evoca el nacimiento del protagonista-, y concluida de manera abrupta con su retorno definitivo a la oscuridad absoluta de la nada. A partir de ahí, la película brilla en la descripción documental de unos alienantes, grises y despersonalizados exteriores newyorkinos, campo en el que Bono realiza sus encargos como asesino, siempre asumidos con una probada profesionalidad y competencia. En este sentido, casi me atrevería a señalar que el mayor acierto de la película se plasma en la estupenda composición que el propio Baron ofrece del protagonista. Su laconismo, interiorización, movimientos y gestos, nos remiten por un lado a la tipología física de un joven George C. Scott, mientras que involuntariamente adelanta el perfil psicológico de los personajes prototípicos del cine de Melville –con el Frank Costello de LE SAMOURAI (El silencio de un hombre, 1967. Jean-Pierre Melville) a la cabeza-. A la espléndida, física y fría cualidad de su fotografía en blanco y negro, cabría unir la soltura de una planificación que, evidentemente, tuvo como eje de referencia el eco de la nouvelle vague. Unamos a ello la fuerza de las dos secuencias de asesinato –la violenta contra el grotesco Big Ralph (Larry Tucker) y, de manera muy especial, la resolución del crimen contra Troiano, resuelta con una fuerza y precisión admirable. Pocos instantes antes, la película alcanza en mi opinión su momento más poderoso, con esos planos exteriores de Bono en el tejado del edificio de apartamentos donde aguarda y espía a Troiano, mientras la narración en off apela a su sensación de sentirse como Dios, decidiendo el destino de su víctima. Finalmente, y pese a estar insertada con ese sentido de lo abrupto que por momentos funciona y en otros no deja de resultar inconveniente, es preciso valorar la secuencia final, breve, concisa y desarrollada con un absoluto sentido de lo inmediato, en la que nuestro protagonista comprobará con horror su imposibilidad de emerger de un submundo de tiniebla en el que ha desarrollado su vida –y en la que la vivencia de una cercana muerte en su infancia, probablemente motivó su inclinación por esa terrible y lucrativa profesión-.
Resulta justificado pensar que los mencionados, son motivos sobrados para valorar una película, máxime cuando la misma ha gozado durante décadas de un anonimato comprensible, junto a tantas y tantas películas que emergieron por las rendijas de un Hollywood entonces variable –DEMENTIA (1955, John Parker), CARNIVAL OF SOULS (1962, Herk Harvey), MURDER BY CONTRACT (1958, Irving Lerner)...-, de las que no se pueden dejar de valorar tanto la propia valentía de su existencia, como los ocasionales logros que les acompañan. De todos modos, no sería razonable dejar de señalar aquellos lastres –quizá no demasiados, pero sí de notable calado-, que impiden que BLAST OF SILENCE alcance una altura superior. La primera de ellas es sin duda la obviedad de su narración en off –con la voz de Lionel Stander-, debida a la pluma del blackisted Waldo Saltz, en la que la retórica y la obviedad jamás ocultan su escasa pertinencia, como no sea para proporcionar un comodín destinado a que el espectador advierta por el oído, aquello que la imagen no alcanza a expresar. A esa machacona narración, que quiere establecerse con un alcance casi metafísico, no se puede dejar de mencionar el convencionalismo de su narración –pese a su escasa duración, lo que cuenta la película es bastante poco y escasamente novedoso-, la inadecuada definición con la que se establecen algunos de sus personajes –con el Big Ralph que parece una caricatura a la cabeza, retomando ecos del TOUCH OF EVIL (Sed de mal, 1957) wellesiano- o finalmente, la propia irregularidad del conjunto. Son todos ellos elementos que obligan finalmente a degustar el curioso y con todo apreciable film de Baron –quien tres años después filmó TERROR IN THE CITY (1964), que no estaría de más revisar algún día, antes de dedicar su trayectoria profesional a la televisión-, como un conjunto quizá ausente de coherencia, pero en el que no pocos de sus elementos revisten un atractivo aún hoy día perdurable. Solo por eso, unido a su propio atrevimiento, nos encontramos con un título en el que su sinceridad y entusiasmo permiten un cierto reconocimiento.
Calificación: 2’5
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