DANZA MACABRA (1964, Antonio Margheriti)
Mi limitado conocimiento de las principales muestras que formaron la denominada “escuela italiana del terror”, es la que de alguna manera me impide situar esta DANZA MACABRA (1964, Antonio Margheriti) en su justo lugar. Es una impresión que mantengo, en la medida que personalmente me ha parecido una brillante muestra de terror puro, y que sin duda situaría entre lo más valioso legado por esta corriente al cine italiano en particular, y a los amantes del fantastique en general. A mi juicio sobrellevando unas mayores cuotas de interés que algunas obras de Mario Bava en aquellos años, definidas por una mayor irregularidad, lo cierto es que el film de Margheriti se erige como una insospechada y consistente sinfonía de horror, retomando en su argumento premisas descabelladas, como la presencia de un alucinado Edgar Allan Poe dentro de una en principio improbable pero pronto adecuada ambientación londinense, elementos de patología sexual –la presencia de lesbianismo, que es probable que vetara su estreno en nuestro país-, así como un arriesgado planteamiento que plasma una interacción de paso y presente dentro del contexto de horror sobrenatural que preside la película. El resultado, es indudable que plantea algunos elementos chirriantes –especialmente centrados en la banda sonora de Riz Ortolani y una leve apuesta por la presencia de zooms-. Sin embargo, ello finalmente no actúa en menoscabo de una propuesta realmente remarcable dentro del género, que acusa la influencia de referentes en aquel entonces en pujanza dentro del mismo a nivel mundial –pocas veces se ha analizado con pertinencia dicha intercomunicación, sin que ello vaya en demérito de los resultados particulares logrados-, pero que desde el primer momento alcanza personalidad propia.
DANZA MACABRA ofrece unos veinte minutos de apertura realmente magníficos, que se inician con la llegada del periodista Alan Foster (un muy ajustado George Rivière), entrando en el piso inferior de una taberna en la que se escucha la dicción de una historia aterradora. De esta manera tan sugestiva se marcará el encuentro de Foster con el escritor Edgar Allan Poe (Silvano Tranquilli), con quien mantendrá un intercambio de impresiones que mostrará su divergente visión de la existencia de lo sobrenatural. Negada de manera absoluta por el periodista y asumida por Poe, el primero realmente pretende una entrevista con el escritor -extrañamente desplazado hasta Londres-, aunque su escepticismo le hará objeto de una apuesta por parte de Lord Blackwood, para permanecer una noche en su vieja y en teoría deshabitada mansión durante la tradicionalmente conocida “noche de los muertos”. Por una dotación de diez libras –Foster no puede asumir las cien libras de apuesta que le propone el aristócrata- aceptará pasar esa velada en la decrépita mansión. Será este un fragmento admirable en el que nuestro protagonista irá recorriendo las estancias de la misma en solitario, dentro de unas secuencias dominadas por una textura casi espectral -ayudadas por las excelencias de la fotografía de Riccardo Pallotini-, y proporcionando un recorrido casi ausente de diálogos e incidencias argumentales. Se trata de un episodio dominado por un horror puro, en donde las convenciones habituales del género adquieren en esta ocasión una textura única, enrocada en los más profundos abismos del miedo, y logrando a mi modo de ver un alcance casi paroxístico en un fragmento que por derecho propio debería figurar en cualquier antología del género.
Ese recorrido quedará interrumpido por la repentina aparición de Elizabeth Blackwood (Barbara Steele), quien de manera inmediata quedará prendada de Foster, en un sentimiento que él secundará. Será una pasión que pese a la presencia de la fascinante musa italiana del cine de terror, no adquirirá la necesaria consistencia, quizá por expresarse de manera muy repentina, y también hacer acto de presencia tras un capítulo tan logrado en la pantalla. A partir de este contacto, el cada vez más atribulado periodista adquirirá conciencia de la presencia de una dimensión paralela de la existencia, en la que se desenvuelven toda una galería de personajes que han vivido y existido en el pasado de la mansión. Una interacción esta de pasado y presente que nuestro protagonista no podrá alterar aunque la contemple con la cercanía de un hecho vivido, teniendo que asumir la certeza del diagnóstico que le formula el Dr. Carmus (Arturo Dominici), de la confluencia de una dimensión de la existencia que se prolonga tras la muerte del individuo, hasta que su alma alcanza la definitiva inmortalidad.
Será este un contexto que permitirá contemplar la estela de una serie de muertes violentas que han forjado el pasado de la mansión de los Blackwood, y estableciéndose entre sus propias víctimas una serie de conflictos de índole trágica. Todo ello, aglutinando una maraña de horror, venganza y maldad, ante la cual el aterrado Foster comprobará la imposibilidad de poder permanecer en el edificio –y, con ello, ganar una apuesta que ponía a prueba sus convicciones materialistas-, intentando abandonar el recinto que le ha permitido vivir la experiencia más aterradora de su existencia. Será ya demasiado tarde para él, siendo finalmente otra de las víctimas mortales de la maldición que encierra esa edificación rodeado por las tumbas de sus víctimas, y poseedor en su interior de una extraña y terrible vida interior. En definitiva, nos encontramos con un planteamiento que muy poco antes habían planteado títulos como THE INNOCENTS (¡Suspense!, 1960. Jack Clayton) o THE HAUNTING (1963, Robert Wise), o años después la discutible THE SHINNING (El resplandor, 1980. Stanley Kubrick). Sin embargo, la apuesta de Margheriti se inclina plenamente en su apuesta por lo sobrenatural, apostando por ello en una vertiente insólita al plasmar una relación física por encima de ese divergente estado de la existencia, que para el propio protagonista supone su obligado reconocimiento de la presencia de una dimensión paralela. Es en ese sentido, donde el film del italiano triunfa plenamente, dando rienda suelta a una extrema plasmación del abismo insondable del horror en fragmentos como el ya citado de la presencia inicial del periodista en la mansión, o en el episodio final en el que la catarsis de horror adquiere tintes asombrosos, y en donde las convenciones del género –es curioso constatar como entre ellas no se encuentra la presencia de tormentas- se combinan con una admirable pertinencia. Es a partir de este contexto, cuando hay que dejar de lado todo el aparato argumental que rodea la función, y que en cierta medida procede a engarzar una serie de episódicos personajes que deambulan como auténticos muertos en vida en el interior de la mansión protagonista, albergando en ella una dimensión suplementaria del ser, dominada por su expresión de diferentes vertientes de la maldad humana. En este sentido, resulta indudable matizar que la película no plantea ninguna reflexión en esta vertiente. No le hace falta formular digresión alguna. La atmósfera casi irrespirable de terror que asumen sus imágenes –que en algunos momentos acercan la película con el bergmaniano ANSIKTET (El rostro, 1958)-, es suficiente para destacar la fuerza y capacidad de maligna fascinación de su relato, proporcionando además una conclusión absolutamente memorable –la manera con la que culmina la apuesta entre el arriesgado periodista y el Lord-, que brindará al narrador norteamericano una aguda reflexión en torno a la humana fuente de inspiración de sus aparentemente imaginarias y terroríficas historias. En definitiva, uno de los representantes más valiosos del la edad de oro del cine de terror italiano, que el propio realizador ofreció en un remake una década después, con NELLA STRETTA MORSA DEL RAGNO (La horrible noche del baile de los muertos, 1971).
Calificación: 3
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Luis -