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CINEMA DE PERRA GORDA

THE BLACK ROOM (1935, Roy William Neill) Horror en el cuarto negro

THE BLACK ROOM (1935, Roy William Neill) Horror en el cuarto negro

¿Llegará algún momento en un futuro más o menos próximo, en el que la figura del realizador irlandés Roy William Neill conozca una relativa reivindicación? Es una interrogante que de alguna manera cabe plantearse –como podría extenderse en otro director con el que comparte ciertas características, como es Rowland W. Lee; curiosamente también con nombre compuesto-, pero que personalmente me viene a la mente según voy acercándome a más títulos de su filmografía. Una andadura que se inicia en pleno cine mudo -1917- extendiéndose en cuatro décadas de profesionalidad, hasta que su repentina muerte interrumpió bruscamente una filmografía que quizá pudo haberle confinado en los límites de la serie B, pero que estoy convencido de la dificultad que esta situación no hubiera podido ocultar su talento. Unas cualidades que se extienden en su facultad para crear atmósferas y temáticas de misterio, que en muchas ocasiones se extendían a marcos y entornos de época, combinados con un importante rasgo bizarro. Sería algo que mostraría especialmente en su prolongada vinculación con la Universal –centrada en sus estimulantes adaptaciones cinematográficas del personaje de Sherlock Holmes, aunque también en producciones de terror de dicho estudio-, pero que igualmente se muestra en todo su esplendor en THE BLACK ROOM (Horror en el cuarto negro, 1935). Se trata de una producción de la Columbia, que cuenta con el protagonismo de un Boris Karloff en su periodo de mayor productividad cinematográfica, y que en esta ocasión le permitió encarnar con brillantez dos personajes contrapuestos. Ambos son los hermanos Gregor y Anton de Berghman. El primero es el Barón de Berghman, dueño de un castillo y un ser cargado de maldad que tiene aterrorizada a su población –ubicada en un indeterminado lugar del este europeo-. Además de su maldad, Gregor es un hombre astuto, que recuerda en todo momento la terrible leyenda que marca el destino de la familia, y que indica que sería asesinado por su hermano menor –Anton-. En su astucia y detectando el creciente descontento de sus subordinados –hartos de ver desaparecer a jóvenes convecinas-, decide llamar y atraer al educado Anton para hacerle compartir la hacienda, aunque finalmente lo que pretende es urdir un plan que en apariencia entregue su título a este, pero en realidad se sirva de esta sustitución para poder conservar su poder, suplantando su presencia tras eliminarlo.

 

Será este el germen de una trama de misterio y horror dominada por su alcance deliciosamente folletinesco e incluso demodé, a la que quizá solo cabría oponer ciertas ingenuidades en su parte final –como el hecho de que el Gregor que suplanta a Anton asuma que durante toda su vida va a tener que simular la minusvalía en uno de sus brazos para hacer creer a su futura y joven esposa –Mashka (Katherine DeMille)- dicha suplantación, o que esta misma se case pocas semanas después de que condenen injustamente a su joven prometido –el teniente Lussan (Robert Allen)-, e incluso antes de que este vaya a cumplir su condena a muerte. Son pequeños servilismos que emanan de la propuesta confeccionada por Henry Myers y Arthur Strown, pero que en cualquier caso quedan en segundo término tras apreciar el considerable atractivo que emana de un título que en sus menos de setenta minutos de duración alcanza una densidad considerable, combinada con un ritmo trepidante, hasta tal punto que su resultado muestra esa sensación de necesidad narrativa emanada de una planificación o conjunto de elecciones cinematográficas mostradas de manera implacable. En ellas, una vez más, podremos detectar la experta mano de Neill a la hora de aprovechar los recovecos de los interiores de suntuosos marcos escenográficos. Como ocurrió en aquellos años con el más reconocido James Whale, Roy William Neill era un auténtico esteta, y esa cualidad se hace presente en numerosos instantes del film, en donde las elecciones formales buscan una potenciación de dicha vertiente, bien por la manera de reforzar el dramatismo de las situaciones mediante atrevidas elecciones formales –la presencia de espejos que permitirá al sirviente y al espectador, asistir a uno de los crímenes de Gregor-, o por la inserción de elipsis francamente oportunas. En este rasgo concreto, creo que podríamos destacar la fuerza que tienen esos breves planos que se desarrollan en el cementerio del castillo –una vez más, dispuesto escenográficamente de manera tan lúgubre como atrayente-, que nos permitirán conocer a los dos hermanos desde buen pequeños, hasta que estos se vienen ya hombres de cierta edad de madurez. Es más, en esas secuencias, en las que como fondo veremos la imagen del castillo resuelta con un forillo bastante evidente, logran una sensación opresiva e irreal que, con el paso del tiempo, ha enriquecido notablemente sus objetivos iniciales.

 

En cualquier plano o gesto furtivo, Roy William Neill apuesta por un relato denso y una atmósfera en ocasiones asfixiante. Será algo que mantendrá como norma inherente al conjunto, y que nos brindará un episodio absolutamente aterrador cuando Gregor muestre a Anton la puerta secreta que conduce a ese “cuarto negro”, en el que en teoría tendría que realizarse la maldición familiar anunciada hace tanto tiempo. La atmósfera casi irrespirable del conjunto, la disposición de la siniestra escenografía de instrumentos de tortura, los débiles puntos de luz que describen el conjunto, están al servicio de un pozo siniestro, en el que Gregor ha ido eliminando a todas aquellas mujeres denunciadas por los lugareños. Será el instante perfecto para que desde su crueldad empuje a su hermano a que caiga en dicho pozo, logrando con ello matarle. Anton, apuñalado por su propio cuchillo en la caída, dice en sus últimas palabras, que lo eliminará, se encuentre donde se encuentre. Hay que reconocer que, más allá de esa promesa de venganza de ultratumba, todo este episodio adquiere un tono malsano y bizarro, francamente desacostumbrado en el cine de estas características realizado en aquellos años.

 

Neill apostará en todo momento por esa filiación plástica, insertando siempre que el plano o la situación lo posibilita, imaginería religiosa o simplemente esculturas de cierto tamaño, que aparecerán junto a los personajes como mudos testigos de sus desdichas. Unamos a ello un adecuado uso de la elipsis, y tendremos con ello este THE BLACK ROOM, que pese a sus limitaciones adquiere un nivel superior y más equilibrado que tantas y tantas producciones coetáneas filmadas en la Universal. En esa convicción que muestran sus imágenes, en la constante sensación de asistir a una obra cinematográfica en la que se encuentra muy presente la sensibilidad plástica y estética de su realizador, y en la perfección que muestra el logro de una atmósfera por momentos casi irrespirable, o la ausencia de desequilibrios o tiempos muertos, se encuentran bajo mi punto de vista los atractivos más notorios de una película por lo general olvidada, pero que nos revela que el cine de terror no se circunscribió al ámbito del estudio de Carl Leamle, e incluso nos brinda algunos de los primeros zooms presentes en el cine norteamericano, insertados de manera adecuada. En definitiva, se trata de una propuesta de cine de misterio, que debería suponer otro jalón para intentar reconsiderar la aportación de un director coherente tanto en sus temas elegidos –el misterio, la recreaciones históricas y el cine de terror-, como en la manera de plasmarlo en la pantalla con precisos aportes puramente cinematográficos.

 

Calificación: 3

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