DECOY (1946, Jack Bernhardt)
A la hora de paladear el buen cine y, sobre todo, cuando se antepone el deseo de acentuar las tareas de búsqueda de títulos en los que se intuye un presumible interés –centrados sobre todo en la serie B y el rodaje en estudios denominados pobres-, hay ocasiones en las que una simple secuencia o un atisbo de genialidad, puede llevarnos a predecir la presencia del logro desconocido o la perla cinematográfica largo tiempo oculta en la nebulosa del olvido. De alguna manera, es lo que me ha sucedido al contemplar, realmente entusiasmado, el largo, magnífico, denso y absorbente plano secuencia de apertura de la desconocida DECOY (1946). Era una oportunidad con la que personalmente me iniciaba en el encuentro con la obra del desconocido realizador norteamericano Jack Bernhard, artífice de una decena de títulos al parecer ligados con el entorno del thriller policíaco, y de quien este supondría su debut como tal. Tras los títulos de crédito –punteados en una elegante sintonía sonora-, desarrollados sobre una caja metálica reventada por un disparo de revolver, la cámara se centra en unas manos manchadas previsiblemente de sangre, intentando ser limpiadas de forma nerviosa en un triste lavabo. La cámara se eleva ante un espejo roto, sobre el que aparecerá repentinamente, con el semblante demudado, el rostro en estado de schock del que luego conoceremos es el Dr. Craig (Herbert Rudley). No sabemos que le sucede –mas adelante la película indicará que se encuentra herido de bala-, mientras que la cámara sigue filmándole mientras abandona un tugurio mugriento. Se trata de un fragmento resuelto en una sola toma, rodado con una fuerza y densidad visual y dramática arrebatadora, que además de atrapar al espectador de una manera casi hipnótica, nos hace predecir que estemos asistiendo a un logro absoluto, un posible descubrimiento como años atrás lo supusiera el DETOUR (1945) de Edgar G. Ulmer, hoy presente en todas las antologías del cine noir. El fatalismo que se desprende de esta secuencia, el hecho de ser una película rodada para un estudio notoriamente ligado a una serie B casi extrema –la Monogram-, o el propio desplazamiento en viaje que Craig realiza haciendo autostop, nos pueden inducir a encontrar una prolongación del ya señalado referente filmado de manera tan escasa de presupuesto como pródiga en inventiva por el siempre admirable artífice de THE BLACK CAT (Satanás, 1934).
Sin embargo, muy pronto la ilusión se desvanece. Y es que aunque finalmente DECOY revele un cierto interés e incluso algunos momentos inspirados, pronto comprobaremos que Bernhard está lejos de ser Edgar G. Ulmer, que sabía extraer oro del marco de producción más precario. No obstante, en el film que nos ocupa se manifiesta en muchas ocasiones la preocupación del realizador por dotar de densidad dramática al material del que dispone. En la manera de planificar y relacionar personajes, objetos y situaciones, nos podemos dar cuenta que hay una voluntad de elevar el conjunto por encima de las limitaciones que ofrecen los elementos en juego. Y probablemente estas provengan más de las condiciones de producción, que incluso de su vertiente específicamente argumental –guión de Nedrick Young a partir de una historia Stanley Rubin-. Es en este sentido, donde a mi modo de ver cabe atribuir el principal escollo que impide que los vuelos de la película, alcancen la intensidad que, de manera tan fugaz como apasionante, han revelado sus primeros minutos. Y es que, preciso es reconocerlo, pese al esfuerzo de Bernhard, el estatismo inherente a las producciones de la Monogram tiene un peso específico notable y, por encima de todo, el dibujo de personajes deviene de una pobreza y simpleza contundente. En ello tiene bastante que ver la pobreza interpretativa de su conjunto, dando vida esta historia dominada por una femme fatal –Margot Shelby (Jean Gillie)- empeñada con su pérfidas artes en recuperar los cuatrocientos mil dólares de botín que tiene escondidos un amante suyo –Frank Ollins (un envejecido Robert Armstrong)-, acusado de asesinato y condenado a muerte. Para ello captará el interés –intentando fascinarlo- del mencionado Craig, y teniendo como aliados a un par de gangsters sin escrúpulos. En la conjunción de un entorno bastante inestable –en el que no faltarán los escarceos de un policía que ha tenido en el pasado alguna relación con Margot-, la película oscila entre el interés que manifiesta en ocasiones el realizador tras la cámara, intentando sobresalir de un conjunto en el que ni personajes ni intérpretes demuestran la más mínima actitud –los delincuentes resultan casi caricaturescos, el policía aparece de vez en cuando sin aportar la más mínima atención, el viejo condenado que interpreta Armstrong demuestra una especial fatiga y vejez para alguien que jamás fue un buen actor, la femme fatal se ofrece tan desprovista de malignidad como ridículo es su vestuario en secuencias que han de aportar un cierto matiz de credibilidad-. Unamos a ello la escasa convicción que proporcionan muchas de las incidencias del film –el asesinato que realizan contra el conductor de la furgoneta que portaba el cadáver del preso que se reanimado; la ridícula incidencia del plano que este aporta del lugar donde tiene enterrado el botín, que es partido en dos…-, lo que finalmente nos llevará a la cierta decepción de un conjunto en último extremo discreto pero esforzado, que inicialmente predisponía a más de lo que realmente ofrece, pero que concluye con un extraño e irónico apólogo moral por parte de ese viejo condenado que, intuyendo el engaño a que se iba a someter en el futuro, se burlará del destino dejando sin dinero la caja que debía esconder el tan buscado dinero hasta el mismo momento de su muerte. Ese tesoro que había buscado afanosamente Margot, apelando a esa “simple aritmética” que concluirá en un macabro resultado.
Calificación. 2
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claudio -