TRENTS LAST CASE (1952, Herbert Wilcox) El enigma de Manderson
Todos los que en un momento u otro han leído alguna de mis opiniones, conocerán mi abierto aprecio sobre el conjunto de la cinematografía británica. Una opción incómoda sin duda, dentro de un sentir mayoritario que sigue manteniendo aquellas desafortunadas diatribas de François Truffaut, absolutamente denigratorias contra el cine de las islas. Dicho esto, siempre habrá ejemplos y tendencias que pudieran avalar ese mencionado desprecio, y hete aquí que de manera casual me he encontrado con uno de ellos, representativo además de una de las vertientes más populares en la pantalla inglesa; el cine de misterio.
TRENT’S LAST CASE (El enigma de Manderson, 1952. Herbert Wilcox) supone la tercera adaptación cinematográfica de la novela policíaca de E. C. Wentley –las dos anteriores f silentes, y la última de ellas dirigida por un primerizo Howard Hawks-, integrándose de lleno en el terreno de drama policiaco y de suspense. Como antes señalaba, fue una faceta muy popular para el público británico -aspecto en el que es obligado destacar la adscripción que desde finales del sonoro acogió Alfred Hitchcock en su valiosa y hoy día poco recordada etapa inglesa- y que en esta ocasión representa de manera bastante tangible, una serie de senderos habituales en el género en la primera mitad de la década de los cincuenta. Pero si en aquellos años se podría destacar otra aportación del mencionado Hitchcock –me refiero a la estupenda STAGE FRIGHT (Pánico en la escena, 1950), un título por lo general injustamente menospreciado, que comparte con el que nos ocupa la presencia en el reparto de Michael Wilding- para evocar las características y elementos de interés de dicha vertiente, lo cierto es que el film de Wilcox escapa a cualquiera de dicha cualidades. En su oposición queda como un producto aséptico, incluso aburrido en algunos momentos, carente de todo sentido de la progresión a través de una intriga inane y, lo que es peor, con una galería de personajes desprovista de todo matiz que les proporcione el más mínimo atisbo de humanidad.
Sigsbee Manderson (Orson Welles), un conocido y temido financiero, aparece muerto de un disparo en su propia mansión. Aunque la muerte se lleva a juicio, el fallo del jurado finalmente avalará la teoría del suicidio. Pese a esta sentencia, algo oscuro flota en el entorno que rodeó la vida del fallecido, en especial en su esposa Margaret (Margaret Lockwood, también intérprete hitchcockiana en la lejana y magnífica THE LADY VANISHES (Alarma en el expreso, 1938)- y en quien fue fiel secretario de Manderson –John Marlowe (John McCallum)-. Será esta una extraña intuición que de inmediato detectará el tan astuto como relajado Philip Trent (Michael Wilding), un joven y al mismo tiempo experimentado detective, que acudirá en representación de un periódico tanto al juicio como a la propia mansión Manderson. Como una auténtica y más relajada y coloquial actualización de Sherlock Holmes, muy pronto los indicios observados le llevarán a la convicción de que Manderson –un hombre detestado de forma unánime por cuantos le rodeaban- ha sido en realidad asesinado.
Como se puede deducir de esta sucinta referencia argumental, nos encontramos ante un prototípico relato policiaco destinado a buscar en el espectador una serie de pistas falsas a la hora de descubrir quien finalmente mató al magnate, un poco en la línea de los relatos escritos por Ágata Christie. Lo malo de TRENT’S LAST CASE proviene de la casi insustancial entidad cinematográfica del relato. Bien sea por lo convencional de sus pretendidos personajes, su escaso sentido de la progresión, lo previsible de su trazado o, en definitiva, por que finalmente el espectador jamás se interesa sobre una película en la que sus responsables no les han propuesto ningún asidero para ello. Y es que en el film de Wilcox jamás se aprecia tensión alguna, la resolución de su argumento deviene absolutamente convencional y, en el fondo, no nos importa en absoluto si alguien mató a Manderson o no. Esta carencia de densidad dramática es un lastre prácticamente difícil de solventar, al que cabría unir el apagado oficio de que hace gala el director británico, que quizá solo tenga una breve excepción en la secuencia inicial que servirá para describir el descubrimiento del cadáver del magnate. Ello aunque a continuación nos remita a una pobrísima sucesión de titulares periodísticos, que en modo alguno contribuirán a dotar de credibilidad la pretendida importancia social del fallecido –que, por otro lado, apenas quedará esbozada durante el resto del metraje-.
Pero es que, además, TRENT’S LAST... despliega finalmente el elemento que, a fin de cuentas, se erige como auténtico eje de existencia. Este no es otro que la oportunidad de proporcionar a Orson Welles de uno de sus arquetípicos –y a mi modo de ver más molestos- personajes de malvado depravado. Una secuencias que se subordinan a filmar su aviesa caracterización, proporcionandole diálogos pretendidamente revestidos de malsana inteligencia –en este caso extraídos de las obras de Shakespeare, y seguramente propuestos por el propio Welles-, y en los que tiene un importante papel una caracterización que de tan chirriante deviene caricaturesca. Es preciso reconocer que estas colaboraciones –en realidad, la presencia de Welles se limita a unos pocos minutos en pantalla-, sirvieron para que el conocido actor y director pudiera extender una andadura como intérprete en realidad bastante cómoda, y de la que solo en algunas ocasiones se logró extraer de su reiteración de estilo resultados óptimos –MOBY DICK (1956, John Huston), o COMPULSION (Impulso criminal, 195 9. Richard Fleischer)-.
Más allá de ese pretendido y chirriante “plato fuerte”, personalmente solo podría reseñar hasta cierto punto la personalidad que define las actuaciones del prudente, observador e irónico detective protagonista. Un hombre aún joven pero ya de vuelta de todo, y que precisamente desde ese distanciamiento contemplará las pasiones y debilidades humanas con mayor objetividad y lucidez. Es algo a lo que contribuye la personalidad de su intérprete, Michael Wilding, sin duda un actor de conocidas limitaciones, pero cuya relativa blandura y amable estoicismo encaja como un guante en su encarnación del detective Trent. Pese a ello, es sin duda un magro balance para un título británico auspiciado por la norteamericana Republic, que se contempla con tanta inanidad con la que rápidamente se olvida, no sin antes haber soltado algún que otro bostezo.
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