CROSSROADS (1942, Jack Conway)
Dentro de la nómina de realizadores con que contaba la Metro Goldwin Mayer en los años 30 y 40, sin duda alguna uno de sus representantes más eficaces fue Jack Conway. Hombre nada conflictivo y tan carente de personalidad y estilo propio como ágil en sus realizaciones, confieso que generalmente suelo recuperar sus películas con la confianza de pasar un buen rato. Todo ello, no debe menoscabar el hecho que al encontrarse con un productor inteligente –como fue el caso de Val Lewton-, le permitiera dar vida a la estupenda HISTORIA DE DOS CIUDADES (1935), una de sus mejores obras.
En el caso concreto que nos ocupa, CROSSROADS posee los ingredientes que en manos de un realizador de mayor calado hubiera posibilitado el logro de un gran film. Sin embargo, y aunque es obvio señalar que no estamos en el caso, es innegable señalar que la eficacia de Conway -si bien no potencia el material de base en la medida de sus posibilidades- logra concluir un resultado realmente interesante. La película, caracterizada en buena parte de su desarrollo por un tono de suspense –aunque su secuencia inicial defina la facilidad del cineasta para la comedia-, marca el dilema al que se enfrenta un diplomático de carrera ascendente –está promoviéndose su futura responsabilidad como embajador de Francia en Brasil-, cuando recibe inesperadamente una misiva sucedida por un chantaje, que le hacen familiarizarse con su condición de amnésico. Esta circunstancia es el inicio de una pesadilla interior en la que todos los indicios avalan al hecho de que en su vida anterior a un accidente de tren en el que resultó gravemente herido y que se provocó su ruptura de memoria, vivió una periodo como delincuente en el que llegó a matar a un banquero en un atraco.
Nos encontramos ante un material realmente propicio para obtener excelentes resultados, e incluso para posibilitar una nada desdeñable aproximación sobre esa invisible medida que revela la relatividad de la justicia -¿es posible el castigo sobre un delito que ha cometido alguien que posteriormente se ha convertido en una persona respetable y no recuerda con sinceridad ese pasado?-. En definitiva, cabía la posibilidad de poner en solfa conceptos francamente espinosos para la línea conservadora que caracterizó siempre a la Metro Goldwyn Mayer. Sin embargo, la realización de Conway se centra ante todo en el tormento interior sufrido por David Talbot -un excelente William Powell que proporciona en todo momento la ambigüedad necesaria a su personaje-, ante la amenaza de sus chantajistas –personificados en los actores Basil Rathbone y Claire Trevor-. La situación llega incluso a motivar la visita de Talbot a una anciana a la que han señalado como su verdadera madre –quizá el momento más emotivo del film-.
Pese a estos interesantes elementos, diversas situaciones del argumento no están suficientemente aprovechadas. A este respecto es paradigmática la secuencia en la que su hipotética antigua amante (Claire Trevor) visita al diplomático y su esposa Lucienne -una desaprovechada Heddy Lamarr-, jugando pervesamente con un medallón que previamente ha enseñado a Talbot y que contiene una imagen de los dos antiguos amantes. Un realizador con personalidad –el ejemplo de Hitchcock es evidente-, hubiera logrado en esos instantes una utilización dramática de este objeto para obtener brillantes destellos de inquietud cinematográfica.
De cualquier manera la película siempre juega con la baza de la ambigüedad, teniendo en la labor de William Powell su mejor aliado. Sus oscuros y lúgubres exteriores nocturnos contribuyen a dotar de espesor a diversos pasajes de la película, hasta llegar el momento –ya en su parte final- en el que la narración pierde buena parte de su encanto al explicarse que toda la peripecia del protagonista ha sido un montaje elaborado por los dos chantajistas para intentar sacar el mayor provecho económico de su amnesia. Ya en los minutos finales tan solo cabe destacar la manera que Talbot tiene para descubrir el engaño a que ha sido sometido –al pasear por la noche apesadumbrado, mira al Sena y descubre a partir de su reflejo en el agua que la foto que parecía la prueba más tangible de su pasado procedía de una falsificación-.
Indudablemente un pobre desenlace, tranquilizador para las mentes burguesas de la época, pero que tampoco debe invalidar el ajustado metraje previo en el que sin estridencias, con un eficaz brío narrativo y un buen juego de actores –aunque irregular aprovechamiento de personajes-, CROSSROADS se ofrece como esa gran película que podría haber sido y, fundamentalmente, la interesante obra que se muestra hoy, 60 años después de su realización.
Calificación: 2’5
Comentario insertado en Cinefania en abril de 2002
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