CLOVERFIELD (2008, Matt Reeves) Monstruoso
Aunque vista desde una cierta distancia, pueda resultar hasta divertido evocar los comentarios que se vertieron en el momento de su estreno –por lo general laudatorios, incluso entusiastas-, a mi modo de ver me parece que quizá vieron más de lo que realmente ofrece CLOVERFIELD (Monstruoso, 2008, Matt Reeves). Y es que mi impresión personal es que la avispada producción de J. J. Abrams resulta tan astuta como divertida, tan eficaz como inconsistente, tan reveladora de los modos y costumbres de nuestros días, como en última instancia alejada de cualquier compromiso que el de ofrecer algo más de una hora de suspense y horror. No es poco, apostando para ello por un formato visual que, a fin de cuentas, se erige como su mayor valedor, aunque en determinados momentos su lógico seguimiento proporcione a su metraje una cierta sensación de artificio.
Este brillante juguete cinematográfico, con un presupuesto de poco más de veinte millones de dólares, revela un look mucho más poderoso en la aplicación de unos magníficos efectos especiales. Pero con todo ello, y en la confluencia de unos elementos que en última instancia revelan el atractivo de su resultado, el film de Reeves no me parece más que una astuta actualización de las viejas producciones entroncadas con la serie B, auspiciadas bajo la presencia como auténtico artífice del entrañable Ray Harryhausen, realizados al amparo de la Columbia en la segunda mitad de los cincuenta. Producciones de serie B que en nuestros días se realizan con presupuestos acomodados, aunque en esta ocasión si que creo se alcance el atractivo objetivo de alcanzar una atmósfera y una sensación de síntesis en el resultado alcanzado, lo cual a fin de cuentas se erige como el principal interés de un film divertido y al mismo tiempo terrorífico, que mantiene la astucia de escorarse hacia terrenos que busquen el atractivo del público juvenil –lo cual en sí mismo me parece un opción válida e inteligente-.
Quizá convenga evocar de manera sucinta el argumento que plantea CLOVERFIELD, iniciado con la celebración de una fiesta de despedida del protagonista masculino –Rob Hawkins (Michael Stahl-David)-. Este se va a marchar a Japón y sus amigos –todos ellos de condición más que acomodada –de hecho, la cita es celebrada en una torre de apartamentos de Manhattan-, donde la inicial jovialidad muy pronto dejará entrever las fisuras que se establece en el grupo de amigos, en especial por rivalidades amorosas. Este fragmento de cerca de veinte minutos, articulado para presentarnos los principales caracteres de la función, de alguna manera establecerá el formato en el que se establece el conjunto de la película, ya que la misma es grabada con la cámara digital de uno de los amigos, que tenía previsto regalar al protagonista el recuerdo visual del encuentro de todos sus amigos. Será un episodio en última instancia absolutamente insustancial, del que parecen olvidarse los adoradores de la película, en la medida que este éste se extiende casi en un 25% del metraje total de la función. De alguna manera e indirectamente, nos ofrece otra de las limitaciones de la película, que no es otra que la absoluta inconsistencia de la galería humana que plantea, en modo alguno se diferencia de títulos como el lejano y tantas veces imitado FRIRAY THE 13TH (Viernes, 13. Sean S. Cunningham, 1980) y sus incontables sucedáneos, y mal pueden empatizar con el espectador, si además estos son sometidos a una serie de incidencias de dudosa credibilidad –empezando por el hecho de que Rob quiera atravesar una ciudad sitiada por la sobrecogedora amenaza para rescatar a su novia, logrando además el apoyo de varios de sus amigos, y terminando por esa casi increíble supervivencia tras estrellarse el helicóptero que porta a los tres jóvenes que han sido salvados por el ejército-. Creo que no sería de justicia escorarse en esta circunstancia para infravalorar las cualidades que atesora CLOVERFIELD, pero no conviene dejar de lado esas limitaciones –como la que marca la igualmente poco creíble apuesta de la total filmación del metraje en base a ese empeño de uno de sus protagonistas-. Se trata de una elección formal que además de alguna manera sirve para que el argumento se incline por ciertos aspectos más o menos artificiosos, introducidos precisamente para integrar la presencia absoluta del referente digital de la filmación.
A partir de estos rasgos más o menos cuestionables, que de alguna manera han orillado sus exegetas, no cabe duda que desde el momento en que en la función se incorpora la presencia de esa nunca explicada monstruosidad, CLOVERFIELD se interna en una espiral de horror siguiendo una sencilla estructura. Esta se basa en la alternancia de secuencias dominadas por su gran dramatismo –el ataque del monstruo en el puente, la ofensiva de los militares al monstruo delante de nuestros protagonistas, el ataque de las pequeñas criaturas en la oscuridad de un túnel del metro, el vuelo en helicóptero que culmina en un accidente, el encuentro final con la criatura-, combinados con otros instantes en donde la tensión soterrada sirve de relativo descanso a dichos episodios. Esta adecuada decisión se ve complementada por la inserción de magníficos detalles. Unos percutantes –la repentina presencia de la cabeza de la estatua de la libertad frente a los protagonistas-, otros deliciosamente fantastiques –el mejor de ellos lo ofrece la presencia de ese coche de caballos sin tripulantes en plena agonía de las calles newyorkinas-, mostrando en su conjunto una apuesta que de alguna manera se entronca con la apreciable pero igualmente sobrevalorada THE BLAIR WITCH PROJECT (El proyecto de la bruja de Blair, 1999. Daniel Myrick & Eduardo Sánchez). Prepuestas estas y otras, que de alguna manera hablan de las posibilidades de los nuevos formatos cinematográficos, de la importancia del off narrativo, pero que a mi modo de ver en realidad no profundizan en las mismas, simplemente se sirven con habilidad de sus prestaciones, para aplicarlas en una propuesta que ha logrado romper la taquilla, recibiendo además una acogida crítica entusiasta.
No importa que pese a la delimitación concreta del hecho que narra la película, en realidad importe poco o nada determinar el origen de la aterradora amenaza, que esta aparezca de manera caprichosa, e incluso quede en el aire el destino de alguno de los personajes –la chica rescatada que viajará en otro helicóptero-. Y no importa, porque lo que se nos ofrece es un pequeño y divertido cuento de horror, atractivo en su fisicidad, espectacularmente plasmado en todo lo concerniente a sus efectos especiales y diseños, y al que la lógica de insertarse todo su metraje en una peculiar matriz digital, por un lado le brinda ciertos artificios y por el otro le proporciona su absoluta razón de ser. Es precisamente en el logro total de dicha vertiente, donde hay que valorar ese momento final procedente del rebobinado involuntario de la cinta –tal y como ha venido sucediendo en determinados pasajes precedentes- con esa recuperación de un momento feliz de los ya inexistentes seres, donde CLOVERFIELD alcanza una dimensión metalingüística de notable emotividad.
Calificación: 2’5
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