I SEQUESTRATI DI ALTONA (1962, Vittorio De Sica)
Antes de cualquier otra valoración, I SEQUESTRATI DI ALTONA (1962) supone uno de los títulos más extraños y olvidados de la carrera de Vittorio De Sica como realizador. Cuesta alcanzar referencias de esta extraña adaptación de la obra de Jean-Paul Sartre, en la que no cabe duda se tomó como referencia el éxito y el revulsivo que en el momento de su estreno alcanzó la terriblemente discursiva JUDGEMENT AT NUREMBERG (Vencedores o vencidos / El juicio de Nuremberg, 1961. Stanley Kramer). En cierto modo, no era de extrañar este atractivo, ya que hasta entonces el cine norteamericano y, sobre todo, el mainstream mundial, no se había atrevido a plasmar en la pantalla un absoluto protagonismo en torno al siempre incómodo cuestionamiento de las atrocidades nazis tomada con cierta perspectiva. Y cito bien la cuestión, en la medida que algún tiempo antes, un cineasta como Samuel Fuller ya había indagado en esta espinosa cuestión, eso si, dentro de los formatos de una producción independiente y orillada de los grandes canales de distribución de la época. Por ello la apuesta de esta coproducción franco – italiana de Carlo Ponti, además de servir como nueva plataforma de lucimiento dramático para Sophia Loren –tras el éxito logrado un par de años antes con LA CIOCIARA (Dos mujeres, 1960) también bajo la dirección de De Sica-, bebe abiertamente de las fuentes y el impacto logrado por el mencionado film de Kramer –del que por cierto y con gran sentido de la lógica, no se acuerda nadie-, trasladando la presencia en su cuadro técnico la figura del guionista Abby Mann, y la del protagonista de aquella película, el generalmente molestísimo Maximilliam Schell.
Y todo este esfuerzo se dispondrá para llevar a la pantalla el dramático encuentro con el pasado de los componentes de la familia Von Gerlach, propietarios de un auténtico imperio naviero que ha levantado con gran esfuerzo a lo largo de muchos años el patriarca de la misma; el veterano Albrecht (estupenda composición de Fredrich March). La película se inicia de manera atractiva –tras unos títulos de crédito que buscan el impacto y solo logran el equívoco- al confirmar un doctor al magnate que este sufre un cáncer de garganta de alcance terminal, vaticinándole unos pocos meses de vida. La planificación que impone De Sica a partir de los intensos primeros planos que relacionan a médico y paciente, acrecentado por la fuerza que le imprime March, logran interesar al espectador por el devenir de un hombre poderoso que en un instante ha sido vencido en vida por la muerte. Es en ese breve fragmento cuando se describen los que a mi modo de ver suponen los mejores momentos de la película. Lo demostrará la larga secuencia que describirá el recorrido de retorno del magnate, apostado encima de un velero y asumiendo con tanta dignidad como orgullo la cercanía de la mortalidad, mientras este recibe el saludo ceremonioso y ritual de los centenares de empleados suyos que se encuentran encima de naves transportadoras. Una extraña y poderosa danza de la muerte, que nos cuando este se dispone a dejar su imperio a aquel de sus hijos que considere más preparado. En realidad, su elección se dirige desde el primer momento al joven Werner (Robert Wagner), un joven y emprendedor abogado casado con Johanna (Sophia Loren), una mujer de padres nazis pero por completo beligerante con la actitud que en el pasado mantuvo el nazismo en su país, y que desde su labor como actriz de teatro se dedica de manera expresa a recordar por la vía del arte su perenne denuncia del nazismo. Ambos han acudido a regañadientes a la llamada del padre de Werner en la medida que se mantienen ajenos a la égida de este, erigiéndose en representantes de esa nueva Alemania que busca proyectarse en el futuro tomando como referente su lacerante beligerancia son su pasado.
El encuentro de ambos en la mansión de los Gerlach articulará un fragmento en el que se logrará una interesante atmósfera, en especial al aprovechar la arquitectura de la mansión protagonista, teniendo como base la notable fotografía en blanco y negro de Roberto Gerardi. Es en esos momentos cuando la pugna de los componentes de la familia aparecen, emergiendo de la mansión el auténtico drama que en ella se esconde; la constatación de que en su interior se encuentra escondido la presencia del otro hijo de los Gerlach. Este es el alucinado Franz (Maximillian Schell), del que en su momento se hizo pensar que había fallecido años atrás en Argentina, pero que en realidad ha permanecido escondido durante quince años –desde que finalizó la II Guerra Mundial con la dinamitación del nazismo-. Este se encuentra recluido dominado por la locura, en unas estancias repletas de pintadas representando diferentes aspectos del horror que alberga en su mente.
Bajo mi punto de vista, todo aquello que el film de De Sica había logrado mantener hasta ese preciso momento, desaparece por completo a partir de que la película se inserta en el contexto alucionado y atormentado de Franz, al que ayuda la única hija de Albrecht –Leni (Françoise Prévost)-, dominada por un instinto protector en torno a su oculto hermano, que esconde una atracción de alcance incestuoso hacia este. Muy pronto, lo que en manos del Joseph Losey de aquella época podría haber fructificado como un drama psicológico de cierto alcance, bajo la égida del realizador italiano se acercará de manera peligrosa a la cursi retórica propia del mundo de Jean Cocteau. Con esta explosiva combinación se planteará un casi insufrible acercamiento de Johanna –quien poco después de llegar a la mansión ha logrado descubrir la presencia de Franz- hacia el hijo alucinado y aislado de la nueva realidad alemana. Será un contexto en el que emergerá el remordimiento sobre la relación que en el pasado manifestó la familia Albretch con el nazismo –llegando a ofrecer uno de sus terrenos para que en el mismo se instalara un campo de concentración-, se articulará con la transformación que vivirá el a primera instancia sólido Werner, que poco a poco revelará su progresiva inclinación en el contexto en que su padre ha desarrollado su existencia, dominado por el egoísmo y el único objetivo de triunfo material.
Es probable que nos encontremos un material presto a un atractivo tratamiento cinematográfico, pero lo cierto es que en este caso este no se logra. Son muchas las imperfecciones del relato –la desaparición súbita de Werner de la escena, la manera con la que Johanna se traslada de ciudad para retomar su actividad teatral y el rápido encuentro que Franz realiza- pero, sobre todo, es muy torpe el resultado del mismo. A ese ya señalado enervante desarrollo del personaje de Franz –que sirve para Schell de rienda suelta a su cargante repertorio de tics-, cabría añadir la ridícula secuencia del encuentro de este en la sonrojante representación que se realiza de una obra de Bertold Bretch en la que intervene Johanna, o el patético alcance discursivo de los momentos finales, forzando un dramatismo que no aparece por ningún lado.
Es realmente escaso el bagaje de I SEQUESTRATI DI ALTONA, una película que se quedó vieja desde el mismo momento de su nacimiento, y que solo merece destacarse en esos ya señalados pasajes iniciales. En todo caso, es en una de las ocasiones en las que la acción abandona la siniestra mansión, cuando la película parece elevarse en su interés, retomando tras ella su mediocridad. Me refiero al momento en el que Werner y Johanna discuten en el jardín de la residencia, revelando a ojos de esta la inquietante ascendencia capitalista que emerge en su hasta entonces comprometido esposo. Gracias a la inteligente planificación de De Sica –utilizando una grúa con movimiento ascendente y descendente-, la discusión alcanzará una notable fuerza dramática, concluyendo con una lejana pincelada de sensibilidad que tanto caracterizara la trayectoria previa del cineasta. Me refiero a la entrega de un ramo de flores silvestres por parte de un pequeño a Johanna, una vez esta discusión ha dado paso al desconsuelo de la joven esposa.
Calificación: 1’5
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