HELL DRIVERS (1957, Cyril Endfield) Ruta infernal
Algún día habrá que plantearse el análisis de la influencia que el cine noir americano, transmutó en el hasta entonces muy limitado cine policiaco inglés. Se trataría de extraer las circunstancias propiciatorias de la incorporación de ciertos elementos preexistentes en USA, que fueron insertados en el contexto del cine de las islas, facilitando la existencia de una rama del género, que hasta el momento no ha gozado de la misma consideración que el polar francés. Sin que esta comparación vaya en menoscabo de la admirable tendencia gala, lo cierto es que hay un elemento que va en contra de esa valoración, como es el menguado reconocimiento que el cine inglés sigue mereciendo, y no digamos comparándolo con el francés, que tan bien fue vendido por muchos de sus artífices, aunque en ello hubiera que recordar las tremendas injusticias que los “esbirros” de Cahiers du Cinema no dudaron en aplicar a la hora de ajusticiar a sus compañeros de profesión de generaciones precedentes.
Pero no se trata en estos momentos de hablar de esta triste circunstancia, aunque quizá sí señalar que probablemente esa manera tan peculiar de enfocar el relato policiaco, seco, duro, austero e incluso sombrío, mucho más rural que urbano, probablemente fuera introducido en algunos de sus primeros exponentes por cineastas como Jacques Tourneur en CIRCLE OF DANGER (1951) o Robert Parrish en ROUGH SHOOT (1953). Pero más allá de estos dos ejemplos concretos –que además se asemejan bastante entre sí-, quizá la génesis de esa manera tan peculiar de brindar un noir autóctono, la aportaron con cartas de naturaleza tres nombres, unidos por el hecho de no ser ingleses, por haber probado sus armas dentro del género en USA, y por huir a Inglaterra a consecuencia de su inclusión en la “listas negras” del MacCarthismo. Me estoy refiriendo a Edward Dmytrik, quizá el precursor de ambos, Joseph Losey, el más influyente al establecer su residencia en un país donde desarrolló la parte más valiosa de su obra y, entremedias de ambos, no sería justo omitir la apuesta de Cyril Endfield, quien ofrecerá en 1957 una de las pruebas más notables de dicha vertiente con HELL DRIVERS (Ruta infernal). Una película que define a la perfección el modus operandi y las características de este "noir" genuinamente británico que, de manera paulatina, iría evolucionando en especial de la mano del mencionado Losey, hacia una vertiente psicológica que discurrirá paralela a la rápida progresión de la propia sociedad inglesa.
Así pues, el título de Endfield –en su primera colaboración con el actor Stanley Baker, y firmando la película con el nombre de C. Raker Endfield-, es un exponente de primer orden para entender ese sendero de sordidez, brutalidad, alcance sombrío y grisura ambiental, que definirán las mejores muestras de este tipo de cine, cuyo ámbito habría que extender en títulos de diversa índole, hasta los primeros años sesenta. En esta ocasión, la película –en la que el propio Endfield participó como guionista-, muestra desde sus propios títulos de crédito –insertados sobre una toma única subjetiva del discurrir embrutecido de un camión-, el contexto coral descrito en torno a una empresa de transportes de material de obra, a la que acudirá un expresidiario en busca de trabajo. Se trata de Tom Yately (Baker). Este esconde su pasado, algo que a la propia empresa interesa, en la medida que su política es utilizar operarios de forma embrutecedora, procurando de ellos la mayor celeridad en sus transportes, sin tener en cuenta que ello pone en peligro la seguridad de los mismos –de hecho, Tom sucede en el camión nº 13 a un anterior conductor que, previsiblemente, sufrió un accidente-. A partir de su competencia en el nuevo oficio, este se integrará en el contexto de sus compañeros, entre los que predominará cualquier rasgo menos el de la amistad. Un sentimiento embrutecedor y la sumisión a un camorrista y pendenciero capataz –Red (Patrick McGoohan)-, quien no deja de jactarse de ser el conductor más valioso del colectivo, aunque para ello utilice trucos de dudosa ética. Pero entre todos ellos, Tom encontrará una excepción en la sincera amistad que le brinda Gino (excelente Herbert Lom), un italiano que goza de mayor sensibilidad que el resto de conductores –es de destacar la religiosidad que mantiene de forma íntima y al margen de las posibles burlas de sus compañeros; una religiosidad centrada en un pequeño altar que, más adelante, servirá a Tom para salvarse de un linchamiento por sus compañeros-. Con la ayuda y, sobre todo, los consejos y advertencias de este. Tom poco a poco irá labrándose una seguridad en esta peligrosa profesión, aunque en su desempeño queden ocultos datos claves como su pasado o el cumplimiento de la legalidad laboral. Nada de ello será tenido en cuenta en una empresa que abusa de sus trabajadores, aspecto por el cual tendrá pocos escrúpulos en admitir gentes sin referencias.
HELL DRIVERS tiene otro elemento colateral en el pasado de Tom, quien cumplió una condena de un año de cárcel por un accidente automovilístico que le costó la invalidez a su hermano pequeño, confinándolo a una pequeña tienda, y granjeándose por ello la reprobación de su madre. Con todo ello, el film de Endfield destacrá por la admirable fisicidad del relato –en la que tendrá un elemento de especial importancia la labor de Geoffrey Unsworth, años antes de consagrarse como uno de los mejores operadores de fotografía británicos-, expresándose de forma tan tangible tanto en los sórdidos interiores –la habitación de Tom, la taberna en la que los conductores recalan y se humillan entre sí- como en esos exteriores brumosos y sombríos, donde casi se puede oler el aroma a campiña verde y al mismo tiempo lejana a cualquier evocación utópica del entorno natural. En su oposición, esos exteriores adquieren una fiereza incómoda de contemplar. Junto a ello, es de destacar la importancia de la labor de montaje realizada, que permite que todas aquellas secuencias desarrolladas en las angostas y húmedas carteras por las que discurren los camiones, en todo momento estén provistas de la necesaria tensión. Pero todo esto no sería suficiente por sí mismo, más que para configurar un relato más o menos mecánico, centrado en ese aspecto de la acción pura y simple. El interés del film de Endfield, proviene de forma fundamental en la articulación de esa expresión física de un oficio desarrollado bajo condiciones infrahumanas, inserto dentro de un microcosmos de alcance desolador a la hora de configurar su galería humana. Algo que se manifestará en esas luchas de poder, esas metafóricas zancadillas que proporcionan los propios compañeros, en la mezquindad de los responsables de esta empresa de dudosa catadura... Todo ese asfixiante ámbito de relaciones humanas, adquiere en la película una densidad y grado de espesura, que en algunos momentos llega a ser irrespirable.
Es por ello por lo que, en última instancia, y pese a esa cierta simpleza de guión que la película manifiesta, la película alcanza en su conjunto un notable grado de interés, que podría exteriorizarse a la magnífica labor de su cast –en el que se puede contemplar a un jovencísimo Sean Connery, y del que no me gustaría dejar de destacar la breve pero impagable prestación del veterano Wilfrid Lawson, quien “examinará” a Tom antes de integrarlo a la empresa-, a un ritmo que más que trepidante, que aparece delimitado con acierto a las necesidades internas del relato y, justo es señalarlo, a una labor de puesta en escena por parte de Endfield, que sabe extraer la tensión interna de sus secuencias, planificando ante todo en planos medios y buscando en ellos el uso de reencuadres que pudieran extraer todo su potencial dramático. Sin embargo, dentro de un conjunto revestido de un notable interés, no me gustaría dejar de destacar tres momentos verdaderamente magníficos, que hablan bien a las claras de la raza de cineasta que, en sus mejores momentos, atesoraba al cineasta norteamericano, en aquellos años residente en Inglaterra. El primero de ellos lo supone ese auténtico tiempo muerto que se establece en la taberna, instantes antes de producirse una pelea entre Tom y Red. Serán apenas décimas de segundo, en los que la labor de dirección logra que el espectador “sienta” la cercanía del combate y se llegue a implicar en él desde la distancia. La otra secuencia –esta interviniendo labor de montaje-, describe la manera con la que Tom finalmente sucumbe a los encantos de Lucy (Peggy Cummings), secretaria en la empresa y en teoría novia de Gino. En esos momentos esta ha rechazado el anillo de compromiso que el italiano le ha entregado, lo que Tom le reprochará, aunque no pueda resistirse a ella. La situación se planteará de manera ejemplar en la pantalla, apagándose la luz de un quinqué que nuestro protagonista porta al acercarse a Lucy, mientras un fundido en negro nos llevará a Gino encendiendo una cerilla, y descubriendo instantes después el paseo que su fiel amigo y su hasta entonces novia han protagonizado.
Pero, por último, resulta obvio destacar los instantes finales de la película, en los que una persecución a muerte por parte de Red hacia Tom, culminará de forma trágica –insertando incluso un plano interior de la caída del camión que conducía Red-, y mostrándose también las dificultades de nuestro protagonista, por no seguir idéntico destino. Se trata de una conclusión que aún albergará un pequeño margen a la esperanza, aunque en modo alguno pueda hacernos olvidar el amargo regusto marcado en una película llena de fuerza y de furia en la que, justo es reconocerlo, se expresa una visión profundamente escéptica de la condición humana.
Calificación: 3
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Jordan Flipsyde -
S.L.CREGAR -