FRANKENSTEIN 1970 (1958, Howard W. Koch)
Bastante más relevante en su faceta como productor –en la que se encuentran títulos tan dispares como THE MANCHURIAN CANDIDATE (El mensajero del miedo, 1962. John Frankenheimer) o THE ODD COUPLE (La extraña pareja, 1968. Gene Saks)- e incluso en su vinculación para el medio televisivo, el norteamericano Howard W. Koch (1916 – 2001) también acometió durante la década de los cincuenta una desigual y probablemente poco atractiva aportación dentro del cine de géneros. Me da la impresión –sobre todo a partir de lo poco que he visto de sus filmografía-, que su propia grisura como realizador, de alguna manera le pilló con el pié cambiado a la hora de iniciarse en el terreno de la realización, dentro de un campo industrial sometido a enormes cambios. De ahí quizá el hecho de que trabajara en el ámbito de estudios caracterizados por auspiciar proyectos de presupuestos modestos, como United Artists o Allied Artists. De este segundo estudio emerge FRANKENSTEIN – 1970 (1958), una película que aún reconociendo nunca supera el margen de la discreción, lo cierto es que tampoco convendría despreciar la modesta pero nada despreciable singularidad que proporciona esta tardía y anacrónica revisión del mito creado por la novela de Mary W. Shelley. Una película que se une a otros revisionismos proporcionados por el mismo estudio, como la también agradable DAUGHTER OF DR. JEKYLL (1957, Edgar G. Ulmer). Sería conveniente, llegado el caso, y aún reconociendo que ninguno de estos títulos aparece como un logro de gran interés, establecer un estudio que recordara estos intentos de serie B a punto de desaparición, reutilizando unas mitologías que no supieron revitalizar, como sí se logró en la Inglaterra de Hammer Films.
FRANKENSTEIN – 1970 destaca por su magnífico inicio. Pese a la convención que muestra su secuencia de apertura, esta destaca por su fuerza y la sordidez de su atmósfera, describiendo la persecución de una joven en el nocturno de un bosque neblinoso, seguida de una monstruosidad –a la que nunca veremos el rostro- que en apariencia se trata del monstruo de Frankenstein. El acierto en el uso de la pantalla ancha, la fuerza de su fotografía en blanco y negro –responsabilidad de Carl L. Guthrie-, el fondo sonoro de Paul Dunlap –tan tradicional y al mismo tiempo eficaz dentro del contexto de su género de pertenencia- y la pertinencia de su planificación, nos brindará unos primeros minutos atractivos, en los que el espectador se verá invadido de una atmósfera de horror, hasta que la joven aterrorizada sea estrangulada en el lago por la terrible criatura. Lo que aparenta ser un paroxismo de pesadilla, muy pronto advertiremos se convierte… en la secuencia del rodaje de una película de terror. Se trata de un golpe de efecto lleno de eficacia, que lamentablemente no tendrá la continuidad ni la efectividad que tal premisa podría proporcionar a un conjunto en el que su presunto grado de originalidad, a la postre deviene como uno de los elementos que más deciden en contra de su resultado final. Y es que pronto advertiremos que en el interior y los alrededores del castillo de los Frankenstein, se está rodando una especie de show televisivo dedicado a la familia que sirvió como inspiración a la novela de la Shelley. Hasta allí se ha desplazado un grupo de profesionales, recibiendo el permiso del último representante de la familia, el barón Victor von Frankenstein (Boris Karloff). Ya en el interior de sus dependencias los enviados no dudarán en rodar una serie de secuencias, todas ellas encaminadas a evocar ese pasado tenebroso, sin sospechar que el barón esconde en el subsuelo del castillo un macabro proyecto. Este sobrevivió a las torturas del régimen nazi sin lograr que se aliara con ellos –un matiz que en la película apenas tiene resonancia-, aunque le dejara la secuela de un rostro deformado en uno de sus laterales, quizá simbolizando en esa presencia física la ambivalencia que se esconde en su personalidad.
Si hay un elemento que desmerezca una propuesta tan extravagante pero en última instancia tan simpática como la que brinda esta modesta película, estriba en la pobreza e incluso ridiculez que muestra su guión, a pesar –o quizá debido a ello- de la presencia de varios nombres en su seno. Esa ingeniosa manera de plantear una visión renovada de mito –la presencia de un equipo televisivo-, muy poco después deviene estúpida, en la medida que no puede resultar más penosa la descripción que se ofrece de los componentes de dicho equipo. Ni siquiera planteando estos a nivel de parodia, la galería de individuos que puebla la misma nunca deja de contrastar de forma lamentable con el cierto grado de clasicismo que mantienen otros elementos del film. Pero es que unido a ello, el film de Koch se resiente de una mezcolanza de elementos, en ocasiones entremezclados de forma incongruente y sin atisbo de densidad alguna, desluciendo las posibilidades que su enunciado inicial podría proporcionar. De todos modos, pese a estas considerables limitaciones, no logran que aparezca en FRANKENSTEIN – 1970 un cierto grado de interés. No cabe duda que la película no habría tenido la más mínima razón de ser sin la presencia al frente de su reparto de un actor como Boris Karloff. En torno a su mitología se despliega la propia esencia del film, e igualmente a su alrededor se desarrolla la mejor secuencia del metraje. Ese largo plano secuencia en el que el veterano intérprete se remontará a los orígenes de su familia, describiéndola en torno a la escenografía fúnebre y decadente existente en el subsuelo del castillo. Una vez más, en esta ocasión aún con mayor pertinencia que en el inicio, se tratará de una filmación del equipo televisivo, logrando por segunda y última vez esa dimensión meta cinematográfica que solo queda apuntada en el conjunto. En cualquier caso, cierto es que en esta ocasión Koch demuestra un cierto grado de competencia profesional, logrando extraer un nada desdeñable el uso del formato panorámico, aprovechándose de forma notable la escenografía fúnebre que se dispone en el subsuelo del castillo –uno de sus elementos más atractivos-, e incluso sacando un notable partido de la escenografía de interiores de las salas nobles –estoy convencido que reutilizadas de algún otro rodaje-. Todo ello conforma un relato en el que lo atractivo se da de la mano casi con lo ridículo, en el que la debilidad de su tratamiento argumental queda suplida de forma parcial por la atmósfera conseguida, y los ocasionales aciertos de realización que se plantean. Solo citaré uno de ellos –uno de los apuntes más logrados del film-; me refiero al instante en el que el barón decide mostrar a su fiel consejero Gottfried su secreta creación de una nueva criatura –otro de los elementos que en el film aparecen sin consistencia-. Cuando este se encuentre con el monstruo vendado –que aún no posee ojos-, un fundido encadenado ligará el primer plano del rostro del que será la próxima víctima del barón con el de la criatura; estos serán los ojos que portará la misma.
FRANKENSTEIN – 1970 culminará de forma apresurada y poco convincente –introduciendo en su climax incluso el estallido del reactor nuclear que el barón había utilizado como catalizador de su nueva criatura. Sin embargo, aún brindará al espectador un último apunte de interés. En realidad, este pretendía crear un ser humano que pudiera poseer el rostro que describía su fisonomía antes de ser torturado por los nazis ¿No era mejor aplicarse ese deseo sobre sí mismo? Pese a esa rocambolesca justificación, lo cierto es que el instante en el que se descubre el rostro vendado de la criatura, un cierto grado de ternura invade al espectador. Ese es, quizá, el adjetivo que mejor puede cuadrar a esta pequeña película, en la que lo caótico, lo oportunista, y también el regusto de un pasado ya superado, ofrecen una amalgama nunca brillante, pero en no pocos momentos efectiva.
Calificación: 2
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ALFREDO -